Como todo ejercicio marcial, la justa a pie precisaba de unas reglas o normas para impedir o, al menos, limitar el fogoso ímpetu de los contendientes. En este caso quizás con más motivos que la justa a caballo en la que, salvo cuando se formaba la mêlée, los lances se solventaban en una embestida sin dar lugar al contacto físico. Los dos jinetes se acometían, procuraban estampar sus lanzas en la zona más ventajosa del adversario y ahí acababa todo. O se ganaba, o se perdía o se empataba, pero no podían volver grupas y empezar a darse trastazos salvo que se contemplara esa posibilidad. Pero la justa a pie, debido precisamente a su origen en los juicios de Dios, daban lugar a un combate cuerpo a cuerpo entre dos hombres que previamente se habían retado. Dicho reto podía deberse a un mero afán por demostrar al universo que se era más diestro que el adversario si este era un afamado BELLATOR o, en muchas ocasiones, para solventar malquerencias o viejas rencillas aprovechando el torneo. Sea como fuere, es evidente que en ambos casos había que atar corto a los dos combatientes para que no terminaran matándose entre ellos. Al cabo, si un apacible jugador de parchís puede acabar estampando el tablero en el cráneo de su contrincante porque le ha comido ficha tres veces seguidas, imaginen lo que podría ocurrir si estos fulanos se calentaban más de la cuenta cuando sentían que los golpes del adversario le estaban haciendo quedar en ridículo ante la concurrencia.
Por otro lado, estos linajudos homicidas eran hombres curtidos que se sabían mil triquiñuelas para hacer la pascua a los enemigos, ya fuese en una batalla campal o en una palestra. Hombres curtidos que, como los púgiles veteranos le meten el pulgar en el ojo al contrincante sin que el arbitro se de cuenta, pues golpeaban donde más daño podían hacer sin importarles naturalmente que el otro quedase lisiado o saliera maltrecho del lance. Lo importante era ganar y punto. Y, por cierto, mejor nos olvidamos de la versión heroica de estos simulacros de la guerra en los que primaba la caballerosidad y los buenos modales; eso queda muy guay en las novelas de Walter Scott y en las edulcoradas filmaciones yankees de los años 50, pero la realidad era distinta. Ya veíamos en la foto de cierre del articulillo anterior como uno de los combatientes no dudaba en estampar un pie en la rodilla del contrario, de modo que ya pueden imaginar la de fullerías que se perpetraban. Como es más que evidente, o estos combates se regían por una serie de normas o cada lid acabaría de mala manera en el momento en que los justadores se cabreasen y sacaran a relucir su amplio surtido de marrullerías. En resumen, había que cumplir unas reglas si no se quería acabar expulsado del torneo por alevoso y mal caballero, con el desdoro que ello suponía ya que se quedaba señalado en todo el planeta como un bellaco, una mala persona más ruin que un cuñado y, lo peor de todo, más traidor que un político.
Bien, ante todo debemos considerar que no había un decálogo uniforme para este tipo de justa, o sea, no había una serie de normas de obligado cumplimiento que fuesen inamovibles a lo largo del tiempo y el país. Antes al contrario, salvo algunas reglas, digamos, fijas, lo cierto es que en cada torneo los organizadores dictaban las que consideraban más oportunas. Sea como fuere, bien es verdad que la norma era generalmente procurar evitar que la fogosidad de los justadores no convirtieran el espectáculo en una riña tabernaria, y que la integridad física de los mismos estuviera razonablemente protegida.
Así pues, en primer lugar se llevaba a cabo el desafío, por el que los justadores elegían a los campeones con los que deseaban medirse. Esto viene a ser algo básicamente igual a los actuales pugilatos en los que el aspirante al título reta al campeón para arrebatarle la corona si bien en este caso no se luchaba por una bolsa de varios millones de dólares, sino por ganar fama al vencer al, hasta aquel momento, invicto paladín. Dicho desafío tenía lugar en los días previos al torneo. Los lista de los participantes se exponían en el lugar donde tendría lugar el evento, y cada cual retaría al que le diese la gana. El heraldo de cada caballero tocaba con una espuela un escudo que, según el color, informaba de qué tipo de combate deseaba llevar a cabo, así como el tipo de armas. Para las justas a caballo se colocaban dos escudos, uno de color dorado y otro de plata. En caso de tocar el primero, las armas serían de guerra; en caso de tocar el segundo, armas de cortesía. Para las justas a pie se procedía de forma similar, pero con escudos negros y marrones (ilustración de la derecha). Los primeros indicaban combate con una barrera interpuesta entre los justadores (ahora explicaremos lo de la barrera), y los segundos significaban una lid armados con una lanza y protegidos por la tarja. Tras romper las lanzas contra el adversario se continuaría con mandobles y, si los organizadores así lo disponían, con dagas como última fase del combate. Esta primera fase con lanza y tarja hace suponer que, probablemente, el encuentro a pie tenía lugar tras un lance inicial a caballo, y es posible que fuese el heredero directo del combate judicial de toda la vida. En todo caso, esta forma de justa perduró hasta principios del siglo XVI, conviviendo hasta esa época con el combate a pie mondo y lirondo.
Combate con picas con la barrera por medio. Obsérvese que los justadores no llevan armadas las piernas. Una vez que lograsen romper sus armas contra el adversario se pasaría a luchar con espadas |
En lo tocante a las normas, las que se podían considerar como generales en cualquier torneo eran las siguientes. Ante todo, estaba prohibido golpear por debajo del cinturón. Como ya se comentó en el articulillo anterior, aún empleando armas de cortesía, un impacto con armas como la alabarda, el mayal, la bisarma o el alcón podían reventarle la pierna a cualquiera, e incluso estando protegida por la armadura podrían sufrirse lesiones muy graves que, como poco, garantizaban una cojera de por vida. El arreglo de fracturas no era algo tan simple como en nuestros días, y un fémur o una tibia astillados, para no hablar de una rótula convertida en comida para peces, dejaban al lesionado con secuelas vitalicias. Con todo, y a pesar de que el armamento era previamente revisado por los jueces, parece ser que no era raro que los justadores intentasen colar un arma cortante y punzante, dándole dos higas la cosa caballeresca con tal de chinchar al adversario. Obviamente, si esto se descubría el infractor era eliminado de inmediato del torneo, pero si ya había hecho buen uso de su arma podía ser tarde.
Del mismo modo, estaba prohibido golpear en otro sitio que no fuera el yelmo, por lo que habitualmente no se permitía usar penachos o cimeras ya que estos podían dificultar a los jueces la apreciación del golpe, de los que había que alcanzar cinco en el yelmo del adversario para obtener la victoria. Tampoco se podían usar las dos manos para manejar una espada de una mano, golpear con el plano de la hoja o reemplazar el arma si esta se rompía salvo si era al golpear al adversario. Solo en ese caso se le permitía sustituirla por otra. Y, por supuesto, los guanteletes que permitieran bloquear el arma propia, como ya vimos en el artículo anterior. Tampoco se podían usar ingenios para bloquear el arma del contrario ni, en resumen, nada que diera ventaja a un justador sobre otro.
En cuanto a la aparición de la barrera, elemento que ya se ha mencionado varias veces, parece que ya se usaba a lo largo de la segunda mitad del siglo XV, si bien su generalización no tuvo lugar hasta mediados del siglo siguiente. La barrera era básicamente similar a la usada por los justadores a caballo, si bien en este caso no tenía como misión impedir que los jinetes se empotrasen literalmente uno contra otro en un choque frontal, sino para mantener a los combatientes a una distancia que impidiera, aparte de las marrullerías ya comentadas, que en un calentón de la sangre se enzarzaran en un combate cuerpo a cuerpo cerrado y acabaran masacrándose bonitamente. La barrera, además, impedía o hacía más difícil golpear por debajo del cinturón debido a su altura, de alrededor de 90 cm. como vemos en la lámina superior, y permitía por ello a los justadores desprenderse de las protecciones de las piernas para gozar de mayor movilidad y conservando en todo caso las escarcelas. En este caso, se muestra un combate con espada de una mano. A ambos lados, junto a los postes, dos jueces vigilan el lance junto a sendas cestas con espadas de repuesto, quizás para sustituir las que se pudieran romper durante el combate.
Y en lo referente a los recintos destinados a la justa a pie, por lo general consistían en un área cuadrangular formada por una barrera de madera o de postes unidos con sogas. Dicho recinto tenía partes movibles para permitir el acceso de los justadores. Esta tipología se mantuvo mientras existieron los torneos. No obstante, cada vez se impuso más el uso de barreras dobles como la que vemos en la ilustración de la derecha. Esta distribución tenía varios cometidos. Ante todo, impedir que la plebe, enfervorecida por la lid, intentase de algún modo interferir en la pelea. Con este pasillo central se mantenían a una distancia prudencial sin que pudieran hacer otra cosa que berrear animando a su combatiente preferido por el que habían apostado a su cuñado y a su suegra. Y, por otro lado, permitía a los asistentes de los jueces distribuirse por todo el contorno del recinto manteniéndose a una distancia prudencial de los justadores, que cegados por la furia podían asestar un mal golpe a cualquiera que se moviese cerca de ellos. Con todo, y para cortar de inmediato cualquier conato de apasionamiento bélico, vemos a varios hombres de armas provistos de largos bastones dentro del recinto, dispuestos a intervenir en caso de necesidad e interponerse entre los justadores. En cuando a los jueces, lo habitual era situarlos en una posición elevada, en un palco o tribuna, desde donde podían gozar de un campo visual más amplio.
En fin, criaturas, así eran las justas a pie. A finales del siglo XVI, la guerra había cambiado lo suficiente como para hacer que los torneos pasasen a ser meras demostraciones de destreza ecuestre y poco más, y la introducción en los campos de batalla de nuevas armas condenó a la obsolescencia el armamento medieval. La aparición de la esgrima y las espadas roperas hicieron que combatir a pie se convirtiera en algo totalmente distinto, donde las armaduras, los escudos y los montantes ya carecían de sentido. Como es habitual, todo tiene su principio y su fin.
Hale, he dicho
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