jueves, 29 de diciembre de 2022

JUSTA A PIE. ORIGEN Y ARMAMENTO

 

Fotograma de la película "Destino de caballero" (2001), de la que solo se salvan sus escenas de lucha caballeresca. En este caso vemos al pseudo-Von Liechtenstein dándose estopa con otro caballero durante una justa a pie. Anacronismos y chorraditas menores aparte, la escena está aceptablemente representada. Obsérvese que ambos contrincantes carecen de protección en las piernas. Ya veremos el motivo

Por norma, los torneos y demás exhibiciones marciales se asocian con los combates a caballo en los que dos jinetes se embisten como cabrones en celo lanza en ristre. El brutal encuentro se saldaba por lo general con al menos una lanza convertida en astillas y uno de los contendientes en el suelo. Es justo reconocer que debía ser un espectáculo magnífico, y que semejante despliegue de fuerza y destreza resultaría cautivador en una época en la que la gente se aburría soberanamente, con las epidemias, el hambre y la muerte como distracciones cotidianas. 

Justa tradicional a caballo en la que se enfrentaban dos oponentes

Como ya sabemos, los torneos surgieron como una forma de entrenamiento para no oxidarse durante los períodos de paz, si bien fueron evolucionando como una mera exhibición de destreza y excusa para celebrar algo celebrable. Sea como fuere, desde sus inicios solo se concebía el combate entre jinetes, bien entre grupos, bien singulares, ya que estaban en cierto modo supeditados al uso táctico de los caballeros en el campo de batalla, uséase, luchar a caballo. Ojo, esto no quiere decir que los belicosos BELLATORES de la época solo supieran combatir a lomos de sus carísimos pencos ya que, por razones obvias, si estos palmaban atravesados por las lanzas enemigas, su jinete se tenía que buscar la vida ya que no podía adquirir otra montura en plena batalla. En todo caso, ya sabemos que el entrenamiento de estos probos homicidas contemplaba cualquier tipo de arma en cualquier terreno, que no era plan de bajarse del caballo y quedarse cruzado de brazos.

Miniatura del Códice Manesse (c. 1304) que nos muestra
una mêlée en plan cafre. No era raro que varios participantes
salieran maltrechos de estos lances

Pero, como decimos, la versión lúdica de la guerra solo consideraba adecuados los enfrentamientos a caballo, y los vencedores de los torneos eran los que rompían más lanzas o descabalgaban a su oponente. No fue hasta los albores del siglo XV cuando surgió la versión de combates a pie, pero la escasa documentación histórica al respecto no nos permite saber con exactitud cómo, cuándo y por qué se introdujo este tipo de justa en los torneos, dominados hasta aquel momento por los jinetes aupados en enormes bridones que los convertían en carros de combate cárnicos. Con todo, la opinión más generalizada es que surgieron a raíz de los duelos judiciales, una costumbre heredada de los pueblos germánicos por la que se dirimían las diferencias de opinión mediante combate singular. Es lo que en España se dio en llamar juicios de Dios. Se daba por sentado que el poseedor de la verdad jamás podría ser derrotado por un felón o un cuñado, sin detenerse a cuestionar el resultado de la lid por el hecho de que el vencedor medía dos metros, pesaba 140 kilos y era capaz de levantar en vilo un pollino o descabezar a un toro de un tajo de espada, mientras que su oponente, el hipotético defensor de su honra, no pasaba del metro sesenta y con su espada no podría decapitar ni un gato anoréxico. El vencedor en juicio de Dios era el que tenía la razón sí o sí y punto.

Carga de caballería pesada. Hay que reconocer que verse venir
encima esa masa debía resultar extremadamente inquietante.
Solo las tropas profesionales eran capaces de aguantar firmes
y esperar el momento del contacto sin salir pitando del campo de
batalla con el rabo entre las patas

Bien, se supone que de ahí surgieron las justas a pie pero, ¿por qué se sumaron a los festejos marciales de la época? La teoría más comúnmente aceptada es que se debió simplemente a los cambios en los usos de la guerra. En el siglo XV, la caballería había dejado de ser el arma decisiva que fue antaño, cuando una masa de jinetes era capaz de arrollar a una hueste de villanos reciclados en infantería de circunstancias que se meaban encima al verse venir sobre ellos una masa de carne y acero que, sin duda, los aplastaría como cucarachas. Las cosas cambiaron bastante con la progresiva introducción de hombres de armas profesionales en los ejércitos de la época que eran contratados como mercenarios. Los lansquenetes alemanes y los Reisläufer suizos no solo no salían echando leches ante una carga de caballos coraza, sino que los esperaban sin inmutarse enfilando hacia ellos sus armas enastadas. En semejante escenario, los otrora invencibles caballeros no tenían otra opción que echar pie a tierra y combatir a pie con las mismas armas que la infantería si querían volver al terruño razonablemente enteros. Más aún, en algunas batallas se optaba por apear a los caballeros para luchar a pie si se consideraba que ello reportaba una ventaja táctica.

Bien, estas serían, grosso modo, las circunstancias que dieron lugar a la introducción de las justas a pie en los torneos. Según los escasos testimonios gráficos que han llegado a nosotros, podríamos deducir que, inicialmente, la justa a pie era la continuación de la misma a caballo. También debemos tener en cuenta la posibilidad de que los justadores optasen por combatir a pie o a caballo antes del torneo, cuando se elegía a quiénes retar para lucir su destreza con las armas. Un ejemplo lo tenemos en uno de los precisos e ilustrativos dibujos de la obra "The Pageants of Richard Beauchamp", conde de Warwick, dándose estopa en un torneo celebrado en Verona con el famoso condottiero Pandolfo Malatesta, el Lobo de Rímini, cuando iba camino de Tierra Santa en 1408. En la ilustración vemos al conde armado con un ahlspiess, mientras que su oponente blande un alcón. En el suelo se pueden ver restos de lanzas usadas en un lance a caballo anterior, y en los lados aparecen los escuderos de ambos sujetando sus espadas por la punta, dando a entender con ello que no intervendrían en la lid para ayudar a sus señores. Finalmente, debemos reparar en el detalle de que los dos personajes visten arneses de guerra, no armaduras con piezas adaptadas a las justas a caballo que ya se empezaron a fabricar a finales del siglo XIII. Empecemos pues por dar cuenta del armamento defensivo empleado en este tipo de justa.

Parece ser que, al menos en sus comienzos, la justa a pie se llevaba a cabo con estos arneses, suponemos que por algo tan básico como la protección corporal de los contendientes que se batían el cobre con armas de guerra que, llegado el caso, podían hacer bastante daño. Aquí no entraban en juego lanzas bordonas con puntas jostradas, sino armamento de filo y punta. La miniatura de la izquierda es bastante elocuente al respecto. Un caballero se arma para un torneo, pero parece que se dispone a entrar en batalla. El escudero ya le ha puesto las piezas de las piernas, que sujeta al jaco con cordones de cuero. Esta prenda es la misma que se usa en combate: un jubón de cuero con malla en las zonas más susceptibles de ser vulneradas por las armas del enemigo: axilas y caras internas de los brazos. Sobre la mesa podemos ver el resto de su panoplia, que incluye un gran bacinete, y su armamento ofensivo compuesto por una alabarda y un ahlspiess. Esto nos deja claro que los trastazos que se propinaban justando a pie no eran ninguna tontería, y un puntazo bien colocado con una de estas armas podía dejarlo a uno listo de papeles.

La pieza más significativa de la panoplia del justador a pie era el yelmo, y por dos motivos: ante todo, porque los golpes que más puntuaban eran los que se dirigían a esa parte del cuerpo, por lo que obviamente sería donde se recibirían la mayoría de los trastazos. Y segundo, porque debía permitir un campo visual lo más amplio posible, obviamente dentro de las limitaciones que supone llevar la cabeza enlatada en uno de esos chismes. La tipología que alcanzó más difusión fue el bacinete en su versión más tardía, o sea, el sucesor del bacinete de pico de gorrión. Estos yelmos, que podemos ver a la derecha, ofrecían una muy buena protección en cuello y cabeza, de modo que un mazazo o un golpe con un martillo de guerra no lograra alcanzar la anatomía de su usuario. Además, su superficie redondeada y pulida era ideal para desviar golpes o puntazos. 

Para mejorar el campo visual, además de las OCVLARIA tradicionales vemos que todo el visor estaba provisto de numerosos orificios que permitían tanto la renovación de aire como la visibilidad. Su pequeño tamaño impediría penetrar las moharras de las armas enastadas, las puntas de las espadas o incluso de las dagas. Algunos modelos, como los que vemos a la izquierda, solo disponían de angostos orificios rectangulares para mejorar aún más su nivel del protección. Por otro lado, las gorgueras se fijaban al peto, como era habitual en los yelmos para justar a caballo, lo que aumentaba la solidez del conjunto yelmo-coraza. Y precisamente la gorguera hacía que el peso de estos chismes- bastante elevado por cierto- reposara sobre los hombros del combatiente, y no directamente sobre la cabeza. Esto producía, como es lógico, que los golpes fueran absorbidos por la armadura, y no por la cabeza, como ocurriría en el caso de un bacinete de pico de gorrión. Estos yelmos se mantuvieron operativos a lo largo del siglo XV y en los primeros años del XVI.

El heredero del bacinete fue el almete, surgido en la primera mitad del siglo XVI y ganando popularidad a partir de la segunda mitad de ese siglo. Los modelos iniciales tenían bastante semejanza con sus predecesores si bien el visor tenía formas angulosas y una disposición en fuelle como el que vemos a la izquierda. Ese diseño proporcionaba una resistencia estructural mucho mayor que los visores redondeados y, además, desviaban con más facilidad los golpes dirigidos a la cara. Los ejemplares más sofisticados, como el de la derecha, tenían el cuello articulado, lo que les proporcionaba una movilidad muy superior y que venía bastante bien para controlar los movimientos de un enemigo con el que se combatía cuerpo a cuerpo. Lógicamente, varias piezas significaba una solidez inferior a la de una gorguera de una sola pieza, pero las ventajas superaban los inconvenientes. Lo más reseñable de estos yelmos eran sus visores, que disponían de dos o tres capas de protección que se quitaban o añadían a voluntad. Estas bufas, como se ve en el ejemplar de la derecha, estaban ideadas para aumentar o disminuir el número de orificios del visor en función al arma que usaba el enemigo. La calva se coronaba con un crestón destinado a soportar o desviar tajos dirigidos a la cabeza. Finalmente, eran más ligeros que los bacinetes, detalle de importancia cuando había que llevar ese trasto encima un buen rato.

En lo tocante a las armaduras, también se diseñaron modelos destinados exclusivamente para la justa a pie. El más reseñable es la armadura de tonelete, una tipología que estuvo en uso entre el último cuarto del siglo XV y la primera mitad del XVI. Estaba dotada de un faldón acampanado que cubría las piernas hasta aproximadamente la altura de las rodillas. Esta pieza podía ser fabricada como accesorio para un arnés convencional que se ponía o se quitaba según conviniera o, en el caso de ciudadanos pudientes, formar un conjunto elaborado ex-profeso para este tipo de justa. La función de este peculiar faldón era ante todo proteger la parte trasera de las piernas que, como sabemos, estaban descubiertas ya que en circunstancias normales estarían sobre la silla de montar. Pero en la justa a pie un golpe podía acabar acertando en el sitio más inesperado, y un tajo con un mandoble en la parte trasera de un muslo podría fracturar el fémur sin problemas o producir un corte fastuoso aunque la hoja no estuviera afilada. Al cabo, la energía desarrollada por un arma de semejante tamaño no era moco de pavo. En la foto de la izquierda vemos un ejemplar bastante conocido, fabricado en Greenwich en 1520 para Enrique VIII. Ojo, solo el tonelete, el resto son partes de otros arneses. De hecho, vemos que en el talón de las grebas hay sendas aberturas para dar salida a las espuelas que se ceñían en los escarpes. Aparte de eso, como vemos, el tonelete esta formado por nueve launas superpuestas que permitía cierta flexibilidad. Está fabricado en dos mitades unidas a ambos costados, mediante correas en el derecho y bisagras en el izquierdo.

El culmen de los arneses para la justa a pie consistió en diseños que eran todo un alarde de "tetris metalúrgico", elaborando ejemplares que cubrían totalmente la anatomía del fulano que se enlataba en ellos. El más conocido es, sin duda, uno que perteneció a Enrique VIII y que no llegó a terminarse por completo ya que las normas para el torneo para el que estaba destinado, a celebrar en Francia, fueron cambiadas (más adelante hablamos de las reglas y tal), así que se quedó sin estrenar. Sea como fuere, podemos admirar la destreza de Martin van Royne, el maestro armero que fabricó esa maravilla y fue capaz de ensamblar las 235 piezas de que se compone el arnés que, conforme a los usos de la época, contiene determinadas partes que se forjaban imitando prendas de moda, como los escarpes con forma de zapato o la enorme bragueta. Aparte de esto, son dignas de mención las hileras de launas que cubren las corvas y las caras internas de los codos, la parte trasera de los muslos y las nalgas. No sé si moverse en ese trasto de más de 46'5 kilos era fácil y no producía rozaduras, pero solo el hecho de fabricarlo ya denota el talento del armero que lo hizo.

Sin embargo, la pieza más peculiar de este arnés, que también tuvo cierta difusión a partir de finales del primer cuarto del siglo XVI, es el guantelete de la mano derecha. Como se puede ver, las launas que cubren los dedos se alargan de forma que, al cerrar la mano, envolverían por completo el puño, pudiéndose cerrar encajando la última launa con un pivote que surgía de la parte interna de la muñeca. En la foto de la izquierda podemos ver dos ejemplares que nos permiten apreciar con todo detalle la morfología de estos curiosos guanteletes, cuyos pulgares están repujados imitando la forma de un dedo normal, con su uña y todo. Al parecer, estas piezas fueron causa de bastante controversia,  aunque no hay unanimidad al respecto precisamente por la falta de información sobre estos lances.

Uno de los motivos para declarar vencido a un combatiente era, como ya podemos imaginar, ser desarmado. Si su contrincante podía asestarle un golpe lo bastante potente a su arma como para arrancársela de la mano, la justa terminaba para él, así que a algún armero se le ocurrió diseñar esta virguería que, literalmente, impedía soltar el arma aunque se quisiera. Obviamente, el que usase uno de estos guanteletes jugaba con ventaja, por lo que no era raro que los jueces de la justa los prohibiesen. A la derecha vemos otros dos ejemplares que, en este caso, tienen repujados todos los dedos imitando una mano. El de la derecha, perteneciente a un arnés del vizconde de Turenne, está datado en 1527, siendo el más antiguo que se conoce, aunque no por ello debemos pensar que no se fabricaron anteriormente. El guantelete empuña una espada y nos permite ver el ajuste a la misma, e incluso se aprecia una lazada de cuero para asegurar la cruceta. Por otro lado, se supone que los golpes propinados con uno de estos chismes en la mano podrían alcanzar una potencia mayor que con una manopla convencional. Sea como fuere, lo cierto es que sería imposible desarmar a un fulano que llevase puesto uno de esos guanteletes, por lo que cabe imaginar que, caso de no prohibirse, ambos contendientes tendrían que usarlos para que uno no estuviese en desventaja respecto a otro.

Bien, esto es lo más relevante respecto al equipo habitual en las justas a pie. El armamento era el que empleaba la infantería, tanto armas enastadas como espadas de una mano y mano y media, mandobles, mazas, hachas, martillos o incluso dagas. De hecho, hasta hay constancia del uso de un arma propia de villanos como el mayal. La miniatura procede del "Freydal" (c. principio del siglo XVI), una historia inacabada en la que el personaje homónimo cuenta sus batallitas y que, en realidad, están tomadas de las protagonizadas por el emperador Maximiliano I en los torneos en los que tomó parte. Como vemos, los dos adversarios se están aporreando bonitamente con mayales como si de husitas cabreados se tratase. Cabe suponer que, en casos como este, se consideraba la opción de que un caballero descabalgado tuviese que echar mano al arma de un infante ya que, como es lógico, los mayales no formaban parte de la selecta panoplia de estos probos homicidas. Del mismo modo, adquirían gran destreza con bisarmas, alabardas, gujas, roconas y demás armamento enastado que figuraba en el extenso catálogo de objetos dañinos de la época.

También se hizo uso de lanzas y picas, estas últimas sobre todo a partir del segundo cuarto del siglo XVI, cuando se convirtieron en el arma principal de la infantería. Según las teorías que se han formado a raíz de los testimonios gráficos de la época, parece ser que el primer lance de la justa a pie con estas armas era la continuación de un enfrentamiento previo a caballo. Una vez completado, se echaba pie a tierra y se acometían con estas armas usando las tarjas para aumentar su protección. En el caso de usar lanzas, estas podían arrojarse contra el adversario. El paso siguiente, una vez rotas las picas y en el caso de que ambos combatientes permanecieran en pie, solía ser un lance final con mandobles. El uso de determinadas armas especialmente contundentes podría hacer recomendable vestir armaduras como la de tonelete, para evitar que en el fragor de la lucha se asestara algún golpe- intencionado o no- que pudiera hacer verdadero daño. Recordemos que las escarcelas convencionales solo protegían la parte delantera de los muslos, mientras que la trasera y las nalgas quedaban expuestas.

Por otro lado, no debemos olvidar que las justas no las protagonizaban timoratos ciudadanos que se asustaban con solo ver un cuchillo de cocina, sino hombres bragados con superávit de testosterona que tenían como oficio enviar el mayor número posible de almas a San Pedro. Por lo tanto, no era raro que su fogosidad y su mala leche aumentase a medida que avanzaba el combate, y en muchas ocasiones la justa degeneraba en un enfrentamiento similar al que tenía lugar en una guerra. De hecho, cuando los participantes seleccionaban los adversarios que deseaban retar, así cómo el tipo de combate en concreto, podían elegirse armas a todo trance, o sea, cortantes y punzantes, por lo que había que protegerse hasta las pestañas, por si acaso. Más aún, incluso en el caso de usar armas embotadas, una alabarda provista de una cabeza de dos o tres kilos de peso manejada por un ciudadano fornido que alcanzaba una pierna o, peor aún, una rodilla, tenía todas las papeletas para dejar cojo de por vida al adversario. De hecho, un puntazo con la pica de una de estas armas podía penetrar por una rendija del yelmo, escabechando a su habitante en un periquete o dejándolo bastante perjudicado.

Bueno, como hoy toca almuerzo con la autora de mis días, que se pirra por los festejos familieros que yo detesto profundamente, en vez de actualizar todo el discurso dividiremos este tema en dos partes. En la siguiente entrada se hablará de las reglas y demás cuestiones relacionadas con las normas de este tipo de justa, de modo que con esto terminamos por hoy.

Hale, he dicho

ARTÍCULOS RELACIONADOS:


Dos caballeros se dan estopa a martillazos, unas armas que, como sabemos, tenían una contundencia devastadora y eran capaces de penetrar en una armadura cuando se golpeaba con el pico. En esta ilustración podemos ver cómo se protegen con las mismas tarjas empleadas para justar a caballo. Por cierto, reparen en la coz que el fulano del penacho gordo le acaba de endilgar en el menisco al cuñado del plumero canijo. Malas artes, ¿qué no?


No hay comentarios: