En una entrada anterior vimos de forma generalizada la protección que proporcionaba una armadura de placas, así como sus zonas más vulnerables y donde eran más susceptibles de penetrar las armas del enemigo. Es más que evidente que desde la creación de las cotas de malla hasta la culminación de la defensa pasiva con los diseños de las más eficaces armaduras, hubo una constante pugna entre la protección y las armas destinadas a combatirlas. Así pues, esta entrada estará dedicada a estudiar los puntos flacos de la que quizás fuera la pieza de la armadura más importante tanto en cuanto cubría la zona más vital del cuerpo: el yelmo.
El yelmo se usa, como hemos ido viendo en diversas entradas dedicadas a los diferentes tipos habidos en la edad media, desde que el hombre se percató de que su cráneo no era tan resistente como imaginaba. Para corroborarlo bastó con ver a un cuñado, amiguete o compadre con los sesos desparramados por el suelo como consecuencia del golpe de un arma enemiga, así que desde entonces se preocupó de mantener su cabeza lo más resguardada posible. Pero, como es lógico, la invulnerabilidad absoluta no era posible de alcanzar. Por mucho que se empeñaran, siempre había un resquicio por donde un enemigo podía meter su arma y liquidarlo. De ese modo, con cada modelo o diseño nuevo se fueron ideando diversas formas para, si no impedirlo por completo, dificultar bastante el poder herir por esos puntos flacos.
Dicho esto, veamos algunas de las ingeniosas formas con que los maestros armeros de la época procuraban mantener vivos y razonablemente enteros a sus clientes, que no era plan de ver como a uno le apiolaban toda la clientela y coger mala fama.
A la derecha tenemos un primer ejemplo bastante ilustrativo. Vemos el peculiar visor de un bacinete de pico de gorrión el cual, como era habitual, formaba un saliente prismático que podemos ver con más detalle en el ángulo de la foto. Si nos fijamos en el afilado virote que acaba de impactar contra el ventalle, éste ha salido despedido hacia arriba por el efecto deflector que produce su forma cónica. Si el ocularia del visor no contara con ese saliente, la punta del virote entraría por el mismo sin problema, matando al portador del bacinete. Lo mismo ocurriría si el virote impacta en la zona inferior del ventalle, ya que entraría por la abertura para la boca la cual, como se ve, también va provista del mismo saliente que el visor. Cabe suponer que más de uno tuvo que palmar con un virote o una estocada en el ojo hasta que se percataron de que había que idear algo que desviase la trayectoria de las armas que impactasen de punta contra el pico del yelmo.
Con todo, muchos no llevaban el saliente de marras, probablemente porque limitaba demasiado la visión. Por el contrario, otros optaban por asegurarse aún más, prefiriendo una ocularia barrada que impidiese la entrada no solo de puntas de lanza o flecha, sino la aguzada hoja de una daga de arandelas o una testicular. El ejemplar que vemos a la izquierda alcanzaría esa protección adicional, pero a costa de limitar aún más la ya de por sí mínima capacidad visual disponible. Así mismo se le ha anulado la abertura bucal, la cual era un coladero magnífico para meter una hoja de daga cuando el caballero de turno era derribado e inmovilizado en el suelo. Al estar esa abertura orientada de abajo arriba, la hoja del arma enemiga entraría por cualquier zona comprendida entre la boca y la nariz, alcanzando el cerebro sin problemas. Finalmente, debemos observar como los orificios de ventilación están en el lado derecho del ventalle para no debilitar el lado opuesto, que es donde recibiría los golpes en caso de enfrentarse a un hombre diestro.
Sin embargo, su principal punto flaco no residía en los mostrados hasta ahora, sino en algo más simple y que incomprensiblemente nunca se hizo nada para mejorarlo. No era otra cosa que lo fácil que era levantar el visor, ya que estos yelmos carecían de presillas que lo bloqueasen. Y lo verdaderamente peligroso no era ya que un enemigo, aprovechando que el caballero fuese derribado, le levantase el visor y le apuñalara la jeta con saña bíblica, sino que un simple golpe de abajo arriba con cualquier arma podría abrirlo en pleno combate, dejando la cara a la vista del adversario y, en un momento dado, incluso momentáneamente desorientado a su portador. Y esas desorientaciones podían costarle el pellejo a uno, que es lo peor. Curiosamente, nunca he visto en los ejemplares que han llegado a nosotros ninguno que llevase añadido algún sistema de bloqueo, como era habitual en los almetes o las borgoñotas.
Otro punto flaco radicaba en el camal que iba unido al bacinete. Obviamente, era una buena protección tratándose de malla, y la forma en que iban unidos el uno al otro bastante sólida. Además, permitía una muy buena movilidad en el cuello. Sin embargo, una protección flexible como la malla en una zona tan vulnerable como es el cuello no era lo más adecuado. Una espada podría no hendirla o un virote no penetrarla si estaba fabricada a prueba. Pero un mazazo, un martillazo o un hachazo podían causar lesiones internas de extrema gravedad o incluso mortales si el golpe alcanzaba las cervicales. Estos camales, que por el interior iban forrados de grueso fustán acolchado, podían no resistir uno de esos golpes así que hubo quien se preocupó de proveer a su bacinete de protecciones rígidas como las que vemos en la imagen. En vez de camal, este ejemplar va provisto de dos placas que rodean totalmente el cuello y parte de los hombros, más otra que apenas se distingue y que cubre parte de la cara. Esta pieza acababa además con otro grave defecto de estos yelmos, que consistía en que al carecer el visor de apoyo en su reborde inferior, que no tenía capacidad de deflección, un golpe podía hundirlo sobre la barbilla.
En caso de desmontar el visor, el rostro quedaría literalmente enmarcado en hierro tal como vemos en la imagen de la derecha. Como ya se comentó en su momento, era habitual retirar el visor para combatir a pie a fin de mejorar el campo visual, demasiado restringido caso de mantenerlo montado en el yelmo para luchar de esa forma. En definitiva, la adición de placas mejoró enormemente la protección del cuello, pero a cambio de no poder mover prácticamente la cabeza. En fin, más de uno diría que mejor la cabeza quieta que arrancada de cuajo, ¿no?
Como colofón a esta entrada, mencionar el diseño más avanzado de bacinete, el cual podemos ver a la izquierda. El visor se estrechó al mínimo, habiendo ejemplares en los que estas rendijas apenas alcanzaban algunos milímetros de anchura. El afilado pico se redondeó, haciendo así que la deflección de los golpes fuese más controlada y se le añadieron placas rígidas que protegían no solo el cuello, sino los hombros y la zona superior del pecho. Pero estos yelmos se convirtieron en piezas masivas, muy pesadas y engorrosas. A pesar de que el peso ya no recaía en la cabeza, sino en los hombros, los más de cinco kilos que alcanzaban en muchos casos eran demasiados para portarlos durante horas, así que hubo que aguzar el ingenio y diseñar piezas más livianas y versátiles, pero de eso ya hablaremos en otra entrada. Esta nos ha servido para ver los pros y contras de los bacinetes de pico de gorrión que tan de moda estuvieron allá por el siglo XIV. Resumiendo:
Los primeros diseños ofrecían ligereza y capacidad de movimiento. Sin embargo, no daban buena protección al cuello. Las zonas más vulnerables, como las ocularia del visor, estaban perfectamente diseñadas para impedir la entrada de puntas de proyectiles o de armas. Por contra, la incapacidad para bloquear el visor y su falta de apoyo en la parte inferior del mismo podían facilitar al enemigo herir en la cara o, con un fuerte golpe, arrancarlo literalmente de cuajo. Recordemos que su sujeción se limitaba a dos pasadores que unían las bisagras.
Así pues, si alguno recuerda algo de alguna reencarnación anterior, que haga el favor de corroborar lo dicho.
Bueno, ya seguiremos.
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