A finales del siglo XIV, el uso de armaduras de placas ya se había generalizado totalmente. El jinete de la ilustración superior muestra el aspecto que ofrecían en los campos de batalla de la época. Como se ve, está completamente cubierto de hierro, siendo prácticamente invulnerable a flechas, virotes de ballesta, armas de corte y contundentes. El punto flaco de la cota de malla, que como se recordará era la posiblidad de sufrir fracturas óseas o traumatismos internos por los golpes, quedó atrás gracias a las armaduras de placas.
Pero, como cabe suponer, estas no estaban ni remotamente al alcance de todos los bolsillos. Sólo hombres muy pudientes podían costearse una de estas piezas que, en algunos casos, eran verdaderas obras de arte. Su elaboración llevaba meses de trabajo. Hay que pensar que, en aquellos tiempos, no existían las laminadoras de metal, y la chapa se obtenía a base de batir y batir el hierro hasta darle el grosor deseado, en este caso de entre 1,5 y 2,5 mm. Hay que imaginar la destreza de los armeros que, a martillazos, eran capaces de convertir un trozo de metal en una fina chapa de grosor totalmente uniforme, darle la forma deseada y, finalmente, dejar su superficie pulida como un cristal. Más adelante se irán estudiando una a una las partes de las armaduras pero, a modo de introducción, comentar que cada una de ellas constaba de varias piezas. Un simple guantelete podía estar formado por más de 25 piezas distintas, permitiendo a la mano de su usuario una movilidad más que aceptable.
Los avances de la metalurgia permitieron fabricar acero cada vez más fino, pero a la par más resistente, lo que aligeraba mucho el peso de las armaduras. No eran tan pesadas como se suele pensar. Una armadura completa oscilaba entre los 25 y los 35 kilos, y permitían a sus usuarios incluso auparse solos en el caballo sin ayuda de nadie. Esa imagen que se suele tener de caballeros descendidos mediante garruchas en la grupa de sus bridones no era debido al peso de la armadura, sino a las sillas de arzón alto al uso en la época. Si observamos el dibujo, dicho arzón envuelve la cintura del jinete. Es pues muy complicado, y más para un hombre cubierto de hierro, montar de la forma convencional. Así pues, no quedaba más opción que "dejarlo caer" desde arriba para que quedase encajado en la silla. Eso impedía que los peones lo descabalgaran enganchándolo con sus alabardas o sus bisarmas pero si el caballo caía, bien porque tropezaba, bien porque un peón se metía debajo y lo abría en canal, era hombre muerto. Para ello, era habitual proteger al caballo con cotas de malla primero, como se vislumbra en la ilustración, y más tarde con caparazones metálicos como si de una armadura equina se tratase. Incluso las riendas, bajo su funda de tela o cuero, estaban formadas por piezas metálicas articuladas para que no pudieran ser cortadas con una roncona o una corcesca.
A título de curiosidad, comentar una cosa respecto a la forma de montarse en el caballo. En Occidente, por norma, se hace por el lado izquierdo del animal, cuando lo lógico sería lo contrario, ya que la pierna que apoyamos en el estribo es la izquierda cuando la derecha, en la mayoría de los casos, es la que tiene más fuerza. ¿A qué es debido pues hacerlo así? Muy fácil. Probad a montar en un caballo por el lado derecho con una enorme espada pendiendo del costado izquierdo, echando la pierna de ese lado por encima de la silla. Complicado, ¿verdad?
Sin embargo, los japoneses montan por la derecha. Alguno dirá que ellos también llevaban la espada en el costado izquierdo. Cierto. Pero ellos no la llevaban colgando, sino perpendicular al cuerpo, lo que les permitía montar por el lado derecho sin que la espada les estorbara.
Bueno, analicemos un poco al jinete de la ilustración. Su cabeza va protegida por el yelmo de cimera al uso en la época, si bien algunos preferían el bacinete de pico de gorrión, más adecuado para repeler golpes frontales (de los yelmos hablaremos laaaargo y tendido). Sobre él lleva una cimera y un velo, prenda ésta última usada para evitar el recalentamiento del yelmo por el sol. La cimera no era más que una figura que representaba algo que identificaba a su portador, generalmente de arcano significado y, muchas veces, ni el mismo usuario sabía a santo de qué la llevaba, ya que ese símbolo lo había heredado de sus ancestros sin saber el por qué su abuelo se había mandado hacer una cimera con forma de dragón, o de grifo, o de señor con barba como el del dibujo. Se fabricaban por lo general con cuero, tela y madera, materiales ligeros que no aportasen más peso al del yelmo, que en ese caso podía superar los 3 kilos.
Sobre la armadura viste una cota de armas, prenda fabricada de algodón, lana o lino en la que se ponían los colores del caballero. Como ya se mencionó en la entrada anterior, de ahí nació la heráldica, de la necesidad de ser identificado en el campo de batalla y no caer a manos del amigo.
Bajo la armadura viste un jubón acolchado para aminorar los roces que, en las zonas donde quedaba al descubierto como codos, parte trasera de los muslos y rodillas o las axilas, iban recubiertos además de malla. Un caballero así armado sólo tenía dos puntos vulnerables: el visor del yelmo, por donde podían introducir la pica de una alabarda o una bisarma, y las ingles. Estas últimas, estando montado, obviamente estaban fuera del alcance de cualquiera, pero a la hora de combatir a pié era por donde podían apuñalarle con la seguridad de dejarlo fuera de combate. Va armado con una espada y del arzón de la silla cuelga una maza barrada. El pequeño escudo triangular le vale para desviar las moharras de las lanzas de otros jinetes, así como para parar los golpes de los peones.
Estos caballeros así armados fueron los reyes de los campos de batalla hasta que la infantería dejó de estar formada por milicianos, soldados de circunstancias, para ser profesionales. Se ha hablado mucho, muchísimo, sobre la invencibilidad de la caballería pesada durante la Edad Media, pero fueron invencibles mientras les hicieron frente peones llamados a filas para servir en una campaña y volver a casa. Cuando esos peones fueron tropas a sueldo, adiestradas en el uso de las armas, bien equipados, y que no perdían la sangre fría al ver avanzar hacia ellos una masa de 500, 1000 o incluso más caballos coraza, no rompían la formación y hacían frente a la carga, las cosas empezaron a variar. Un caballo, por muy adiestrado que esté, se detiene ante un muro de picas por mucho que su jinete lo aguijonee con las espuelas. En ese momento crucial de duda era cuando los alabarderos aprovechaban para derribar a los jinetes y finiquitarlos en el suelo.
Con todo, la caballería pesada aún dió mucha guerra, y hubo ocasiones en que aún pudieron decicir una batalla. Pero al final la infantería se hizo la dueña de los campos de batalla, y más cuando un peón pudo agujerear una lujosa armadura de un arabuzazo 50 metros antes de llegar al contacto. Las armas de fuego acabaron con las diferencias entre nobles y plebeyos en la guerra. Pero de eso ya hablaremos otro día. He dicho.
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