A partir del siglo XI, las justas, torneos y pasos de armas con que los caballeros de la época practicaban sus artes marciales en tiempos de paz, pasaron a ser un espectáculo que, en una época en la que las distracciones para la gente eran mínimas, gozaba de gran predicamento en la sociedad. La primera noticia que se tiene de un torneo data concretamente del año 1066, en el que la Crónica de la abadía de San Martín de Tours (Francia), hace referencia a la muerte en dicho torneo de un caballero llamado Godfrey de Preuilly.
Si bien en un principio se usaban las mismas armas y equipo que para la guerra, la gran cantidad de hombres que quedaban tullidos o muertos por los golpes, caídas de caballo y demás percances que sufrían en estas actividades hicieron necesario la elaboración de elementos defensivos ideados para ser usados exclusivamente en ellos.
Así, los yelmos y bacinetes usados en combate dieron paso a los baúles de justa, yelmos extremadamente pesados y voluminosos que, si bien proporcionaban una protección muy superior, eran totalmente inadecuados para uso militar. Un baúl de justa podía llegar a pesar 14 Kg., lo que solo permitía a su usuario llevarlo puesto durante los breves minutos que duraba un lance. Su peculiar morfología, en forma de cabeza de rana, estaba cuidadosamente estudiada para repeler los brutales impactos de las lanzas del contrario. El frontal formaba un aguzado ángulo, y su calva, de perfil muy bajo y escurrida hacia atrás, estaba ideada con el mismo fin.
En la lámina de la izquierda tenemos lo que sería un yelmo de cimera adaptado a la justa. Como se ve, una gruesa chapa muy angulosa forma la parte frontal, unida a una gorguera que sería fijada al peto mediante correas. Así se conseguía, además, que el enorme peso del yelmo cayese sobre los hombros en vez de sobre la cabeza. Carece de respiradero para no debilitar la pared frontal del yelmo si bien en este caso no era un elemento imprescindible tanto en cuanto sería usado durante breves minutos.
Algunos ejemplares, como el que podemos ver en la Armería del Palacio Real de Madrid y que perteneció a Felipe I (más conocido como Felipe el Hermoso), disponían en el lado derecho de una pequeña ventanilla para, si era necesaria una espera entre lance y lance, permitir la entrada de un poco de aire fresco.
En la lámina derecha aparece un baúl específicamente diseñado para el torneo, y en el que se aprecia perfectamente su peculiar morfología.
Debe observarse la inusual conformación del visor u OCVLARIVM, que obligaba a su usuario a inclinarse hacia delante para poder ver. Esto estaba pensado para, en el momento previo al impacto, incorporarse un poco y evitar así que el visor quedase enfrentado a la lanza del oponente, con lo que se impedía la entrada de la punta o las astillas de la misma cuando se hacían añicos al golpear contra el peto o la tarja. Con todo, hubo modelos a los que se dotó de un visor barrado para reducir aún más la posibilidad de que ocurriese un accidente semejante.
Pero siempre podía producirse un impacto que, con una lanza muy pesada en manos de un hombre lanzado a galope tendido contra el contrario, podía tener devastadores efectos si la cabeza estaba suelta en el interior del yelmo. Para eso, parece ser fueron los alemanes los que idearon una cofia fabricada de grueso cuero que envolvía totalmente la cabeza menos por la cara.
Como se puede observar en la lámina izquierda, unas correas fijadas a la cofia que salían del interior del yelmo a través de unas rendijas en los laterales, eran abrochadas por la parte de atrás del mismo y, de esa forma, la cabeza quedaba totalmente bloqueada, impidiendo que un impacto desplazase el yelmo golpeando la cara.
El “Libro del Exercicio de las Armas”, escrito a mediados del siglo XVI, nos lo describe así:
“El yelmo es bueno ancho que venga a tocar largamente sobre la çima de la caueça porque esté firme para aquellos que se adormecen del bote de la caueça llevan un paño sobre bañado con claras de guevos e vinagre y ligarlo a la frente, y en esto los alemanes tienen buen arte que se atan la caueça con dos bindinas, la una tira atrás e la otra delante face estar derecha la caueça en modo que no puede tocar en alguna pieza del yelmo por gran golpe que le den”
Para justar a caballo con espada o maza de cortesía, se usaba un yelmo barrado como el de la lámina de la derecha. En éste caso, la cara está perfectamente protegida contra posibles golpes, permitiendo además tener un amplio campo de visión en todas direcciones. A este tipo de yelmo, como a los anteriores, se le podían fijar vistosas cimeras.
Pero, a pesar de estos diseños tan elaborados, así como el grosor de la chapa con que se fabricaban los baúles de justa, los accidentes mortales eran cosa común. El ejemplo más conocido sería el del rey Enrique II de Francia, muerto tras diez días de agonía tras ser alcanzado en un ojo por el extremo de una lanza rota que penetró por el visor de su yelmo. Las crónicas lo relatan así:
"En la primera carrera, ambos jinetes rompieron sus lanzas pero se sostuvieron sobre las monturas a pesar del ímpetu del encuentro. Cambió el rey su lanza y sorprendentemente, contra todas las normas, el conde de Montgomery, distraído, conservó el fragmento del asta rota en sus manos. En el segundo choque, esta parte de la lanza resbaló en la coraza del rey, y levantando la visera, le alcanzó la parte superior del rostro, entre las dos cejas".
Hubo torneos que resultaron verdaderas escabechinas, como uno celebrado en Alemania a mediados del siglo XIII en el que murieron nada menos que 80 caballeros.
Concluiremos comentando que éste tipo de yelmo sólo se usaba para justar a caballo, ya que en los combates a pie se utilizaban los yelmos habituales de guerra. A finales del siglo XVI, los baúles fueron también relegados al olvido, ya que los arneses que se fabricaban en esa época iban provistos, si así lo encargaba el comprador, de accesorios para tal fin.
Así, el arnés iba acompañado de una bufa como la que vemos en la ilustración de la izquierda para aumentar la protección de la cabeza. La bufa es la pieza que va unida al yelmo con dos correas, las cuales a su vez están protegidas por el varaescudo, que es esa pieza en forma discoidal que aparece en la parte trasera. Su finalidad no era otra que impedir que, por un golpe de filo desde atrás, las correas que sujetaban la bufa fueran cortadas. La hendidura que se ve en el centro de la cresta era el orificio por donde salía un vástago en el que fijar la cimera o un penacho de plumas.
Igualmente, estos arneses iban provistos de una tarja que, atornillada al peto, no hacía necesario un escudo fabricado ex profeso para justar. Incluso podían ser verdaderos “kits”, como los llamaríamos actualmente, con un “paquete de extras” que permitían, usando el mismo arnés, justar a caballo, a pie y, naturalmente, ir a la guerra. Está de más decir que el precio de estos arneses alcanzaban cifras astronómicas, estando solo al alcance de monarcas y nobles muy adinerados. En lo referente a los arneses de justa, tanto a pie como a caballo, ya hablaremos en otra entrada.
En España tuvimos reyes muy aficionados a éste peligroso deporte a pesar de estar excomulgados aquellos que participasen en justas y torneos por considerarse un suicidio. El fiero Alfonso XI de Castilla, su hijo Pedro I o Juan II de Castilla fueron muy aficionados a ello. Igualmente, nobles como Álvaro de Luna o el conde de Buelna participaron en numerosas justas, estando el primero a punto de morir en una de ellas como consecuencia de una herida en la frente al entrar la lanza del contrario por el visor.
Y en la memoria del tiempo quedó el “Passo Honroso” protagonizado por Suero de Quiñones, que mantuvo durante un mes constantes desafíos sobre todo aquel que quisiera cruzar un puente sobre el río Órbigo, y al que acudieron caballeros hasta de Alemania. Obviamente, eso de plantarse en un puente y no dejar pasar a nadie sería visto actualmente, no ya como algo ilegal, sino como una chorrada monumental. Pero el concepto del honor y la valentía de aquellos tiempos inducían a algunos caballeros a conductas francamente extrañas a nuestros ojos. De hecho, algunos votos habituales de la caballería eran auténticamente surrealistas, como la promesa de combatir solo con la mano débil, o masticar solo con un lado de la dentadura, y todo ello como prueba de amor a la dama de sus entretelas que, casi siempre, era inalcanzable al amor carnal. Pero, por lo visto, quedaba uno muy bien a los ojos de todo el mundo cuando te veían aparecer en un torneo con el brazo derecho (caso de ser diestro) encadenado, aún a costa de jugarse la vida en el lance.
Fabricación
El baúl de justa era un yelmo complicado de elaborar y, por ello, caro. En este caso ya no se recurría al tradicional método de fabricarlos con cinco piezas de los yelmos de cimera, sino batiendo el metal para hacerlos solo con tres:
· Calva
· Frontal
· Colodrillo
Las tres piezas se obtenían batiendo el metal hasta darles la forma y el grosor deseado que, en el caso del frontal, era muy grueso. Además, se solían decorar con grabados y/o, acanaladuras. Como ya se ha dicho, los baúles carecían de respiraderos, si bien a algunos modelos se les dotaba de una pequeña ventanilla en el lado derecho del frontal para tener un poco de aire fresco entre lance y lance, e incluso para beber. Su volumen permitía colocarlos sobre la cabeza sin necesidad de abrirlos (v. la borgoñota), por lo que, al carecer de piezas móviles, su resistencia estructural era mucho mayor.
En cuanto a la elaboración de las cimeras, estas se fabricaban, como ya se comentó en la entrada dedicada a los yelmos de cimera, con madera y/o cuero a fin de no incrementar demasiado el ya de por sí enorme peso de estos yelmos. Lo estrambótico y fantasioso de sus diseños quedó plasmado en multitud de ilustraciones de la época, y debía ser francamente espectacular la visión de la cabalgata de caballeros que participaban en un torneo. La composición de la pintura usada en la época para decorar el cuero (de cabra u oveja por lo general), no se conoce con exactitud. Parece ser que se fabricaba a base de algún tipo de pegamento orgánico para fijarla, cola de pescado y yeso, además del pigmento para darle el color deseado. Pero la cuestión es que, a pesar de que los medios de entonces no eran los actuales, eran capaces de elaborar un tipo de pintura que se adaptaba perfectamente a una superficie flexible como es el cuero sin que se desprendiera con el uso. La fijación al yelmo se llevaba a cabo mediante cordones que se introducían por orificios practicados a tal fin, o encastrándolas en vástagos de metal o madera previamente fijados a la calva del yelmo. Los manteletes o velos usados en campaña para aminorar el recalentamiento del yelmo se convirtieron en los torneos en vistosas coberturas de ricas telas, como la seda o el terciopelo. Estos se combinaban con las cimeras, dando aún más vistosidad al conjunto.
Estos símbolos, usados como ya se comentó con fines meramente identificativos en los campos de batalla, en los torneos fueron usados con el mismo propósito, si bien magnificados. De esa forma, los asistentes al espectáculo podían saber en todo momento quién era quién. Era también habitual que cuando alguien quería combatir de incógnito, casi siempre reyes que no deseaban ser reconocidos para que sus oponentes no se dejasen ganar, recurrieran a cimeras de arcano significado. Pero de todo ello ya se hablará con más detalle en una entrada dedicada por entero a los torneos, con sus reglamentos, etc.
Termino con una ilustración del Códice Manesse que muestra una mêlée en un torneo y en la que se pueden ver varios ejemplos de cimeras, a cual más espectacular. Ante la mirada de las damas, que comentan entre ellas los lances que tienen lugar y que, si nos fijamos en sus manos hasta parece que cruzan apuestas, varios caballeros se están dando una paliza mortífera, más propia de un verdadero combate que de un deporte marcial. De hecho, no dudan en agarrar al adversario por la cabeza para golpearla con el pomo de la espada. Nada deportivo, ¿verdad?
En fin, el que quiera saber algo más, que pregunte.
Hale, he dicho
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