martes, 13 de enero de 2015

Los abrojos, las minas antipersonal de la antigüedad



Seguramente, cualquiera que lea el título de la entrada y vea la ilustración superior pensará que he perdido el norte o que se me ha ido la pinza. Evidentemente, esas estrellas puntiagudas de hierro no se asemejan absolutamente en nada a las tristemente célebres minas antipersonal que tanto inocente ha mutilado en zonas de conflicto donde se han sembrado millones de ellas sin preocuparse de levantar un plano de forma que, una vez terminada la fiesta, se pudieran retirar sin peligro. Pero si nos fijamos en el uso táctico de este tipo de trampas explosivas comprobaremos que, en efecto, los abrojos cumplían con una misión similar desde hacía siglos. Veamos como...

Campo de abrojos. Como podemos
ver, los caballos han sido detenidos
en seco. Ni haciendo uso de las
espuelas darían un paso más.
La mina antipersonal fue creada tras la Primera Guerra Mundial con un único propósito: crear zonas muertas por donde el enemigo no se atrevería a pasar ya que, de lo contrario, iría a reunirse con sus ancestros de una forma bastante dramática y fragmentado en trozos de diversos tamaños. Esa misma necesidad de cerrar el paso a los enemigos por determinadas zonas ya venía de antiguo, como por ejemplo a la hora de asediar ciudades sin disponer de las suficientes tropas como para poder cercarlas completamente, o cuando convenía cerrar el paso a posibles atacantes que se aprovechaban de barrancos o cañadas por los que podían infiltrarse. Sembrados por miles y cubiertos de vegetación eran simplemente indetectables y ralentizaban tanto el avance de las tropas que los dejaba a merced de sus adversarios. Otra opción bastante válida era arrojarlos en los vados de los cursos fluviales ya que, en una época en que los puentes eran escasísimos, el cruce de los ríos solo se podía llevar a cabo por dichos vados en los que tanto hombres como caballos sentirían las dolorosas punzadas de los abrojos diseminados por el fondo y que, gracias a su peso, no serían arrastrados por la corriente. Del mismo modo, pocas cosas eran tan efectivas como los abrojos para dificultar el avance de los sitiadores a las murallas; y sembrando con ellos los lugares por donde se suponía avanzaría la caballería enemiga, era la mejor forma de detener en seco una briosa carga de cientos de caballos coraza cuyos jinetes, al percatarse de la presencia de abrojos en el campo, optarían por dar media vuelta para no perjudicar a sus valiosísimos pencos. 

El abrojo consistía en algo muy básico: cuatro puntas y hierro unidas de forma que, cayera como cayera al suelo, siempre quedaba al menos una mirando hacia arriba. A la derecha tenemos algunas tipologías más aparte de las mostradas en la imagen de cabecera para que el lector sepa de qué estamos hablando ya que esa configuración era la más habitual, habiendo otras más o menos sofisticadas como las que podemos ver en este otro gráfico. Especial atención requiere la curiosa galleta de madera provista de púas en ambos lados, de forma que unas fijan el abrojo al suelo mientras las otras quedan esperando a que cualquier pardillo las pise y se deje el pie como un colador. 

TRIBVLVS TERRESTRIS
El uso de los abrojos está constatado por parte de los griegos desde antes de los tiempos de Cristo ya que parece ser que estas pequeñas pero eficaces púas las idearon en Oriente para detener el avance de los elefantes de guerra. En Grecia recibieron el nombre de tribolos (tribolos) por su similitud al fruto de la TRIBVLVS TERRESTRIS, nombre científico de una planta que prolifera en los eriales y que conocemos como abrojo en español. Como curiosidad, la palabra tribulación proviene precisamente de los tribolos en referencia al dolor que causa clavarse una de estas púas. Así mismo, la etimología de abrojo es, según Covarrubias, una contracción de “abre el ojo” ya que es lo mejor que se podía hacer cuando uno se paseaba por un campo inculto minado con estas plantas tan desagradables. En cuanto a los romanos, obviamente tomaron el término del griego, como ocurría con tantas palabras de su lengua. Pero cuestiones etimológicas y botánicas aparte, los abrojos se convirtieron desde su invención por algún personaje cuyo nombre no ha trascendido en la historia en un eficaz auxiliar para multitud de cometidos.

Así pues, la primera referencia detallada acerca de estas púas provienen del obstinado cerco al que Gaio Julio César sometió a la ciudad gala de Alesia, en la que dio término a la resistencia de Vercingétorix y, con su derrota, la de toda la nación gala. En esta ocasión, los miles y miles de TRIBVLI con que sembraron toda la línea de circunvalación que rodeaba la población asediada se vieron suplementados por una variante más taimada denominada STIMVLI, la cual podemos ver en el gráfico superior, en obvia y jocosa referencia a lo que se sentía cuando algún desgraciado pisaba uno de ellos. Como vemos, el STIMVLI era una pequeña estaca puntiaguda en cuyo extremo superior llevaba clavada una pica rematada en forma de arpón y cuya finalidad era dificultar la extracción una vez clavada en el pie. En el centro se ha realizado una recreación de su apariencia una vez clavado en el suelo, de forma que solo emergía la pica que, rodeada de hierbas mucho más altas, sería totalmente invisible. A la derecha vemos dos variantes de estos STIMVLI: uno iba provisto de dos petos extremadamente puntiagudos sujetos con grapas de hierro a la estaca mientras que el otro muestra un peto soldado a un casquillo. De las tres variantes mostradas, los romanos fabricaron decenas de miles y fueron sembradas con tal densidad que era difícil avanzar sin clavarse uno en un pie con el resultado que podemos suponer.

Con la llegada de la Edad Media, su uso no solo no remitió, sino que se difundió más aún. De hecho, se hace referencia a ellos en bastantes tratados de la época en las que no solo se ve como una guarnición siembra de abrojos un foso para dificultar el paso a los sitiadores, sino de campos sembrados por los mismos y de sus efectos sobre los caballos y los ciudadanos que, despistados, circulaban sobre verdes prados llenos de estas malévolas estrellas férreas y se atraviesan un pie de lado a lado. A la izquierda tenemos una página de un manuscrito obra de Johannes Bengedans titulado "Kriegskunts", fechado entre 1440 y 1451 y en el que podemos ver una fortaleza rodeada de abrojos para dificultar la aproximación a sus murallas. En el suelo se aprecian dos curiosas suelas de madera que, adaptadas al calzado mediante correas, protegían los pies de los abrojos. 

Otros llegaron a modelos mucho más sofisticados como el que podemos ver a la derecha, que consiste en unas de estas suelas blindadas con más detalle y que proceden del "Löffelholtz Codex " (c. 1505) junto con abrojos de varios tipos y dos STIMVLI, como indicando que el invento era válido para contrarrestarlos sin problema. Dichas suelas van provistas de sendas correas para sujetarlas al calzado. Sin embargo, estas son de hierro y, encima, articuladas para facilitar el caminar. Recodemos que incluso los escarpes de las armaduras de aquella época carecían de suelas, y que se limitaban a cubrir solo la parte superior del zapato por lo que la planta del pie quedaba protegida solo por unas finas suelas de cuero que las afiladas puntas de estos abrojos podían perforar sin dificultad alguna. En resumen, unas púas de escasos centímetros podían, como hemos visto, detener en seco desde una carga de caballos coraza a una infantería decidida a asaltar un castillo si previamente los defensores habían sembrado el foso con estos pequeños pero efectivos tribolos.


Y si alguien piensa que pisar uno de estos malévolos ingenios era cosa baladí que se solucionaba vertiendo en la herida un poco de vino caliente, se equivoca. La cosa iba más allá de sentir un pinchazo y nada más ya que no debemos olvidar que las gruesas suelas de goma que usamos actualmente no estaban inventadas aún en la Edad Media, y que el calzado de la época era bastante más débil que el moderno. Así pues, el resultado de pisar un abrojo nos es mostrado de forma bastante explícita en esas dos ilustraciones. La de la izquierda corresponde al "Kriegstechnick", un manuscrito anónimo datado hacia el siglo XV y en el que vemos a dos hombres que han cometido la imprudencia de introducirse en un campo sembrado de abrojos como si fuera un campo minado de nuestros días, o sea, en plan "víctimas colaterales" de la época. Ambos han sufrido heridas que sangran profusamente y, aparte del dolor sufrido en el instante de clavarse las afiladas púas, las consecuencias ulteriores pueden ser mucho peores: las infecciones y el tétanos acabarían casi con seguridad con sus vidas en pocos días en forma de gangrena, septicemia o un tétanos incurable que producía una muerte horrible entre contracciones musculares tan bestiales que podían incluso producir fracturas de los mismos huesos del que las padecía. A la derecha vemos una escena similar, en este caso procedente del BELLIFORTIS de Konrad Kyeser. El hombre que aparece sentado se ha atravesado el pie con un STIMVLI que no podrá extraerse tan fácilmente como sugiere la ilustración ya que, para evitar el desgarro producido por el arpón, solo cabría la posibilidad de cortarlo antes de intentar sacar el resto del hierro.

En fin, creo que ha merecido la pena dedicar una entrada a estas rudimentarias y básicas pero, a la par, eficaces estrellas férreas que, a pesar de la de siglos que llevan inventadas, aún siguen en uso. ¿Qué no? Pues yo diría que sí. ¿No se han fijado vuecedes en las cadenas con abrojos que usan en los controles policiales para detener a los vehículos que pretendan eludirlos?  Pues ahí las tienen. Son absolutamente idénticas a los abrojos medievales. La única diferencia es que ahora en vez de pinchar cascos de caballos pinchan neumáticos.

Y como es la hora de la merienda, me piro.

Hale, he dicho




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