viernes, 1 de abril de 2016

Neurosis de gas


Tropas francesas protegidas con las primeras y rudimentarias máscaras anti-gas que pronto quedaron obsoletas tras la
aparición del fosgeno, contra el que no servían para nada

Al hilo de la entrada anterior, creo que sería conveniente hablar de los efectos psicológicos del gas en cualquiera de las variantes empleadas durante la Gran Guerra ya que, según multitud de informes enviados por la oficialidad de las trincheras a sus respectivos estados mayores, el pánico que inspiraban esas substancias entre la tropa era aún mayor que el que producían las ametralladoras o la artillería. De hecho, al igual que ocurrió con la fatiga de combate, neurosis de guerra o, como lo llamaban los british, shell shock, los médicos militares tuvieron que acabar reconociendo la existencia de un síndrome que denominaron como neurosis o histeria de gas, o sea, un pánico invencible a verse afectado por el mismo.

Dos soldados ingleses muertos a causa de un ataque con gas
en Kemmel, en abril de 1918
Lógicamente, las desbandadas producidas a raíz de los primeros ataques con gas de cloro llevados a cabo durante la primavera de 1915 estaban plenamente justificadas, ya que las tropas carecían de medios para protegerse. En Langemarck, el 22 de abril de aquel año, los germanos liberaron nada menos que 150 Tm. de gas de cloro cuyos efectos fueron fastuosos: los que no la palmaron allí mismo salieron huyendo al galope hasta el extremo de que dos divisiones gabachas se largaron a una velocidad increíble, lo que produjo una brecha de más de seis kilómetros en la línea del frente. Y no era para menos ya que el ser humano es enormemente cobarde ante lo desconocido, y más si se trata de una densa nube de color amarillento verdoso que desprende un fuerte olor acre, de más de dos metros de altura y que avanza a ras del suelo silenciosamente para, nada más alcanzarlo, ver como el personal empieza a toser y a echar los bofes. ¿Qué se hace en un caso así? Naturalmente, huir como alma que lleva el diablo.

Para anunciar un ataque con gas se recurría a lo que fuera, incluyendo campanas de iglesia, ollas cuarteleras o incluso
vainas de artillería utilizadas a modo de descomunal cencenrro

Tropas gabachas bajo un ataque con gas. Tras una explosión
sorda empezaba a manar el fosgeno, que al ser más pesado
que el aire se extendía a ras del suelo
Según el general norteamericano A. M. Prentiss, que llevó a cabo un sesudo estudio sobre las armas químicas y sus efectos durante la Gran Guerra, la realidad es que el porcentaje de bajas mortales como consecuencia del gas no era ni remotamente tan escandaloso como se podría imaginar: apenas un 4,3%, llevándose la palma, como es de esperar, la artillería y las ametralladoras. Y, por otro lado, mientras que contra dichas armas la única defensa consistía en enterrarse lo más hondo posible en una trinchera o un refugio, ante un ataque con cloro o fosgeno bastaba colocarse la máscara anti-gas en la jeta y esperar a que el viento se lo llevase. O sea, que los efectos el gas era perfectamente evitables si se mantenía la serenidad cuando sonaban las alarmas, y solo cuando se trataba de iperita era cuando convenía poner pies en polvorosa, si bien las tropas fueron con el tiempo equipadas con capas y/o trajes adecuados para resistir sus letales efectos, como ya se indicó en la entrada anterior.

También se usaban otros medios menos aparatosos para dar la alarma, sobre todo carracas como la que se ve a la izquierda,
así como sirenas manuales o accionadas con aire comprimido, similares a las que hoy se usan para hacer ruido en los
partidos de balompié y atronar a los probos ciudadanos que lo soportan estoicamente sin partirle la jeta al paliza de turno.
En todo caso, bastaba el tableteo de una carraca para que el personal se desmoronase de miedo.

En definitiva, el gas no era ni remotamente la peor de las amenazas que se cernían contra los sufridos combatientes, a los que causaban más bajas el pie de trinchera o la disentería. Sin embargo, la gente no solía escribir a casa expresando el pánico que le inspiraba tener una cagalera atroz o que le amputaran un pie, cosa que, de hecho, muchos deseaban con tal de largarse del frente, sino verse afectado por el gas a pesar incluso de que la medicina de la época disponía de eficaces tratamientos para curar a los afectados siempre y cuando el nivel de exposición no hubiese sido tan largo como para calcinarle el tejido pulmonar o dejarlos ciegos para siempre. "Si te digo la verdad, estoy aterrorizado por el gas. Siento más miedo por el gas que por un bombardeo", decía un soldado inglés del Cuerpo de Ametralladoras en una carta a su familia. Y, curiosamente, la artillería mató y mutiló a millones de hombres, mientras que el gas no alcanzó ni remotamente cifras tan apocalípticas. Así pues, ¿cómo es que inspiraba tal terror? Porque la cosa es que este tema llegó a ser asaz preocupante, y hasta se emitieron infinidad de carteles similares a este que vemos arriba en el que se intenta concienciar a la tropa de que lo último era perder la serenidad ante un ataque con gas. "Aprende a ajustar tu respirador correcta y rápidamente", avisan. Y añaden que si no se respira mientras tanto no le ocurrirá a uno lo mismo que al guripa del cartel, que cae sintiendo como se asfixia. Sin embargo, el miedo fue en muchos casos el causante de que más de uno y más de dos se arrancaran la máscara y echaran a correr aterrorizados, siendo como es lógico víctimas del gas. De hecho, hubo ocasiones en que la presencia de un olor extraño o una simple mancha de niebla bastaron para disparar las alarmas y elevar el grado de pánico en una trinchera hasta tal punto que hacía falta toda la autoridad de los oficiales y suboficiales que no habían perdido la presencia de ánimo para sujetar a las tropas. Por poner un ejemplo de los muchos casos registrados, en febrero de 1918 un soldado de una compañía del Rgto. de Londres empezó a notarse la garganta inflamada, y dijo que lo habían gaseado. Bien, pues a pesar de que nadie tenía noticia de que el sector hubiera sido atacado con armas de ese tipo, 67 de los 105 miembros de la compañía mostraron enseguida síntomas de haber sido también gaseados, teniendo que ser evacuados a un hospital de campaña completamente enloquecidos sin que se les pudieran encontrar otros síntomas fisiológicos que el canguelo que arrastraban los pobres.

Conocida foto en la que un soldado yankee cae fulminado
por los efectos del gas al haberse quitado la máscara, lo que
solía pasar cuando la ansiedad producida por el miedo se
cebaba entre las tropas
Fue un hecho constatado el que las tropas afectadas por los síntomas de la neurosis de gas mostraban unos desórdenes psíquicos que iban más allá de los daños fisiológicos producidos por el gas. Ansiedad, ataques de histeria o pánico o el mismo miedo a colocarse la máscara provocaban muchas veces que se las quitaran en pleno ataque, como hemos comentado anteriormente. El miedo a morir asfixiado, en definitiva, pesaba más en las maltrechas psiques del personal que ser convertido en comida para gatos a causa de una explosión o ser acribillado a tiros por una ametralladora, causando tal estado de terror que los que sobrepasaban el límite de lo soportable acababan pareciendo ser víctimas de ataques de locura, límite éste que se vio aún más reducido con la aparición del gas mostaza según manifestó en su momento el doctor Charles Wilson, un médico militar británico que observó estos desórdenes en las tropas del frente. Estos síntomas fueron corroborados por el doctor H. Hulbert, el cual pudo comprobar que la neurosis de gas perduraba aún cuando los efectos fisiológicos del mismo habían sido totalmente superados y el paciente había recuperado la salud y su capacidad operativa a nivel físico. Sin embargo, sus mentes habían quedado averiadas porque, según se pudo comprobar, había dos cosas que eran las principales causantes de este irracional pánico.

Tropas británicas víctimas de un ataque con fosgeno. En estos casos, perder
la serenidad era más peligroso que el mismo gas
Una de ellas, quizás la más importante, era el innato miedo del ser humano a perecer asfixiado. Morir por falta de aire, ya sea ahogado, estrangulado o sofocado es algo que horripila a cualquiera, y más si esa asfixia no es cosa de segundos, sino de minutos o incluso horas o días. Las tropas que veían como sus compañeros empezaban a toser para, posteriormente, verse sometidos a un tormento interminable en forma de ataques de tos mezclados con vómitos escupiendo cuajarones de sangre era más de lo que muchos podían soportar, peor incluso que ver a un camarada con las tripas fuera aullando de dolor. El otro motivo para causar tanta angustia era el constante avance en el desarrollo de nuevas substancias que siempre pillaban desprevenidas a las tropas. El primer ataque con gas de cloro tuvo como respuesta algo tan simple como un trapo empapado en una solución de bicarbonato y unas gafas protectoras. Así pues, con un poco de serenidad no habría problemas ya que el gas de cloro era visible mientras que avanzaba hacia las posiciones, habiendo tiempo sobrado para ajustarse las rudimentarias máscaras y las gafas. 

Uno de los primeros ataques con gas,
cuando las tropas no tenían nada con
que protegerse
Pero cuando la tropa daba por sentado que con aquellos dos elementos quedaba conjurado el peligro hizo su aparición el fosgeno, que no se podía detectar salvo por su olor a heno recién cortado y, lo que era aún peor, sus efectos no se mostraban enseguida, lo que hacía bajar la guardia a los que se veían bajo un ataque con esa substancia. Sin embargo, el fosgeno era seis veces más letal que el gas de cloro, y las máscaras que servían para anular los efectos es este último no valían para nada ante el nuevo gas. Luego apareció la iperita, que quedaba fijada al terreno y a los objetos durante semanas o incluso meses, produciendo terribles quemaduras si se cruzaba por zonas de las que ya ni siquiera nadie recordaba que podrían estar infectadas. Y si, para colmo, las tropas atacadas carecían de la preparación, los medios o ambas cosas para hacer frente a un ataque con gas, entonces los efectos eran aplastantes, como ocurrió en Bolimow cuando, el 31 de mayo de 1915, los alemanes liberaron 240 Tm. de gas de cloro contra dos divisiones rusas, produciendo 9.000 bajas de las que algo más de 1.000 fueron mortales. O sea, que dejaron fuera de combate a los efectivos equivalentes a una división.

Por último, quizás convendría mencionar también el uso propagandístico del gas para demonizar al enemigo, especialmente por parte de los aliados. En este caso podríamos decir que dicha propaganda, en cierto modo, aparte de servir para incitar al odio hacia el enemigo, tuvo un efecto negativo en las mentalidades de unas tropas nutridas de forma abrumadoramente mayoritaria por personas con escasa formación. Esa mezcla de ignorancia con las terribles y apocalípticas imágenes que la prensa propalaba incansablemente podían y, de hecho, lo hicieron, crear un trauma en las mentes de los sufridos soldados que veían como se tenían que enfrentar a una serie de armas diabólicas contra las que era casi imposible luchar, que producían una muerte espeluznante y que, a pesar de tener constancia de que la inmensa mayoría de los gaseados se curaban, los relatos del sufrimiento causado por el gas ponían los pelos de punta al más pintado. Y, curiosamente, a pesar de que las heridas de metralla superaban holgadamente los destrozos y las vidas producidas por el gas. Un buen ejemplo lo vemos en el grabado superior, que apareció titulado en la prensa británica como "el elixir del odio". En el mismo se ve al káiser Guillermo destilando gas venenoso, el cual gotea desde el alambique a un proyectil de artillería mientras el demonio en persona le anima a ello. Y para darle más ambientillo a la cosa, la siniestra escena aparece llena de mensajes bien claros, como el águila alemana sobre el globo terráqueo, la serpiente de la kultur (cultura) alemana o la Convención de Ginebra ensuciada y rota bajo el alambique. Ante algo así, los cerriles cerebros del personal se llenaban de odio al enemigo, ciertamente, pero también de un miedo rayano en la superstición.

Soldados alemanes con sus chuchos mensajeros debidamente
equipados para combatir el maldito gas, porquería esta que no
respetaba a nada ni a nadie
Y ojo, que nadie crea que los tedescos eran inmunes a ese pánico irracional al gas porque, a pesar de haber sido los que más lo usaron, también le temían como a la peste. De hecho, en la represalia llevada a cabo por los británicos en Loos, en septiembre de 1915, por el ataque con gas de cloro efectuado por los germanos unos meses antes, los informes de los oficiales del frente manifestaron que en cuanto sus hombres vieron entrar el gas en las trincheras fueron incapaces de mantener el control sobre ellos, viéndose todos presa de tal ataque de miedo que abandonaron sus posiciones en masa.

Tropas portuguesas entrando en un refugio subterráneo, el cual será llenado
con gas para habituarlos a mantenerse serenos en un ambiente tan asqueroso.
Si te quitabas la máscara eras hombre muerto
En definitiva, el síndrome de la neurosis de gas no fue precisamente un tema baladí, y menos si tenemos en cuenta la cantidad de decenas de miles de hombres afectados por esas substancias. Fue un hecho el que las tropas que fueron gaseadas mostraron un invencible miedo cuando les llegó la hora de volver al frente a pesar de estar totalmente restablecidos, y hubo infinidad de casos en los que mostraron infinidad de reacciones de tipo psicosomático, como imposibilidad de mover los miembros o extrema debilidad, sin que se pudieran encontrar las causas físicas de estas dolencias. Vamos, que se hacían los enfermos de forma totalmente inconsciente con tal de no volver a las trincheras a ser nuevamente gaseados. Los británicos llegaron a idear métodos de formación para adiestrar psicológicamente a las tropas, de forma que lograran alcanzar un grado de auto-control aceptable. Lo primero era infundirles confianza en sus máscaras anti-gas, para lo cual los sometían a una sesión de una hora dentro de una nube de gas para, a continuación, verse durante 30 segundos bajo los efectos de gas lacrimógeno tras quitarse las máscaras, con lo que se pretendía que se habituaran a esas molestias sin perder los nervios. Los germanos, por el contrario, siendo como eran más pragmáticos y disciplinados, aprendieron por las bravas, y los que pasaron por los hospitales tras ser gaseados aprendieron, tras pasar días viendo a sus compañeros asfixiarse entre violentas arcadas, que lo mejor era no separarse jamás de las máscaras anti-gas, y no hacer como hacían muchos, que las dejaban en los refugios o las tiraban y usaban el envase para guardar el tabaco, el pan o cualquier cosa que no debía mojarse si no querían que se echara a perder.

Tropas alemanas avanzando entre una nube de gas
En fin, solo resta mencionar que, a medida que avanzó el conflicto, ciertamente las bajas por gaseamiento fueron disminuyendo tanto por la eficacia de los equipos contra la guerra química como por el adiestramiento de las tropas. Sin embargo, y a pesar de que se crearon unidades sanitarias para tratar a nivel psiquiátrico a los afectados por el síndrome de neurosis de gas, como afirmó el profesor Hodgkin, asesor químico del 5º Ejército, británico, "nunca, nunca los misterios de la guerra química penetrarán en el cerebro del soldado regular". O sea, que por mucho que se empeñaron, el miedo a morir víctima del gas no desapareció ni remotamente. Y hoy día, al cabo de un siglo de tan luctuosos hechos y viviendo bajo la amenaza del más despiadado terrorismo, coligo que cualquiera preferiría ser víctima en un atentado con una bomba antes que de un ataque con gas sarin, tabun o VX. ¿O no?

Bueno, se acabó lo que se daba.

Hale, he dicho

Zuavos franceses víctimas del gas en Ypres. La rapidez a la hora de ponerse la máscara era vital, ya que si la concentración
de gas era demasiado elevada podía ser letal en cuestión de minutos. Por el aspecto y la posición de esos cadáveres da la impresión de que el ataque debió sorprenderles durmiendo, sin que tuvieran otra opción más que despertarse en el Más Allá

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