jueves, 21 de septiembre de 2017

El curioso origen de la artillería ferroviaria


Cañón ferroviario francés de 274 mm. modelo 1893/96 durante la Gran Guerra. Su alcance era de 22 km.

Por lo general, cuando hablamos de artillería ferroviaria solemos asociarla a los enormes cañones instalados sobre plataformas como el que vemos en la foto superior. Todos los países en liza, incluso los yankees que llegaron al final de la fiesta, diseñaron y pusieron en servicio piezas de este tipo que, habitualmente, eran de artillería pesada. Su uso táctico está claro: aprovechando los tendidos ferroviarios existentes y/o ramales construidos ex-profeso por las unidades de ingenieros hasta el emplazamiento adecuado, enviar con la máxima rapidez artillería de grueso calibre a las zonas del frente que precisaran de la misma. Preparaciones artilleras previas a una ofensiva, destrucción de fortificaciones, fuego contra-batería... en fin, cualquier circunstancia que requiriese la intervención de artillería pesada. Obviamente, era mucho más fácil tener el cañón ya instalado en su correspondiente plataforma y con sus vagones de municiones listos para ser enganchados en una locomotora que arrastrar esos monstruos de decenas de toneladas por sitios intransitables o, peor aún, dejarlos en emplazamientos estáticos que eran rápidamente localizados por el enemigo, por lo que nadie dudaría de la utilidad de estos cañones.

El Dora. Para ponerlo en orden de combate había que construir una vía
doble por donde rodaban los ocho vagones que lo sustentaban. Solo la
caña del cañón medía 37 metros
Esto, que es de una obviedad palmaria, no parecía tan evidente a los jerifaltes de turno cosa de 60 años antes, cuando se empezó a gestar este tipo de artillería que tuvo su máxima expresión en las descomunales piezas que los germanos pusieron en servicio durante la Segunda Guerra Mundial, siendo el culmen de todas ellas el Dora, un mamotreto de 800 mm. de calibre capaz de lanzar un proyectil de 7 toneladas a 25 Km. de distancia. En realidad, el Dora o, dicho con propiedad, el 80 cm. Kanone (E), era la pieza menos rentable de la historia en relación costo-eficacia, pero su sola presencia en el campo de batalla encogía los ombligos del personal de forma traumática. Sin embargo, aunque por norma asociamos la artillería ferroviaria a contextos de guerra terrestre, la realidad es que originariamente fue ideada para la artillería naval hacia mediados del siglo XIX, cuando el magnífico invento de la locomotora de vapor estaba en plena expansión. Veamos como fue la cosa...

A mediados del siglo XIX las defensas costeras estaban encommendadas
a cañones de grueso calibre montados sobre cureñas giratorias como
la de la foto y protegidos por los parapetos a barbeta de las fortificaciones
ex-novo con que se iban sustituyendo los antiguos fuertes costeros
En la década de los 40 del siglo XIX, los estados mayores de la grandes potencias veían con preocupación como el vecindario se ponía revoltoso de vez en cuando y hacía inquietantes amagos de querer presentarse en casa sin llamar a la puerta y, menos aún, pedir permiso. De ahí que las naciones con grandes extensiones de territorio mirando al mar se vieran en la necesidad de fortificar las costas con artillería lo suficientemente poderosa como para, no ya hundir, sino también persuadir a cualquier flota enemiga de que aproximarse hasta quedar dentro de su alcance era la mejor forma de acabar convertido en comida para peces. Lógicamente, tanto las obras necesarias para erigir fortificaciones adecuadas como la artillería para defenderlas costaban un verdadero pastizal, pero no quedaba otra si no querían ver un mal día como los enemigos de toda la vida se presentaban en las playas sin que nadie les hiciera frente. Está de más decir que hablamos de la típica defensa estática al uso desde hacía siglos, o sea, fortificaciones situadas a lo largo de la costa a una distancia unas de otras de forma que se cubrieran mutuamente, por lo que todo lo que intentase pasar entre ellas quedara dentro del alcance de sus cañones.

O bien se recurría a los viejos fuertes de los siglos XVII y XVIII a los
que, si acaso, solo se les remozaba la artillería en servicio
Este sistema defensivo aplicado en países como España, Inglaterra o Francia, con miles de kilómetros de costa, implicaban una inversión absolutamente descomunal que, por desgracia, era imposible eludir por razones obvias. Y lo peor era que, además, la cada vez más rápida evolución tanto de la artillería como de la construcción naval obligaría a llevar a cabo actualizaciones cada vez más frecuentes con el consiguiente gasto porque no se podían permitir quedar relegados a la obsolescencia por el peligro que supondría. Así pues, los cerebros pensantes de la época se pusieron a dar forma a algún sistema que permitiera cubrir el máximo de costa con el mínimo de piezas, lo que en teoría abarataría enormemente el presupuesto destinado a las defensas marítimas. Este nuevo concepto, que ahora nos parece poco menos que una perogrullada, no fue tan evidente a ojos del personal, como no podía ser menos y como ya hemos visto en las entradas dedicadas a carros de combate y chismes similares.

La idea consistía en que, gracias al ferrocarril, la artillería podía desplazarse donde fuese necesario y no ver como en un determinado punto de la costa haría falta desplegar más potencia de fuego sin posibilidad de llevarlo a cabo. De esa forma, se podrían concentrar las piezas necesarias en un determinado punto para, a continuación, cambiarlas de posición para impedir que la artillería embarcada en los buques enemigos las machacara, lo que sí era habitual en el caso de fortificaciones estáticas. Y una cosa estaba clara desde hacía mucho tiempo, y es que cualquier fortaleza, por gruesos que fuesen sus muros, tarde o temprano acabaría cediendo a los embates de la artillería. Eso lo afirmaba Maquiavelo en su obra "Del arte de la guerra", publicada en el año 1521, así que no era precisamente un secreto militar. 

Cañón naval británico de 32 libras en una cureña giratoria
Así pues, en abril de 1847, sir James Caleb Anderson, un probo baronet irlandés de cuando toda Irlanda pertenecía a los british (Dios maldiga a Nelson), presentó en la Real Chancillería de Edimburgo una patente para instalar un cañón de 32 libras sobre un vehículo fabricado enteramente de hierro que circularía sobre raíles, o sea, algo similar a una plataforma o un vagón de ferrocarril. En 1849 presentó el proyecto al duque de Wellington, a la sazón Comandante en Jefe del ejército británico porque eso de ganarle una batalla al enano corso (Dios lo maldiga por siempre jamás, amén) era suficiente para encumbrarlo de por vida. Dicho proyecto consistía en establecer a lo largo de todo el litoral del sur de Inglaterra una línea ferroviaria que permitiría desplazar la artillería de costa, o sea, su invento, de un punto a otro con la máxima rapidez. Wellington levantó una ceja con aire indiferente, como no podía ser menos, pero la indiferencia se le evaporó cuando el  probo irlandés le informó que la broma saldría por más de un millón de libras, cifra tan escandalosamente alta como para que todo un duque victorioso se quedase sin resuello. En aquella época, con ese dinero podía uno comprar un pequeño país y coronarse rey del mismo sin problemas.

Sir John Burgoyne (1782-1871)
Pero Wellington le pasó la patata caliente a sir John Fox Burgoyne, que desde 1845 era el Inspector General de Fortificaciones, por lo que la decisión era suya tanto en cuanto el invento estaba relacionado con la defensa costera del Canal. Burgoyne se quitó de encima al irlandés con un argumento de peso: cualquiera podría volar la línea férrea, anulando en ese caso la capacidad defensiva de la artillería. Es evidente que Burgoyne no cayó en un pequeño detalle, y es que un raíl volado podía ser reparado en una hora o incluso menos por una unidad de ingenieros, pero se le agotó el combustible cerebral con la primera conclusión y no dio para más. Anderson recurrió en última instancia al Almirantazgo y al Ministerio de la Guerra, pero el escalofriante presupuesto era motivo sobrado para desecharlo, y más si tenemos en cuenta que, precisamente en aquella época, ya andaban sumidos en una enorme campaña de modernización de las defensas costeras. Es decir, que la pasta ya estaba comprometida en otra cosa.

Así pues, el proyecto del buen baronet se quedó relegado en la nebulosa del olvido, y no fue hasta 1894 cuando los british retomaron el concepto de artillería ferroviaria pero ya bajo otros baremos mucho más modernos y con muchísimos más kilómetros de trazado ferroviario construidos que 50 años antes. Pero de eso ya hablaremos más adelante, que hoy toca comentar los orígenes, no la evolución.

Pero, en este caso, la idea no solo la tuvo el irlandés, sino que, curiosamente, surgió en otro cerebro situado a miles de kilómetros de distancia y, más curiosamente aún, en el mismo año en que el baronet se presentó a patentar su invento. Hablamos del capitán de ingenieros del ejército ruso Gustav Korey que, en realidad, más que un sistema de artillería móvil ideó un método para mover la artillería a toda velocidad dentro de una posición estática. La fortificación ideada por Korey consistía en un recinto cuya sección vemos en el croquis de la derecha. Como podemos apreciar, constaba de dos plantas, la inferior con casamatas abovedadas y la superior descubierta con un parapeto a barbeta. La parte que sobresale es un reducto central provisto de troneras fusileras.

Dicha fortificación tenía forma de trébol como se ve en el plano de la derecha que nos muestra la planta de los dos niveles, por cuya parte central transcurría un trazado ferroviario de 3 metros de anchura por el que las piezas, emplazadas sobre plataformas, podían ser transportadas de un sitio a otro con la ayuda de pequeñas locomotoras. Además, con la ayuda de máquinas de vapor se podían incluso trasladar de una planta a otra en caso de que alguna quedase fuera de combate. Si observamos el plano podremos ver claramente los tres ramales que había en cada planta, pudiendo distribuir las bocas de fuego en una dirección u otra sin problemas. Este sistema permitía reducir la artillería al menos en un 50% ya que, si el enemigo atacaba por un sitio, los cañones emplazados en la dirección opuesta que no servirían de nada podían ser recolocados hacia donde fuese necesario, o bien disponer solo de la cantidad de piezas para armar solo una de las alas del recinto ya que las otras dos no estarían siendo atacadas. Por cierto que los ramales que se ven en el exterior del plano de abajo son las contraminas, no sea que alguien piense que también son vías de tren. El capitán Korey ofreció este proyecto para las modificaciones que se estaban llevando a cabo en Sebastopol, en la península de Crimea y punto vital para la flota del mar Negro. Está de más decir que mandaron a Korey a hacer gárgaras y que pasaron de tan peculiar planificación, ¿no? Con todo, tiempo tuvieron los rusos de arrepentirse amargamente porque, precisamente a raíz de la Guerra de Crimea (1854-1855), el ejército anglo-francés se apoderó de la plaza tras once meses de asedio. Quizás si hubiesen prestado más atención al invento de Korey las cosas hubiese sido de otra forma.

Posición artillera en Sebastopol. Es más que probable que, si en vez de
enterrar los cañones entre cestones llenos de tierra los hubiesen usado
como artillería móvil, el resultado hubiese sido distinto
No obstante, insistiremos en que este proyecto no recogía el concepto que tenemos de la artillería ferroviaria, sino más bien un sistema de agilizar el movimiento de las piezas de fuego en el interior de una fortificación estática diseñada a tal efecto. Pero debió ser fuente de inspiración para el personal porque, nada más acabar la guerra de Crimea y a la vista del pésimo resultado de las reformas llevadas a cabo en Sebastopol, a alguien se le ocurrió que sería mucho más eficaz construir un tendido de ferrocarril y olvidarse de las fortificaciones estáticas, o sea, algo similar a lo que planteó en su día con la misma poca fortuna sir James Anderson. La idea no partió en este caso de un militar sino de un ingeniero llamado Nikolai Repin que, en 1855, presentó al Ministerio de Marina un proyecto para la construcción preferente de líneas ferroviarias precisamente en las zonas donde la defensa estaría más comprometida en caso de ser nuevamente atacadas. Pero Repin no contó con dos detalles importantes. Uno, que no era militar, por lo que sus proyectos serían vilmente despreciados por los aristocráticos mandamases del ejército imperial ya que darían por sentado que no sabía una palabra del tema. Y dos, que en aquella época el ferrocarril era algo cuasi de ciencia-ficción en una Rusia cuya industria estaba aún a años luz del resto de Europa. En definitiva, lo mandaron a paseo diciéndole, para más recochineo, que tras estudiar su proyecto "no contenía nada digno de ser tenido en consideración". Sin comentarios.

Pero la cosa es que, a pesar de el habitual conservadurismo de los jerifaltes, el concepto de artillería móvil sobre tendido ferroviario seguía tomando fuerza. Apenas dos años más tarde, el teniente coronel Pyotr Lebedev publicó un sesudo ensayo titulado "El uso de los ferrocarriles para proteger el continente", una enjundiosa obra en la que pormenorizaba en todos los aspectos que había que tener en cuenta si se quería modernizar la defensa del enorme país. En ella, Lebedev insistía en lo que muchos ya consideraban como evidente, y era en lo absurdo de mantener posiciones estáticas que costaban un dineral tanto construirlas como mantenerlas y que igual no entrarían en combate jamás, mientras que otros lugares podrían necesitar más potencia de fuego sin posibilidad de aumentarla. 

Plataforma ferroviaria para mortero diseñada por Lebedev
Para establecer un sistema de artillería ferroviaria eficiente, Lebedev había llevado a cabo un diseño basado en dos trazados que discurrían paralelos a la costa. Por el más cercano circularían las plataformas artilladas debidamente protegidas por un talud que ocultase tanto la vía como la plataforma. La otra vía estaría situada a una distancia de seguridad más hacia el interior, y por ella podrían circular sin trabas los trenes con suministros de todo tipo, municiones, tropas o incluso la evacuación de heridos. Por otro lado, diseñó un sofisticado sistema de nivelación mediante el cual la plataforma podía colocarse totalmente horizontal sin tener en cuenta las pendientes del trazado. En la lámina superior podemos ver la plataforma para morteros (había otro tipo similar para los cañones), en cuyos lados se aprecian dos ruedas dentadas para nivelar el vagón. Además, se recomendaba que, si era posible, se detuviera la pieza en una curva de forma que el peralte quedase hacia el interior, lo que ayudaría a contener el retroceso de la misma.

Por último, y en un alarde de tecnología que Rusia no se podía permitir, sugería que se debía tender una línea telegráfica a lo largo de todo el trayecto para poder tener información de primera mano en todo el recorrido de la vía, así como la construcción de torres desde las que los observadores podrían corregir el tiro e informar mediante el telégrafo acerca de los movimientos de las naves enemigas. En fin, algo tan básico y tan evidente que, en teoría, nadie con al menos media cavidad craneana llena de sesera negaría. Bueno, pues lo negaron. En todos los medios militares de la Rusia zarista de aquella época se cachondearon del sensato proyecto de Lebedev y, como ocurrió con los de Repin y Korey, acabaron en algún cajón de algún picatoste de San Petersburgo, enterrado en expedientes chorras y cogiendo polvo a mansalva.

John B. Magruder (1807-1871)
Bien, criaturas, así es como surgió la artillería ferroviaria. Como hemos visto, un concepto totalmente ajeno al que siempre hemos tenido presente. Sin embargo, las ideas de Korey, Repin pero, sobre todo, de Lebedev, no cayeron en saco roto. Cinco años más tarde, concretamente el 29 de junio de 1862 y en el contexto de la Guerra de Secesión, el mayor general de la Confederación John Bankhead Magruder estrenó en la estación de Savage, en Richmond, un vagón provisto de un cañón naval de 32 libras con ánima estriada dentro de una casamata formada por gruesos tablones para darle el mismo empleo táctico previsto por los rusos para su artillería naval, pero en este caso para batir objetivos terrestres. Al parecer, la idea partió del general Lee, comandante supremo de las tropas conferedaras, que igual se hizo traducir el ensayo de Lebedev, vete a saber. En todo caso, la artillería ferroviaria tomó un creciente impulso para, al término de la misma, extenderse por otros países como Reino Unido, Alemania, Francia y el Imperio Austro-Húngaro. 

En resumen, los rusos y el baronet fueron los que sembraron una simiente que los militares de ambos países dejaron secar absurdamente, privándose ellos mismos de tener la primicia y, por ende, la ventaja táctica. Tuvieron que ser otros, en este caso los yankees, los que tomaran el relevo, le dieran la forma que todos conocemos y que se mantuvo operativa durante 90 años, tomando parte en todos los conflictos modernos que tuvieron lugar desde aquel momento. 

Bueno, vale por hoy. Ya seguiremos hablando de este tema que tampoco es muy conocido que digamos.

Hale, he dicho


El cañón de 32 libras sobre su plataforma durante el asedio de Petersburg, Virginia, entre junio de 1864 y marzo de 1865.
Como vemos, estaba montado sobre una cureña naval, pero el concepto de artillería ferroviaria terrestre ya estaba en marcha

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