Hace cosa de dos años y medio (carajo, como pasa el tiempo y bla, bla, bla...) se publicó un artículo acerca de los orígenes del seppuku o hara-kiri, como prefieran. Ya saben, esa sangrienta, desagradable y extremadamente dolorosa forma de suicidio ritual ideada por lo probos nipones que querían ante todo mantener su honra impoluta y, si era necesario, palmarla por defenderla. El cine, como está mandado, se ha encargado de propalar una imagen en cierto modo poética y con elevadas dosis de estoicismo en las que el suicida se enfrenta a su propia inmolación con una indiferencia similar a la que solemos mostrar cuando leemos las esquelas en el ABC. Como si la cosa no fuera con él, el samurai de turno echa mano al tantō que le han presentado para cometer el suicidio y, sin dudarlo ni un instante, se lo mete por la barriga intentando que en ningún momento pueda parecer que semejante experiencia le desagrada lo más mínimo. El breve ceremonial concluye cuando su asistente le cercena de un certero tajo el cuello para abreviar el trámite ya que, aunque pueda parecer lo contrario, en el acto del suicidio no se contemplaba tener que sufrir de una forma tan espantosa, sino simplemente matarse conforme a unas reglas. De ahí que se considerase necesario abreviar al máximo hasta el extremo, según veremos en su momento, de que se cortaba la cabeza del suicida antes incluso de que llegara a clavarse el tantō en el abdomen.
Por otro lado, lo que inicialmente era una mera forma de darse matarile sin más historias acabó convertido en un compendio de rituales de una complejidad abrumadora en la que cada movimiento, cada posición e incluso la indumentaria estaban sujetos a unas reglas de protocolo que, para colmo, podían hacer caer en desgracia al que por desidia o simple desconocimiento no las cumpliera literalmente a rajatabla. Y cuando decimos rajatabla nos referimos a cumplirlas hasta el más mínimo precepto. Pero, a pesar de que la imagen que nos ha llegado es, como ya hemos comentado anteriormente, la de un ritual metódico cargado de simbología y en el que los presentes debían guardar en todo momento el hieratismo de una puñetera esfinge, lo cierto es que en modo alguno todos los samurai aceptaban de buen grado eso de abrirse en canal, ni tampoco que se enfrentasen a su propia extinción sin que se les moviera un músculo de la cara. Más aún, el instinto de supervivencia llegó a pesar más que el lavado de cerebro del bushido inculcado desde críos a los miembros de los clanes samurai. Pero bueno, no conviene alargar más esta introducción porque el tema da para mucho y conforme avancemos podremos comprobar que, como en todo, los tópicos y los mitos que han llegado a nosotros han ocultado en muchos casos la realidad del suicidio ritual japonés.
Como ya se comentó en su momento, el seppuku surgió como una mera forma de suicidarse por dos motivos principales: uno, relacionado con la milicia, podía estar relacionado con una derrota o bien para impedir caer en manos del enemigo. La otra, digamos de tipo político, cuando por algún motivo un samurai caía en desgracia de alguien de un rango superior, ya fuese otro samurai investido de más autoridad, un daimio o incluso un shōgun. Sin embargo, lo que empezó como una forma de auto-inmolación voluntaria se convirtió también en una forma de condena a muerte en la que, por consideración al rango del reo, se contemplaba la opción de que se matase él mismo para conservar la honra. Solo en el caso de que el delito fuese por algo verdaderamente grave como asesinatos injustificados, traiciones de las gordas, ser un incendiario (en un país donde todas las casas eran de madera y papel ir de pirómano no era nada recomendable), o practicar el bandolerismo el condenado era decapitado como un criminal más.
De hecho, a partir del siglo XVII, con la llegada del Periodo Tokugawa empezaron a ser más frecuentes los suicidios por orden directa de daimio o del shōgun que por cuestiones derivadas de la milicia o por ver afectado el honor personal o del clan. El motivo, por lo general, era la desconfianza patológica que los shōgun albergaban contra la nobleza formada por unos 60 daimio que, de eso estaba seguro, aprovecharían la más mínima oportunidad para levantarse en armas y derrocarlo. De ahí que, para garantizar su lealtad, los daimio no pudieran vivir más de un año seguido en sus posesiones para que no tuvieran tiempo de tramar ninguna alevosía. Además, mientras permanecían en sus dominios tenían que dejar a su familia en Edo, en aquella época la capital del Japón, a modo de rehenes. Esta conducta pretendía además, con proverbial astucia nipona, que los daimio se vieran sometidos a unos gastos enormes para mantener tanto sus posesiones como el tren de vida que su familia debía mantener en Edo conforme a su rango, por lo que apenas les quedaba para reclutar rōnin con los que iniciar la enésima revuelta. Está de más decir que al más mínimo atisbo de sospecha la sentencia era expeditiva: el shōgun ordenaba al daimio Fulano a cometer seppuku sí o sí, y si te pones chulo o te niegas convierto en sushi a toda tu familia además de que tu nombre quedará deshonrado por los siglos de los siglos. Obviamente solo quedaba una opción: rajarse la barriga.
Está de más decir que una gente con la mentalidad de los nipones no se limitaban a enviar un "guasa" avisando al infractor que tenía que suicidarse y que para comprobar que había cumplido la orden mandase un selfie destripándose. El suicidio de un samurai debía llevarse a cabo conforme a un complejo ritual en el que se cuidaba hasta el más mínimo detalle y se trataba al aspirante a difunto con la mayor consideración, con todo tipo de miramientos para que su honor permaneciera impoluto. Los esquemas de valores de esta gente concebían que un samurai, fuera cual fuera su rango, pudiera iniciar una guerra civil o desobedecer a un superior, pero eso no era en sí un acto deshonroso. Merecía la muerte por ello, pero había actuado de forma honesta consigo mismo, ergo era un sujeto honorable, y como tal tenía derecho a una muerte digna y solemne.
El suicidio podía tener lugar en cualquier parte, bien en el propio castillo del infractor, en el de su señor feudal o, como ocurrió a partir de la segunda mitad del Periodo Tokugawa (1600-1868), en templos budistas. Donde estaba totalmente vetado practicar un seppuku era en los templos sintoístas. Recordemos que mientras el budismo veía la muerte como un acto de liberación, el sintoísmo consideraba todo contacto con los difuntos como algo repulsivo y cuya presencia contaminaba el lugar donde se encontrasen. En el caso de los castillos de los daimio se llegó incluso a construir dependencias dedicadas con el único fin de poder cometer seppuku en ellas. En algunos se derribaban una vez concluido el ritual, pero en otros eran zonas permanentes que durante siglos fueron testigos de multitud de destripamientos. Dentro del complejo protocolo, había que tener en cuenta que si el suicidio se llevaba a cabo en el castillo del samurai condenado, no podría efectuarlo mirando hacia el este, lugar por donde sale el sol, ni hacia el norte porque sería una falta de respeto al emperador. Así mismo, si la ceremonia tenía lugar fuera del castillo debía colocarse de espaldas al mismo, y si era en un patio interior dando igualmente la espalda al recinto principal. Como vemos, el tema era más complicado que el manual de instrucciones de un mando a distancia (¿hay alguien que sepa para qué carajo sirven todos los botones?). Solo cuando por la distribución del edificio no quedara más remedio era cuando se toleraba posicionarse de forma contraria a las normas si bien eso tenía que hacerse con el visto bueno del kenshi o inspector, un emisario enviado por el daimio o el shōgun que era el encargado de supervisar que todos los elementos del ritual cumplían las normas. Vamos, que algo tan hispano como darle a uno el avenate y colgarse de una viga del corral, como que no. Para esta gente sería una falta de respeto y una deshonra hacia sí mismos y hacia su familia, que quedaría marcada para siempre.
Bien, creo que con esta introducción podemos hacernos una idea de cómo las gastaba el personal, así que sin más demora vayamos al grano dando cuenta en primer lugar de los personajes que intervenían en el ritual, que no eran pocos por cierto.
El kenshi
El kenshi era el inspector que debía controlar absolutamente todo lo concerniente al ritual desde que el shōgun ordenaba que uno de sus vasallos debía suicidarse. Una vez que la sentencia estaba decidida, un funcionario del gobierno informaba al designado por el shōgun para desempeñar esa misión, lo cual le era comunicado de noche porque se consideraba que las malas noticias no debían contaminar las horas matinales. Al mismo tiempo, se notificaba al rusui-yaku, la persona que tenía bajo custodia al reo, que tal día el kenshi acudiría a su castillo o casa para comunicar la sentencia. A su vez, el custodio informaba al azuraki-nin, el vigilante o carcelero, la noticia. Por lo general, este cargo era asumido por personajes de elevado rango, señores feudales muy cercanos al shōgun. Pero que nadie piense que el kenshi iba él solo a dar cuenta de la sentencia. Antes al contrario, se hacía acompañar de un séquito nutrido por un juez supremo o metsuke, así como de un kenshi auxiliar que a su vez era acompañado por un juez decano más otros dos jueces de rango inferior y una escolta de entre cuatro y seis guardias. Dependiendo del estatus social del condenado los componentes del séquito serían de un rango similar pero, en todo caso, debían ser recibidos con todos los honores tanto en cuanto eran emisarios enviados directamente por el shōgun.
Y para que todo estuviera preparado, antes de la llegada del kenshi el inspector auxiliar se personaba en el lugar donde el reo estaba bajo custodia para llevar a cabo una inspección preliminar en la que comprobaría el lugar donde se tendría lugar el seppuku, hacer incluso un gráfico con su distribución, orientación y medidas y, además, una lista de las personas que estarían presentes en el acto. Durante esa visita, el vigilante que custodiaba al reo le consultaba quién ejercería de kaiskaku, el asistente que cortaría el cuello del condenado para evitarle una desagradable agonía, pero de este personaje hablaremos más adelante. En el caso de que fuese propuesto alguien próximo al reo o incluso un familiar, el inspector se entrevistaba con él para asegurarse de que cumpliría al pie de la letra el ritual, y se informaría de su habilidad en el manejo de la espada. Solo cuando la inspección concluía de forma satisfactoria era cuando hacía acto de presencia el kenshi con el resto del séquito, los cuales eran recibidos por el custodio, generalmente el daimio a cuyo servicio estaba el condenado, acompañado de su consejero o karo y sus principales servidores haciendo todos una profunda reverencia. Tras lo saludos protocolarios, el séquito era conducido a una sala de espera mientras que el kenshi se dirigía directamente al condenado para leerle la sentencia:
-Por la presente, declaro el mandato supremo del shōgun. Considerando los cargos que acusan a Fulanito de Tal de haber cometido tal delito, en este acto se le condena a cometer seppuku.
Naturalmente, el afectado debía recibir la noticia como si fuera el parte meteorológico del mes que viene, en una actitud respetuosa y sin mostrar la más mínima turbación ya que eso haría caer sobre él la deshonra más deshonrosa. Una vez oída la sentencia, se limitaba a agradecer el honor que recibía por permitírsele suicidarse de una forma honorable. A partir de ese momento, el reo debía prepararse para morir.
El kaishaku
El kaishaku era el asistente encargado de ayudar al condenado a palmarla sufriendo lo imprescindible, e incluso a veces nada según veremos en su momento. En origen, cuando el suicidio solo solía tener lugar cuando, mottu proprio, un samurai decidía matarse para lavar su honor, el kaishaku era un amigo o un familiar que se prestaba a ello. La tradición hizo que, finalmente, durante el shōgunato de Tokugawa Ietsuna (1651-1680) se estableciera formalmente la figura del asistente como parte del ritual del seppuku. Según la mentalidad de estos asiáticos el hecho de sufrir a consecuencia del suicidio carecía de sentido. Para ellos, lo importante era el hecho de quitarse la vida por su propia voluntad como un acto de expiación o bien como consecuencia de una condena a muerte, lo que no era óbice para que se viera deshonrado siendo decapitado como un vulgar delincuente.
Por otro lado, ya fuera designado por el kenshi o por el reo, el kaishaku no podía negarse a cumplir la misión de asistir al suicida, considerándose como una gran deshonra renunciar a formar parte del ritual. Pero que nadie piense que con descargar un contundente tajo en el pescuezo del aspirante a phantasma ya había cumplido, porque el asistente debía reunir una serie de cualidades además de ejercer una labor de vigilancia hacia el condenado durante los preliminares al acto en sí del seppuku. En primer lugar y ante todo debía ser un hombre especialmente diestro en el manejo de la espada. Y no porque cercenar un cuello fuera algo especialmente complicado para un samurai, sino por cómo debía efectuar el golpe. Un kaishaku no debía cortar la cabeza sin más ya que eso supondría una mera decapitación, lo que sería deshonroso para el reo, sino llevar a cabo una compleja técnica que consistía en cercenar el cuello dejando sin cortar una porción de piel de la parte delantera, o sea, de la garganta, de forma que la cabeza quedara colgando hacia adelante como si hiciera una postrera inclinación o reverencia. Ese golpe, denominado como "retener la cabeza", requería de una muy depurada técnica que solo se lograba con un entrenamiento que consistía en cortar las mitades inferiores de las hojas situadas en las ramas más bajas de los árboles para adquirir la puntería y el temple necesarios que permitieran controlar la fuerza que requería cortar un cuello humano. No obstante, si el kaishaku fallaba y cortaba la cabeza no suponía una deshonra en sí mismo, pero sí quedaba cuestionada su destreza y su reputación como esgrimista.
Y en lo tocante a su cometido de vigilar al reo, era más importante de lo que parece ya que, aunque la imagen que tenemos de los suicidas japoneses es de un estoicismo absoluto, muchos se rebelaban ante la perspectiva de rajarse en canal, y en más de una ocasión intentaron arrebatar la espada a alguno de los presentes para escapar. De ahí que, por lo general, todos los asistentes portaran el wakizashi en vez del tachi o la katana, y el mismo asistente aseguraba sus armas con un cordón para impedir que les fueran arrebatadas.
Por otro lado, para prevenir sorpresas de última hora, el kaishaku observaba constantemente los ojos y los pies del reo ya que, en función de la postura que adoptaba o de las miradas nerviosas que dirigía a todas partes en busca de una salida podía deducir que intentaría escapar de la muerte. En todo caso, y en función del coraje o de la aparente debilidad del suicida, era el asistente el que, salvo haber pactado de forma previa con el reo el momento en que descargaría el golpe, debía actuar para impedir que el ritual se incumpliera. Por último, señalar que como asistente del reo no solo tenía como misión ayudarle a bien morir, sino a proporcionarle cualquier detalle que precisara antes de la ceremonia o incluso hacerle menos penoso el trance previo desviando su atención ante lo que se avecinaba. Del resto de su proceder hablaremos en la parte que se dedicará al ritual en sí.
Bueno, criaturas, con esto terminamos por hoy, que me he enrollado como una persiana. Dejaremos para la próxima entrada todo lo concerniente al ritual desde que el condenado recibía la sentencia hasta que lo mandaban a criar malvas.
Hale, he dicho
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Manual del buen suicida
Como ya se comentó en su momento, el seppuku surgió como una mera forma de suicidarse por dos motivos principales: uno, relacionado con la milicia, podía estar relacionado con una derrota o bien para impedir caer en manos del enemigo. La otra, digamos de tipo político, cuando por algún motivo un samurai caía en desgracia de alguien de un rango superior, ya fuese otro samurai investido de más autoridad, un daimio o incluso un shōgun. Sin embargo, lo que empezó como una forma de auto-inmolación voluntaria se convirtió también en una forma de condena a muerte en la que, por consideración al rango del reo, se contemplaba la opción de que se matase él mismo para conservar la honra. Solo en el caso de que el delito fuese por algo verdaderamente grave como asesinatos injustificados, traiciones de las gordas, ser un incendiario (en un país donde todas las casas eran de madera y papel ir de pirómano no era nada recomendable), o practicar el bandolerismo el condenado era decapitado como un criminal más.
De hecho, a partir del siglo XVII, con la llegada del Periodo Tokugawa empezaron a ser más frecuentes los suicidios por orden directa de daimio o del shōgun que por cuestiones derivadas de la milicia o por ver afectado el honor personal o del clan. El motivo, por lo general, era la desconfianza patológica que los shōgun albergaban contra la nobleza formada por unos 60 daimio que, de eso estaba seguro, aprovecharían la más mínima oportunidad para levantarse en armas y derrocarlo. De ahí que, para garantizar su lealtad, los daimio no pudieran vivir más de un año seguido en sus posesiones para que no tuvieran tiempo de tramar ninguna alevosía. Además, mientras permanecían en sus dominios tenían que dejar a su familia en Edo, en aquella época la capital del Japón, a modo de rehenes. Esta conducta pretendía además, con proverbial astucia nipona, que los daimio se vieran sometidos a unos gastos enormes para mantener tanto sus posesiones como el tren de vida que su familia debía mantener en Edo conforme a su rango, por lo que apenas les quedaba para reclutar rōnin con los que iniciar la enésima revuelta. Está de más decir que al más mínimo atisbo de sospecha la sentencia era expeditiva: el shōgun ordenaba al daimio Fulano a cometer seppuku sí o sí, y si te pones chulo o te niegas convierto en sushi a toda tu familia además de que tu nombre quedará deshonrado por los siglos de los siglos. Obviamente solo quedaba una opción: rajarse la barriga.
Está de más decir que una gente con la mentalidad de los nipones no se limitaban a enviar un "guasa" avisando al infractor que tenía que suicidarse y que para comprobar que había cumplido la orden mandase un selfie destripándose. El suicidio de un samurai debía llevarse a cabo conforme a un complejo ritual en el que se cuidaba hasta el más mínimo detalle y se trataba al aspirante a difunto con la mayor consideración, con todo tipo de miramientos para que su honor permaneciera impoluto. Los esquemas de valores de esta gente concebían que un samurai, fuera cual fuera su rango, pudiera iniciar una guerra civil o desobedecer a un superior, pero eso no era en sí un acto deshonroso. Merecía la muerte por ello, pero había actuado de forma honesta consigo mismo, ergo era un sujeto honorable, y como tal tenía derecho a una muerte digna y solemne.
Patio del castillo de Himeji destinado a los suicidios. La piedra que se ve aflorando del suelo era el lugar donde debía colocarse el condenado |
Bien, creo que con esta introducción podemos hacernos una idea de cómo las gastaba el personal, así que sin más demora vayamos al grano dando cuenta en primer lugar de los personajes que intervenían en el ritual, que no eran pocos por cierto.
El kenshi
El kenshi era el inspector que debía controlar absolutamente todo lo concerniente al ritual desde que el shōgun ordenaba que uno de sus vasallos debía suicidarse. Una vez que la sentencia estaba decidida, un funcionario del gobierno informaba al designado por el shōgun para desempeñar esa misión, lo cual le era comunicado de noche porque se consideraba que las malas noticias no debían contaminar las horas matinales. Al mismo tiempo, se notificaba al rusui-yaku, la persona que tenía bajo custodia al reo, que tal día el kenshi acudiría a su castillo o casa para comunicar la sentencia. A su vez, el custodio informaba al azuraki-nin, el vigilante o carcelero, la noticia. Por lo general, este cargo era asumido por personajes de elevado rango, señores feudales muy cercanos al shōgun. Pero que nadie piense que el kenshi iba él solo a dar cuenta de la sentencia. Antes al contrario, se hacía acompañar de un séquito nutrido por un juez supremo o metsuke, así como de un kenshi auxiliar que a su vez era acompañado por un juez decano más otros dos jueces de rango inferior y una escolta de entre cuatro y seis guardias. Dependiendo del estatus social del condenado los componentes del séquito serían de un rango similar pero, en todo caso, debían ser recibidos con todos los honores tanto en cuanto eran emisarios enviados directamente por el shōgun.
El kenshi lee al condenado la sentencia |
-Por la presente, declaro el mandato supremo del shōgun. Considerando los cargos que acusan a Fulanito de Tal de haber cometido tal delito, en este acto se le condena a cometer seppuku.
Naturalmente, el afectado debía recibir la noticia como si fuera el parte meteorológico del mes que viene, en una actitud respetuosa y sin mostrar la más mínima turbación ya que eso haría caer sobre él la deshonra más deshonrosa. Una vez oída la sentencia, se limitaba a agradecer el honor que recibía por permitírsele suicidarse de una forma honorable. A partir de ese momento, el reo debía prepararse para morir.
El kaishaku
El kaishaku era el asistente encargado de ayudar al condenado a palmarla sufriendo lo imprescindible, e incluso a veces nada según veremos en su momento. En origen, cuando el suicidio solo solía tener lugar cuando, mottu proprio, un samurai decidía matarse para lavar su honor, el kaishaku era un amigo o un familiar que se prestaba a ello. La tradición hizo que, finalmente, durante el shōgunato de Tokugawa Ietsuna (1651-1680) se estableciera formalmente la figura del asistente como parte del ritual del seppuku. Según la mentalidad de estos asiáticos el hecho de sufrir a consecuencia del suicidio carecía de sentido. Para ellos, lo importante era el hecho de quitarse la vida por su propia voluntad como un acto de expiación o bien como consecuencia de una condena a muerte, lo que no era óbice para que se viera deshonrado siendo decapitado como un vulgar delincuente.
El kaishaku aguarda a que el suicida termine de escribir un breve poema o mensaje de despedida |
Y en lo tocante a su cometido de vigilar al reo, era más importante de lo que parece ya que, aunque la imagen que tenemos de los suicidas japoneses es de un estoicismo absoluto, muchos se rebelaban ante la perspectiva de rajarse en canal, y en más de una ocasión intentaron arrebatar la espada a alguno de los presentes para escapar. De ahí que, por lo general, todos los asistentes portaran el wakizashi en vez del tachi o la katana, y el mismo asistente aseguraba sus armas con un cordón para impedir que les fueran arrebatadas.
Por otro lado, para prevenir sorpresas de última hora, el kaishaku observaba constantemente los ojos y los pies del reo ya que, en función de la postura que adoptaba o de las miradas nerviosas que dirigía a todas partes en busca de una salida podía deducir que intentaría escapar de la muerte. En todo caso, y en función del coraje o de la aparente debilidad del suicida, era el asistente el que, salvo haber pactado de forma previa con el reo el momento en que descargaría el golpe, debía actuar para impedir que el ritual se incumpliera. Por último, señalar que como asistente del reo no solo tenía como misión ayudarle a bien morir, sino a proporcionarle cualquier detalle que precisara antes de la ceremonia o incluso hacerle menos penoso el trance previo desviando su atención ante lo que se avecinaba. Del resto de su proceder hablaremos en la parte que se dedicará al ritual en sí.
Bueno, criaturas, con esto terminamos por hoy, que me he enrollado como una persiana. Dejaremos para la próxima entrada todo lo concerniente al ritual desde que el condenado recibía la sentencia hasta que lo mandaban a criar malvas.
Hale, he dicho
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