domingo, 24 de noviembre de 2019

Mujeres samurai


Honorable guerrera acaba de mandar a un enemigo a la cola para reencarnarse por octogésimo cuarta vez. Estas delicadas
señoras que te preparaban cha con precisión milimétrica te rebanaban el pescuezo con la misma habilidad y elegancia

Descriptiva imagen de una on'na bugeisha: con su
nene a la espalda, como buena madre, y sujetando
la naginata con la que acaba de despachar a dos
enemigos, como buena guerrera
Cuando se hace referencia a una "mujer samurai", de inmediato surge en el magín la delicada figura de una belicosa señora o señorita armada de punta en blanco pero, a la par, etérea como una flor de almendro impulsada por la brisa que desciende desde la nívea cumbre del Fujiyama hasta los frondosos bosques donde corren aguas prístinas y... no, un momento. Las "mujeres samurai" son un invento moderno y, por supuesto, occidental. O sea, que nunca han existido mujeres samurai sino, en todo caso, mujeres pertenecientes a familias de samurai- hijas, hermanas, madres, suegras...- ya que un samurai es, como saben hasta los cuñados, "el que sirve" a un señor más poderoso. En resumen, el perteneciente a la casta de guerreros que mangoneó en el Japón desde el siglo XII hasta los albores del último cuarto del siglo XIX, cuando la modernización del estado acabó con estos desaforados guerreros. Pero las mujeres que integraban esta casta no eran denominadas de ninguna forma independientemente de que, para diferenciarlas del resto de féminas niponas, las llamen "mujeres samurai" o, con más propiedad, on'na bugeisha, término compuesto de tres palabras: on'na (mujer), budō (marcial o arte marcial) y geisha (artista). Así pues, y dando por sentado que las acepciones del japonés pueden provocar serios trastornos en la sesera de un occidental, una on'na bugeisha sería una mujer artista o diestra en artes marciales. En cualquier caso, como decimos, es una forma de referirnos a ellas para distinguirlas del resto, nada más. Y si alguno de mis amables lectores logra dar con una etimología más precisa, nos lo diga para dormir mejor esta noche.

Esta es el aspecto con que se suele representar a
estas agresivas hembras y que no casa con la
realidad. Lleva bajo la armadura un hakama, unos
amplios pantalones con apariencia de falda, y el
rostro descubierto. El pelo, cortado a la altura de
los hombros, se lo sujeta con una cinta blanca.
Era la forma de dar a entender que se trataba de
una mujer y no un hombre
Bien, más o menos aclarado el origen del término, veamos qué eran y cómo se desarrollaba la vida de estas probas ciudadanas de ojos delicadamente rasgados. Debo reconocer que, si no me acojonara tanto montarme en un avión, me encantaría ir a Japón a cenar en una casa de geisha. Solo ver como te sirven el sake o te preparan el puñetero té debe ser una experiencia mística. Son tan delicadas, tan educadas, tan modositas... En fin, ajo y agua. A lo que vamos.

Como es más que evidente, establecer comparaciones entre la idiosincrasia oriental y la nuestra es una quimera. Sus baremos éticos y morales, así como sus conceptos sobre el valor de la vida y tal no tienen nada que ver con los occidentales. No son mejores ni peores sino, simplemente, distintos. Por este motivo debemos tener en cuenta que mucho de lo que leeremos a continuación nos podrá resultar un poco rarito, tanto como a ellos la forma de actuar de un español o un tedesco. Por otro lado, su diferentes rangos sociales difieren de los nuestros ya que en Japón no había una nobleza titulada, sino samurai con más o menos poder/rango/tierras que otros. Con todo, y por establecer un símil que nos permita situarnos, diremos que un samurai normal podría ser el equivalente a un hijodalgo español o un ritter alemán, o sea, miembros de la baja nobleza cuyo oficio eran las armas y, cuando no había necesidad de matar a nadie, vivían del producto de las tierras que los nobles de más rango les concedían como pago a sus servicios. Como es evidente, las mujeres pertenecientes a esa clase social tenían que actuar conforme a su estatus, y ahí es dónde verdaderamente están las diferencias que hacían a las on'na bugeisha unas mujeres totalmente distintas a las occidentales con un rango similar salvo en un único aspecto.

Efigie funeraria de Matsu Hime, hija de Takeda
Shingen, en el templo de Shinsho-in. Esta criatura
acabó tan hartita de malos rollos que hizo dos higas
al clan y se largó al convento, de donde no salio jamás
Una infanzona (usaremos esta denominación para referirnos a las mujeres de la baja nobleza europea y no complicarnos la vida con distintos nombres) estaba destinada a ser usada con dos fines: uno, como una herramienta para establecer alianzas entre familias o, caso de ser heredera de un patrimonio, con el fin de aumentar el poder de ambos clanes al unirse en su primogénito las posesiones de ambos. Y dos, parir retoños para perpetuar el linaje. Su misión terminaba ahí. Una vez casada y una vez parida, su vida se limitaba a ver pasar el tiempo apaciblemente y, caso de enviudar, largarse a un convento a ponerse a bien con Dios antes de palmarla, si bien colijo que más de una lo hacía para perder de vista una familia que era en realidad un mundo de hombres. Que sí, que hubo mujeres influyentes, que hubo otras que pudieron destacar en alguna faceta artística o intelectual, pero esas fueron la excepción, no la regla. En todo caso, hasta aquí llegan las similitudes con sus colegas niponas, que como las occidentales eran usadas por sus padres o hermanos para llevar a cabo sus intricadas alianzas con otro clanes y que, conforme a su manera de ser, iban más allá de buscar resultados a corto plazo. Esta gente no piensa con la mirada puesta en el mes que viene, ni siquiera a unos años vista, sino mucho más allá. Pero no vamos a hacer un estudio psicológico de la mentalidad oriental, entre otras cosas porque no me creo capaz de ello. Nos quedamos simplemente con el concepto de mujer destinada a ser moneda de cambio y paridora, nada más.

Fotograma de la mítica cinta "Ran" (1985) de Kurosawa. La escena muestra
como las mujeres y concubinas de Hidetora Ichimonji se interponen entre los
arcabuceros enemigos y su señor para protegerlo. Aquí no primaba lo de
"las mujeres y los niños primero", sino la lealtad al daimyō
Porque la vida de una de estas mujeres no tenía por lo general nada de apacible, y menos en un Japón en el que durante siglos lo normal era vivir en un constante estado de guerra civil entre los daimyō deseosos de sacarse las tiras de pellejo mutuamente, cuando no en sus enfrentamientos contra el shōgun de turno para, como anhelaba el inefable visir Iznogud, ser el califa en lugar del califa o, en muchos casos, las pugnas entre un daimyō y uno o más ikki, ligas formadas por conjuntos de personas cuya lealtad no era hacia el daimyō, sino hacia un determinada población, grupo religioso o estamento social y cuyos "cambios de impresiones" solían ser extremadamente violentos. Y lo peor de todo era que las alianzas entre nobles tenían menos consistencia que la honradez de un político, y los que hoy se abrazaban jurándose lealtad eterna al cabo de un mes se estaban degollando a dentelladas y, como es lógico, sus familias estaban siempre por medio porque no sería raro que, para afianzar esa hipotética lealtad eterna se entregaran en matrimonio hijas o hermanas que se veían en un terrible brete: ¿a quién debo fidelidad, a mi clan o al de mi marido? No es un tema baladí, y se dieron casos en que la lealtad derivó hacia un lado u otro de las formas más dramáticas. 


La archialevosa, megamalvada y ultravenenosa Kaede de "Ran" dejando
claro a Jiro Ichimonji que los pantalones los lleva ella. Su matrimonio no
tenía otro fin que vengar a su familia, aniquilada por el viejo Hidetora.
Aunque se trata de una ficción, refleja admirablemente el concepto de
fidelidad a su clan de estas mujeres
Más aún: en muchos casos estas alianzas matrimoniales lo que pretendían era obtener rehenes para que la siempre cuestionable fidelidad de su nuevo aliado no se rompiera como el tallo de la mies en sazón ante el huracán.  En otros, la mujer era destinada a actuar como una espía infiltrada gracias al matrimonio en la familia del marido porque, en realidad, el juramento de fidelidad era más falso que Judas y lo que querían era aprovechar el momento para atacar, y para ello nada mejor que tener una informante que compartía hasta el catre con el pseudo-aliado. De hecho, hay registradas curiosas advertencias respecto a las precauciones que debían tener los hombres en estos casos ante la cantidad de mujeres que, a la hora de la verdad, habían optado por mantenerse leales a su clan y no al marido: "Aunque te haya dado siete hijos, nunca confíes en una mujer", o "Incluso cuando un esposo y una esposa están solos juntos (o sea, dándose un restregón y tal), nunca debe olvidar su puñal" o, quizás el más contundente aviso: "Considera a la bonita hija de otro hombre como tu enemiga, y jamás visites su casa". Así estaba el patio. Chungo, ¿no? Y si las advertencias hacia la propia eran de semejante calibre, ¿cómo no serían las que prevenían contra los cuñados? 

Imagen de un asedio en la que se pueden ver a varias mujeres colaborando
con la guarnición. En el centro hay varias distribuyendo  "aloz tles delicias"
al personal
Por otro lado, la mujer perteneciente a un clan samurai no era la paridora pasiva al estilo europeo. Antes al contrario, debía ser celosa guardiana de las posesiones familiares y de la prole en ausencia del marido, y recaían sobre ella todas las responsabilidades propias del cabeza de familia. No solo debía administrar y cuidar la hacienda propia, sino defenderla con uñas y dientes llegado el caso. Para ello, desde niñas se las adiestraba en artes marciales como a un crío de su mismo rango, con la salvedad de que a las nenas se les insistía ante todo en el manejo de la naginata, un arma enastada más propia de samurai pobretones pero que en manos de alguien diestro era absolutamente devastadora, aunque del tema armamentístico hablaremos detalladamente más abajo. O sea, que su deber era, llegado el caso, ponerse al frente de las tropas y criados al servicio de la casa y defender el castillo cuya custodia había sido confiada a su marido y que, al estar él ausente, recaía sobre ella y era la responsable absoluta. Es decir, que si el castillo caía la culpa sería solo de ella, y su deshonra solo podía ser lavada ya sabemos cómo.

Grupo de on'na bugeisha adiestrándose en el manejo de la naginata
Y por si sus obligaciones para con su clan y su honorabilidad no fueran pocas, incluso se dieron casos de mujeres vengadoras de algún pariente muerto, con razón o sin ella, por otro samurai. Durante el Periodo Edo (1603-1868), bajo el bakufu (shogunato) Tokugawa, que fue la época más pacífica del Japón, de 100 actos de venganza debidamente registrados por ofensas de cualquier tipo, 14 fueron llevados a cabo por mujeres. El más llamativo fue, por su tardanza en ser consumado, el de la mujer de un yamabushi (un sacerdote ascético), que tuvo la santa paciencia de esperar nada menos que 53 años hasta dar con la ocasión propicia para apiolar al asesino de su marido. Por lo visto, la venganza fue tan sonada que hasta su daimyō  la recompensó por su más que probada lealtad y su elevado sentido del honor. 


Otra venganza con tintes legendarios fue la que llevaron a cabo en 1649 Miyagino y Shinobu, hijas de un tal Yomosaku, muerto por error por un samurai llamado Shiga Daishichi, que estaba al servicio del daimyō local. Tras ser debidamente adiestradas por el prometido de Miyagino se presentaron ante el daimyō para pedirle permiso para poder llevar a cabo su venganza. El daimyō no pudo oponerse ya que la petición era justa, así que ordenó que Daishichi se presentara para enfrentarse a las dos hermanas. Miyagino estaba armada con una naginata, mientras que su hermana portaba una kusari gama, una espeie de hoz con una larga cadena y un contrapeso de hierro al final de la misma. Shinobu trabó la espada de Daishichi, momento que aprovechó Miyagino para mandar a paseo la cabeza del asesino de un certero tajo. Como vemos, estas criaturas tenían más peligro que un alacrán ahíto de esnifar polvo de setas chungas. A la izquierda podemos ver a las dos hermanas entrenando para darle boleta al alevoso Daishichi y que aprenda a no equivocarse matando probos ciudadanos.


Miyagino y Shinobu vengándose a base de bien en presencia del daimyō

Matsushita Yukitsuna, un samurai vasallo de Imagawa
Yoshimoto, elabora una relación de las cabezas que
ha obtenido como trofeos. En cada una de ellas se ve
la etiqueta con el nombre del dueño de la cabeza
Pero no acababan ahí los deberes de las on'na bugeisha. Las mujeres de los samurai que componían la guarnición de un castillo no se quedaban cruzadas de brazos mientras que sus maromos se daban estopa. Antes al contrario, se veían comprometidas en la defensa del recinto auxiliando a los heridos, reponiendo en las murallas municiones de todo tipo e incluso cuando se introdujeron en el Japón las armas de fuego las ponían a fundir balas. Hasta tenían que preparar adecuadamente las cabezas de los enemigos muertos que, tras el asedio, serían expuestas como trofeos para después ser presentadas al daimyō, por lo que lavaban, peinaban y, en resumen, ponían guapas las jetas de los difuntos. Durante el asedio al castillo de Ogaki, en 1600, Oan, la hija de un samurai llamado Yamada Kiyoreki, dejó escrito como "...nuestros soldados nos traían a la torre las cabezas que habían tomado, y nos hacían etiquetarlas como referencia", e incluso pedían que les tiznaran los dientes con pólvora porque así tendrían más valor ya que significaría que habrían palmado en acción disparando contra el enemigo y no escondidos en un hoyo. Y por si eso no fuera bastante, afirmaba que "...no teníamos miedo de las cabezas, y solíamos dormir en medio del desagradable olor a sangre que salía de ellas."  Y del mismo modo que se veían obligadas a ejercer de esteticistas de cabezas cortadas o fundidoras de munición, también estaban obligadas a otros tipos de trabajos manuales, como el caso del castillo de Hachigata, cuyas murallas quedaron hechas una birria tras un tifón en 1587 debido a que muchas de estas fortificaciones denominadas pomposamente como castillos no eran en realidad más que un conjunto de empalizadas rodeando una torre. El daimyō Hojo Ujikuni, ordenó que las mujeres de todos los samurai de la guarnición independientemente de su rango, así como sus criadas, debían ante todo reconstruir las defensas de la fortaleza antes que sus propias casas, por lo que se veían cortando árboles, desbastando troncos y cavando zanjas mientras que todas las familias dormían al raso porque hasta que no terminasen de reparar la empalizada no podían hacer lo propio con sus hogares.


Cabezas de los defensores del castillo de Fukane, tomado en
1497 por Hojo Sun. Entre ellas se distinguen algunas que
pertenecían claramente a mujeres
Por otro lado, las mujeres de los daimyō o samurai más relevantes no dudaban en armarse y acompañarlos a la muralla a defender la fortaleza e incluso tomar parte en el combate. Un ejemplo sería la mujer de Okumara Sukie-mon, cuyo castillo de Suemori fue cercado en 1584 por Sasa Narimasa. Esta proba nipona no lo dudó ni un momento y, armada con su naginata, se paseaba por el adarve abroncando a los centinelas que pillaba adormilados. Y lo peor era que, caso de que los enemigos lograran entrar en el castillo, el destino que esperaba a la familia del samurai era por lo general cualquier cosa menos agradable. Las que por falta de ánimo o de tiempo no se quitaban la vida eran entregadas a las tropas para ser ultrajadas sin descanso, y prueba de que muchas morían en combate es que hay ilustraciones que muestran expuestas cabezas entre las que se distinguen varias que, por sus rasgos, son mujeres. La participación de mujeres en los combates ha quedado corroborada en algunos hallazgos arqueológicos donde han aparecido montículos de cabezas en los que, tras las pruebas forenses oportunas, se ha podido comprobar que incluían testas femeninas como el caso de los de la batalla de Senbon Matsubaru, librada en 1580. En dichos montículos aparecieron 105 cabezas, 35 de las cuales eran de mujeres. Hablamos pues de un tercio, que no es moco de pavo.


En muchos casos, antes de quitarse la vida mataban a sus propios hijos para que no cayeran en manos del enemigo para, a continuación, rebanarse el pescuezo, tirarse desde las torres o arrojarse a los pozos para morir ahogadas. A la derecha tenemos un ejemplo. Se trata de Yodo-Hono, la madre de Toyotomi Hideyori, cometiendo seppuku cuando el castillo de Osaka que defendía su amado nene cayó en manos de Tokugawa Ieyasu en 1615. Como vemos, se acaba de rebanar el lado izquierdo del cuello con su kaiken. En otros casos era el mismo samurai el que arramblaba con el clan, como el señor del castillo de Yuzawa, Onodera Magoshichiro que, en 1595, "... en primer lugar mató a su mujer e hijos, sus vasallos apuñalaron a sus esposas e hijos como sacrificio, prendieron fuego al castillo y nuevamente lucharon con fiereza contra el enemigo. Finalmente se quitaron sus cascos y cometieron seppuku". En fin, algo muy desagradable. En Europa pudieron haberse dado casos semejantes, pero salvo cuando se tomaban fortalezas por asalto y se entraba a saco ya sabemos que lo habitual era respetar las vidas del personal. Pero en este caso, no eran los enemigos los que aliñaban a las mujeres y críos, sino sus padres y maridos, en plan numantino, vaya. 


Nakano Takeko (1847-1868), a la que ni un solo
cuñado se atrevió a dejarle la bodega vacía de sake
Bueno, con esta breve semblanza creo que pueden vuecedes hacerse una idea del plan de vida de estas criaturas, cuyas perspectivas de llevar una existencia apacible eran un poco escasas, sobre todo las que se veían involucradas en algún ikki contra los que los daimyō no tenían piedad ya que constituían un poder popular que era justamente lo opuesto a la jerarquía tradicional establecida. La última acción militar donde intervinieron estas aguerridas féminas fue durante la Restauración Meiji, iniciada en 1868 y que acabó con el bakufu Tokugawa y, con ello, el poder y la influencia de los samurai en el Japón. Curiosamente, las on'na bugeisha lucharon en esta ocasión en favor del shōgun, o sea, el orden tradicional, concretamente en el han (feudo de un daimyō ) de Aizu. En fin, de las hazañas de estas valerosas ciudadanas ya hablaremos largo y tendido, desde Tomoe Gozen, paradigma de las on'na bugeisha, a Nakano Takeko, que no dudó en enfrentarse con su naginata a las tropas imperiales armadas con fusiles modernos. Sirva pues lo comentado hasta ahora como introducción para ponernos al tanto de quiénes eran y cómo vivían las mujeres pertenecientes a la casta de los samurai.


En lo referente a su preparación en las artes marciales y sus intervenciones en batalla, las fuentes originales de la época se prestan a cierta confusión. Por un lado, las representaciones que hay de ellas suelen adolecer de anacronismos en lo tocante al tipo de armadura que visten y, para realzar su feminidad, se las representa por sistema desprovista de casco. Cabe suponer que su indumentaria real sería la de cualquier samurai de su época, y que protegerían sus delicadas testas y sus impolutas jetas de piel de crisantemo con cascos y máscaras, que no era plan de que nada más llegar a la batallita una flecha le atravesase el cráneo o una katana se lo partiera en dos como un melón maduro. Con todo, en la casa del tesoro del santuario Oyamazumi, en la isla de Omishima, se conserva una armadura que, como vemos en la foto, tiene una morfología que se adapta al contorno de un cuerpo femenino. Esta pieza se atribuye a la famosa Ōhōri Tsuruhime, una belicosa on'na bugeisha hija de Ōhōri Yasumochi, sacerdote principal del citado templo y que defendió la isla contra las tropas del daimyō de la provincia de SuōOuchi Yoshitaka, al mando de Obara Nakatsukasa nojo en el año 1541.


La legendaria Tomoe Gozen dando estopa a un samurai con su
naginata. Esta arma podía ser usada para combatir tanto a pie
como a caballo
Respecto al armamento, eran entrenadas desde niñas en todas las armas propias de un samurai si bien se insistía especialmente en el tiro con arco y el manejo de la naginata. Esta era un arma enastada cuya moharra, elaborada con el mismo método que una katana, nos recuerda a las gujas o glaives usadas en Europa y que estaba ideada para cortar y no como arma de empuje. Su evidente contundencia y la longitud de su asta equilibraría la diferencia entre la envergadura y la fuerza física de un hombre que se enfrentaba a una mujer de menor estatura y potencia muscular. Pero, al parecer, el entrenamiento con la naginata no solo estaba concebido para defenderse de posibles enemigos, sino como un mero divertimento o una forma de ejercicio físico que realizaban con réplicas de madera y que incluso hoy día lo siguen practicando las mujeres japonesas. Y aunque, como comentábamos anteriormente, era un arma asociada por lo general con samurais del rango más bajo, su eficacia las hacía ideales para las mujeres si bien las hojas de las naginatas femeninas eran más ligeras y de menor longitud. No obstante, había una variante con la hoja más ancha y pesada, la shobuzukuri naginata, que iba provista de una pesada contera de hierro en el extremo del asta para equilibrarla. 


Pareja de kaiken chulísimos de la muerte. Uno de los sitios más habituales
para ocultarlos era en pequeños bolsillos en las mangas de los kimono
Y como arma de último recurso jamás se separaban de su kaiken, de los que ya hablamos en su momento. El kaiken era un pequeño cuchillo que, por lo general, entregaban a las niñas al alcanzar la pubertad para su defensa personal o, llegado el caso, darse matarile antes de verse deshonradas. Como ya se explicó, las mujeres no cometían seppuku con el tanto, sino con el kaiken que siempre llevaban oculto en alguna parte de su indumentaria. Y en vez de abrirse la barriga, cosa nada femenina y extremadamente desagradable, se cortaban la carótida y se desangraban en un periquete sin necesidad de sufrir tanto. Para ello, sus progenitores les enseñaban cómo y de qué forma debían practicar el corte para que fuese certero y, por lo tanto, casi fulminante. Una carótida limpiamente cortada deja el cerebro sin sangre casi de inmediato, por lo que la pérdida de conocimiento sobreviene en dos o tres segundos, y la muerte por shock hipovolémico en menos de un minuto.


Hoja de una naginata. Obsérvese en la espiga las marcas del fabricante,
grabadas de la misma forma que en las espadas
Bueno, ya está. Con esto creo que podrán empezar a conocer como las gastaban las bravas on'na bugeisha que tanta guerra dieron. Como hemos visto, su estatus no era precisamente un chollo en una época en que, en realidad, no es que estuvieran en un nivel de igualdad con el hombre, sino que eran usadas para sus intereses mientras que, por otro lado, debían anteponer la honra personal y familiar a su propia vida y la de sus hijos, a los que en muchas ocasiones debieron matar con sus propias manos para impedir que fueran deshonrados, apresados o, simplemente, usados como rehenes contra su familia. En otra ocasión ya hablaremos de algunas de ellas que se distinguieron por tener más cataplines que ovarios.

Hale, he dicho


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