martes, 28 de abril de 2020

Técnicas constructivas. La mampostería


Castillo de Cortegana, en Huelva, un magnífico ejemplo de construcción de mampostería. Formó parte de
la Banda Gallega, la línea defensiva creada para contener las incursiones de los portugueses procedentes de Beja
y Olivenza, por aquella época bajo el dominio de Portugal

Bueno, mientra se me pasa el atocinamiento protoprimaveral y repasando mis notas y tal resulta que los gráficos acerca del mampuesto están casi todos terminados desde que Noé hizo la primera comunión, por lo que aprovecho para dar cuenta de esta técnica constructiva que no es menos interesante que el tapial y, además, es quizás la que más abunda en la Península salvo en Portugal, más rico en granito del bueno sobre todo en su mitad norte.

Vista del castillo de Hierro (Pruna, Sevilla), tomada desde el castillo de
Olvera (Cádiz) En el círculo se ven los cortes de donde se extrajo la piedra
para la construcción del edificio. En el detalle podemos verlo de cerca
El mampuesto era la solución barata a la sillería, un material que podía resistir el paso de los siglos prácticamente sin inmutarse pero que, a cambio, salía muy caro. En primer lugar, si no había disponibilidad de piedra de calidad en las cercanías había que traerla de lejanas canteras con el consiguiente gasto del acarreo. Por otro, era imprescindible contratar una cuadrilla de canteros bajo la dirección de su MAGISTER PETRVM, que no solían vender baratos sus servicios aunque fuera para edificar una caseta para el perro. Por último, era un material que alargaba enormemente la conclusión de una obra. Mientras que un cantero daba forma a un sillar, un par de albañiles completaban una hilada de mampostería, y eso en un edificio de enormes dimensiones como una cerca urbana o un castillo se traducía en un ahorro de tiempo- hablamos de años- y jornales. 


Afloramiento rocoso junto al castillo de Fatetar en Espera (Cádiz), donde
se aprecian aún los cortes hechos con las cuñas para extraer la piedra
A su favor, el mampuesto tenía sus ventajas aunque carecía de la resistencia de la sillería: ante todo, no precisaba de canteros. Cualquier albañil sabía colocar un pedrusco en su sitio ayudado por una buena pella de mortero y, a lo más, ayudarse de una piqueta para ajustarlo un poco mejor. El material podía obtenerse casi en cualquier sitio ya que, como se ha comentado en más de una ocasión, generalmente se procuraba asentar el castillo aprovechando afloramientos rocosos para impedir su minado, por lo que el material lo tenían literalmente a pie de obra. Además, prácticamente cualquier tipo de piedra valía: desde pizarra a gres pasando por arenisca, toba, granito de mala calidad, no adecuado para la sillería pero sí para el mampuesto o, ya puestos, hasta cantos rodados obtenidos de los lechos pedregosos de muchos ríos o incluso la piedra suelta que se encontraba en las cercanías procedente de una vieja fortificación anterior. 

Por lo tanto, para acometer una obra de mampostería solo era necesario contratar un alarife que proyectase el edificio y a un maestro de obras con su cuadrilla y, si acaso, un cantero para solventar el problema principal que tenía este tipo de material: las esquinas y los vanos de puertas, ventanas, aspilleras y/o troneras. Y junto a ellos, el carpintero y el herrero obligatorios en cualquier obra del tipo que fuera para fabricar andamios, cimbras, puntales, etc. y forjar clavos y demás ferralla. La tierra se obtenía in situ, si bien la más idónea era la arcilla y a ser posible la más grasa que se pudiera encontrar; en cuanto a la cal, se podían transportar las arrobas necesarias del horno más cercano, que en aquellos tiempos abundaban bastante por ser un material tan imprescindible en la construcción como hoy lo es el cemento.  En la foto de la derecha podemos ver el aspecto de uno de estos hornos, que estuvieron en funcionamiento hasta hace unos 70 u 80 años. Bien, dicho esto veamos cómo se desarrollaba el proceso de levantar un desafiante castillo o una potente muralla a base de cachos de piedra.


Una vez que el alarife había trazado el contorno del recinto ubicando sus torres, puertas y demás partes del mismo, al igual que en el caso del tapial se abría una pequeña zanja para el zócalo que constituiría la base donde se iría construyendo el edificio. Caso de construir sobre un afloramiento rocoso no se precisaban cimientos tanto en cuanto la misma roca era la mejor cimentación que se podía tener, así que bastaba con labrar varias hiladas recibidas con mortero para nivelar el arranque de los paramentos. A partir de ahí, y teniendo en cuenta la absoluta desigualdad del material empleado, por lo general se recurría a colocar fajas de diversos materiales una vez que se alcanzaba una determinada altura. Es decir, se nivelaban los paramentos con cantería más menuda, lajas o ladrillos, estos últimos formando fajas que podían ser de una o más hiladas. En el gráfico de la izquierda podemos ver el comienzo de la obra, que debía llevar el ritmo que marcaba el tiempo de fraguado del mortero empleado para unir la cantería de los paramentos porque no se podía rellenar el espacio entre ellos hasta que no obtuvieran la consistencia necesaria para no reventarlos debido al peso. Este relleno o, más propiamente dicho, migajón, consistía por lo general en tierra y/o arcilla con cal para darle consistencia y cantería y/o restos cerámicos que solían recogerse de las piezas que salían defectuosas de los alfares. En la foto se puede ver el aspecto del migajón que hay tras un paramento derruido.



A medida que la obra avanzaba había que comenzar a colocar andamiaje empotrando en los paramentos travesaños de forma cuadrangular sobre los que se formaba una plataforma a base de costeros, tablas con el grosor adecuado para resistir el peso del personal y los materiales que se iban acumulando sobre dicha plataforma. Como vemos en el gráfico, se añadía una garrucha para subir los serones con tierra, piedras, mortero, etc. En realidad, en ese sentido las obras no han variado en siglos porque ese tipo de andamios se han estado usando hasta hace medio siglo, y en algunos lugares hasta menos. Bien, cada vez que el albañil colocaba un nuevo pedrusco, su peso aplastaba el mortero y lo hacía rebosar, por lo que tenía que ayudar a mantenerlo introduciendo en la llaga pequeñas lajas de pizarra, fragmentos cerámicos o escoria. Esta escoria, procedente de las fraguas y los restos de carbón de los hogares, eran partículas ignífugas que ayudaban a impedir que el mortero se agrietase durante el fraguado al verse sometidos a la presión del material que le ponían encima así como a la contracción propia de un material al perder la humedad. Y así se iba añadiendo hilada tras hilada con su correspondiente faja de nivelación según las instrucciones del maestro de obras, que para eso era el que sabía más del tema. Por cierto que, como era habitual en las obras de la época, la llegada del otoño suponía la apertura de un paréntesis para permitir un tiempo de fraguado para consolidar todo lo construido y, por supuesto, porque el clima tampoco permitía trabajar y que un temporal se llevase por delante toda la faena de varios días.


Los aparejos más habituales podemos verlos en la ilustración de la izquierda si bien eso no quiere decir que no veamos castillos enteramente construidos con mampuesto a pelo, sin refuerzos en las esquinas o sin fajas de nivelado, con piedra sin carear y, en resumen, construidos de una forma burda y aparentemente descuidada. Sea como fuere, casi se podría decir que hay tantos aparejos como castillos, porque cada maestro de obras tenía su propia técnica y la usaba como consideraba oportuno.

Figura A: Paramento formado por fajas de mampuesto con un encintado a base de lajas. El ancho de las fajas era, como se ha dicho, decisión del maestro de obras, no habiendo pues un baremo establecido. 

Figura B: Paramento similar al anterior pero con el encintado de lajas sustituido por verdugadas de ladrillo. La finalidad de dichas verdugadas era la misma que el encintado, pudiendo estar formadas por hileras de uno, dos o tres ladrillos por lo general. 

Figura C: Paramento formado por fajas estrechas, de una o dos hiladas de piedra, separadas por verdugadas de ladrillo o lajas.


Con estas tres tipologías podríamos resumir todos los aparejos que podamos ver, variando la disposición de los ladrillos, que pueden ir también colocados en espiga, de pie o de canto, el tipo de laja de los encintados, etc. Referente a los aparejos de las esquinas, estamos en la misma tesitura: el aparejo ordinario consistía simplemente en cantos esquineros que se adaptaban o eran adaptados al ángulo formado por el paramento. Sin embargo, las esquinas eran precisamente el principal punto flaco de este tipo de fábrica, por lo que solía reforzarse con la adición de otro tipo de materiales más adecuados.

Figura D: Ahí tenemos un paramento de mampuesto con cadenas de ladrillo en las esquinas, las cuales se alinean con las verdugadas del mismo material si es que las lleva. El ladrillo tenía una ventaja sobre la piedra, y es que era un material más elástico y toleraba mejor las tensiones producidas por el enorme peso que debían sustentar. Ahí tenemos la Giralda, construida enteramente con adobes y que lleva casi ocho siglos en pié soportando de todo, incluyendo terremotos y hordas de turistas.

Figura E: Paramento con cadenas sillería o sillarejo. Como ya podemos suponer, era el acabado más resistente y el preferible siempre y cuando hubiera disponibilidad tanto de piedra adecuada como de canteros para trabajarla.

Figura F: Caso de no disponer de sillería, siempre se podía recurrir a grandes cantos a los que se les daba forma para adaptarlos a las esquinas y que, cuestiones estéticas aparte, cumplían perfectamente su cometido.

En cuanto a la merlatura, en este tipo de obras se solían fabricar también de mampuesto, rematadas con albardillas a cuatro aguas que, para impedir las filtraciones, se acababan con un enjabelgado. Como vemos en la foto, se solían construir sobre una base saliente de ladrillo que actuaba como vierte aguas. Debemos de tener en cuenta la constante atención que ponían los constructores para evitar las filtraciones, que eran la gangrena de estos edificios y que obligaba a constantes labores de mantenimiento.

A la hora de levantar una torre, el proceso era similar pero combinando los materiales tal como hemos visto en los gráficos anteriores. Se construía la zapata que actuaría de base de cimentación y, posteriormente, se añadían varias hiladas de sillería para darle consistencia al conjunto. A partir de cierta altura ya solo se colocaban las cadenas esquineras mientras que el resto de los paramentos se fabricarían de mampuesto como el resto de la muralla. El hueco interior se rellenaría con su correspondiente migajón salvo el caso de las bestorres, siendo macizas hasta la altura del adarve. Por cierto que una norma habitual era ir levantando todo el edificio al mismo tiempo para que hubiese trabazón entre sus distintas partes. Una torre construida a posteriori quedaba, por decirlo de algún modo, "separada" de la muralla, ergo carecía del apoyo que le prestaría su masa a la hora de resistir los embates de las máquinas de asedio. Un buen maestro de obras se preocuparía de ahuecar los paramentos de la muralla donde iría la torre para trabar ambas partes y formar así un conjunto lo bastante sólido. Recordemos que, a lo largo del tiempo, los castillos iban sufriendo constantes reformas, reparaciones y añadidos que hacían que muchas partes del mismo se levantasen con solo el mero apoyo contra el resto de la estructura, pero desligados de la misma.

En la foto de la derecha tenemos un buen ejemplo de lo dicho. Corresponde a una de las dos torres circulares del castillo de las Aguzaderas, en El Coronil (Sevilla), añadidas alrededor de un siglo después de la construcción de esta fortaleza. Como vemos, la larga fisura que recorre toda la parte que está en contacto con el paramento indica que es un añadido y, por razones obvias, su resistencia será inferior. Aprovechemos la foto para comentar que otra de las ventajas del mampuesto era facilitar la construcción de estructuras de planta circular, lo que no era viable con el tapial salvo que se empeñasen en acometer una compleja obra que redoblaría su costo y su tiempo de construcción. Este tipo de torres empezó a proliferar a medida que la artillería pirobalística fue progresando por razones obvias: un paramento con forma circular tenía más facilidad para desviar un bolaño, mientras que un paño de muralla se lo comía enterito y absorbía toda su energía con las consecuencias que ya podemos imaginar. Siendo las torres de flanqueo primordiales para la defensa del recinto, y más en caso de asalto, mejor era que la artillería concentrase sus disparos sobre la muralla siempre y cuando las torres permanecieran indemnes, ya que desde ella podrían rechazar a los enemigos cuando intentasen asaltar la brecha.

Con los vanos de puertas y ventanas tenían otro inconveniente. No se puede fabricar un arco y colocar como dovela una piedra de cualquier forma, así que había que recurrir a sillería o ladrillo de la forma que vemos en la ilustración de la izquierda. El carpintero fabricaba la cimbra de las dimensiones adecuadas tanto para la puerta de salida como de postigos y demás vanos del interior del edificio incluyendo ventanas, y se construían las jambas y el arco que, una vez cerrado, permitía eliminar la cimbra. El resto de los paramentos se seguían construyendo con la mampostería del resto del edificio. Obviamente, se añadían las ranguas para los goznes de las puertas y, si era posible, los huecos para los alamudes, que siempre se deslizaban mejor sobre una superficie uniforme que no por una llena de irregularidades.

Obsérvese el llagueado que sella las uniones entre las piedras
Y con las aspilleras, troneras y buzones pues ocurría exactamente lo mismo si bien en este caso no era necesaria la intervención del carpintero debido a lo exiguo del vano. Bastaba colocar una base de ladrillo o piedra, fabricar las jambas de cualquiera de ambos materiales y rematar el dintel de la misma forma. Cierto es que en muchos castillos pasaban de estos refinamientos, limitándose a dejar una burda abertura usando piedras que se ajustasen más o menos a la forma deseada, pero también veremos muchos en los que este tipo de acabados era el elegido entre otras cosas por su resistencia. No era lo mismo un arcabuzazo en una piedra malucha que podía sacar lascas e incluso que estas hirieran al defensor que sobre un tocho de granito de 25 cm. de espesor al que no le dejaba ni la marca del balazo.

Castillo de Segura de León (Badajoz)
En las fotos de la izquierda podemos ver un par de ejemplos bastante ilustrativos de lo dicho. En la de la izquierda vemos la sillería esquinera en un paramento de mampostería en el que se abre el vano, también de piedra, de una ventana geminada. La merlatura en este caso es de ladrillo aunque habría que ver si corresponde a la original o procede de una restauración posterior. En la foto de la derecha vemos un vano de una puerta con jambas y arco fabricados enteramente de ladrillo. Obsérvese en ambas imágenes el llagueado de los paramentos, que casi cubre las piedras que lo conforman y que seguramente estuvo en su día enteramente enjabelgado. 

O sea, su apariencia no era esa masa gris que es la que todos tenemos en la cabeza cuando se habla de un castillo, sino un edificio blanco cuidadosamente encalado como el que mostramos en la entrada anterior sobre los falsos aparejos de sillería. Y como una imagen vale más que mil palabras, y más si es para desterrar estereotipos, ahí pueden ver una maqueta que representa dos vistas del castillo de Sesimbra, en Portugal, fabricado enteramente de mampuesto junto a la cerca urbana. Como queda patente, no tiene nada que ver con la imagen que tenemos de estos edificios. Más aún, la maqueta nos muestra la apariencia de las dependencias interiores basadas en los restos de las mismas y que, como he repetido tropocientas veces, alejan el concepto de patio de armas totalmente diáfano que solemos ver.

Y por si alguien aún no lo ve claro y piensa que la maqueta es un mero subterfugio, vean esa foto del castillo de Setefilla. En la misma se aprecia perfectamente la cantería de los paramentos, las cadenas de sillería esquinera de la torre, los mechinales, que a veces no se tapaban para conservarlos de cara a posibles reformas o reparaciones futuras y el enjabelgado que cubre prácticamente la totalidad de las fachadas aunque el encalado haya desaparecido porque no es eterno. Queda pues claro que este edificio no tuvo en su época ese triste color gris, sino que sería blanco o, a lo sumo, de un color beige muy claro del mortero sin encalar.

En cuanto a los grosores de las diferentes partes del castillo, se basaban en múltiplos de varas (83,5 cm.) y codos (41,8 cm.). Una muralla normal solía tener dos varas de espesor, o sea, alrededor de 165 cm. más o menos. Los parepetos, de un codo. Las torres de flanqueo eran macizas, así que los muros de sus cámaras solían ser similares a los de los parapetos. Solo la torre del homenaje podía superar esos espesores, alcanzando en algunos casos el descomunal grosor de, por ejemplo, la del castillo de Olivenza, de unas seis varas y media. Este castillo es un magnífico ejemplo de mampostería finamente careada que da a su fachada un aspecto pulcro y uniforme.

En resumen, la mampostería fue un sistema que permitió fabricar castillos y murallas razonablemente sólidos a precios muy inferiores a la sillería a costa de obtener una solidez inferior, aunque ni remotamente despreciable. Pero su misma estructura, muy fragmentada, era quizás su punto flaco ante el embate de un ariete, un trépano y los bolaños lanzados por fundíbulos o las bombardas. Incluso en estos casos era viable acometer una mina de superficie que sería completamente inútil ante una muralla de sillares. Como vemos en la ilustración, bastaba construir una galería cubierta similar a las VINÆ romanas y emplazar una gata para proteger a los operarios. Para impedir que desde el adarve pudieran hostigarlos, varios ballesteros se distribuían en las cercanías resguardados tras paveses y manteletes dispuestos a dejar seco de un virotazo al primero que se asomase por una almena con aviesas intenciones. Con varias palancas de hierro era muy difícil sacar un solo sillar de su sitio, pero en el mampuesto se abría un hueco en poco tiempo hasta llegar al migajón. A partir de ahí, pico y pala hasta abrir un hueco lo bastante grande como para entibarlo, llenarlo de madera bien remojada en pez o aceite, meterle fuego y esperar a que el entibado se fuese al garete, colapsando ese tramo de muralla y abriendo una brecha por donde se colarían los sitiadores deseosos de rebarnarles el gaznate a los defensores. 

En fin, con esto creo que está todo explicado, así que ya pueden añadir algo más para chinchar a sus miserables cuñados porque castillos de mampostería en España hay para dar y tomar. Por lo demás, prosigo mi aclimatación a duras penas. Debí nacer en Suecia o, mejor aún, en las Aleutianas, carajo...

Hale, he dicho

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La impresionante mole del castillo de Almourol, en Portugal. Construido en una isla del Tajo entre 1169 y 1171 por
Gualdim Pais, maestre del Temple, es un buen ejemplo de cómo en apenas tres años se podía levantar un poderoso
castillo de mampostería. Por cierto, si tienen la ocasión no dejen de visitarlo. Solo sacarle la foto ya merece la pena

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