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Aparte de que achicharraban una cosa mala, es indudable que el efecto psicológico que ejercían estas armas en los enemigos era aplastante. A la ya de por sí horripilante perspectiva de morir carbonizado se sumaba la visión previa de terroríficas lenguas de fuego y densas humaredas cuyo hedor era capaz de atufar a gran distancia, Ver venir sobre sí el apocalipsis a pequeña escala de la foto debía poner al personal los testículos del tamaño de perdigones |
Estoy absolutamente desolado. Seis años y medio, señores. Nada más y nada menos que seis años y medio han transcurrido desde que se publicó una entrada sobre los lanzallamas, y aquí me veo, seis años y medio más viejo babeando perplejo y recontando una y otra vez las fechas porque pensaba que la publiqué el año pasado. No repetiré lo de que el tiempo vuela, que si es el enemigo inexorable, que si carajo, etc., porque estoy tan hundido ahora mismo que mejor vamos al grano antes de que empiece a llorar y me cargue el puñetero teclado con la cascada lacrimógena. Así pues, lo dicho: al grano.
Bien, en aquella ocasión se narró de forma genérica cómo y de qué forma se implantaron los lanzallamas en el ejército imperial alemán si bien se omitieron los entresijos más enjundiosos ya que, como suelo hacer, primero toco un tema de forma global para, unos trienios más tarde y cuando el 98% de los que me leen ni saben que se habló de esa cuestión, retomarlo en profundidad. Que sí, que ya lo sabemos, que no son maneras, pero es lo que hay, criaturas. Bueno, creo que lo mejor es que los que no hayan leído o no recuerden el artículo anterior se sirvan echarle un vistazo antes de proseguir ya que, de lo contrario, tendré que repetir mogollón de cosas. Pinchen aquí. Sí, aquí mismo.
¿Ya? Vale. Comencemos. El uso del fuego como arma tanto ofensiva como defensiva ya fue recuperado por los tedescos en las postrimerías del siglo XIX. El invento, denominado como Brandröhre (tubo incendiario) modelo 95 era un curioso dispositivo ideado para neutralizar casamatas, fortines o cualquier tipo de fortificación que, por aquel entonces, celaban las fronteras de todos los países europeos. Como vemos en la foto de la derecha, consistía en un tubo de alrededor de 40 cm. de largo colocado en una pértiga en cuyo interior contenía una mixtura incendiaria activada por un frictor. Cuando se tiraba del cordón del mismo, por el extremo del tubo salía una potente llamarada de entre dos y tres metros que, además, emitía una densa humareda más nociva que fumarse un Ideales en ayunas. Los Brandröhren eran manejados por escuadras o Brandröhrentrupp de seis Pioniere (zapadores de combate) formadas por un suboficial, dos portadores de pértigas y tres hombres provistos cada uno con un Brandröhre.
Su manejo podemos verlo en la foto de la izquierda, donde dos probos ciudadanos recreacionistas simulan atacar una fortificación a través de una tronera fusilera. Mientras que un Pionier sujeta la pértiga a la que previamente se ha fijado el tubo, su compañero tira del cordón que activa el frictor. De inmediato, el interior de la casamata se convertirá en un pequeño infierno terrenal cuyos ocupantes resultarán muertos o gravemente heridos por las quemaduras, así como asfixiados por el humo pringoso que soltaba ese chisme y, como añadido, haría explotar las municiones depositadas en el reducto e incendiaría cualquier cosa combustible que hubiera en su interior. La pértiga permitía orientar el tubo con el ángulo adecuado que, a la vista del uso que se le daba, oscilaría entre los 45 y los 90 grados. De este modo, una escuadra podía finiquitar en un periquete un nido de ametralladoras emplazado en un búnker y sus ocupantes, en el mejor de los casos, podrían salir del brete si se habían percatado de lo que se les venía encima y salían de aquella ratonera echando leches. De lo contrario tendrían un final francamente desagradable. El Brandröhre no era lo que se dice un prodigio de la ingeniería militar, pero ciertamente era bastante efectivo a pesar de su limitado uso que, como vemos, obligaba a los Pioniere a pegarse literalmente a las paredes de las fortificaciones enemigas para hacer buen uso de ellos. Con todo, el ejército alemán los mantuvo en activo durante toda la guerra, así que debían tener una eficacia bastante razonable.
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Bernhard Reddemann (1870-1938), cofautor junto a Fiedler del lanzallamas moderno. En la manga izquierda se puede ver la calavera que distinguía a las unidades de lanzallamas |
Este sería pues el renacimiento de las armas incendiarias en la era moderna, y Richard Fiedler su fautor al patentar, como ya se comentó en el artículo anterior, el primer artefacto capaz de lanzar un chorro de fuego a varios metros de distancia y con una autonomía que, aunque limitada a escasos segundos, iba mucho más allá y tenía más posibilidades tácticas que el Brandröhre. Aquí conviene abrir un paréntesis ya que en la red aparece un tal Gábor Szakáts, natural de Makó (Hungría), como inventor del lanzallamas, y que al término del conflicto incluso fue incluido por los gabachos (Dios maldiga al enano corso) en una supuesta lista de criminales de guerra por haber creado al monstruo. Bien, coligo que esa información, que aparece muy detallada en un artículo de la controvertida Wikipedia en magiar y que aparece traducido en alguno que otro incluyendo la versión en español, tiene menos base que un palillo de dientes puesto de pie. Las fuentes que he consultado para elaborar estos artículos- Wictor, Koch y McNab- ni lo mencionan y, para remate, nos encontramos con que el húngaro en cuestión nació en marzo de 1892, por lo que se me antoja complicado que inventase nada con apenas nueve años, que era la edad que tendría cuando Fiedler patentó su primer modelo. En realidad, colijo que el artículo de la dichosa Wikipedia debe haberlo elaborado algún cuñado porque afirma, y cito textualmente, "al final de la Segunda Guerra Mundial (en otras páginas dicen que en la Primera), inventó el proyectil de fusión, conocido en alemán como Schmelzgeschoss, que era capaz de penetrar placas de acero de cualquier espesor, destinado a destruir tanques". Se me antoja complicado que diseñase nada por esas fechas salvo que lo hiciera a través de un medium ya que nuestro hombre había palmado en 1937 con apenas 45 años. Otro sitios web, también en magiar, afirman que el estreno del hipotético lanzallamas tuvo lugar durante la Gran Guerra contra la Línea Maginot (¡!), que aún estaba por construir, y muestran el invento en una foto donde aparece un CV-35 lanzallamas italiano. Increíble, ¿no? En fin, no vamos a redundar en este tema. Cerramos pues el paréntesis una vez aclarado que no se puede uno creer todo lo que aparece en la red, principal comedero de los cuñados que van de sapientísimos.
Prosigamos. En 1905, Fiedler llevó a cabo una demostración de su invento ante el Preussisches Ingenieur-Komitee (Comité de Ingenieros de Prusia), teniendo una acogida favorable si bien, como está mandado, se le sugirieron determinadas modificaciones porque si un comité formado por militares se da por satisfecho a la primera sin protestar, ni es comité ni es nada. Una vez aceptaron el invento, en 1908 se formó una Pionier Versuchs Kompanie (Compañía Experimental de Zapadores) para ir puliendo su uso táctico. Finalmente, en 1909 reemplazó oficialmente al Brandröhre si bien, como hemos comentado antes, estos permanecieron en activo hasta que acabó la guerra. El invento de Fiedler, junto a las aportaciones realizadas por el capitán Reddemann, dieron lugar al flammenwerfer (lanzallamas) que inició las dos familias de armas que ya conocemos: los ligeros, o Kleif, y los pesados o Grof. El funcionamiento era básicamente el mismo para ambos tipos, y dentro de cada tipo para los distintos modelos que se fabricaron. Para verlo mostraremos el primer modelo reglamentario, el Kleif 1912. Como vemos, es más simple que los problemas existenciales de una ameba. En rojo vemos el depósito de propelente, por lo general nitrógeno o dióxido de carbono, y en verde el combustible del que hablaremos más adelante ya que había cuatro tipos distintos. Bastaba abrir la llave de paso que vemos a la izquierda para que el propelente empujara hacia el abajo el combustible y lo obligase a entrar por la tubería conectada con la lanza. En los lanzallamas pequeños se ajustaba a una presión de 15'5 atmósferas, y en los grandes a 23'7. A partir de ese momento solo había que accionar la llave de paso situada en la lanza y prender la mezcla combustible.
El tema de la ignición dio bastantes quebraderos de cabeza porque eso de darle a un pulsador y que saliera una chispa como si fuera un encendedor de cocina aún estaba por inventar. Inicialmente se limitaban a poner una mecha encendida ante la boquilla de la lanza o, como vemos en la foto de la derecha, una antorcha de una longitud adecuada para que el encargado de prender el combustible no acabase como un torrezno. Como es evidente, ese sistema era asaz incómodo ya que el operador de la lanza dependía en todo momento del fulano de la antorcha cada vez que quería iniciar una rociada, así que se tuvieron que estrujar la sesera para dar con un sistema más eficiente y, ya puestos, más cómodo y seguro.
Veamos el gráfico de la izquierda. Este sistema, del que se fabricaron tres versiones aunque su funcionamiento era similar y valían tanto para el Kleif como el Grof, consistía en un encendedor que se introducía en una bocacha previamente colocada en la boquilla de la lanza. Dicha bocacha podemos verla en la parte superior, y la horquilla que aparece sujeta con una cadenilla era precisamente para bloquear el encendedor y que no saliera disparado con el movimiento o la presión del chorro de combustible. Este encendedor consistía en dos tubos concéntricos. En la parte central contenía un bloque de gelatina combustible y un pistón detonante. Delante llevaba un portapercutor y una aguja percutora que detonaría el pistón llegado el momento. La parte externa del tubo iba rellena con una substancia incendiaria que sería la que inflamaría el combustible. Así pues, se colocaba un encendedor en la bocacha y se bloqueaba con la horquilla, quedando listo para su uso tal como vemos en la figura A. Cuando había que efectuar una rociada, el combustible impulsado por la boquilla empujaba con gran fuerza el pistón y el bloque de gelatina. En la figura B vemos como el percutor penetra en la gelatina y detona el pistón fulminante situado bajo ella. En la figura C vemos como el chorro de combustible empuja hacia fuera al pistón ya detonado y la gelatina inflamada, al portapercutor y al casquillo de seguridad que cierra el encendedor. Finalmente, en la figura D sale la llama producida por la gelatina e inflama la mezcla incendiaria alojada en el tubo externo que, a su vez, iniciará el combustible. Esta mixtura ardía durante unos dos minutos, por lo que había que renovar el encendedor en caso de que el combustible del lanzallamas no se hubiese agotado en ese tiempo. De ser así, se sacaba la horquilla y, por la acción de un muelle alojado en la bocacha, el encendedor usado salía despedido y se colocaba uno nuevo, repitiendo el proceso hasta que se agotase el combustible.
Con todo, los tedescos, siempre previsores, fabricaron incluso un encendedor de emergencia por si se estropeaba la bocacha o se agotaban los encendedores normales. Se trataba del Ersatz Brandröhre (tubo incendiario de sustitución) que vemos en el gráfico de la derecha. Era un simple tubo de cartón de 30 cm. de largo por 72 mm. de diámetro que contenía una mezcla incendiaria. El frictor rojo, recubierto con sulfuro de fósforo, actuaba como una simple cerilla. Se quitaba la tapa del encendedor y se prendía el misto de clorato de potasio (azul) que, a su vez, prendía la pólvora compactada (gris oscuro) que iniciaba la mezcla incendiaria. El encendedor podía arrojarse al suelo y iniciar sobre él la rociada para inflamar el combustible del lanzallamas.
En lo tocante a los combustibles, aunque se suele generalizar afirmando que consistían en una mezcla de petróleo y aceite, en realidad contenía más substancias porque los lanzallamas, a pesar de su aparente simpleza, tenían más complicaciones de lo que parece para ser eficaces. Ante todo había que tener en cuenta que el combustible debía tener la densidad adecuada. Si era demasiado ligera, la más mínima brisa desviaría el chorro que, además, se difuminaría demasiado como para ser efectivo y tendría menos alcance si bien su facilidad para arder era mayor. Si era demasiado densa tendría más alcance pero su nivel de combustibilidad sería inferior, por lo que había que buscar un equilibrio ideal para que el chorro tuviera una precisión razonable, un alcance que no precisara que los Pioniere tuvieran que meterse literalmente en la boca del lobo para hacer su trabajo y se inflamara con facilidad. Por otro lado, era necesario darle a la mezcla un mínimo de viscosidad para que se adhiriese a sus objetivos, ya fuesen hombres, máquinas o fortificaciones.
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Los lanzallamas también resultaban muy eficaces contra los carros de combate. En una época en que los visores carecían de cristales blindados, era fácil que el combustible ardiendo penetrase por las mirillas y rendijas de los vehículos, obligando a sus tripulantes a abandonarlos por temor a que un incendio en el interior acabase detonando las municiones o, simplemente, los achicharrase a todos |
Una mezcla poco pegajosa era más fácil de apagar, e incluso un hombre alcanzado por la llamarada podría, si tenía suficiente presencia de ánimo, salir del atolladero rodando sobre sí mismo por el suelo. Pero si el grado de viscosidad era el idóneo, ni rodando lograría mitigar sus efectos porque el movimiento del sujeto no haría que el combustible se desprendiera de su ropa o su piel. Más aún, las mezclas viscosas se aprovechaban mucho más porque incluso las salpicaduras podían adherirse a la ropa y empezar a quemar a la víctima de inmediato. Hay que tener en cuenta una cosa que, por lo general, es poco conocida: el fuego desprendido por un lanzallamas alcanzaba los 1.200 grados, cuatro veces por encima de la temperatura de fusión del plomo, y no solo calcinaba en escasos segundos al desdichado que alcanzase, sino que lo asfixiaba a causa del humo. Más aún, en caso de atacar una casamata e introducir una llamarada en su interior, su elevada temperatura quemaba de forma casi instantánea el oxígeno del interior, y el que no era achicharrado palmaba asfixiado en un periquete. Los mejor parados eran los que solo habían respirado el humo y les había dejado los pulmones más negros que un minero tras 80 años picando carbón, o sea, listo de papeles.
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Grupo de asalto avanzando a través de las trincheras enemigas. Al fondo se ve al lanzador despejando el terreno rociando fuego a mansalva |
Por otro lado, pronto se dieron cuenta de que los lanzallamas ofrecían la oportunidad de limpiar trincheras, reductos y nidos de ametralladoras con mucha más facilidad que con los medios convencionales, uséase, aproximación y lanzamiento de bombas de mano que requerían una evidente destreza y que, como sabemos, podían ser devueltas si los enemigos andaban bien de reflejos. Pero el fuego ni podía devolverse ni permitía esquivarlo agazapándose detrás de unos sacos terreros. Una llamarada en el interior de una trinchera se abría paso por todas partes. El fuego se colaba por todos sus recovecos, entraba por las puertas de los refugios e inundaba los nichos abiertos en los parapetos, es decir, no era posible esconderse como cuando los atacantes usaban armas convencionales o bombas de mano. Por otro lado, la llamarada incendiaba entibados, hacía arder la arpillera de los sacos terreros, detonaba las municiones almacenadas en los repuestos, dañaba las alambradas e incluso resentía de forma notable estructuras de fábrica por las altas temperaturas alcanzadas. Un nido de ametralladoras convencional protegido por un parapeto de sacos terreros y una techumbre de troncos con más sacos encima era consumida en menos que canta un gallo con sus ocupantes dentro, destruyendo la ametralladora y las municiones. En resumen, los lanzallamas iban mucho más allá de calcinar a varios desgraciados que se ponían en su camino porque no había nada que pudiera proteger al personal el fuego.
Los aliados probaron diversos sistemas para ello, desde embadurnarse en arcilla húmeda que cuando se secaba los inmovilizaba y había que romper a martillazos, a escudos fabricados con fina ramas de sauce recubiertos con arcilla cocida. Incluso idearon una especie de sombrilla fabricada con asbestos, pero era para nada. El fuego envolvía al sujeto y si la sombrilla detenía la llamarada frontal esta se revolvía y lo atrapaba por todas partes. Además, las máscaras antigás no evitaban la sofocación producida por el calor, impidiendo respirar al que la llevaba puesta, y al que se la quitaba también. Por todo lo que hemos detallado, la opción por la que solía decantarse el personal cuando se veían bajo el ataque de un grupo de lanzallamas era largarse a toda velocidad. La única opción que tenían era, ante la aparición de espesas humaredas que delataban su presencia, abrir fuego contra los Pioniere que avanzaban hacia sus líneas, lo que no era especialmente efectivo por dos razones: primero, porque prácticamente disparaban a ciegas ya que los enemigos permanecían ocultos tras el humo. Y dos, porque los Pioniere avanzaban lógicamente protegiéndose en cráteres y demás obstáculos hasta llegar a la distancia adecuada para empezar la barbacoa. Había ocasiones en que, para no delatar su presencia hasta no estar literalmente encima de las posiciones enemigas, las rociaban con el combustible, pero sin encenderlo. Una vez bien empapadito todo de porquería incendiaria hacían lo mismo que los japoneses contra los rusos, arrojar bombas de mano incendiarias como la que vemos en el gráfico, una Brandhandgranate o Flammenkugel (bola de fuego). Este chisme estaba provisto de un frictor que se activaba al tirar de la anilla de alambre, iniciando un retardo de 4 o 7 segundos.
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Impresionante muralla de humo durante un ataque con lanzallamas. Si el viento era favorable, podía incluso provocar unos efectos similares a los de un ataque con gas, aparte del pánico que producía verse sumido en una invisibilidad total y la posibilidad de ser calcinado en cualquier momento |
En cuanto a los combustibles, usaban tres fórmulas distintas: la primera consistía
principalmente en ácido piroleñoso, un destilado obtenido de la madera, mezclado
con acetona, alcohol metílico, hidrocarburos de etileno, fenol y piridina. La segunda mezcla contenía entre un 42 y un 45 por ciento de aceite de acetona
y entre un 55 y un 58 por ciento de alquitrán. La tercera estaba compuesta por
un 30% de sulfuro de carbono, un 45% de aceite de acetona y un 25% de alquitrán. Estas mixturas se empleaban a su vez formando cuatro tipos distintos con diferentes propiedades que usaban según les convenía, a saber:
Tipo Azul: Era el más empleado en combate.
De una consistencia relativamente espesa, producía una enorme llamarada que
aumentaba sus efectos psicológicos sobre los enemigos. Sin embargo, su alta
densidad podía aumentar si las temperaturas eran demasiado bajas, llegando
incluso a obstruir la boquilla del lanzallamas.
Tipo Amarillo: Menos denso que el anterior, era
el que reemplazaba al tipo Azul cuando el frío aumentaba. Este combustible
ardía con más rapidez produciendo poco humo y una llama con una temperatura
muy alta. Su menor fluidez obligaba a
revisar a fondo la posible existencia de fugas para prevenirlas, ya que podían
provocar quemaduras en los que manejaban el lanzallamas o incluso producirse
explosiones. Así mismo, no convenía usarlo en sitios cerrados porque el humo
podía afectar a toda la escuadra.
Tipo Verde: Estaba compuesto por una parte
del tipo Azul y tres partes del tipo Amarillo. Se lograba una espesa humareda,
pero conservando la alta temperatura del Amarillo. Venía muy bien para acojonar seriamente a los enemigos.
Tipo Rojo: Era el tipo más
corriente y fluido, usado para entrenamiento exclusivamente. Producía mucho
humo pero poca temperatura. Cuando se usaba, el lanzallamas debía ser limpiado
a fondo debido a los residuos que producía.
Bueno, con esto terminamos por ahora. En la próxima entrada veremos los distintos modelos fabricados por estos probos homicidas, así como sus características, uso táctico y demás chorradita curiosas.
Hale, he dicho
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Dos Pioniere en acción avanzando hacia las líneas enemigas. La densa humareda provocada por el combustible resulta absolutamente impenetrable, lo que permite a ambos zapadores actuar sin ser vistos por el enemigo. Obsérvese la enorme potencia el chorro de combustible que sale por la boquilla |
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