viernes, 6 de mayo de 2011

Armamento medieval: La ballesta

Bueno, como ya he anunciado, inicio también una serie de entradas dedicadas al armamento usado por los ejércitos de las épocas que nos ocupan. Todo lo que se explicará es válido no solo para Portugal, sino también para el resto de la península ya que  las armas al uso eran las mismas prácticamente en toda Europa Occidental. 
Las entradas irán mezcladas, alternando las referentes al armamento ofensivo o defensivo, dependiendo de como me pille el estado de ánimo. Y como hoy me siento belicoso, comienzo con el arma en su época más letal, temida, potente y devastadora: La ballesta. Vamos a ello:

Parece ser que fueron los árabes los que introdujeron la ballesta en la península allá por el siglo XI, alcanzando rápidamente una gran difusión. Como todo el mundo sabe, se trata de un armazón de madera sobre el que se montaba una pala igualmente de madera, de acero o una combinación madera y acero. La cuerda se solía fabricar con fibras vegetales o tendones de animales en función de la potencia de la pala o verga, la cual a veces se forraba de cuero, sobre todo cuando se trataba de palas compuestas.
El uso de este tipo de armas siempre estuvo rodeado de cierta controversia. En 1139, en el Concilio de Letrán, el papa Inocencio II amenazaba con la excomunión a todo aquel que usase una ballesta contra un cristiano “por el peligro que representaba para la humanidad un arma semejante”. Para su uso contra la morisma, es evidente que la Iglesia no ponía impedimentos. De su potencia quedó un gráfico testimonio en boca de Fernando III cuando el asedio a Sevilla:

“...tales ballestas tenían los moros que a muy grande trecho facien grand golpe, e muchos golpes ovimos visto, de los cuadriellos que los moros tiraban, que pasaban al caballero armado, e salien d`el e ivanse perder, e escondiense todos so tierra, tan rezios vienen”.

O sea que, a gran distancia, no sólo tenían potencia para atravesar de lado a lado a un caballero cubierto por una lóriga y el perpunte que vestían debajo, sino que incluso, tras ello, se enterraban profundamente en el suelo. En cualquier caso, las saetas disparadas por estas armas tenían a media-larga distancia menos precisión que un arco, debido a la menor longitud que las flechas, que solían medir alrededor de los 80-90 cm. y tenían por ello mayor estabilidad en vuelo.
Pero a pesar de su potencia, la utilidad de las unidades de ballesteros en batallas en campo abierto siempre  fue cuestionada por la lentitud de su recarga, quedando estos expuestos durante la misma y teniendo que ser protegidos por cuadros de piqueros a fin de no ser diezmados por la infantería o la caballería enemigas. Para protegerse durante la recarga comenzaron a usarse los paveses, enormes escudos dotados de un pincho en su parte inferior para clavarlos en el suelo y poder así el ballestero recargar su arma sin que las flechas o los virotes enemigos los hiriesen.
En función del sistema de carga, podríamos dividirlas en los siguientes tipos:

Ballesta de estribo:
Iban provistas de un estribo en la parte delantera por donde el ballestero metía el pie para poder tirar de la cuerda, que era tensada a mano. Eran las más fáciles de recargar si bien, por razones obvias, eran las menos potentes. No podían atravesar una cota de malla, pero sí podían pasar un perpunte.





En la lámina de la derecha podemos ver un ballestero en pleno proceso de carga. En su costado derecho porta una aljaba para virotes, de donde cogerá uno para armar la ballesta. Como se ve, es un momento en que el ballestero está totalmente indefenso. Solo con el enemigo a distancia o debidamente resguardado podrá recargar sin temor a caer herido o muerto. Los diez o quince segundos necesarios para completar el ciclo completo bastarían para que un enemigo cercano lo liquidase sin problemas.

Ballesta de dos pies:
De características similares a la anterior, pero sin estribo. Para cargarla, el ballestero sujetaba el arma con los dos pies apoyados en la pala y tiraba con las manos de la cuerda. El tiempo necesario para la operación es el mismo que en el caso anterior.

Ballesta de gancho:
Se cargaban de forma similar a las anteriores, pero se tensaba la cuerda mediante un gancho sujeto a un cinturón, usando la fuerza del cuerpo para tensar la pala, lo que, aparte de permitir cargar armas de más potencia, aliviaba los dedos del tremendo cansancio producido al tirar repetidas veces de la cuerda. La velocidad de recarga era prácticamente igual.


Ballesta de gafa:
Su sistema de carga consistía en un mecanismo denominado gafa o “pata de cabra”. Había dos formas de accionarla. Como se ve en la lámina de la izquierda, en este caso queda enganchada en el extremo de la cureña para hacer apoyo, mientras la palanca móvil empuja la cuerda hasta quedar enganchada en la nuez.






En la lámina de la derecha podemos ver la otra forma. La palanca móvil se apoya en dos tetones que sobresalen de la cureña, que es donde haremos el punto de palanca. El otro extremo de la gafa, provisto de unos ganchos, hará que, al tirar de ella, se tense la cuerda.. Estas armas solían tener una pala de alrededor de 75 kg. de potencia. Para su recarga, el ballestero no precisaba de estribo.



En la ilustración de la izquierda podemos ver como se efectuaba el ciclo de carga. Una vez montada la gafa en la cureña y enganchada la cuerda, bastaba empujar hacia abajo la palanca. Era un sistema relativamente rápido, que permitió aumentar la potencia de estas armas, si bien el ballestero quedaba indefenso durante los segundos que duraba la operación de carga. En el peor de los casos, siempre podía arrojar su arma al suelo y echar mano a la espada o el chafarote que pende de su costado para repeler cualquier agresión.

Ballesta de cranequin:
Este era un mecanismo de cremallera que, accionado por una manivela, tensaba la cuerda. Como se ve en la ilustración inferior, el cranequín quedaba fijado a la culata del arma mediante una gruesa soga. Una vez enganchada la cuerda, se accionaba el manubrio hasta que ésta quedaba enganchada en la nuez. A continuación se sacaba el cranecrín, se armaba el virote y se disparaba.



El cranequín, de cuya existencia ya se tiene constancia en la segunda mitad del siglo XIV, fue toda innovación tecnológica, ya que permitió aumentar notablemente la potencia de las palas que, sin éste mecanismo, habría sido imposible tensar a mano. Obviamente, el aumento de potencia tuvo su precio: la recarga se tornó mucho más lenta. Pero compensó por el hecho de poder batir blancos a más distancia con energía suficiente para acabar con cualquiera que no fuese protegido por una armadura de calidad a toda prueba.





En la ilustración de la derecha vemos como se llevaba a cabo el proceso de carga. El ballestero, con su arma apoyada en el suelo, gira a toda velocidad la manivela del cranecrín hasta que la cuerda quede enganchada en la nuez. Una vez concluido el proceso, desmontará el mecanismo, se lo colgará del cinturón, sacará un virote de la aljaba y armará la ballesta. Como se ve, un proceso muy lento para desarrollarlo a campo abierto con seguridad. Pero si el ballestero contaba con la protección del parapeto de una muralla y podía apuntar con tranquilidad, con ese tipo de ballesta podía dejar en el sitio a cualquiera que se moviera a menos de 50 o 60 pasos de distancia.

Ballesta de torno:
Eran las más pesadas y potentes de todas, hasta el extremo de que podían pasar de lado a lado una cota de malla a más de 300 metros. Su potencia era abrumadora, de alrededor de los 200 kg. Como es evidente, para vencer semejante tensión era necesario un mecanismo muy potente: el torno o armatoste. Se trataba de un juego de poleas montado sobre un armazón metálico que se colocaba en la culata del arma. De él salían dos cuerdas provistas de dos ganchos para tensar la pala. Provistos de dos manivelas, el ballestero las giraba hasta hacer que la cuerda se enganchase en la nuez. Este sistema era el más lento de todos, precisando un ballestero cualificado alrededor de un minuto para completar el ciclo completo de carga. En ese tiempo, un arquero entrenado podía poner en el aire una docena de flechas.
Por esta razón, las ballestas de torno no solían usarse en los campos de batalla, sino más bien en las defensa de fortificaciones o emplazamientos donde los ballesteros pudiesen recargar a cubierto, y donde no era precisa una cadencia de tiro elevada, sino precisión y potencia. En la imagen izquierda vemos como se llevaba a cabo el proceso de carga: el ballestero, con el arma sujeta con el pié por el estribo, monta el armatoste y, girando las manivelas, vence la excepcional potencia de la pala hasta que la cuerda quede enganchada en la nuez. Tras eso, desmonta el armatoste, lo cuelga del cinturón y arma la ballesta. Era un proceso tan largo y engorroso que hasta nosotros ha llegado su mecanismo de carga como sinónimo de algo pesado y complicado de manejar: el armatoste.
En cuanto a su efectividad, hay una crónica que relata como un caballero francés fue alcanzado en la pierna por un virote disparado por una de estas ballestas. El dardo le travesó la pierna, cubierta por la armadura, traspasó la silla de montar y, finalmente, se clavó profundamente en el costado de su montura, matándola en el acto. El ballestero estaba a unos cien pasos de distancia. Eso da una idea de la demoledora potencia de estas armas.

 

Mecanismos: 
Los mecanismos de una ballesta eran bastante básicos. Conforme vemos en la lámina de la derecha,  era un simple retén llamado nuez (pieza B), generalmente fabricado con hueso, que, al oscilar hacia atrás cuando enganchaba la cuerda, quedaba bloqueado por la llave de disparo (pieza A). Este simple mecanismo permaneció inalterable durante todo el tiempo en que las ballestas estuvieron en uso sin sufrir ningún tipo de modificación, lo que indica que, a pesar de su simpleza, cumplió su cometido a la perfección.


Proyectiles:
El proyectil de la ballesta era la saeta o virote. Por norma, eran dardos más cortos que la flecha, entre 30 y 40 cms. de largo, dotados de estabilizadores fabricados con cuero o madera ya que las plumas habituales no resistían el brutal empuje que recibía cuando se disparaba. En los diferentes tratados de la época podemos encontrar varias denominaciones, si bien no queda claro si son en función del tipo de punta que armen, o bien son simples sinónimos independientemente de la punta que utilicen. Así pues, si nos ceñimos al tipo de punta, tendremos tres denominaciones conforme a lo que podemos ver en la lámina inferior:
La figura A muestra una saeta con punta barbada que dificultaba enormemente su extracción, optando muchas veces los heridos por este tipo de flechas extraer el asta y dejar la punta dentro del cuerpo. Queda armada en el asta mediante un cubo de enmangue.
 La figura B pertenece a un pasador. Como se ve, se trata de una larga y aguzada punta de forma piramidal. En este caso, dispone de un arponcillo para dificultar también su extracción. Los pasadores eran especialmente adecuados para atravesar cotas de malla. La afilada punta entraba por una anilla y, con la fuerza del impacto, la abría y penetraba en el perpunte y el cuerpo. Como se ve en la lámina, carece de cubo de enmangue. Su fijación al asta, que para éste tipo de puntas era un palmo más larga de lo habitual, era mediante el vástago inferior, embutido en un orificio practicado en la misma. Es de suponer que este peculiar tipo de fijación era para que, una vez clavado en el cuerpo del enemigo, la punta se separase del asta y quedase dentro sin posibilidad de extracción, con las consecuencias que se pueden suponer.
La figura C es de un cuadrillo. Este tipo de puntas, con forma de pirámide cuadrangular, eran muy pesadas, idóneas para atravesar los blancos más correosos, como brigantinas o armaduras de placas.  Ese tipo de punta, de acero bien templado, en un virote disparado por una ballesta de torno solo podía ser detenido por armaduras a toda prueba. Las de menos calidad o los soldados protegidos por cotas y/o perpuntes no tenían salvación si eran blanco de un cuadrillo bien colocado. El cuadrillo de la imagen dispone en el cubo de enmangue de un arponcillo para, como hemos visto antes, dificultar la extracción.
La ballesta tenía además una ventaja añadida: en caso de quedarse sin proyectiles, podía usar bodoques. Estos eran unas bolas de barro cocido de extraordinaria dureza que, aunque nada podían contra un caballero armado de punta en blanco, sí era capaz de dejar en el sitio a un peón con el rostro descubierto. Un bodoque colocado en la nariz podía causar una muerte instantánea. Llegado el caso, podían usarse hasta pequeños guijarros, y parece ser que incluso se fabricaron ballestas destinadas a ese tipo de proyectil. Como se ve, la ballesta era un arma de lo más versátil y socorrida.
Finalizar comentando que, según los inventarios de armas que se conservan de distintos castillos, parece ser que era costumbre guardar parte de las astas separadas de las puntas. Ello puede obedecer a varios motivos: uno de ellos, simplemente porque las astas las fabricaba un carpintero y las puntas un herrero, los cuales servían los pedidos por separado y era el usuario el que armaba las saetas. Otro, que se almacenasen así a fin de armar las puntas adecuadas según las circunstancias. En cualquier caso, de lo que sí ha quedado constancia es que, por norma, la provisión de saetas con puntas de todo tipo, ya fuesen pasadores o cuadrillos, solía ser bastante abundante.
Bien, con esto creo que queda más o menos claro de qué va el tema. El que quiera saber algo más, que pregunte. He dicho.

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