martes, 28 de marzo de 2023

BESTIARIO HERÁLDICO. EL LOBO

 


Desde los tiempos más remotos, los primates pensantes han tomado diversos bichos que pueblan el planeta como símbolos de determinadas virtudes, especialmente las relacionadas con la cosa castrense. Águilas, leones, osos, serpientes, lobos, toros, etc., han sido usados para informar a los enemigos que los portadores de esos símbolos eran fieros, fuertes, astutos, inteligentes y tenían muy mala leche. Algunos, por darle un matiz aún más significativo, recurrían a bestias mitológicas, que acojonaban más, como dragones, unicornios o grifos. Los cuñados, como ya podrán suponer, hacían uso de otros animalitos más acordes con sus "virtudes", como cucarachas, hienas o gusanos. Así, los probos homicidas de todas las épocas no han dudado en echar mano del amplio surtido de animales especialmente poderosos para apoderarse de su carga simbólica, e incluso los reyes se han querido asemejar a fieras tenidas por las reinas de su entorno, como las águilas o los leones.

Blasón de la Casa de los Henríques, un linaje
portugués. Observen los leones rampantes en
actitud agresiva

Ya antes de que los francos crearan lo que hoy conocemos como heráldica, los BELLATORES adornaban sus escudos con todo tipo de adornos para identificarse ante propios y extraños en el campo de batalla, recurriendo casi siempre a estos bichos especialmente fieros. Pintados con vivos colores, los enemigos ya sabían con quién se iban a jugar los cuartos, y no pocas veces la sola visión del escudo de tal o cual guerrero era suficiente para disuadirlos a dar media vuelta. En España tenemos al invicto infanzón Rodrigo Díaz, del que las crónicas dicen que portaba un escudo sobre el que había mandado pintar un dragón dorado en actitud fiera para que sus enemigos lo identificaran de inmediato, de modo que tanto sus enemigos cristianos, como el rey de Aragón, el conde de Barcelona o los pelotas de la curia de Alfonso VI, así como los malditos agarenos enviados a la Península por el tenebroso Yusuf ibn Texufin, sufrieran repentinos apretones intestinales y ganas de hacer pipí. Recordemos pues que, como ya se explicó en su día, el origen de la heráldica era menos heroico y más pragmático ya que su misión era permitir ser identificados en la vorágine de la batalla, donde nadie se iba a detener a contemplar el rostro de cada ciudadano que se cruzaba en su camino para saber si era amigo o enemigo. Obviamente, puestos a ser comparados con algo, mejor con un animal poderoso que con un bocata de mortadela con aceitunas o con un gorrión canijo.

Otro ejemplo de blasones foráneos, en este caso de un armorial
tedesco. Obsérvense las cabezas de leones coronadas, así como
el amenazador brazo armado de un puñal. La cosa era mostrar
una actitud amenazadora

Bien, en la heráldica hispana hay cantidad de bichos de todas clases, incluyendo incluso abejas, lagartos, erizos, comadrejas o ardillas, animales que obviamente no se tomaron por su fiereza sino por otros atributos que no vienen al caso. Pero, como es lógico, los más recurrentes son los que simbolizan la agresividad, la fuerza, la obstinación y la astucia, cualidades muy útiles cuando el oficio al que uno se dedica es asesinar enemigos. La fiera más empleada es, como no podía ser menos, el león, el rey de los animales, el más fuerte, el más feroz, etc. Del mismo modo, el águila luce en mogollón de blasones, así como otros animales a los que se les atribuyen las virtudes necesarias para representar a guerreros temibles. Sin embargo, en España tenemos uno especialmente recurrente en nuestro bestiario heráldico: el lobo. Sí, ese cánido con tan mala fama que mata catorce ovejas para comerse un cacho de una y que acosa a beatíficas mocitas y candorosas abuelitas que viven en casitas chulísimas de la muerte en lo más profundo del bosque. El lobo, el enemigo del hombre y de sus rebaños, la fiera que nunca duerme y que siempre tiene en estado de alerta a los bravos mastines hispanos para que no esquilmen el rebaño cuya custodia se les ha confiado.

VEXILLARIVS del ejército romano cubierto por una
cabeza y la piel de un lobo, nada mejor para proteger al
portaestandarte de la unidad
¿Y qué tiene de especial el lobo en la heráldica? Pues a eso vamos...

Los egipcios ya consideraban al lobo (en este caso el chacal, el lobo egipcio) un símbolo del valor, y ya conocemos sobradamente que Anubis se paseaba por la universo con la cabeza de uno de estos cánidos. Los griegos lo asociaban con Apolo, enemigo implacable de lo maléfico, y los romanos con Marte, el dios de la guerra. Además, ya sabemos de sobra que a los fundadores de Roma los amantó una loba que pasó a convertirse en el símbolo del poder de estos probos imperialistas. Por otro lado, en las culturas antes citadas se recurría a la figura del lobo como vigilante y custodio de edificios o lugares sagrados. Estamos pues ante una fiera considerada como especialmente agresiva, valerosa, violenta y astuta, todo un compendio de virtudes asimilables a las del BELLATOR más esforzado. El lobo es cruel, osado y fuerte, por lo que venía de perlas para adornar los escudos de los hombres que lucharon durante siglos contra los invasores venidos de África y, posteriormente, de los que crearon el mayor imperio jamás visto. Por todo ello, mientras que en Europa es una bestia cuasi irrelevante que no llega ni a un mísero 1% de presencia en los blasones de la aristocracia, en España- más concretamente en la castellana y la navarra- es la segunda en importancia, solo superada por el león. Para ser exactos, alrededor de un 7% de las armerías españolas contienen la imagen de un lobo si bien su significado varía en base a su posición, actitud o parte de su anatomía que nos muestren. Así pues, dedicaremos este artículo a analizar la presencia lobuna en los blasones hispanos. Veamos pues...

Típica representación del lobo heráldico español
esmaltado en sable y, en este caso, linguado
y armado de gules

La figura del lobo suele aparecer como elemento principal, cuando no el único, en los escudos de armas. Su posición es la que en francés se denomina como pasant, que en España se tradujo como pasante por su similitud fonética pero, en realidad, quiere decir paseante. Esto es un lobo que camina, con la pata derecha avanzada, la cola erguida, las orejas enhiestas, y lleva la boca abierta mostrando las fauces y la lengua fuera. Es la actitud de una fiera que avanza, dispuesta a atacar en cualquier momento. Estamos pues ante el símbolo de un guerrero fiero y agresivo, siempre atento y sin bajar la guardia. Por lo general, el esmalte usado es el sable (negro). Salvo que se indique otra cosa, este será el diseño convencional. De lo contrario, habrá que especificar el color, que podrá ser natural (el del pelaje del bicho), azur, oro, etc., y también si las garras, dientes, y/o la lengua tendrán un esmalte distinto, lo que se señalará añadiendo que irá armado (en referencia a las garras), fierezado (ídem respecto a los dientes), y/o lampasado ( ídem respecto a la lengua) de tal o cual color. No obstante, lo habitual es que se cambie el color de las garras, que se suelen poner de gules por aquello de la mala leche y la sangre de los enemigos.

Dos lobos pasantes ante un árbol. Obsérvese que, además,
van cebados con sendos inocentes corderitos en sus fauces

También es frecuente que sean presentados en parejas, por lo general puestos en palo, uséase, uno sobre otro y mirando ambos a la diestra del escudo. Hay ocasiones en que se colocan contrapasantes, uséase, el situado debajo o escachante mira hacia el lado diestro y el de arriba al siniestro. Esa misma posición pero con la pareja colocada en faja, es decir, uno tras otro y no uno sobre otro, se denominaría como contornados.

Bien, esta es la representación más habitual del lobo, pero tenemos más que podemos ver con cierta frecuencia. La más habitual es la del lobo cebado, que nos muestra uno o más lobos pasantes que llevan en la boca un cordero, generalmente de color plata. En este caso, se quiere manifestar que el guerrero no solo venció a sus enemigos, sino que además se hizo con sus despojos en forma de botín y prisioneros. Ojo, los blasones evolucionaban con el paso del tiempo, y las armas originales de un linaje podían verse aumentadas por otros símbolos que señalaran un hecho de armas notable. En este caso, el lobo original pudo verse con el añadido del cebado si un miembro de la ralea, por poner un ejemplo, derrotó a una mesnada agarena, trincó el cofre con la pasta y, además, los esclavizó a todos, retornando al terruño con la vida resuelta para una larga temporada.

Dos lobos empinados al tronco de un árbol, apoyando
las manos en el tronco del mismo

En otras ocasiones podemos ver la figura del lobo asociada a un árbol, generalmente un roble. El lobo o la pareja de lobos se colocan ante el árbol, aunando la fiereza de los miembros del linaje con lo añejo del mismo, lo que se simboliza con el árbol como algo cuyo origen se pierde en la memoria del tiempo. En otras ocasiones, el lobo pasa a representar enemigos poderosos, apareciendo empinados en su tronco, como queriendo morder las ramas. Está de más decir que esto también tiene su significado. En este caso, el árbol simboliza el arraigo y el abolengo del linaje, así como el hecho de haber erigido su solar sobre tierras arrebatadas a los malditos agarenos, y el lobo adopta en esta ocasión el símbolo de los enemigos que han pretendido en vano recuperar o arrebatar las tierras conquistadas. De ahí esos lobos empinados en el tronco que, en el caso del roble, hace referencia al rey de los árboles, el más sólido, el más longevo, el más resistente. Otro uso del lobo como figura asociada a los enemigos es el escorchado, un lobo esmaltado en gules que pretende representarlo desollado, es decir, un lobo vencido y despojado de sus armas. Una variante del enemigo vencido la tenemos en las cabezas de lobo, una o varias, que pueden aparecer sangrantes para resultar más significativas.

Cabeza de lobo clavada en una pica, que podemos
interpretar como la cabeza decapitada de un enemigo
valeroso que acabó de la misma forma

En fin, estas son las formas más habituales en las que veremos al lobo en el blasonario español. Obviamente, podemos encontrar variaciones si bien en un número insignificante, como el caso de lobas amamantando a sus lobeznos, levantados sobre las patas que, en este caso, no se denominan rampantes sino arrebatados, o adosados a castillos o torres, representando aquí el ímpetu por apoderarse de una fortificación enemiga o bien, como en el caso del árbol, del enemigo que intentó adueñarse del castillo del dueño del blasón. También pueden verse algunos escudos donde el lobo aparece encadenado a la puerta de un castillo, como guardando la misma de visitas inesperadas a modo de perro guardián. Otras formas, estas más habituales en las armerías foráneas, no lo representan del modo tan agresivo que vemos en España, sino durmientes, echados o corriendo.

Bueno, con este breve compendio creo que podremos conocer más a fondo el motivo de la existencia del lobo en los escudos de armas españoles. En otros articulillos daremos cuenta de las fieras más relevantes hasta convertirnos en consumados reyes de armas y tal.

Hale, he dicho

Blasón del ilustre linaje de los Haro, Señores de Vizcaya (este título lo ostenta actualmente el Rey), donde podemos ver dos fieros lobos hispanos. En campo de plata, dos lobos cebados puestos en palo. En orla, cuatro pedazos de cadena, de azur. Bordura de gules con ocho aspas de oro. La interpretación del mismo sería: linaje de hombres fieros que arrebataron botines e hicieron prisioneros a los enemigos. Las cadenas señalan su presencia en la batalla de Las Navas, y la bordura con las aspas que tomaron parte en la toma de Baeza a manos de Fernando III el día de San Andrés de 1227

viernes, 10 de marzo de 2023

HERIDAS DE GUERRA. EXTRACCIÓN DE FLECHAS Y VIROTES (ACTUALIZACIÓN)

 

HAROLD REX INTERFECTVS EST, que en román paladino viene a querer decir "Al rey Harold se lo han cargado". Harold palmó en Hastings a consecuencia de un flechazo en el ojo que lo dejó listo de papeles. Ahí lo ven, intentando extraer la flecha. Vano intento, porque la extracción hacía aún más daño

En las pelis, principales propaladoras de camelos, es habitual ver caer redondo al suelo al fulano que le meten un flechazo, como si más bien le hubieran metido una bala en el cerebro. Más raramente, el herido parte el asta para impedir que se le clave más o no le estorbe para seguir combatiendo. Bueno, sírvanse borrar de sus magines todas las chorradas que han visto en las películas y todos los embustes propalados por sus cuñados. Mienten como bellacos, de modo que vamos a ponernos al día en lo tocante a una de las facetas más importantes de la cirugía militar tanto en cuanto las heridas de flecha eran, desde los tiempos más remotos, causa de multitud de bajas entre los ejércitos en liza.

Antes y después de la avería ocular
No se sabe cuándo se empezó a desarrollar una técnica quirúrgica para la extracción de estos proyectiles, pero es lógico pensar que su uso militar debió aguzar el ingenio del personal para idear una metodología razonablemente eficaz. Dejando de lado los evidentes riesgos de sepsis y/o tétanos, era evidente que dejar un cuerpo extraño paseándose por los recovecos del organismo no era nada recomendable, y ya los antiguos griegos habían evolucionado lo suficiente como para crear escuela y, además, diseñar los instrumentos quirúrgicos adecuados para facilitar las extracciones, así como el tratamiento a seguir con los heridos para lograr su recuperación. Todos conocemos las reconstrucciones forenses que se han llevado a cabo para devolver al fiero y desmedido Filipo II su aspecto cuando aún habitaba en su envoltura carnal, y muestra le herida que le provocó la enucleación del ojo derecho por una flechazo recibido durante el cerco a la ciudad de Metone en 354 a.C. Como vemos en la foto, la flecha penetró por el arco superciliar de arriba abajo. Parece ser que lo cazaron mientras inspeccionaba las murallas enemigas, así que el flechazo partió del adarve. Cabe suponer que al ojo se lo reventó
 la flecha allí mismo, pero extraer la punta en una zona donde bien pudo quedarse la punta incrustada en el hueso no era cosa baladí. Sin embargo, dicha punta se extrajo y la herida sanó satisfactoriamente aunque le dejara el careto con un aspecto un tanto desagradable. Pero antes de entrar en el meollo de la cuestión, quizás convenga aclarar cómo era una herida de flecha y sus efectos.

Orificio de entrada de un proyectil de arma de fuego en el muslo
de un ciudadano, posiblemente de un calibre de arma corta. Como
podemos ver, no resulta muy aparatoso y apenas sangra
Aunque hoy día se han hecho estudios que comparan los efectos de un flechazo a los de un disparo con postas, colijo que es la enésima gilipollez pseudo-científica para justificar subvenciones. Los efectos de una posta- o una bala cualquiera- se basan en la transmisión de la energía cinética que alcanza gracias a su velocidad y su peso, que al impactar contra un cuerpo producen un trauma y, una vez dentro, lesiones en tejidos musculares, tendones, ligamentos o huesos. Pero, salvo que el destrozo sea importante o se vean alcanzados vasos sanguíneos de los gordos u órganos vitales, no es definitivamente incapacitante. Un proyectil moderno en sí no produce daños una vez que se detiene, y lo que acusa el herido es el trauma producido por el golpe y los daños en músculos y huesos. De hecho, una vez recuperado del shock inicial y administrado algún opiáceo para calmar el dolor, el herido puede incluso seguir operativo una vez realizada una primera cura. Ojo, hablamos de un disparo con munición normal, no un postazo a bocajarro que le arranca un brazo a cualquiera. Por otro lado, si la herida es un sedal que solo ha hecho carne, sin tocar nada importante, lo que queda es una molestia que se mitiga con analgésicos (doy fe). Sin embargo, una punta de flecha es más malvada.

Herida causada por una punta de caza moderna. Estas puntas están
afiladas literalmente como navajas barberas, por lo que si la herida
se hubiese producido en la cara interna del muslo podría haberle
seccionado la safena o la femoral y adiós muy buenas
Un proyectil, aunque sea disparado por una ballesta de torno, no llega ni de lejos a acumular la energía cinética de uno disparado por un arma de fuego salvo que sea uno de esos calibres enanos que matan poquísimo. Sin embargo, su coeficiente balístico es muy superior, lo que le permite atravesar defensas corporales que no acusarían los golpes o puntazos de otro tipo de armas. Más aún: mientras que un chaleco antibalas moderno detiene una bala disparada por un poderoso .357 Magnum, no servirá de nada contra una flecha, que atravesará las placas de Kevlar. Su escasa energía no provocará un shock al ceder su energía al cuerpo, e incluso en el fragor del combate puede que el herido ni se entere salvo que le acierten en algún sitio chungo. Mientras penetra, la punta producirá distintos efectos según su morfología. Un pasador o un cuadrillo serían lo menos malo y lo más parecido a una bala ya que su carencia de filos produciría un orificio más o menos limpio. Aún más, si el proyectil solo hacía carne y no se incrustaba en un hueso, incluso sería posible extraerlo dando un tirón del astil, si bien eso solía ser contraproducente como luego veremos.

Fémur perforado por una punta barbada. Obsérvese el astillamiento
longitudinal que produjo la presión del proyectil sobre el hueso. En
estos casos, la extracción se complicaba extraordinariamente
Pero si la punta es una barbada en cualquiera de sus variantes, la cosa es distinta. Una barbada producirá un corte limpio de masa muscular, tendones, ligamentos, vasos sanguíneos y todo lo que pille. Por esa razón, provocará una intensa hemorragia aún sin llegar a interesar una vena o una arteria importante. Y cuando por fin se detiene, se podría decir que es cuando comenzaba lo peor. El herido se ve con una cuchilla dentro de su cuerpo. Una cuchilla que seguirá produciendo daños cada vez que se mueve, con el consiguiente riesgo de que dañe algún órgano, víscera o vaso sanguíneo momentáneamente ileso. Y, además, produce un dolor bastante enojoso cada vez que el astil se mueve. El herido ni se atreve a pestañear, y procura salirse del campo de batalla a la espera de recibir ayuda o intentar hacerse una cura. Lo tiene crudo, la verdad. La punta le ha metido en el cuerpo tierra (recordemos que los arqueros solían clavar en el suelo su dotación de flechas para acelerar la cadencia de tiro), óxido o cardenillo si se trata de una punta de bronce. Recordemos que el cardenillo es venenoso y, aunque no se suela mencionar, no era raro que impregnaran sus flechas con porquerías varias.

Probo matasanos procurando extraer una punta de flecha del
muslo del héroe de turno. Obsérvese el fórceps con que intenta
sacar el proyectil. Su diseño permaneció inalterable durante siglos
Naturalmente, al herido ni se le ocurre extraer la flecha. El más mínimo tirón hace que las barbas se claven en la carne, provocando un dolor absolutamente lacerante. Además, sabe que es habitual que las puntas no estén fijadas a los astiles con un remache pasante, sino pegadas con cera o algún pegamento orgánico de la época. Esa práctica no solo estaba destinada a abaratar los costes de fabricación, sino también a que, en caso de querer sacar la punta, esta se desprendiera del astil y se quedase dentro, complicando mucho más la extracción. Y, por si fuera poco, los estabilizadores solían pegarse describiendo una leve curvatura helicoidal respecto al eje del astil para imprimir un giro a la flecha, algo similar al efecto que produce el estriado de un cañón. Esta disposición aumentaba la precisión en el vuelo, pero tenía un efecto secundario muy desagradable: la punta entraba en el cuerpo girando, por lo que el desgarro producido era aún más grave. En resumen, esta sería de forma muy resumida la lista de consecuencias de un flechazo, a los que debemos añadir los derivados de las infecciones, gangrenas, septicemias y demás cosas chungas incluyendo palmarla rápidamente.

Bien, lo que hemos descrito es, grosso modo, una herida de flecha. Ya en su día se publicó una articulillo donde dábamos cuenta de la evolución de estos artefactos, pero no estaría de más plasmar aquí un breve recordatorio. De izquierda a derecha tenemos un mínimo compendio de las tipologías más representativas, ya que a lo largo de la historia se fue formando un catálogo extensísimo. En primer lugar tenemos una punta de arponcillo, un diseño propio de la Península Ibérica usado por nuestros ancestros y fabricada con bronce fundido o hierro. Observen el cruel y pequeño arpón que impedía su extracción, mientras que sus dos filos harían una buena escabechina en las carnes de la víctima. La siguiente es una punta barbada que creo no requiere comentarios. Imaginar esa cosa hincada en cualquier parte de nuestra anatomía da grima. La siguiente es otra tipología de barbada que, aunque en apariencia sea menos terrorífica, podía causar más dificultades para extraerla debido a la extensión de las puntas hacia fuera, lo que requeriría una intervención más compleja. Finalmente, tenemos la típica punta "todo uso" lanceolada que, dentro de lo malo, era lo menos dañino, al menos de cara a una extracción.

A continuación podemos ver una muestra de cuadrillos y pasadores, puntas muy difundidas en la Edad Media para vulnerar las defensas corporales del enemigo, especialmente las armaduras de placas. Se trata de puntas con cubo de enmangue o pedúnculo (la del extremo derecho) con sección piramidal o cónica. Obviamente, su capacidad de penetración era muy superior, y concretamente los pasadores estaban concebidos para colarse entre las anillas de las lorigas. Estos modelos, debido a sus aguzadas puntas, solían partirse al impactar con algún hueso, lo que provocaba que, aunque la punta se extrajera exitosamente, quedase dentro un resto que podía provocar y, de hecho, provocaba, una infección más las lesiones subsiguientes. Como ya podemos imaginar, llevar a cabo una intervención para localizar una partícula metálica en aquella época era una mera utopía. Por lo tanto, se dejaba allí y solo tocaba encomendarse a San Sebastián, patrón de los asaeteados. Más aún, se han encontrado puntas con orificios aparentemente inútiles en sus cubos de enmangue ya que no servirían para alojar un remache ni nada por el estilo. Se ha deducido pues que su misión era sujetar fragmentos de hierro que se desprendían al penetrar en el cuerpo, por lo que si no te mataban de mismo flechazo se aseguraban de que la septicemia o el tétanos posterior te mandase a la fosa.

Bien, hecho este pequeño compendio flechero para ponernos en contexto, vayamos sin más demora al meollo de la cuestión: ¿cómo se extraían las puñeteras puntas?

Curioso diorama a tamaño natural que nos muestra al ciudadano Súsruta
hurgando en el ojo de un probo paciente, que es moralmente apoyado en
tan difícil trance por su compadre y su  cuñado para ver si lo dejaban tuerto
Las primeras referencias acerca de métodos para la extracción de flechas las tenemos en el Súsruta Samhita, una compilación de tratamientos médicos para los males más dispares y cirugía desarrollados por Acharya Súsruta, un probo matasanos hindú considerado como el padre de la cirugía que vivió allá por el siglo VI a.C. Este sesudo ciudadano practicaba las extracciones realizando incisiones en la carne según el tipo de punta, optando si era preciso por empujarlas hasta que salieran por el lado opuesto ya que, de ese modo, se evitaban intervenciones extremadamente agresivas que se solían realizar en vivo. Por lo visto, hasta operaba cataratas como quien pone una tirita, de modo que su talento queda fuera de toda duda.

Cabe suponer que los conocimientos del Súsruta éste pudieron llegar a Europa gracias al megalómano Alejandro, porque hasta su excursión a los confines del mundo nadie tenía noticia de lo que se cocía en el Lejano Oriente. Ojo, esto es una conjetura mía, porque en la Ilíada- cuya datación es aún tema de intensos debates- ya aparece la figura del ιατρός (iatrós, médico), que asistía a los aqueos heridos por los troyanos extrayendo las flechas y aplicándoles emplastos a base de yerbajos que aliviaban el dolor. Los griegos temían sobre todo a las flechas envenenadas usadas por los escitas, que tenían la fea costumbre de embadurnar sus proyectiles con un tósigo fabricado a base de veneno de serpientes mezclado con la carne podrida de esos animalitos tan repelentes, y todo ello combinado con excrementos humanos. La porquería esa la enterraban en estiércol y la dejaban fermentar hasta que el nivel de descomposición la hacía especialmente mortífera. Con todo, colijo que tanta floritura era prescindible, porque para inocular un tétanos de antología no hacía falta tanta parafernalia. A la derecha tenemos un grabado decimonónico que nos muestra a Macaón, hijo de Asclepio y corregente con su hermano Poladirio de la ciudad-estado de Tricca, en Tesalia, extrayendo la flecha que el alevoso Pándaro incrustó en el cuerpo de Menelao. Macaón, que aunaba a su faceta de monarca la de matasanos, es una figura un tanto legendaria, pero el hecho de ser mencionado como un 
ιατρός especialmente hábil es un claro indicio de que el tratamiento y curación de este tipo de heridas eran ya cosa común en la Europa de la época.

Arquero escita y τοξόται (toxotai, arquero) cretense
Sea como fuere, parece ser que el σκυτικον τοξικός (skytikon toxikós, veneno escita) tenía unos efectos absolutamente desagradables, ya que provocaba una necrosis de los tejidos- seguramente por el veneno de la serpiente-, acompañada de hinchazón en las extremidades, vómitos y convulsiones. Si el afectado no palmaba en pocas horas, pues los ejércitos de bacterias contenidas en la caquita que formaba parte de la fórmula desencadenaban una gangrena gaseosa que lo remataba en dos o tres días. En fin, algo muy desagradable. Por cierto que el término “tóxico” proviene precisamente del veneno usado por los escitas, que lo lanzaban con sus arcos, τόξo (tóxo, arco en griego). En todo caso, y en prevención de la existencia del puñetero veneno, tras la extracción de la punta se succionaba la herida para intentar eliminarlo. Sí, tal como sale en las pelis cuando al memo de turno le pica la serpiente malvada que pasaba por allí. 

Bien, aunque se supone que el hindú Súsruta ya disponía de una amplia panoplia de instrumental quirúrgico, la noticia del más antiguo que se conoce procede también de Grecia. Se trata de la “cuchara de Diocles” (κυαθίσκος τομ Διοκλέους, kyathískos toý Diokléoys) que podemos ver a la derecha. Ojo, es una reconstrucción del instrumento basada en la descripción del mismo que dio Aulo Cornelio Celso (c. 25 a.C.- 50 d.C.), porque no se tiene constancia de la existencia de ningún ejemplar original y, de hecho, algunas fuentes incluso niegan la existencia de ese chisme. No obstante, no veo motivo para pensar que Celso se entretenía contando camelos en sus escritos, pa qué mentí... Diocles era un afamado médico natural de la isla de Caristo que, al parecer, fue el que extrajo a Filipo la flecha que lo dejó tuerto, probablemente con el instrumento que mostramos. Como vemos, tenía el extremo ensanchado y con forma cóncavo-convexa, con unos labios en la parte cóncava (Fig. A) cuya misión era envolver las barbas de la flecha para impedir que se clavaran en la carne al tirar de ella. La punta de la misma se introducía en el orificio que vemos en el extremo de la cuchara para tirar de la punta sin necesidad de otro instrumento o fórceps. En la figura B podemos ver el reverso o parte convexa. 

Ojo, alcanzar la punta a extraer no era precisamente fácil ni indoloro. Primero había que localizar la posición del objeto, para lo que habría que hurgar en la herida con una sonda hasta saber exactamente su trayectoria y si se había clavado en un hueso ya que, de ser así, la extracción se debía llevar a cabo con otros métodos. Si era viable, entonces se abría un poco la herida y se separaban los bordes de la misma para introducir la cuchara, atrapar la flecha y, finalmente, extraerla. Esta operación podía durar pocos minutos, pero colijo que los alaridos del herido debían oírse en la Atlántida por lo menos. No obstante, es más que evidente que la cuchara de Diocles permitía una extracción menos cruenta y evitaba desgarros y/o lesiones internas muchísimo peores que el hecho de agrandar limpiamente la herida para facilitar el uso de la dichosa cuchara. Por cierto, este instrumento podía emplearse tanto si la punta conservaba el astil como si este se había desprendido al intentar sacar la flecha en plan compadre, que era lo habitual. Pero, por otro lado, los que reconstruyeron el instrumento parece ser que no tuvieron en cuenta un detallito, y es que cada flecha podía tener una anchura distinta. Ello obligaría a llevar encima cucharas de varios tamaños o, lo que se me antoja más probable, una única cuchara articulada como si de unas tijeras se tratase, de forma que los labios de la parte cóncava pudieran envolver cualquier punta y, apretando firmemente los dedales, tirar de ella. En resumen, un chisme como el que vemos en la ilustración, mezcla de cuchara y fórceps y que ha sido recreado por este menda.

Con todo, florituras quirúrgicas aparte, el instrumental básico del mundo antiguo para este tipo de intervenciones es el que vemos en la foto. Un escalpelo, un cuchillo, unos separadores, un fórceps y unas tijeras. Con eso, más la abrumadora dosis de dolor lacerante, se solían ventilar la mayoría de extracciones que, en muchos casos, terminaban de mala manera si el médico tenía más de tundidor de mejillas que de galeno y se le daba mejor rasurar jetas o sacar muelas que puntas de flechas, y todo ello sin contar los efectos secundarios derivados de una casi segura infección. Porque sabemos que al macedonio Alejandro también lo hirió una flecha, como a su padre, a Menelao o al mismo Macaón, pero lo que desconocemos, entre otras cosas porque nadie lo mencionó en su día, es la cantidad de fulanos que palmaron por un flechazo, bien porque la punta seccionó una arteria y se vació en dos minutos, bien porque le atravesaron la cabeza de lado a lado y ahí ya no había nada que operar, o bien porque una septicemia, una gangrena o un tétanos galopante lo remató antes de una semana.

El excelso Celso aplicando unas ventosas para extraer los malos
humores, de cuyo equilibrio dependía la buena salud
Con el paso del tiempo y el chorreo de ciudadanos heridos por flechas, es obvio que la técnica para extraerlas fue evolucionando sin prisa pero sin pausa. Buena prueba de ello es la obra de Celso DE RE MEDICA LIBRI OCTO (en román paladino, Los Ocho Libros de Medicina), en la que dedica un capítulo del séptimo volumen a la extracción de puntas de flecha, glandes de plomo y piedras arrojadas por hondas y escorpiones. Sin embargo, fue Pablo de Egina (625-690), un sesudo médico bizantino, el primero que dedicó un estudio en profundidad a este tema, especificando el método a seguir según el tipo de punta lo que, junto a la situación de la herida y lo que la flecha había profundizado, podría hacer conveniente practicar la expulsión antes que la extracción, sobre todo si el astil permanecía unido a la punta. Por lo tanto, en base a la exploración realizada por el médico como acto previo a la intervención quirúrgica a realizar, si se apreciaba que la flecha casi había atravesado el cuerpo o una extremidad del herido, o incluso era evidente que la punta casi había aflorado o roto la piel del lado opuesto, no había lugar a dudas: se procedía a empujarla por el lado del orificio de entrada. Esto permitía eliminar la malvada flecha con un mínimo de berridos y de destrozos extras en la anatomía del sujeto, que se veía con un sedal menos cruento que la escabechina necesaria para una extracción convencional. Solo en caso de haber interesado un vaso importante o, por supuesto, un órgano de los que hacen falta para seguir vivo, las cosas se complicaban, pero eso ya se sale de nuestro tema, que es las extracciones en sí.

En el caso de que el astil se hubiera desprendido y la posición de la flecha aconsejaban la extirpación, previamente había que averiguar el sistema de fijación de la punta al mismo para saber cómo actuar. Si se trataba de una punta con pedúnculo como la de la ilustración de la derecha, se recurría a un PROPVLSORIVM (empujador), que era la sonda que vemos en la figura A. Previamente se abría la herida con los separadores para localizar el pedúnculo, tras lo cual se insertaba este en el extremo del PROPVLSORIVM y se empujaba con un movimiento seco y rápido para abreviar el trance. Si se trataba de una punta con cubo de enmangue, se empujaba con un PROPVLSORIVM (Fig. B) que, en vez de tener la punta hueca, tenía un cono que se ajustaba al diámetro del cubo y, una vez aflorada la punta, se empujaba del mismo modo que hemos explicado antes o se ayudaban haciendo uso de un fórceps. La intervención se remataba con la aplicación de los emplastos habituales y se dejaba la herida abierta para que supurase la pus que se produciría en poco tiempo. Si el sujeto podía con la infección, saldría vivo del brete y en poco tiempo estaría nuevamente operativo luciendo un chirlo más en su anatomía. Por cierto que, antes de iniciar la eliminación de la flecha, Pablo recomendaba ligar los vasos sanguíneos interesados, técnica que empezó a desarrollar Galeno. Obviamente, la sutura de los mismos era un procedimiento menos irritante que la aplicación de cauterio habitual hasta entonces.

En caso de que la situación de la punta no permitiera su expulsión se recurría a la extracción, lo que era preciso cuando dicha punta había tocado hueso y era imposible empujarla, o bien cuando se había detenido a punto de herir algún órgano o vaso sanguíneo importante. En cualquier caso, como se ha dicho, en primer lugar se ligaban los vasos sanguíneos interesados, tras lo cual se procedía a abrir la herida y buscar la punta. Una vez localizada y en vista de su morfología, se procedía a extraerla, bien usando la cuchara de Diocles o los instrumentos que vemos en la ilustración, dos sondas rematadas por sendas cucharillas de forma angular que se colocaban a ambos lados de la flecha para impedir que las barbas se clavaran en la carne mientras se tiraba de la misma con la ayuda de un fórceps. Como ayuda a la extracción, antes de empezar a tirar se procuraba romper las puntas de las barbas o se cubrían con unos tubitos metálicos, siempre buscando que no dañaran aún más la zona herida. Por cierto que, en caso de que se sospechase que la flecha estuviera envenenada, aparte de succionar la herida se eliminaba el tejido afectado, lo que supongo daría lugar a otra sesión de berridos muy desagradables. 

Y si la punta se había incrustado en un hueso, pues la sesión de berridos se vería alargada, porque antes de iniciar la extracción en sí había que liberar la flecha. Para ello, lo habitual era romper cuidadosamente los bordes del orificio con un cincel. Un hueso vivo "atrapa" cualquier cosa que se clave en él, dificultando su enormemente la liberación del objeto. Por ese motivo, en caso de que la punta estuviera profundamente clavada, no quedaba otra opción que romperlo y, tras sacarla, tratar la herida como una fractura independientemente de las lesiones producidas en la carne. Si por el contrario la flecha no había profundizado demasiado, se podía intentar sacarla sin dañar el hueso según el método que vemos a la derecha, que nos muestra una barbada clavada en un fémur. En estos casos, el cirujano procuraba deslizar un fino alambre o un cordel provistos de un lazo corredizo por delante de las barbas y, ayudado con un fórceps, sacar la punta del hueso. Una vez liberada se procedería como una extracción normal según hemos explicado. Está de más decir que todo este proceso debía ser increíblemente doloroso, y la consecución del mismo no era cuestión de dos minutos porque había que actuar en todo momento despacio y con cuidado de no hacer más daño del que ya había provocado la maldita flecha.

CORDA FORTIS BALLISTÆ
La llegada del medioevo supuso una involución en temas médicos. La prohibición por parte de la Iglesia de estudiar en cadáveres y la reclusión en los SCRIPTORIA de los beaterios de las obras de los autores del mundo antiguo, así como la prohibición de ejercer la medicina a los frailes que eran los únicos que tenían acceso a dichas obras, hizo que todo el conocimiento atesorado por hombres como Galeno o Pablo de Egina quedara relegado al olvido. Las hemorragias volvieron a tratarse con la aplicación de cauterio y, para los casos de extracciones un poco complejas, se limitaban a dejar la herida abierta, serrando el astil un poco por encima de la herida en caso de que este no se hubiera desprendido. Tras varios días, la misma infección ya había reblandecido los tejidos de forma que sacar la punta era menos complicado, aunque el herido tenía todas las papeletas para palmarla por una septicemia de caballo o un tétanos a lo bestia. La mínima asepsia de antaño fue simplemente olvidada, y el riesgo de contraer cualquier enfermedad chunga notablemente elevado. No obstante, uno de los más destacados continuadores de la ciencia olvidada durante la Edad Media fue Henri de Mondeville (c. 1260-1316), que fue de los primeros médicos occidentales en recuperar la teoría de realizar las extracciones cuanto antes para alejar en lo posible el riesgo de infecciones. Además, parece ser que fue el creador del método que muchos toman como un camelo de la época y que consistía en extraer flechas con la ayuda de una ballesta como vemos en la lámina de la izquierda.

Otro cirujano que llevó a cabo un impulso notable en lo referente a las extracciones de flechas fue John Bradmore, que vivió durante la segunda mitad del siglo XIV y murió en 1412. Bradmore fue el autor de PHILOMENA, un tratado de cirugía bastante innovador, y gracias a sus habilidades como orfebre diseñó un extractor fue que usado hasta tiempos modernos. Consistía en una sonda partida en dos por cuyo interior corría un vástago que abría la punta a medida que se atornillaba. Así, una vez escaldada la herida con aceite hirviendo y aplicando el cauterio para cerrar los vasos afectados, introducía el extractor por el cubo de enmangue de la punta y lo abría hasta que la presión lo bloqueaba por completo, pudiendo tirar de la flecha o, en este caso, del cuadrillo, sin temor a dejarlo atrás. Con este chisme fue con el que pudo curar a Enrique V, al que uno de estos cuadrillos se le incrustó en plena jeta en la batalla de Shrewsbury, en 1403. Finalmente, dejaba la herida abierta para que drenada introduciendo un tampón impregnado con esencia de trementina.

Este instrumento también era válido para la extracción de puntas barbadas. Como vemos en la lámina de la izquierda, bastaba con embutir los cañones de dos plumas en las barbas, algo similar a la técnica de los clásicos que, en vez de plumas, usaban finos tubos de metal. De esta forma se impedía que las barbas se clavaran en la carne mientras se tiraba del extractor hasta sacar la punta. A continuación se procedía de la misma forma que la descrita en el párrafo anterior para sanear la herida y aminorar en lo posible el riesgo de infección.

Litografía de Hans von Gensdorff que muestra
a un cirujano hurgando con una sonda en el pecho
de un herido buscando la punta de flecha
Con todo, no fue hasta la llegada del Renacimiento cuando se pudieron recuperar las obras de los clásicos, así como de los hebreos y agarenos que las habían usado para aprender y mejorar sus técnicas. El más aventajado de todos los médicos de su época fue Ambroise Paré (1510-1590), del que ya hemos hablado en alguna ocasión y que es considerado como padre de la cirugía moderna. Paré fue el que, entre otras cosas, recuperó la ligazón de vasos antes de iniciar la intervención para aminorar las hemorragias que, hasta aquel momento, aún se seguían tratando con cauterio. Del mismo modo, impulsó el saneamiento de la herida mediante escarificación y una irrigación a base de aguardiente y vinagre en detrimento del cauterio al uso en la época. Obviamente, los tratamientos de Paré no estaban al alcance de todo el mundo, y menos de la abnegada y sufrida tropa de la época, pero al menos sentó las bases que marcaron la evolución para el tratamiento de este tipo de heridas. Los avances de Paré se debieron, entre otras cosas, a la realización de autopsias y estudios de cadáveres que, supongo llevaría a cabo en secreto para no caer en el entredicho eclesiástico. En aquella época, cualquier práctica contraria a los dogmas ya sabemos como podía terminar. Pero que nadie crea que con la llegada de las armas de fuego y la extinción progresiva de las ballestas en los campos de batalla se terminó la historia de las heridas por flechas.

De hecho, aún quedaban en el planeta probos homínidos cuya escasa tecnología les obligaba a continuar dependiendo de arcos y flechas para defenderse, como quedó patente en las guerras mantenidas por los yankees para robar sus tierras a los nativos en el Nuevo Mundo. De hecho, los médicos militares del ejército USA tuvieron que seguir haciendo frente a este tipo de heridas cada vez que sus tropas tenían un violento cambio de impresiones con las belicosas tribus que se resistían a someterse al ojo blanco. Por ello, las doctrinas y métodos de Pablo de Egina se mantuvieron vigentes siglos después de que su creador se largara de este atribulado mundo, siendo seguidas sobre todo por el coronel Joseph Bill, un afamado cirujano castrense que se puede decir que calcó los tratamientos de Pablo de Egina, sobre todo en lo referente a abreviar al máximo la extracción, la localización e identificación de la flecha, la apertura de la herida para facilitar la extracción e incluso el uso de los dedos en vez de sondas para ubicarlas correctamente antes de iniciar la intervención. Hasta diseñó un nuevo tipo de fórceps especialmente robusto para facilitar la extracción de flechas incrustadas en huesos que podemos ver en la ilustración de la izquierda. Ese chisme podía abrazar con gran fuerza cualquier tipo de punta independientemente del sistema de fijación al astil y tirar con fuerza del mismo para desincrustar la punta. 

Y la historia aún no acabaría aquí. Durante la 2ª Guerra Mundial, aún se produjeron unas 5.000 bajas entre los aliados que combatieron en Asia y se enfrentaron a tribus hostiles, y en Vietnam también pudieron probar lo irritante que es un flechazo cuando algún panoli era víctima de una trampa para bobos o de cualquier camboyano o vietnamita cabreado por haber visto su aldea reducida a pavesas a causa del napalm. En fin, incluso hoy día se siguen tratando heridas de flecha entre los aficionados al tiro con arco y, por supuesto, a la caza con arco, que a veces dicen que confunden a un venado con su cuñado para darle matarile sin tener que pasar por los tribunales. Y, por supuesto, las producidas por miembros de unidades de élite que prefieren el arco al silenciador para aplicar una muerte silenciosa pero eficaz a sus enemigos. En fin, estas heridas aún tienen mucho recorrido por delante.

Bueno, ya'tá.

Hale, he dicho

sábado, 4 de marzo de 2023

HISTORIAS DE LA MILI. LA GENERALA Y YO

 

Acceso Base. El edificio en segundo término con las antenitas y tal era el reducto del Estado Mayor y la sede de la Capitanía General de la II Región Aérea donde aconteció la anécdota de hoy

No, no tuve ningún trajín con ninguna generala. Obviamente, las parientas de los generales podrían ser mis madres o incluso mis abuelas en aquella época y, por otro lado, coronar la testuz de un mandamás no era nada aconsejable. Te podían mandar a las Chafarinas a contar alcatraces o algo peor. Esta anécdota es personal, uséase, la viví en mis carnes, de modo que no ha lugar a dramatizaciones. Ocurrió tal como la van a leer.

INTROITO

Uno de los destinos más anhelados en la Policía Aérea era la Policía de Estado Mayor. El motivo era obvio. Su cometido era simplemente vigilar los dos accesos al edificio y anotar las entradas y salidas del personal. El servicio empezaba a las 08:30 horas y concluía a las 16:30 en horario de invierno, y a las 14:30 en verano. Como todos los destinados a este servicio tenían pase de pernocta, pues cuando se largaba el personal se iban a la armería, soltaban la pistola, dejaban el casco y el correaje en su taquilla y se marchaban a casita o a refocilarse con la novia. Los fines de semana, como el E.M. permanecía cerrado, pues no había que vigilarlo, de modo que era un destino similar al de un chupatintas. 

Está de más decir que yo odiaba profundamente aquel destino. El espíritu belicoso heredado de mi abuelo materno se rebelaba ante aquella aplatanante monotonía, y por no pasar el día apalancado en una silla debajo de la escalera que conducía a la primera planta, pues me dedicaba a andurrutear por los pasillos y a echar alguna bronca a los guripas que llevaban un botón desabrochado o los zapatos mal lustrados. Debo aclarar que yo era un ordenancista patológico. Tenía tan incrustado el sentido de la jerarquía que hasta yo era el primero en dar ejemplo con el pelo siempre cortado a la taza, y tan rasurado que mi jeta era como el culito de un neonato. Hasta sustituí la botonadura cutre de la guerrera, fabricada con una aleación que le daba un tono satinado asquerosillo, por una de latón del bueno que pagué de mi bolsillo en el estanco de la base para poder sacarle brillo frotando denodadamente con un trapito y Netol. 

Precisamente, ese afán por cumplir a rajatabla las órdenes me permitió ser bienquisto por mis jefes y, contrariamente a lo que se pueda pensar, aplicarlas en cualquier sitio y circunstancias me hizo ganar una reputación de BELLATOR absolutamente fiable, incluso cuando obligar a una generala a cumplir las consignas del puesto podría hacer recular a más de uno. Pero a mí la generala me daba una soberana higa. Yo tenía una lista de consignas que cumplir y se cumplían sí o sí, como demostré en no pocas ocasiones a pesar de que mis camaradas no daban por mi cabeza ni un chusco, convencidos de que los mandamases se tomarían las debidas represalias por mi férreo sentido del deber. Bueno, esta es la 

HISTORIA

No sé hoy día cómo estará el patio pero, en aquella época, las cónyuges de los militares eran por lo general aún más mandonas y déspotas que sus maromos. Las generalas, coronelas, capitanas, etc. se creían las dueñas y señoras del cotarro, y no era raro que chuleasen bonitamente a centinelas, ordenanzas y demás personal, temerosos de que una queja de la gárgola de turno les hicieran dar con sus huesos en el caleto (calabozo en jerga militar), un sótano desangelado y medievalesco ubicado debajo del cuerpo de guardia. Por ello, la liaban parda si el centinela de Acceso Principal les requería el pase para poder acudir a la piscina del pabellón de oficiales, o aparcaban donde les daba la gana aunque una placa bien grande indicaba que precisamente allí no se podía aparcar. Ojo, que las hijas no les iban a la zaga, y muchas de ellas, adolescentes deseosas de hacer sentir su AVCTORITAS, disfrutaban perversamente cuando el centinela de turno cedía ante ellas. Eso de someter a mocetón armado con una pistola o un subfusil creo que hasta las ponía cachondas...

Una de las sotas más afamadas por su despotismo era la parienta del general de división Equis, jefe del MATAC, uséase, el segundo en el escalafón tras el teniente general que ejercía como Capitán General de la II Región Aérea. Tenía merecida fama de arpía clase A-Extra Superior por el trato despótico que gastaba con todo el mundo, y los ordenanzas firmemente convencidos de que ser destinados al servicio de su ilustre maromo era un chollo se percataban al cabo de un rato de que, contrariamente a lo que creían, aquel destino era un jodido infierno. Así, mientras que el general Equis era un sujeto amable, de aspecto apacible, rechoncho, nada proclive a hacer valer sus dos estrellas de cuatro puntas, que siempre respondía al saludo y no pasaba delante de la tropa como si no existieran, su cónyuge era una hembra bravía que todo el mundo temía como la peste. Todos menos yo, naturalmente. 

Yo tenía clarísimo que si me ceñía a las órdenes en el cumplimiento del deber, ni el mismísimo Rey podría echarme en cara nada, y como yo me la cogía literalmente con un papel de fumar empezando por mí mismo, pues no me preocupaba lo más mínimo meter en cintura al que me pusieran por delante. Y, no lo niego, tenía enfilada a la generala, y no veía el momento para demostrarle que allí dentro era una simple civil, y que yo mandaba más que ella porque yo estaba cumpliendo un servicio de armas velando, entre otras cosas, por la seguridad de su maromo. Para los que lo desconozcan, en el ejército se considera sagrado el servicio de armas, hasta el extremo de que un oficial, sea cual sea su rango, no puede abroncar a un centinela cuando está de puesto porque el centinela le puede meter dos tiros si se tercia. Si desea meterle un paquete, o lo manda relevar o espera a que salga del puesto, pero mientras está en su garita, aunque fuese un inútil como el guripa Gómez de Garita Sur, él es el puto amo.

Tal que así era la bici de la generala. Una BH con frenos de varilla
que debía tener más años que la tos

Bien, un buen día, la generala apareció con su bici. Se movía por todas partes en una de esas bicicletas sin barra para chicas. ¿Las recuerdan? Así podían subirse sin enseñar las bragas porque en aquella época las nenas solían usar falda, prenda caída en desgracia que nos impide a los hombres admirar la turgencia y la hermosura de unas extremidades bien formadas. Bien, pues casualmente estaba en la puerta del E.M. aburriéndome como un galápago cuando la generala frena la bici justo delante de la puerta, deja el chisme aquel apuntalando el pedal contra el bordillo, como era habitual, y con sus aires de infanta de Castilla ofendida se dispuso a acceder al recinto en busca de su maromo. Pero, oh, casualidad, entre su estrellado marido y ella estaba yo, jejeje...

-Perdone, señora- le dije cerrándole el paso con mi corpachón-. Aparte de la puerta la bicicleta, ahí no se pueden aparcar vehículos.

La gárgola emitió una ráfaga de fuego por los ojos, intentando fulminarme un poco. Pero aquel día le tocó un hueso duro de roer o, mejor dicho, imposible de roer.

-¿No sabe Vd. quién soy?- exclamó haciendo uso de la españolísima advertencia que tanto acojonaba y acojona al personal.

-Sí, señora, por supuesto que lo sé- repliqué sin inmutarme-. Es Vd. la señora del general Equis, y de nuevo le digo (ojo, un centinela no ruega, sino que exige u ordena) que aparte la bicicleta de la puerta.

La gárgola se impacientaba. Nadie antes le había plantado cara, y no sabía cómo tomarse aquello.  Las historias que había oído de ella de boca de los desdichados que tenían que soportar su desmedida chulería me hizo cogerle un poco de bastante asco por lo que, naturalmente, figuraba hacía tiempo en mi lista negra.

-Es solo un momento- se excusó intentando colarse y obligándome a cerrarle el paso ya de forma descarada. El guripa que estaba de centinela en la puerta me miraba con los ojos como platos, convencido de que antes de media hora solo tendría que cruzar la calle con el colchón, la almohada y la manta a cuestas para pasar un mes como huésped en el caleto

-Mire, señora- volví a replicar sin alterarme lo más mínimo-, ni aunque sea medio segundo. ¿Ve el bordillo pintado de amarillo? Indica que aquí no se puede aparcar, y si mientras Vd. está dentro aparece un coche oficial para recoger o dejar a alguien, el responsable de que no pueda hacerlo seré yo por permitirle dejar la bicicleta ahí. Así pues, apártela de una vez.

-¡Pues quítela Vd!- me espetó desafiándome. 

Me tocó ya los cojones, pa qué mentí...

-Señora- dije adoptando un tono francamente amenazador, erizando mi cuidado y siempre bien recortado bigote a modo de advertencia-, o quita la bicicleta de ahí o se viene conmigo al cuerpo de guardia. Es el último aviso.

El guripa tragaba litros de saliva presenciando aquello. En aquel momento no daba por mi cabeza ni un escupitajo. Pero la gárgola cedió y, muy indignada, agarró el manillar y dejó el chisme aquel apalancado contra una vieja morera que daba una generosa sombra al edificio. Pero la fiesta aún no había terminado. La generala aún tenía que tragar más bilis aquella gloriosa jornada.

Cuando se dispuso a entrar, le cerré el paso de nuevo.

-¿A dónde va, señora?- pregunté esbozando una sonrisilla alevosa.

-¿Cómo que a dónde voy?- respondió con los ojos desorbitados-. ¡A ver a mi marido y, por supuesto, a contarle todo lo que ha ocurrido aquí!

-Bien, ¿me permite su documentación?

-¿Cóóóómooooo? ¿No acaba de decir que sabe quién soy?- bramó la gárgola. Si ese día no le dio un infarto, no le daría jamás.

-Mire, señora, si no me facilita su DNI, de la puerta no pasa. Hay que registrar sus datos y entregarle una tarjeta de visitante- expliqué con voz de sujeto paciente al que se le está terminando la paciencia.

-¡Nunca me lo han pedido!- rugió la generala, que en aquel momento daría cualquier cosa por estar al mando del pelotón de fusilamiento que me ejecutaría al amanecer.

-Señora, yo no sé lo que han pedido o dejado de pedir otros compañeros ni me importa- respondí-. Lo que sí sé es que yo tengo orden, emitida por el comandante de mi unidad que, a su vez, la recibió de su señor marido, de que sin pasar por el control de acceso aquí no entra ni Dios. Llevamos ya un rato de discusión estéril simplemente porque Vd. se empeña en que yo no cumpla con mi deber, pero tenga la certeza que eso no va a ocurrir. Por lo tanto, si quiere entrar haga el favor de darle su DNI al soldado de la mesa para que tome sus datos.

La generala echaba ya humo por sus orejas mefistofélicas. Se puso a hurgar en el bolso, una talega de cuero enorme, en busca de uno de esos enormes monederos de señora llenos de tarjetas de todas clases, fotos de media familia y 846 tickets de compra de hace al menos un año. Sacó el puñetero DNI y lo estampó contra la mesa. Le hice un gesto al guripa para que no lo tocara porque, naturalmente, aún me quedaban un par de clavos más para hincárselos en su jodido ataúd. Cogí el documento, lo revisé cuidadosamente, comparé la jeta de la foto con la de la gárgola y, con mucha calma, dicté sus datos personales. Aquella mujer debía tener la tensión por las nubes, porque se le estaba poniendo un preocupante tono amoratado en su piel siempre bronceada gracias a las sesiones de rayos UVA que le permitían estar morenita hasta en pleno enero.

Tras cumplir el protocolo, le planté delante de su furibundo careto una tarjeta de visitante, advirtiéndole de que debía llevarla en todo momento en lugar bien visible, y que no olvidara entregarla a la salida para que el del control le devolviera su DNI, que quedaba en depósito mientras duraba la visita. La generala me lo arrancó de la mano echándome la enésima e inútil mirada asesina y se dio la vuelta para subir los seis peldaños que daban acceso al pasillo donde estaba el despacho del general Equis, al que creo habría hecho un favor si le mando previamente a un guripa avisándole de que la parienta estaba allí de visita. Del control al despacho había menos de seis metros, porque dicho despacho estaba tras la primera puerta a la izquierda. Pero aún me quedaba el último clavo.

-¡Eh, eh! ¡Un momento, señora!- exclamé. Se giró como una pantera de Java acorralada-. Fulano, acompaña a la señora- ordené a uno de los guripas libres de servicio.

-¿Un acompañante, dice?- rugió-. ¡Esto está llegando demasiado lej...!

-Señora, los visitantes deben ir acompañados- le corté-. Sin acompañante no se pasa. Y haga el favor de colocarse de una vez la tarjeta en sitio visible, tal como le he indicado.

A los 15 segundos, el acompañante volvía tras abrirle la puerta del despacho.

-Te van a meter un paquete de aúpa- murmuró meneando la cabeza-. ¿No oyes los alaridos que está dando la hijaputa esa?

-Mira, Fulano, a mí me la suda esa fiera- le respondí haciendo gala de mi sangre de horchata-. Me apuesto contigo lo que quieras a que se larga más corrida que una liebre.

Fulano se encogió de hombros y volvió a apalancarse para seguir destilando hormonas con la contemplación del "Penthouse" archimanido y archimirado por cien ojos lujuriosos.

A los cinco minutos, la generala salió del despacho marital como un miura del chiquero. Sin mirarme, plantó la tarjeta de visitante en la mesa, recogió el DNI y, sin abrir el pico, se largó en su bici, pedaleando con una energía envidiable para su edad. Yo me limité a desearle un buen día esbozando una sonrisa y adoptando una postura marcial y reglamentaria, con las manos apoyadas en los riñones y sacando pecho. ¿Había logrado derrotar la insufrible arrogancia de la generala? ¿De qué envergadura sería el paquete que me iban a meter por vacilarle de forma despiadada? Ah, misterio misterioso que desvelaremos de inmediato...

EPÍLOGO

No habían pasado ni dos minutos desde que la Furia aquella se largó en buena hora cuando el teniente coronel Mengano, ayudante del general, asomó la jeta por la puerta del despacho y me hizo un gesto para que acudiera. Me planté ante él, me cuadré obsequiándolo con un sonoro taconazo, con mi más meticuloso saludo y demás zarandajas castrenses.

-Pasa al despacho, el general quiere verte- me dijo.

Antes de entrar miré al personal, que contemplaban con ojos como platos cómo me dirigía a mi segura ejecución. Daban por sentado de que saldría de allí degradado, vilipendiado y destinado a vete a saber dónde.

Entro en el despacho, donde el general había retomado la lectura del ABC interrumpida por su enérgica parienta. Le hice los honores como mandan los cánones, con taconazos, vuecencias, etc.

-Solo te he hecho venir para darte la enhorabuena, muchacho- me dijo sin soltar su amado ABC-. Has hecho lo que debías, y más sabiendo que era mi señora. Informaré al capitán Zito de tu comportamiento impecable. Puedes retirarte.

Me inflé como un globo de esos de propaganda de refrescos negros que producen diabetes. Le respondí lo habitual en esos casos: "solo he cumplido con mi deber y blablabla...", tras lo cual procedí a largarme del despacho de forma reglamentaria y marcial, que esas cosas gustaban mucho a los gerifaltes.

-¿Ordena vuecencia alguna cosa más?- tatareé más tieso que el mástil de la bandera. El general hizo un gesto con la mano, enfrascado en la lectura de las necrológicas por si aquel día tocaba asistir a algún funeral.

-¡A la orden de vuecencia, mi general!- volví a tatarear dando un paso atrás, como manda el reglamento, un taconazo más y saludando de forma que el codo quedase a 15 cm. del cuerpo, como indicaba el manual. Había vencido a la generala.

El personal no se lo creyó hasta que, al cabo de un rato, llegó un ordenanza diciéndome que me presentase al capitán Zito cuando saliera de servicio. El capitán, que era seco como el Sáhara en verano y más serio que un responso, estaba la mar de contentito. Eso de que lo llamara el nº 2 de la Región Aérea a felicitarle por el comportamiento de uno de sus muchachos no ocurría todos los días, ni siquiera todos los años, así que me dio unas palmaditas en el lomo y, desde ese día, me lo gané para siempre. 

Moraleja: El que cumple con su deber, nada debe temer.

Por cierto, la gárgola debió informarse de cuándo me tocaba estar de servicio, porque no volví a verla aparecer por allí. Supongo que preferiría visitar a su maromo con centinelas menos rigurosos.

En fin, así fue y así ocurrió. 

Hale, he dicho