Desde mucho antes de que Noé se sacara la maestría de armador por indicaciones de Yahvé, el caballo ya había sido domesticado por el hombre. Hace pues mogollón de tiempo que los homínidos aprendieron a someter a estas bestias para ponerlas a su servicio, independientemente de que hubiera un período inicial de aproximación en el que los equinos servían de alimento hasta que se percataron de que traía más cuenta usarlos para otros menesteres más provechosos que filetearlos. Se cree que la representación más antigua de un jinete aparece en el abrigo X la cueva de La Gasulla, en Castellón, del que podemos ver un calco en la ilustración de la derecha, pero muchos expertos opinan que se trata de una superposición de dos figuras, caballo y hombre, que aparentan lo que no es.
La teoría que se acepta de forma mayoritaria es que la domesticación del caballo tuvo lugar hacia el 3500 a.C. en Shah Tepe, un yacimiento situado en la llanura de Gorgan, al nordeste de Irán y a unos 20 Km. al este del mar Caspio. Se supone que inicialmente fueron empleados como animales de tiro y carga para, posteriormente, hacerlos aptos para transportar un primate encima. Hablamos pues de que hace al menos unos 5.000 años, el caballo ya se usaba como transporte de personas y, por ende, como arma de guerra. Un penco ofrecía ventajas indudables: permitía viajar sin tener que caminar, permitía llevar la maleta sin tener que cargar con ella, permitía tener un campo de visión más amplio al circular desde una posición elevada, y en la guerra proporcionaba una posición dominante sobre el enemigo que luchaba a pie, aparte de contar con la ayuda extra que suponía el empuje de un bicho de varios cientos de kilos que, si daban un topetazo al enemigo, lo mandaba al carajo. Está de más decir que la domesticación de caballos fue extendiéndose por todas partes, llegando a Hispania donde había gran abundancia de equinos salvajes. La figurita de bronce que vemos a la izquierda, conocida como el Guerrero de Moixent, representa precisamente a un jinete ibero cabalgando sobre su pequeño caballo. Fue hallada en La Bastida de los Alcuses, y salta a la vista de que se trata de un régulo tribal de cierta importancia.
Los belicosos habitantes de la Península no tardaron mucho en congraciarse con sus pencos, hasta el extremo de que en el Epítome XLIV de Justino nos informan de que EQVI ET ARMA SANGVINEM IPSORVM CARIORA (aman más a sus caballos y armas que a su propia sangre). Según Marcial, un poeta romano nacido en Bílbilis, la actual Calatayud, en el año 40, en el Libro XIII de sus Epigramas menciona a los asturcones, unos caballitos pequeños que eran fácilmente domesticables y que capturaban sin problemas para su empleo en trabajos rurales, transporte y demás labores propias de un animal doméstico. Sin embargo, para menesteres menos pacíficos preferían otra raza denominada por los naturales como thieldones, animales de más alzada que eran destinados a la guerra y a cazar. Los caballos alcanzaron tal predicamento entre los hispanos que los asimilaron hasta el tuétano en su cultura. Vemos caballos por todas partes: en fíbulas, en las empuñaduras de sus falcatas, en ajuares funerarios y en numerosos bajorrelieves, amuletos, figuritas y demás objetos. El caballo adquirió tal prestigio que acabó siendo el acompañante de las élites militares de las tribus, y su posesión eran símbolo de un elevado estatus social. De hecho, era habitual que, cuando un régulo palmaba, su penco predilecto fuese sacrificado para que lo acompañase en el más allá, acabando su osamenta mezclada en la tierra con la de su amo.
Con todo, parece ser que entre los hispanos el caballo no constituyó un arma de guerra en sí. Era empleado para llegar al campo de batalla, pero allí el jinete desmontaba y combatía a pie, procurando que a su amado penco no le ocurriera nada malo. Tras la batallita, pues lo usaban para volver victorioso o derrotado al terruño. Esto probaría hasta qué extremo eran apreciados estos animales. Por otro lado, los régulos formaban pequeños grupos de fieles guerreros, los llamados soldurios, nutridos por jóvenes a los que cedían uno de sus caballos para adiestrarlos en su manejo. De esta forma, crearon una élite militar ecuestre que, además, quedaba vinculada con ellos y los defenderían con sus vidas si hiciese falta, lo que venía muy bien en batalla o cuando alguno de sus cuñados tramaba un complot para arrebatarles el poder por la vía de hechos consumados. En resumen, la presencia de los equinos en el mundo hispánico fue abrumadora, hasta el extremo de ser el protagonista de los reversos de muchas monedas iberas, como la que vemos a la izquierda. Se trata de un denario de plata acuñado en Bolskan, la actual Huesca. La imagen nos muestra a un guerrero a caballo armado con una lanza, muestra del poder del fulano bajo cuyo mandato se acuñó la moneda. La figura, por cierto, es muy similar a las de las monedas de 5 y 10 céntimos de tiempos del Caudillo, las famosas perras chicas y perras gordas que consistía precisamente en una copia de una de estas monedas.
Caballero villano |
Este introito equino nos bastará para comprender la importancia del caballo en la heráldica, donde ocupa el quinto lugar tras el león, el águila, el lobo y el perro. La presencia de estos animales es mucho más frecuente en los blasones más añejos, precisamente por haber sido obtenidos por los caballeros cuantiosos que lograron ascender al estatus de la baja nobleza. Con todo, no fueron pocos los que, posteriormente, procuraron eliminar a estos nobles brutos de sus blasones, precisamente para borrar la huella de un linaje villano.
En nuestra heráldica, el caballo se representa habitualmente de cuerpo entero, mirando hacia la derecha (recuerden, una vez más, que la posición de las figuras se describen como si uno estuviera dentro del escudo), sin que haya una preferencia concreta al esmalte. Pueden ir en gules, plata, etc., o incluso al natural. Una forma de sustituir el caballo era recurrir a figuras relacionadas con el mismo, como las espuelas, las rodajas de las mismas o las herraduras. Ojo, en este caso hay que especificar que no debemos confundirnos cuando hablemos de armas parlantes, uséase, escudos cuyas figuras se asemejen o tengan relación con el apellido, en este caso Herrera o Herrero. De lo contrario, pueden ser perfectamente asimilados a atributos del caballo. Un ejemplo lo tenemos en el blasón de la izquierda, correspondiente a uno de los linajes orensanos de los Puga. La descripción sería: Cuartelado, 1º y 4º de plata con una espuela de azur; 2º y 3º de plata con una caldera de sable. En este caso, podríamos hablar de un caballero cuantioso que obtuvo medios de fortuna como para levantar en armas a una mesnada propia, lo que nos es indicado por las calderas.
Pero, volviendo al protagonista cárnico de este articulillo, vayamos a las diferentes formas de presentar el caballo como bestia heráldica. En este caso tenemos un caballo trotante, uséase, con una pata levantada, en actitud de trotar. Menos frecuente es ver caballos galopantes, aplomados o alberados, es decir, galopando, con las cuatro patas apoyadas en el suelo o levantado de manos. En este último caso, si además apareciese coceando con las traseras hablaríamos de un caballo encabritado. Mucho menos frecuente es verlos pastando o sedentes, o sea, con las ancas traseras en el suelo. Sentados, vaya. Muy raros son, por el contrario, blasones en los que aparezcan partes del cuerpo del caballo, concretamente las cabezas. Por contra, en la heráldica europea, sobre todo la alemana, suelen ser más frecuentes, especialmente como decoración para las cimeras. Por lo demás, en este caso vemos al animal desprovisto de arreos, lo que indica libertad. Este blasón pertenece a un linaje de los Bernal, y podemos describirlo como: De gules, un caballo trotante de plata. Al no indicar lo contrario, ojos, cascos y crines también deberán ir con ese esmalte ya que, de lo contrario, se especificaría que debe estar animado, bien al natural o concretando el color de cada parte.
La otra forma de presentar a los equinos es con sus arreos, o sea, ensillados y embridados. También pueden presentarse cinchados, es decir, solo con la cincha ciñendo el cuerpo, siendo esta de distinto color. Y también embardados, uséase, con la armadura típica de estos bichos, o engualdrapados, que eran los caparazones de tela decorados con los blasones de sus propietarios para ser fácilmente identificados en el campo de batalla. A la derecha tenemos un ejemplo de lo dicho, correspondiente a un linaje de los González de Cossío. Sus armas son: De sinople, un caballo alberado de plata, embridado, ensillado y cinchado, uséase, con los arreos al completo. Al no especificarse el color de los mismos, queda al arbitrio del ilustrador, yo en este caso, darles el color que estime oportuno. Por ello, he decorado las partes de cuero con rojo, la silla en su color natural, y el bocado y los pinjantes de oro.
Para concluir, nos detendremos en la combinación de caballo más jinete, que supone la mitad de las figuras que aparecen en los blasones equinos. Obviamente, aquí tenemos al caballero cuantioso que, con su inestimable penco, arremete contra los enemigos para convertirlos en brochetas con su lanza. Ponemos como ejemplo este blasón de un linaje de los Arrojo de Aragón que traen: De oro, y en punta, ondas de agua azur y plata; en el centro de estas ondas , una peña, y en ella un caballo chorreando agua, como si acabase de salir de ella, y un caballero con armadura de sable y una lanza en la mano diestra. Solo restaría mencionar a los caballos fantásticos, como los unicornios o los Pegasos, pero estos son bastante raritos en la Heráldica hispana, siendo muy escasos los blasones donde aparecen y que, por razones obvias, no tienen nada que ver con los linajes añejos de los caballeros cuantiosos, a quienes se atribuyen la mayor parte de blasones caballunos. Por cierto, debemos mencionar también los escudos donde aparecen San Jorge matando al dragón o a Sancti Yago matando agarenos, pero en este caso tampoco tienen nada que ver con blasones familiares por lo general, siendo mucho más frecuentes en los de corporaciones municipales, sobre todo las que ostentan como santo patrono a estos dos ignotos ciudadanos. Ya saben que la misma Iglesia tachó al tal Jorge de la lista de santos comprobados, aunque se permitió la consecución de su culto "por tradición". En cuanto a Yago, pues más o menos lo mismo. No hay una sola prueba que demuestre que vino en patera a la Península.
Bueno, bichos, con esto concluimos tras dos meses de inactividad. Ya saben que los cambios de estación me sientan como una coz en el bazo, mis cefaleas alcanzan cotas dignas de erupciones volcánicas y, en resumen, me quedo hecho una birria hasta que logro nivelar mi delicado biorritmo.
Hora de merendar. Condió.
Hale, he dicho
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