Bueno, prosigamos...
En la entrada anterior concluíamos comentando que hacia mediados del siglo XV, la alabarda ya había adoptado su morfología definitiva. Obviamente, su evolución fue avanzando en pequeños detalles y, naturalmente, las variedades serían imposibles de describir en un solo trabajo tanto en cuanto cada país, región o incluso unidad de tropa adoptaron diversas variantes. Así pues, estudiaremos los tipos más representativos que, con mínimas modificaciones, estuvieron en servicio desde finales del siglo XV hasta el término del XVI.
En la imagen inferior tenemos cuatro de ellas que tomaremos como ejemplos. He metido la pata a la hora de ordenarlas cronológicamente, así que las mencionaré por ese orden.
La A es una alabarda de la última mitad del siglo XV. El filo recto de la cabeza de armas tiene una característica propia de sus usuarios, los lansquenetes, y es su posición oblicua respecto al eje del arma. Cabe suponer que este diseño estaba ideado para concentrar el peso en el extremo superior y hacerlo más efectivo a la hora de golpear y hendir armaduras o lórigas. La pica aún no ha tomado la forma prismática, y se asemeja más bien a la moharra de doble filo de una lanza.
La B es una evolución de la anterior, datable a inicios del sigo XVI. Como vemos, tanto la hoja como el gancho son prácticamente idénticos. Sólo cambian dos detalles: la pica, que ya tiene forma prismática, y la parte de la barreta de enmangue que va soldada a la cabeza de armas, que no sigue el eje longitudinal de la misma y está desplazado hacia atrás. Esa aparentemente insignificante modificación tenía un fin muy concreto, y no era otro que desplazar el centro de gravedad en dirección al filo de la hoja, a fin de hacerla aún más contundente.
El tipo C, datable en el primer cuarto del siglo XVI, tiene el filo convexo. No hay constancia de que fuera más o menos efectivo que el tipo oblicuo de los dos ejemplos anteriores, así que solo cabe pensar que se trataba de una mera cuestión de gusto o preferencias. Como ya comenté al inicio, las diferentes variedades son muy numerosas, sin que hubiera notables diferencias en lo tocante a su capacidad de herir o matar. También, al igual que en el tipo B, la barreta de enmangue va fijada coaxialmente al eje de la cabeza de armas. Finalmente, la pica adopta una forma de prisma cuadrangular, con una capacidad de perforación muy elevada. Conviene hacer constar que, aunque en ninguno de los ejemplares mostrado aparezca, era habitual en esa época que las barretas de enmangue fueran reforzadas en su primer tramo de unión con el asta con una argolla. En ese punto, el asta adoptaba una forma cónica para ajustarla a la cabeza de armas, por lo que posiblemente se le añadía dicha argolla como protección.
Finalmente, el tipo D, del último cuarto del siglo XVI, presenta un cambio en la hoja, y es que pasa a ser cóncava. Al parecer, la idea era que al golpear con esas dos aristas fuese más fácil hendir una armadura. Pero no coincido en absoluto con esa teoría porque, para ese cometido, lo más importante es que la cabeza de armas tenga el peso necesario para desarrollar la energía cinética precisa para eso. Sin embargo, vemos que este tipo es mucho más ligero que los anteriores, con su masa notablemente reducida, lo cual le restaría contundencia como arma de corte. Así pues, mi teoría es que ese filo cóncavo estaba en realidad destinado a desjarretar los caballos enemigos. Si observamos el filo, éste aparece vaciado, lo que indica que está afilado, por lo que no tendría utilidad a la hora de golpear teniendo esa forma. Pero sí, y mucha, para cortar los tendones de las patas de los caballos y dar en tierra con sus jinetes, los cuales podían ser rápidamente aniquilados con la larga y aguzadísima pica prismática que remata el arma.
El proceso evolutivo de la alabarda no se detuvo, y siguió adaptándose a las necesidades del momento. A partir del último cuarto del siglo XVI, la generalización de las armaduras de placas relegó la hoja a un papel secundario. Como ya comenté antes, me inclino por la teoría de que su fin principal era cortar los tendones de los caballos. Sin embargo, la pica gana protagonismo, alargándose de forma notable, haciéndose aún más aguzada y siempre de forma prismática. Con ello ganaba poder de penetración y capacidad para introducirse en las cada vez más sofisticadas armaduras al uso. Veamos algunos ejemplos:
La A es una alabarda austríaca datada hacia 1580. Como vemos, está provista de una larguísima pica de más de 60 cm. de largo. Sin embargo, las antaño pesadas y masivas hojas han desaparecido, dando lugar a una pequeña hoja cóncava que de poco serviría contra una armadura de placas. Su reducido peso le resta la contundencia precisa para hendirla.
La B es un ejemplar italiano de la misma época que el tipo A. Podemos ver que es muy similar al anterior y, además, conviene reparar en un detalle: la barreta de enmangue vuelve a estar soldada a la cabeza de armas en sentido longitudinal lo que, como recordaremos, restaba potencia al golpe de tajo.
La C es también austriaca, pero ya del siglo XVII. Muy similar a la A, su filo sin embargo no es cóncavo, sino triangular. Ese tipo de filo, común en toda Europa, corrobora a mi modo de ver mi teoría de la hoja corta-tendones. Bien afilado, basta un simple tajo en la pata trasera de un caballo para dejarlo inútil.
En esa época, la alabarda también empezó a gozar de gran difusión como arma de parada, viendo sus cabezas de armas adornadas con calados, grabados y sus astas adornadas con borlas. La D, un ejemplar italiano de finales del siglo XVI, muestra una profusa decoración tanto en la hoja como en el gancho. Con todo, su principal elemento de ataque, la pica, sigue manteniendo todo su potencial para caso de necesidad. Recordemos que los guardias de palacio solían usar este tipo de armas que, aunque más ligeras y ricamente decoradas, no dejaban por ello de lado su misión ofensiva.
La E es de la misma nacionalidad que la anterior, y datable a comienzos del siglo XVII. En este caso, la decoración consiste en unas volutas que no le restan eficacia como arma. En esta época y para éste tipo de alabardas de corte o parada fue habitual sustituir las robustas barretas por cubos de enmangue. Al no tener que hacer frente a los tajos y golpes propios del combate, era un accesorio que carecía de utilidad.
En España, el uso militar de esta longeva arma tuvo su fin en manos de los sargentos de infantería, que tenían la alabarda como arma de dotación hasta que, en junio de 1796, fue sustituida por el fusil. Con todo, y como ya se comentó en su momento, ha perdurado como arma de parada hasta nuestros días, cambiando la decoración en función del monarca reinante. En la imagen inferior tenemos, de izquierda a derecha, las pertenecientes a los reinados de Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII. Como se ve, son todas iguales salvo detalles referentes a la decoración, así como el año o el nombre del monarca en el gancho. La única diferencia notable es la moharra de la de Fernando VII, cuyos filos van festoneados. Como cabe suponer estas armas estaban concebidas con meros fines ornamentales. De hecho, las moharras van simplemente atornilladas a la cabeza de armas.
Con todo, sigue siendo arma de dotación en unidades militares, aunque ya solo sirvan para paradas y actos de gala castrenses. O sea, que podríamos decir que la alabarda es, sin duda, una de las armas que durante más tiempo ha sido y, de hecho, es aún, reglamentaria. Desde finales del siglo XIII hasta nuestros días hablamos de más de siete siglos de servicio activo, lo que la convierte en la segunda en antigüedad de todas las armas enastadas que en el mundo han sido, siendo la lanza la decana de las mismas.
En cuanto a los alabarderos, ya hablaremos otro día de ellos.
Hale, he dicho...
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