Como vengo haciendo últimamente, estoy repasando los artículos más añejos de este insigne e ilustrativo blog (no, no tengo abuela, palmó la pobre hace la torta de años) porque, por razones obvias, muchos de ellos están pidiendo a grito pelado una actualización. En los albores de esta travesía virtual y debido a mi inexperiencia elaboraba unas entradas más escuetas que, debo reconocerlo, actualmente las veo poco enjundiosas. Una de ellas es la que se publicó un ya archilejano 6 de mayo de 2011 (carajo, como pasa el tiempo, blablabla, etc...) sobre la parte más importante de los castillos europeos, la torre del homenaje, y al releerla constato que, en efecto, necesita pero ya una puesta a punto tanto en lo concerniente al texto como a las ilustraciones, que por aquel entonces tenía que elaborar con el Paint, rudimentaria herramienta que solo permitía unos acabados bastante pobretones por no decir paupérrimos de solemnidad. Bueno, pues no me enrollo más y actualicemos lo concerniente a estas egregias y magnificentes torres. Hale, al grano...
Ante todo, debemos recordar que las fortificaciones árabes carecían de este tipo de torres. Los castillos que perduran en la Península, especialmente en España, construidos por los malditos agarenos adoradores del falso profeta Mahoma y en los que vemos que se yergue una de ellas dominando el entorno es un añadido cristiano. Bien aprovechando una torre-puerta en recodo, bien modificando cualquier torre de flanqueo que se considerase adecuada o, más habitualmente, construida EX NOVO e integrada en el conjunto de la fortaleza. Un ejemplo lo podemos ver en la foto de la derecha, que corresponde al castillo de Burgalimar, en Baños de la Encina (Jaén), una fortificación milenaria cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo X pero en el que, sin embargo, la torre del homenaje que vemos a la izquierda sobresaliendo de sus hermanas menores procede de una reforma del siglo XV, en pleno apogeo de los conflictos que padeció el reinado de Enrique IV el Pitopáusico.
Está de más decir que el abominable cuñado que nos acompaña en la visita castillera ya estará incubando la pregunta con la que piensa que nos dejará en evidencia: ¿Y dónde se aposentaba entonces el alcaide de los castillos andalusíes? Entonces nos permitiremos una pausa para darle suspense a la cosa, lo miraremos de arriba abajo como quien mira a un paramecio acusado de malversar fondos de la charca pútrida donde habita y, poniendo jeta de dios pagano que contempla a los mortales desde el Olimpo, le daremos la respuesta a su pregunta: El alcaide vivía en dependencias construidas en el patio de armas, ciertamente más cómodas y acogedoras que las desafiantes pero, a la par, lóbregas torres cristianas concebidas más como último reducto defensivo que como vivienda. Y mientras se recupera del amago de accidente vascular-cerebral le pondremos algún ejemplo como el del castillo de Alcalá de Guadaíra, donde actualmente se pueden ver los restos de la casa donde vivía el alcaide, un espléndido "chalé" de casi 400 m² situada en el lado oeste del Patio de la Sima que, a todas luces, debía ser bastante más agradable que una torre y que tenía hasta un bonito patio porticado de unos 75 m². De hecho, incluso se han descubierto al lado los restos de las instalaciones sanitarias de la fortaleza incluyendo baños y todo.
Ceremonia en la que un vasallo presta pleito de homenaje a su señor natural. Entre ambos, un secretario da fe del acto |
Aunque algunos autores sugieren que el origen de estas torres fue importado por los cruzados desde Tierra Santa en base a los escritos de Procopio de Cesárea, la realidad es que más bien parece ser al revés ya que, desde tiempos anteriores a la Primera Cruzada, el concepto de torre del homenaje, keep o donjón era conocido en Europa ya que hay constancia de la existencia de este tipo de torres en el siglo X (véanse las entradas relacionadas que aparecen al final del artículo). En lo que a mí respecta, no hay lugar a dudas: las motas castrales, de donde proviene el concepto de torre señorial defensiva, existía antes de que el papa Urbano II predicase la Cruzada y gran parte de la nobleza franca y normanda se largara a Tierra Santa a escabechar malvados agarenos. El origen de los nombres que se le da a este tipo de torres tiene en todos los casos un motivo claro: en español es donde el señor feudal recibía pleitesía por parte de sus vasallos o donde un noble de rango inferior se ponía bajo la protección de uno superior mediante pleito de homenaje. En francés el término donjón proviene de DOMINVM, o sea, hace una clara evidencia al señor del castillo. Y en inglés, keep es “mantener”, “guardar”, lo que casa perfectamente con el cometido de estas torres: servir de alojamiento al señor comarcal y de refugio a su gente en caso de verse atacados.
En la foto tenemos un ejemplo que nos permitirá entender mejor esta tipología. En la misma vemos una empalizada fabricada con troncos afilados tras la cual discurre una pasarela de madera hace las funciones del adarve. A la torre se accedía mediante una simple escala de mano que era retirada desde el interior. Caso de contar con un foso, para acceder al recinto se solía recurrir a un puente levadizo accionado mediante cigoñales. La pasarela, una vez elevada, servía de puerta. La torre estaba fabricada con gruesos tablones de madera y cuyo diseño se regía por unos patrones bastante básicos a la vista de los escasos testimonios gráficos que han llegado a nosotros, como el Tapiz de Bayeux, porque, por razones obvias, ninguna ha sobrevivido para poder corroborar cual era su apariencia real. En cualquier caso, la que vemos es una reconstrucción bastante realista que muestra la simpleza de su morfología: sustentada por cuatro gruesos postes bien asentados sobre el terreno, una plataforma conformaba la planta inferior donde se abría la puerta de acceso. En sus paredes se abren una o más aspilleras para poder asaetear bonitamente al enemigo. La planta superior es de una superficie superior para que el suelo de su perímetro sirva de rudimentario cadalso. Si los asaltantes lograban superar la empalizada y se pegaban a la torre las aspilleras no servirían de nada, así que solo se les podía atacar desde la vertical. El conjunto está rematado por un tejado a cuatro aguas recubierto por lajas de pizarra.
Pero estas torres tenían muchos puntos flacos. De entrada, la madera estaba sometida a la acción de parásitos, que la podían arruinar en poco tiempo, así como de las inclemencias meteorológicas. Pero lo peor era la evidente combustibilidad de los materiales que, en caso de asedio, podían convertirla en una pira con una simple andanada de flechas incendiarias o mediante una pella ardiente empapada en brea o azufre lanzada por una mangana. Para prevenirlo se recurría a revocar las paredes con yeso. No obstante, y a pesar de sus defectos estructurales, la silueta de estas rudimentarias fortificaciones coronando las motas europeas fueron durante muchos años el símbolo del poder político y militar de la nobleza. En definitiva, cuando estas torres pasaron de ser unos edificios aislados y formaron parte de un conjunto fortificado, la torre del homenaje se convierte, además de en la vivienda del alcaide de la fortaleza, en el último reducto defensivo tanto para él como para la guarnición del castillo. Por ello, era la torre más fuerte y mejor dotada para la defensa. Era el corazón del castillo. Si la torre del homenaje caía, la fortificación se había perdido.
En la Península, la torre del homenaje, macho, caballero o, como las llaman en Portugal, torre de menagem, existieron hasta que los castillos medievales cayeron en la obsolescencia y fueron definitivamente abandonados a favor de las fortificaciones pirobalísticas. No obstante, cada época ha conocido un estilo diferente, siendo en algunos casos modificadas con el paso del tiempo para adaptarlas a las necesidades del momento. En otros casos, las más antiguas fueron demolidas en algún momento de la historia para, sobre sus cimientos, edificar una nueva torre. La torre del homenaje era por lo general la única dependencia habitable fabricada de obra. Solo con la llegada de los grandes y complejos castillos góticos se empezaron a edificar cuarteles, almacenes y demás dependencias de piedra o ladrillo. En ellas se almacenaban provisiones, armas y, por encima de todo, agua ya que, caso de tener que convertirse en el último reducto defensivo y con el castillo lleno de enemigos, sin el preciado líquido la resistencia no se alargaría más de tres o cuatro días. De ahí que, en muchos casos, encontremos cisternas en el subsuelo de las torres, así como sobrados o sótanos con capacidad para disponer de vituallas para meses. Veamos pues la tipología de las que dedicamos el artículo de hoy: la torre románica
Si alguien piensa que ser el tenente o el alcaide de uno de estos castillos era un chollo, se equivoca. Y no ya porque sus rentas o su paga fueran mayores o menores, o sus posibilidades de medrar fueran muchas o pocas, sino porque vivir en el macho de un castillo románico era lo más parecido a habitar en una lóbrega mazmorra. No obstante, si comparamos el vivir en una torre húmeda y oscura con el sobrevivir en una palloza con todos los miembros de la familia amontonados y durmiendo junto a las acémilas para tener un poco de calor, la perspectiva de la torre ya no es tan terrorífica.
La torre románica, presente en las fortificaciones ubicadas en el tercio norte de la Península, era por lo general un edificio muy básico y carente de cualquier elemento que se aproximase, no ya al refinamiento, sino incluso a lo que hoy día entendemos como comodidades básicas. De entrada, la mayoría no tenían siquiera chimeneas, obteniendo el calor de braseros que llenaban la cámara de humo y que debían convertir el ambiente en irrespirable. A ello, añadir que tampoco solían tener ventanas, por lo que la renovación de aire y la entrada de luz estaban encomendadas a la puerta de acceso y a las angostas aspilleras que había en cada planta y que en invierno eran un coladero de viento gélido. Las necesidades fisiológicas se hacían en las cuadras ya que carecían de letrinas, y el mobiliario se limitaba a la cama, algún baúl, una mesa y algunos taburetes o jamugas. Y, si acaso, algún repostero para intentar aminorar la humedad que salía de los gruesos muros. Por lo general, los accesos solían estar separados del suelo varios metros a fin de dificultar la entrada al interior de la torre en caso de verse invadidos. En ilustración superior vemos un par de ejemplos bastante habituales: a la izquierda tenemos el más básico, que consta de una entrada a la que se llega mediante una escala de mano que era retirada desde el interior de la torre. A la derecha aparece un ejemplar provisto de un patín, que es la escalera de obra que llega a la puerta. El patín podía discurrir adosado al muro de la torre, como aparece en la ilustración, o bien paralelo al mismo pero separado un metro o algo más a fin de hacer aún más compleja la entrada. Para cruzar se servían de una pasarela que, como en el caso de la escala vista anteriormente, era retirada hacia el interior de la torre, o bien mediante un pequeño puente levadizo.
Otra opción era servirse de escaleras similares a los patines de obra pero fabricados con madera. Es fácil saber si una torre en la que no hay patín de obra se usó una escala o una escalera para acceder a ella: las que usaban escala carecen en la fachada de mechinales en los que se empotraban las vigas que sustentaban la escalera. En todo caso, los accesos podían ser más variados si bien los mostrados son los más habituales. Así pues, tenemos torres a las que se accedía mediante una pasarela o un puente, pero desde el adarve. En otros casos, si la torre no estaba aislada en el patio de armas, o sea, integrada en la muralla, se podía llegar a ella a través del adarve, tal como vemos en la ilustración superior. Según vemos en el plano de planta, la torre corta el adarve lo cual era especialmente ventajoso en caso de que el enemigo lograra rebasar la muralla ya que, si desconocían la distribución interior del recinto, podían verse bloqueados. Esta torre, que actúa como elemento flanqueante, dispone de aspilleras orientadas para batir la muralla, para hostigar al frente e incluso mirando hacia el patio de armas por si el enemigo invadía el interior de la fortaleza. Obviamente, desde la azotea de la torre también podía hostigarse al enemigo arrojando piedras, brea hirviendo, arena caliente o disparando virotes de ballesta.
Bien, así era la apariencia exterior de las torres románicas, pero, ¿cómo eran por dentro? En el plano de sección de la derecha podremos verlo perfectamente. Esta tipología no alcanzaba la esbeltez ni la altura de las torres góticas, y su superficie era más bien modesta. El interior estaba generalmente compartimentado en una planta baja (al decir planta baja debemos entender que era la planta al nivel del acceso) que, caso de estar sobreelevada, disponía de una planta inferior a modo de sótano que podía tener usos diversos, si bien lo habitual es que se habilitara como cisterna o como almacén. Muchas torres románicas contaban solo con estas dos plantas, por lo que la planta “baja” era a la vez la alcoba del alcaide y la estancia donde despachaba sus asuntos. En otros torres podremos encontrar con una planta más, por lo que la superior sería la alcoba y la inferior la dependencia de trabajo. En el detalle inferior de la derecha tenemos el aspecto de una torre con el patín exento y pasarela que mencionamos anteriormente, y en la parte superior una última opción que también podemos encontrar con frecuencia: el cuerpo inferior de la torre es simplemente macizo como prevención ante los efectos de máquinas de batir como arietes o trépanos. Esta morfología es habitual en las torres adosadas a las murallas que son las que, obviamente, pueden ser ofendidas por el enemigo. De ahí que sean las torres exentas aisladas en los patios de armas las que suelan tener el cuerpo inferior hueco. Y una advertencia final, y es que nadie fantasee cuando vean un hueco en el suelo dando por sentado que es la siniestra y lóbrega mazmorra del castillo. En los castillos que se suelen visitar serán más bien cisternas o silos, como ya se explicó en su día acerca de este tipo de dependencias supuestamente carcelarias.
Veamos algunas fotos que nos permitirán hacernos una clara idea de todo lo expuesto. En la imagen de la izquierda tenemos la torre del castillo de Sortelha, expresión de lo más básico que se puede construir. La torre se yergue sobre una masa granítica que emerge en el interior del pequeño patio de armas de la fortaleza. Construida enteramente de sillería bien escuadrada, el acceso al interior se realizaba por la abertura que se ve en el costado izquierdo del edificio. Dicho acceso da a la única cámara de la torre ya que, al estar construida sobre una base rocosa impenetrable, no podía contar con dependencias inferiores. Ante la ausencia de mechinales en la fachada donde se abre el vano podemos afirmar que para entrar se usaba una escala de mano que, como es lógico, solo sería retirada en caso de que unos hipotéticos asaltantes lograran desbordar a la guarnición, momento en que todos los defensores que aún estuvieran operativos se metían en la torre para establecer un último bastión defensivo de donde ya no saldrían salvo que llegase ayuda o acabaran rindiéndose antes de devorarse unos a otros o por carecer de agua.
Arriba tenemos otro ejemplo, en este caso de la torre del castillo de Monforte. La foto de la izquierda nos permite apreciar su acceso, a través del adarve. Así mismo, la flecha roja nos señala la hilera de canecillos que dieron sustento a un matacán que circunvalaba la torre si bien esto es un añadido posterior al trazado primitivo del edificio. Por otro lado, enmarcado en azul tenemos una hilera de canes que sustentaban el maderamen de una techumbre sobre la entrada, cosa bastante sensata en un lugar como ese en el que el mal tiempo y los crudos inviernos producen unos temporales de nieve y lluvia notables. Sobre los canes se aprecian los restos de una regola para impedir filtraciones en la unión entre la techumbre y el muro. Por lo demás, merece la pena reparar en el angosto vano de la puerta, por la que un hombre medianamente corpulento no puede entrar de frente. Esto no tenía otra finalidad, como era habitual, que dificultar el acceso. De nada servía una tromba de enemigos intentando invadir la torre si no cabían por la puerta más que de uno en uno. En cuanto a la foto de la derecha, nos muestra el interior de la torre, la cual contaba con dos cámaras más un subterráneo, que en realidad estaba por encima del nivel del suelo, destinado como almacén. La flecha roja marca la hilera de canes que sujetaban las vigas del entresuelo, y sobre la misma vemos la cámara de tiro de una de las aspilleras de la torre. En la cámara superior, destinada a vivienda, se permitieron el lujo de abrir en algún momento de su historia una ventana geminada.
Bueno, con esto ya tenemos más que actualizado parte del viejo artículo de hace varios años. Para no alargarme más, dejaremos las torres góticas para otro día, que por hoy ya he tecleado bastante, leches.
Hale, he dicho
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