Las motas castrales fueron un tipo de fortificación que apenas tuvo implantación en la Península. Si acaso, puede que en su día cruzaran los Pirineos y se llegase a edificar alguna en la Marca Hispánica si bien no tengo constancia de ello. Sin embargo, lo traigo a colación porque fueron la consecuencia de una revolución tanto social como defensiva el los albores del segundo milenio y, según iremos viendo, su evolución dio pie al donjón, a la torre del homenaje y, en definitiva, al castillo románico tal como lo conocemos.
El caso peninsular es atípico en lo que concierne a la castellología. Desde la presencia musulmana en el territorio, estos se dedicaron a fortificarlo conforme a las tipologías y diseños traídos por ellos de Bizancio. Sin embargo, los reconquistadores, marcados por los cánones edilicios procedentes de Europa, modificaron las fortalezas ocupadas a los árabes o les dieron a las construcciones ex novo un aspecto diferente, con elementos que los invasores no habían planteado nunca en sus castillos. Por otro lado, la situación militar era diferente más allá de los Pirineos. En las tierras de francos, sajones, germanos, daneses, etc., el enemigo a batir consistía en bandas de salteadores o las rápidas razzias llevadas a cabo por los vikingos. Por el contrario, en la Hispania el peligro era mayor. Aquí no se trataba de contener ataques de varias decenas de hombres (salvo el caso del ataque vikingo que, remontando el Guadalquivir, llegó a Córdoba y que, por cierto, fueron exterminados por las tropas árabes que los rechazaron hasta el mar), sino de controlar vastas extensiones de territorio y hacer frente a hueste o mesnadas para lo cual, como es lógico, era preciso algo más persuasivo que una mota castral.
Así pues, la mota castral aparece en Francia hacia la segunda mitad del siglo IX con una función primordial: dar protección a la población que se ubicaba junto a ella. Era lo que se denominaba basse-cour, o el bailey en Inglaterra a raíz de la invasión llevada a cabo por el duque de Normandía en 1066. O sea, aldeas anejas a la torre que se erigía sobre la mota, y bajo cuya protección esperaban hacer frente o resguardarse de las rápidas incursiones vikingas que saqueaban todo lo que podían y se largaban antes siquiera de que una mesnada de socorro pudiera ponerse en marcha. Estas motas castrales dieron lugar a la aparición del feudalismo en Europa, fenómeno éste con escasa repercusión en la Península, y su existencia se alargó hasta el siglo XIII. Basten estos datos para poner en antecedentes al personal de lo que supusieron estas peculiares fortificaciones en la evolución social en Europa, ya que la intención de esta entrada es comentar sus peculiaridades morfológicas.
En la imagen de la izquierda podemos ver una típica mota castral. La mota era una elevación artificial en su totalidad o en parte, sobre la que se erigía una torre fabricada con madera. Alrededor de la misma se establecía una empalizada y, en su base, se abría un foso. El camino cubierto que baja por la ladera comunicaba con la aldea, con la que se unía mediante un puente levadizo o una pasarela removible. Estas elevaciones solían tener una altura comprendida entre los 4 y los 15 metros, y la inclinación de sus laderas, así como el foso abierto en la base, impedían adosar a sus muros máquinas de aproche o de batir. Para darle consistencia al terreno, se iban formando diferentes capas de tierra compactada con cantería o incluso con troncos de árboles. La ventaja que entrañaba este tipo de fortificación es que eran baratas y rápidas de construir, y no precisaban de ingenieros ni de personal especializado. Bastaba una tropa de aldeanos provistos de picos, palas y azadas para, en pocos días, tener culminado el montículo. Se ha calculado que, para una mota de dimensiones normales, se precisaba la remoción de unos 5.000 m³ de tierra, para lo cual eran necesarios unos 2.000 jornales a razón de unos 2,5 m³ diarios por hombre. Así pues, la duración de las obras iba en función del personal disponible: 100 hombres tardarían solo veinte días en terminar la mota. Que cada cual haga su regla de tres para calcular el cómputo de duración en función de disponer de menos hombres y recordemos que una torre señorial de piedra básica podía tardarse tres años o más en verla concluida.
Sin embargo, estas fortificaciones tenían un defecto inasumible: lo perecedero de sus materiales de construcción. La madera es atacada por la carcoma y demás parásitos, y en ambientes húmedos la podredumbre haría preciso unas labores de mantenimiento constantes. Y a eso, añadir el más grave de todos: su elevada combustibilidad. Bastaría una andanada de flechas incendiarias para arrasarla. Así pues, a partir del siglo XI empieza a tener lugar una lenta pero inexorable transformación de las torres y empalizadas de madera por la piedra, dando lugar al surgimiento del donjón, término corrupto derivado del latín DOMINVS, o señor. Estos donjones podían ser de planta cuadrangular, como las antiguas torres de madera, o circulares, como el que aparece en la foto, dando lugar a un espacio anular en cuyo caso las dependencias del mismo iban adosadas a los muros interiores, formando una corona circular con un patio de armas central. Estos últimos fueron especialmente prolíficos en Inglaterra.
A la hora de aprovechar las viejas motas con construcciones de madera se encontraron con un problema de difícil solución, y era que el terreno no estaba preparado para soportar el enorme peso de estos edificios. Como se puede suponer, no ejercía la misma presión sobre la mota una torre de madera que los cientos o miles de toneladas de piedra que eran necesarias para construir un donjón. Debido a ello, en muchos casos se produjeron derrumbes que obligaron a la construcción de nuevas motas, pero siguiendo dos métodos diferentes:
1. Allanar el terreno rebajándolo de altura, construir la torre y recrecer la ladera para darle continuidad al talud, como vemos en la ilustración de la izquierda. La zona en color marrón oscuro sería el talud añadido.
2. Construir la torre directamente sobre el suelo llano y fabricar la mota a su alrededor. En este caso, la superficie de torre enterrada era mucho mayor que en el anterior, si bien su solidez era a toda prueba y, lo más importante, imposibilitaba el minado tanto en cuanto el edificio estaba sustentado, no ya por sus cimientos, sino por miles de toneladas de tierra apilada alrededor suyo.
En ambos casos, la zona del edificio que sería la primera planta pasaba a convertirse en un subterráneo utilizable como aljibe, almacén, etc. Posteriormente, se les dotó de borjes para mejorar su defensa de flanqueo, o se construyeron con planta tetrabsidal, teniendo en España como ejemplo el de Cote, en Montellano (Sevilla). La mota dio paso al castillo tal como lo conocemos actualmente en el momento en que los donjones o, como los llaman en Inglaterra, los keeps, pasaron a convertirse en complejos fortificados con su torre mayor como residencia del señor o el tenente. O sea, la torre del homenaje que destaca en los castillos hispanos, elemento constructivo introducido al parecer por los templarios en la Península alrededor del siglo XII.
Concluyo comentando que, aunque en la Península no se hizo uso de la mota castral tal como expliqué al comienzo de la entrada, en cierto modo su concepto si fue llevado a la práctica, y los ejemplos más preclaros que aún perduran los podemos ver en Portugal donde, casi por norma, la mayoría de las poblaciones medievales se desarrollaban al abrigo de una fortificación, siendo la cerca urbana parte solidaria del conjunto fortificado. O sea, lo mismo que la mota-aldea inglesa o francesa que vemos en la ilustración de la izquierda, pero fabricada en piedra. Sus elementos defensivos, materiales aparte, eran los mismos: una torre o pequeño castillo en posición dominante separado de la población por una muralla, y el caserío urbano dentro de una cerca urbana formando parte solidaria con el castillo. He aquí la relación entre ambos tipos de fortificación que, aunque se desarrollaron partiendo del mismo concepto, su morfología debido a los condicionamientos sociales de cada territorio en Europa.
Ya está.
Hale, he dicho
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