Es de todos sabido que el fuego quema una cosa mala, y a lo largo de las entradas que se han dedicado a las armas incendiarias hemos podido ir viendo las maldades que el hombre ha ideado a lo largo del tiempo para achicharrar a los enemigos. Desde los tiempos más remotos, el fuego ha sido un valioso auxiliar en los asedios en sus formas más diversas: flechas incendiarias, faláricas, fuego griego lanzado en vasijas con fundíbulos o balistas y hasta con cometas o incluso usando bichos como gatos o palomas a los que, muy a su pesar, se les adosaban pequeños recipientes con mixturas para que se colasen dentro de la fortaleza y la convirtiesen en una puñetera tea. No obstante, y a pesar de que esto de los bichos incendiarios suele ser un tema bastante recurrente en los manuales de poliorcética medievales, tampoco hay constancia de que llegaran a emplearse. Sea como fuere, lo cierto es que el empleo de substancias y/o ingenios incendiarios solían ser una tónica habitual en los asedios.
El tema de hoy va precisamente de dispositivos para impedir la propagación del fuego en la parte en sí misma más vulnerable de un castillo: la puerta. Sin embargo, hemos visto que, por lo general, estas no solían ser el objetivo principal a la hora de intentar abrir una brecha en sus defensas, sino usando medios mucho más complejos como el minado de una muralla, con máquinas de aproche o adosando un ariete para derribarla. ¿Por qué entonces no ir directos a por la puñetera puerta? Bueno, la razones serían varias... estaban mejor defendidas, en algunos casos por potentes barbacanas que las convertían en un objetivo cuasi inexpugnable; en otros se trataba de complejos sistemas de puertas en recodo con patios o pasillos interiores provistos de rastrillos y varias puertas consecutivos o, por poner un ejemplo más, porque estaban situadas en lugares donde era imposible hacer llegar un ariete. Solo cuando las murallas eran imposibles de minar, o porque el ejército sitiador no disponía de maquinaria para intentar abrir una brecha o alguna circunstancia similar era cuando se plantearía el intentar invadir el recinto destruyendo la puerta. ¿Con qué medios? Dependiendo de la época se usaron diversos métodos. En esta entrada se detalló como volarlas en pedazos, pero este sistema solo pudo emplearse cuando la pólvora se introdujo en Europa y, por otro lado, siempre y cuando se dispusiera de un maestro artillero con todo lo necesario, porque la pirobalística no era ni remotamente una ciencia al alcance de cualquiera y, obviamente, los conocedores de tal oficio guardaban sus secretos profesionales como un político su poltrona para poder cobrar jugosos estipendios por sus servicios. En circunstancias normales, no quedaba otra opción que meterle fuego a la puerta, porque eso de coger entre una docena de cuñados un tronco y liarse a porrazos contra el portón para intentar derribarlo es una chorrada de películas. Desde las torres que defendían la puerta acribillarían en un periquete a los valerosos arieteros y aquí paz y después gloria.
Así pues, para intentar incendiar las puertas se recurría a determinados ingenios que ya se mencionaron en esta entrada y con los que, con un poco de suerte, lograrían que al cabo de unas horas la maldita puerta se viera reducida a cenizas. Caso de no disponer de este tipo de artificios o de mixturas incendiarias, siempre quedaba como último recurso algo tan básico como apilar leña junto a la puerta debidamente protegidos por manteletes, rociarla con aceite o brea y meterle fuego sin más historias. Si se salían con la suya, eso implicaría poder invadir el recinto siempre y cuando no hubiera tras ella otra puerta o un rastrillo, pero ya vemos que en muchos de los castillos que visitamos no disponían de más medios para impedir la entrada que una única puerta. ¿Qué hacer entonces? Pues intentar apagar el fuego, naturalmente. Es lo que se hace cuando el enemigo quiere incendiarla o cuando a la parienta se le inflama el aceite del perol, se pone de los nervios, lo derrama y sale ardiendo media casa si no se actúa con la debida presteza. Veamos pues de qué medios se valían estos probos defensores para que no les dejaran la puerta chamuscada porque el seguro de hogar no cubría daños en caso de asedios...
Ante todo, en previsión de que a un hipotético sitiador se le pasara por la cabeza incendiar la puerta se la revestía de materiales ignífugos, por lo general chapas de hierro o flejes. Está de más decir que esto costaba un pastizal que no siempre era posible reunir, por lo que quedaba una segunda opción más económica que era la misma que usaban los sitiadores para proteger las tortugas, bastidas y demás máquinas de aproche: encorarla, o sea, cubrirla de pieles crudas. Pero no surte el mismo efecto una flecha incendiaria que una tonelada de leña bien rociada de aceite que en no mucho tiempo reduciría a cenizas las pieles, así que no garantizaba en modo alguno que la puerta resistiera salvo que se lograse apagar el fuego. Por último, y en caso de carecer de todos los medios anteriores, siempre se podía empapar la madera del portón con agua para retrasar su combustión. Pero, con todo, estamos ante el mismo caso de las pieles: si no se lograba contener el fuego con prontitud acabaría ardiendo.
En los gráficos de la derecha podemos ver diversos tipos de protecciones. Están basados en las poquísimas puertas originales que se conservan ya que, como podemos suponer, el tiempo, los expolios y la carcoma fueron dando buena cuenta de ellas en su día. La figura A presenta una puerta forrada con láminas de chapa de hierro reforzada con flejes del mismo material. La figura B está solo forrada por láminas de chapas solapadas y clavadas. La C con un flejado horizontal simple, y la D con flejes formando un enrejado. Los flejes eran obviamente más baratos ya que en aquellos tiempo la chapa solo se podía obtener mediante batido, o sea, con varios herreros golpeando un trozo de hierro hasta obtener una chapa de 1 ó 2 mm. de espesor más o menos uniforme. Cubrir un enorme portón con chapas elaboradas con ese sistema era un proceso largo y, sobre todo, asquerosamente caro. Así pues, el que no disponía de medios para ello se tenía que conformar con el flejado, que al cabo se obtenía de forma similar pero sin cubrir por entero la madera. De ese modo, al menos, se intentaba mantener la estructura de la puerta aunque la madera hubiese prendido mientras que los defensores intentaban apagar el fuego. El fijado de estas piezas se hacía con clavos cuyas puntas eran dobladas por la parte interior para impedir su extracción.
Con todo, estos sistemas no garantizaban ni remotamente que la puerta no acabara incendiándose. Por un lado, en el momento en que las planchas de hierro superaban los 350-400º que es la temperatura de combustión de las maderas duras como el roble o el nogal, aunque no estuviera en contacto directo con las llamas la puerta empezaba a arder. Y por otro, si algún perverso sitiador tenía ciertos conocimientos sobre mixturas sabía que bastaba añadir cal viva para que al intentar apagar el fuego con agua este se volviera aún más virulento. De ahí que, generalmente, se tuvieran provisiones de vinagre porque era lo que podía apagar o aminorar los efectos de este tipo de mixturas incluyendo el fuego griego. Por último, siempre quedaba el recurso de la arena para ahogarlo. Pero, ¿cómo verter cualquiera de estas substancias justo encima del puñetero fuego? Generalmente, las ladroneras eran una opción eficiente, y por norma casi todas las puertas solían estar defendidas por una de ellas. Permitían arrojar verticalmente cualquier cosa, desde brea hirviendo para achicharrar atacantes a una meada despectiva contra el enemigo. Pero las ladroneras eran por lo general de pequeño tamaño, y si lo ocupaban los "bomberos" de circunstancias lo inutilizaban para poder seguir hostigando al enemigo. Otra opción eran los matacanes, pero estos se ubicaban en el coronamiento de murallas y torres, por lo que la altura hacía que la distancia a recorrer por el agua desde que era vertida hasta llegar al suelo, 6, 8 o más metros, podría ser motivo sobrado para que ni siquiera cayese sobre el fuego debido al aire. Así pues, lo más eficaz era crear un dispositivo destinado exclusivamente a verter lo necesario para apagar lo que fuera, colocado justo encima de la puerta y con la anchura y la situación ideales para crear una cortina de líquido que apagase las llamas antes de que sus efectos empezaran a notarse. Hablamos de los buzones matafuegos.
En la foto de la derecha vemos el que quizás sea el más conocido, construido por el alarife mudéjar Alí Caro en el acceso del castillo de Casarrubios del Monte (Toledo), hacia 1496. Curiosamente, estos dispositivos llegaron a España en una época bastante tardía, cuando la artillería ya gozaba de una amplia difusión. En otras zonas de Europa ya estaban en uso en el siglo XIII. En este caso, vemos el vertedero situado en la parte inferior del alfiz que enmarca la puerta. Como vemos, el buzón no permitía otra cosa que arrojar más que líquidos o arena ya que su estrechez no daba para más y su uso ofensivo se limitaría en todo caso a lanzar brea hirviendo o arena calentada al fuego que, como sabemos, era un medio sumamente eficaz para quitarle las ganas al personal de seguir combatiendo al sentir como los granos ardientes se le colaban por todas partes.
La ubicación del buzón podía variar en función de la puerta. En caso de que estuviera un poco retranqueada, la abertura se colocaba en el suelo del adarve o de la cámara superior donde se encontrase el vano de la puerta tal como vemos en la figura A. Si por el contrario tenía la posición convencional prácticamente a ras de la muralla, el buzón se abría directamente en la fachada, añadiéndole en un momento dado un rebaje para intentar acercar al máximo posible el chorro de agua a las llamas (Fig. B). Como ya podemos suponer, en caso de que los defensores vieran que el enemigo hacía los preparativos para incendiar la puerta, que no era una operación que se pudiera llevar a cabo sin que nadie se percatara de nada salvo que fuera de noche cerrada y en el más absoluto silencio, debían hacer un gran acopio de agua o arena en el adarve. Cientos de kilos de madera ardiendo con la ayuda de decenas de litros de aceite o brea no se apagaban así como así.
Un ejemplo muy ilustrativo lo tenemos en el castillo de Coca, en Segovia, construido durante la última mitad del siglo XV por don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla. Este castillo, paradigma de la arquitectura militar estilo mudéjar en España, consta de una muralla exterior cuya puerta principal, que se encuentra situada en el flanco oriental y que vemos en la foto de la izquierda, estaba perfectamente protegida por dos torres y un matacán corrido que ocupaba toda la fachada. Como vemos, este matacán podía ser usado sin problemas para apagar posibles incendios. Sin embargo, la puerta del recinto principal, situada al norte y que aparece en la foto de la derecha, no contaba con ningún dispositivo de defensa salvo las dos torres que flanquean la muralla donde se abre. Así pues, para prevenir intentos de incendiarla en caso de que el enemigo lograra rebasar el primer perímetro defensivo, se labró un buzón matafuegos que podemos ver en la foto de la derecha y que por su morfología es muy similar al de Casarrubios, incluyendo incluso el rebaje labrado en el vertedero.
En otros casos se optaba por soluciones más básicas, como el que se puede ver en el protobaluarte del castillo de Trujillo, construido a finales del siglo XV en el contexto de las obras que se llevaron a cabo por orden de los Reyes Católicos, precisamente para adaptar en lo posible la fortaleza al uso de la artillería. Este buzón, que marcamos con una flecha para no confundirlo con un buzón artillero, se abre en una cámara interna del baluarte y, como vemos, era un simple vertedero situado justo encima de la puerta de acceso al recinto. Justo es reconocer que acercarse a esa zona con intenciones aviesas era cuasi suicida porque estaba defendido por las torres y la muralla que aparecen en la imagen pero, en todo caso, tuvieron la previsión de construir un dispositivo hidráulico, lo que tampoco estaba de más considerando los quintales de pólvora que se almacenaban dentro del recinto y que, llegado el caso, podían literalmente volatilizarlo en caso de explotar a causa de un incendio.
Ya fuera de España nos encontramos con buzones más sofisticados, como el del castillo galés de Caerphilly (Reino Unido), construido durante el tercer cuarto del siglo XIII. Este buzón forma parte de un sofisticado sistema defensivo para una puerta que, como vemos en la foto, está totalmente indefensa al carecer de ladroneras o cualquier otro medio para tener a raya a posibles agresores. Se encuentra en una cámara situada sobre la puerta en cuyo interior, además del vertedero, están los mecanismos del rastrillo que hay a continuación de la puerta principal. En el suelo de dicha cámara se abren además cuatro buhederas desde las que se podía hostigar a los enemigos que lograsen franquear la puerta y se vieran bloqueados por el rastrillo, momento que los defensores aprovechaban para verter sobre ellos brea, azufre o vinagre hirviendo y hacerles ver que lo más sensato era largarse de allí echando leches si no querían verse convertidos en momias calcinadas, que se le queda a uno un aspecto de lo más desagradable.
Bueno, ya no queda más que añadir. Obviamente, la vida operativa de los buzones matafuegos desapareció en el momento en que las fortificaciones de traza italiana empezaron a relevar a los añejos castillos medievales, y en esos casos la amenaza provenía de la artillería enemiga y no de sus intentos por incendiar la puerta, labor por otro lado muy complicada debido a la enorme anchura de los fosos de este tipo de fortalezas. En todo caso, ya tienen una cosilla más para añadir a sus conocimientos castellológicos y darle el día al cuñado fiel seguidor de los pésimos documentales del Canal Historia ese.
Hale, he dicho
Ante todo, en previsión de que a un hipotético sitiador se le pasara por la cabeza incendiar la puerta se la revestía de materiales ignífugos, por lo general chapas de hierro o flejes. Está de más decir que esto costaba un pastizal que no siempre era posible reunir, por lo que quedaba una segunda opción más económica que era la misma que usaban los sitiadores para proteger las tortugas, bastidas y demás máquinas de aproche: encorarla, o sea, cubrirla de pieles crudas. Pero no surte el mismo efecto una flecha incendiaria que una tonelada de leña bien rociada de aceite que en no mucho tiempo reduciría a cenizas las pieles, así que no garantizaba en modo alguno que la puerta resistiera salvo que se lograse apagar el fuego. Por último, y en caso de carecer de todos los medios anteriores, siempre se podía empapar la madera del portón con agua para retrasar su combustión. Pero, con todo, estamos ante el mismo caso de las pieles: si no se lograba contener el fuego con prontitud acabaría ardiendo.
Pinchar la imagen para verla con más detalle |
Buhedera del castillo de Cumbres Mayores (Huelva). Llegado el caso, podía usarse para verter agua, pero su excesiva altura no facilitaba las cosas |
En la foto de la derecha vemos el que quizás sea el más conocido, construido por el alarife mudéjar Alí Caro en el acceso del castillo de Casarrubios del Monte (Toledo), hacia 1496. Curiosamente, estos dispositivos llegaron a España en una época bastante tardía, cuando la artillería ya gozaba de una amplia difusión. En otras zonas de Europa ya estaban en uso en el siglo XIII. En este caso, vemos el vertedero situado en la parte inferior del alfiz que enmarca la puerta. Como vemos, el buzón no permitía otra cosa que arrojar más que líquidos o arena ya que su estrechez no daba para más y su uso ofensivo se limitaría en todo caso a lanzar brea hirviendo o arena calentada al fuego que, como sabemos, era un medio sumamente eficaz para quitarle las ganas al personal de seguir combatiendo al sentir como los granos ardientes se le colaban por todas partes.
Como se ve, los encargados de ejercer de bomberos permanecían en todo momento a salvo de los proyectiles enemigos |
Un ejemplo muy ilustrativo lo tenemos en el castillo de Coca, en Segovia, construido durante la última mitad del siglo XV por don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla. Este castillo, paradigma de la arquitectura militar estilo mudéjar en España, consta de una muralla exterior cuya puerta principal, que se encuentra situada en el flanco oriental y que vemos en la foto de la izquierda, estaba perfectamente protegida por dos torres y un matacán corrido que ocupaba toda la fachada. Como vemos, este matacán podía ser usado sin problemas para apagar posibles incendios. Sin embargo, la puerta del recinto principal, situada al norte y que aparece en la foto de la derecha, no contaba con ningún dispositivo de defensa salvo las dos torres que flanquean la muralla donde se abre. Así pues, para prevenir intentos de incendiarla en caso de que el enemigo lograra rebasar el primer perímetro defensivo, se labró un buzón matafuegos que podemos ver en la foto de la derecha y que por su morfología es muy similar al de Casarrubios, incluyendo incluso el rebaje labrado en el vertedero.
Ya fuera de España nos encontramos con buzones más sofisticados, como el del castillo galés de Caerphilly (Reino Unido), construido durante el tercer cuarto del siglo XIII. Este buzón forma parte de un sofisticado sistema defensivo para una puerta que, como vemos en la foto, está totalmente indefensa al carecer de ladroneras o cualquier otro medio para tener a raya a posibles agresores. Se encuentra en una cámara situada sobre la puerta en cuyo interior, además del vertedero, están los mecanismos del rastrillo que hay a continuación de la puerta principal. En el suelo de dicha cámara se abren además cuatro buhederas desde las que se podía hostigar a los enemigos que lograsen franquear la puerta y se vieran bloqueados por el rastrillo, momento que los defensores aprovechaban para verter sobre ellos brea, azufre o vinagre hirviendo y hacerles ver que lo más sensato era largarse de allí echando leches si no querían verse convertidos en momias calcinadas, que se le queda a uno un aspecto de lo más desagradable.
Bueno, ya no queda más que añadir. Obviamente, la vida operativa de los buzones matafuegos desapareció en el momento en que las fortificaciones de traza italiana empezaron a relevar a los añejos castillos medievales, y en esos casos la amenaza provenía de la artillería enemiga y no de sus intentos por incendiar la puerta, labor por otro lado muy complicada debido a la enorme anchura de los fosos de este tipo de fortalezas. En todo caso, ya tienen una cosilla más para añadir a sus conocimientos castellológicos y darle el día al cuñado fiel seguidor de los pésimos documentales del Canal Historia ese.
Hale, he dicho
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