Hoy día, cuando paseamos contemplando con una mezcla de nostalgia e ira las ruinas de cualquiera de nuestros otrora magnificentes castillos, vemos que lo que queda de ellos son piedras, ladrillos o cantería más o menos burda. En cierto modo, el estereotipo de tenemos en el magín sobre estos edificios consiste en una masa pétrea sin recordar que, en realidad, en su interior eran más abundantes las construcciones lignarias que líticas. Obviamente, el tiempo, el expolio, la carcoma y demás parásitos así como el meteoro han acabado desintegrando todas estas estructuras, pero en su día eran un objetivo primordial para los sitiadores ya que las puertas quemadas permitían invadir el recinto, y las dependencias y almacenes incendiados que contenían los víveres eran la clave en muchas ocasiones para abreviar un cerco que podría verse malogrado con la llegada del invierno sin lograr darle término.
Rueda de Walther de Milemete. Basta analizarla por encima para cuestionar seriamente su eficacia |
Ya se ha dedicado alguna que otra entrada a las armas incendiarias usadas en la Edad Media, así como a su forma de uso mediante rudimentarias granadas que, una vez inflamadas, eran cuasi imposible de apagar con los medios de la época, o sea, agua o tierra/arena. Estos artefactos se arrojaban al interior de las fortificaciones con las máquinas de lanzamiento al uso en la época, v.gr. fundíbulos, manganas, balistas, etc. Pero los tratadistas de la época no se conformaban con ello ya que en los numerosos manuales que han llegado a nuestros días no faltan ingenios con los que, de forma más o menos realista, se podía adosar una gran cantidad de combustible a una puerta o un rastrillo salvando un foso, para dejarlo caer por la pasarela de un puente levadizo o incluso para desalojar un adarve atestado de enemigos y permitir de ese modo dar tiempo para adosar una máquina de batir o cualquier otro ingenio a la muralla libres del peligro que supondría tener a media guarnición encima arrojando todo lo arrojable sobre ellos. Así pues, dedicaremos esta entrada a comentar algunos de los ingenios más curiosos o mejor concebidos que podemos ver en las obras de la época y con las que, en teoría, podrían propalarse con relativa facilidad terroríficos incendios manteniendo a sus servidores a resguardo de los virotazos que les lanzarían desde las torres y murallas del castillo. Veamos pues...
Desde tiempos inmemoriales, el uso del fuego como arma de guerra se convirtió en una verdadera obsesión. Este empeño en calcinar a todo bicho viviente llegó hasta el extremo de idear las más descabelladas ocurrencias para producir incendios en las ciudades o las fortalezas asediadas. Un buen ejemplo lo tenemos en la ilustración de la derecha, perteneciente al “Feuer Buch”, o “Libro del Fuego”, un manuscrito alemán datado hacia el siglo XVI obra de Franz Helm en el que se detallaban varias formas, más o menos prácticas, para fabricar armas incendiarias. En este caso vemos dos opciones de lo más peregrinas: una paloma y un gato que transportan recipientes llenos de sustancias incendiarias. El autor, dando por sentado que los gatos son capaces de colarse por todas partes y que las palomas pueden posarse en cualquier sitio, dio por sentado que estos animales irían derechos donde se les ordenara. Lo más curioso es que estas ocurrencias aparecieron en más de un tratado en tiempos anteriores, como por ejemplo el "BELLICORVM INSTRVMENTORVM LIBER CVM FIGVRIS", obra elaborada entre 1420 y 1430 por Johannes de Fontana.
Pero dejando de lado el uso de adorables animalitos domésticos para estos perversos fines, lo más básico que se despachaba era el ingenio que tenemos a la derecha. Como podemos ver, tenía menos enjundia que la sesera de un político: consistía en dos simples ruedas de carro unidas por tablones, formando así una especie de rudimentario barril cilíndrico que era rellenado con paja o estopa e impregnada de cualquier substancia inflamable. Bastaba dejarlo rodar o empujarlo con palos para acercarlo a una puerta o para incendiar defensas exteriores como empalizadas, caballos de frisia, etc. Ciertamente, esas ruedas de fuego no eran lo que se dice una virguería, pero a cambio tenían a su favor la facilidad de construcción y no necesitaba cálculos ni herramientas especiales. El carpintero de la mesnada podría preparar varias en un día y sembrar el terror entre los enemigos. De hecho, podía incluso usarse si el terreno era favorable para dejarlos rodar contra cuadros de infantería, campamentos, etc. Las ruedas de fuego se emplearon por primera vez durante el asedio de la ciudad de Tartu en 1224 por los estonios. Estos ingeniosos ciudadanos las dejaron caer desde las murallas de la ciudad contra sus enemigos, los FRATRES MILITÆ CHRISTI LIVONIÆ, una orden militar más conocida por los Hermanos Livonios de la Espada, creada por Albert von Buxthoeven, obispo de Riga, en 1202.
En caso de que fuera peligroso acercarse a una muralla, los sesudos tratadistas de la época aportaban soluciones eficaces y nada complejas de fabricar. En este caso mostramos una carretilla provista de un mantelete que permitía una aproximación sin temor a verse acribillado a flechazos o molido a pedradas. Delante de la carretilla, dos pértigas rematadas con sendas horquillas de hierro hacían de soporte a una de estas ruedas o, como vemos en la imagen, un barril lleno de alguna substancia incendiaria. Bastaría aproximarse a la puerta o el objetivo que fuese, dejar caer el barril y salir echando leches marcha atrás. Si los defensores vertían agua desde un buzón matafuegos para anular el ingenio, puede que el líquido elemento lo hiciera aún más virulento, como ya explicamos en su día. Este artefacto era obra de Mariano di Jacopo (1382-1453), apodado "il Taccola" (el Cuervo), uno de los más prolíficos artífices de inventos chungos de su época y del que ya hemos hablado varias veces.
Otro curioso ingenio, también del inagotable Taccola, lo tenemos a la derecha. En este caso se trataba de una carretilla con su correspondiente mantelete de protección y que transportaba su carga incendiaria sobre una escalera en cuyo extremo había una horquilla para sujetarla. El barril o la pella ardiendo podía de ese modo arrojarse sobre los defensores de un adarve con el fin de desalojarlos del mismo y aprovechar el momento de confusión para cualquier cosa, desde adosar una máquina a la muralla hasta intentar un asalto. Alguno pensará que ese chisme se veía venir con tiempo sobrado para tomar medidas, pero hasta que no estaba literalmente encima de la muralla no podían hacer nada porque ni se habían inventado los extintores ni las mangueras a presión, así que solo les quedaba esperar inermes hasta que lo dejaran caer, y en ese momento procurar empujarlo fuera del adarve. Lo malo es que si bajo el mismo había una dependencia con su correspondiente techumbre de madera, lo mejor sería evacuar la zona y hacerse fuertes en un extremo de la muralla o en las torres de flanqueo.
Obviamente, también se tenía en cuenta la posibilidad de verter líquidos en vez de intentar propalar un incendio con materiales sólidos. En esta ocasión vemos un ingenio que aparece en el Códice Latino de Munich. Al final de la pértiga lleva un soporte de hierro para sujetar un caldero repleto de cualquier porquería ardiente. Bastaba dejarlo caer para que este se volcase, derramando su contenido contra una puerta y, además, con la ventaja añadida de que se filtraría por debajo de la misma, propalando el fuego en la parte interior al mismo tiempo. Ingenios para transportar calderos o vasijas de barro había en cantidades industriales, más o menos sofisticados o prácticos, así que no es plan de detallarlos uno a uno. Bástenos pues este ejemplo para tener claro que disponían de máquinas perfectamente válidas para este fin en concreto.
Un último ejemplo lo podemos apreciar a la derecha, también procedente del Códice Latino. En este caso se trata de una simple carretilla con travesaños para seis hombres. En su extremo tiene un aro donde se colocaba el pote lleno de porquería inflamable, y el puntal trasero era simplemente para mantenerlo horizontal y que no se derramase durante el avance. Que nadie cuestione la eficacia de estas armas, porque hablamos de un caldero o un pote que podría contener 50 litros o más de cualquiera de las tantas mixturas incendiarias al uso en la época. Bástenos imaginar los efectos de 50 litros de gasolina inflamados de golpe, y considerando que estas substancias a base de cal, brea, azufre y aceite de roca eran extremadamente virulentas y tardaban mucho más en consumirse.
En fin, dilectos lectores, con lo que hemos ido mostrando ya podremos tener una idea bastante clara del tipo de ingenios de que se valían antaño para propalar incendios a mansalva. Algunos incluso conservan su validez si nos apetece darnos un garbeo a casa de nuestro cuñado más abominable y deleitarnos un sábado por la mañana contemplando como se calcina envuelto en napalm medieval y berreando como un demonio sacado del abismo.
Bueno, vale por hoy, que jase una caló que me tié atosinao der tó, cohone...
Hale, he dicho
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