Varios soldados de caballería mostrando sus espadas modelo 1913. La foto nos permite apreciar el generoso tamaño del arma, así como su nada despreciable longitud |
El teniente Patton en sus comienzos |
Dilectos lectores, otro año que se va al carajo. Parece que fue ayer cuando exclamé esa misma frase pero, como digo siempre, el tiempo es el enemigo inexorable del hombre y, a medida que pasan los años, corre a más velocidad, maldita sea mi estampa. Bueno, cuestiones temporales aparte, ya sabemos que estas espeluznantes fechas navideñas se prestan para que los cuñados y demás familia política se nos incrusten en el sacrosanto hogar para arrasar con la despensa y la bodega, así que conviene tener material preparado para lograr que se les atragante el mazapán que devoran con fruición o, mejor aún, les de un chungo por una repentina subida de tensión y se los tengan que llevar a urgencias echando leches antes de que les estalle una arteria de sus mínimas seseras. Para lograrlo, nada como el tema de hoy: el sable de Patton. Sí, el Patton de siempre, el arrogante, despótico, belicoso, a veces estrafalario y con aires de mariscal prusiano George Smith Patton Jr. que, aunque pueda resultarnos extraño, fue el que diseñó la última espada reglamentaria para la caballería yankee, o sea, algo así como el Puerto-Seguro a la americana.
El cadete Patton en el año de su graduación |
Generalmente, es mucho más conocida la vida de este sujeto durante su intervención en la 2ª Guerra Mundial, donde se dedicó a pelearse con todo bicho viviente incluyendo aliados y colegas y a odiar a Montgomery como si fuera cuñado en primer grado, pero de sus andanzas durante su estancia en la academia de West Point y sus primeros pasos en la milicia ya no estamos tan versados a pesar de que, aunque no nos suene de nada, el furibundo George ya destacaba por aquellos tiempos. Obviamente no vamos a detallar pelos y señales su vida, de la que hay información sobrada en la red, sino solo de los hechos que lo llevaron a diseñar la espada modelo 1913 y a cambiar de cabo a rabo todos los conceptos teóricos u prácticos sobre el empleo táctico de la caballería y su arma reglamentaria del ejército yankee. Bueno, al grano...
Sable modelo 1860 |
En los albores del siglo XX, los mandamases del ejército decidieron que ya iba siendo hora de ir buscando un sustituto a su viejo sable modelo 1860 con el que habían hecho la guerra civil y masacrado mogollón de probos indígenas desuella-cráneos. En 1906 se aprobó un modelo que, básicamente, era igual al anterior con la diferencia de que las guarniciones eran de acero en vez de bronce. Los yankees habían preferido desde siempre el sable a la espada a pesar de que, como pudimos ver en las entradas dedicadas a la espada de caballería de línea, estas últimas eran mucho más eficaces a la hora de escabechar enemigos. Quizás porque durante su guerra particular con los malvados rebeldes esclavistas del sur la caballería no llegó a ser un arma decisiva y, del mismo modo, porque contra los indios era absurdo lanzar una carga ya que eran más contundentes las armas de fuego, el caso es que no contemplaban las tropas a caballo como en Europa, donde las unidades de caballería de línea resultaban devastadoras a la hora de romper las filas enemigas con sus cargas estribo contra estribo y armados con grandes espadas. Porque hay que tener en cuenta un detalle: el jinete que empuña un sable necesita espacio para golpear, lo que impide cargar en orden muy cerrado. De ahí que fuese el arma empleada por húsares y caballería ligera en general, cuyo uso táctico habitual era la exploración, como escaramuceros o para perseguir al enemigo en fuga.
El francés Mas Latrie (izda.) enfrentándose a Patton (dcha.) en las Olimpiadas de Estocolmo |
Bien, ese era el panorama en USA en aquel momento. Y mientras tanto, el inefable George se graduó en West Point en 1909 como 2º teniente de caballería. No fue un cadete especialmente brillante ya que alcanzó el puesto 46 de 103, pero lo que le faltaba de enjundia le sobraba de ímpetu. Su primer destino fue el 15º Rgto. de Caballería, acantonado en Fort Sheridan, en Illinois. Nuestro hombre no solo era belicoso y tal, sino un consumado deportista y un apasionado tirador de esgrima, afición que le venía de crío por su pasión por las armas blancas, así como de armas cortas y largas. Tanto era así que fue el primer militar yankee que tomó parte en unas Olimpiadas, concretamente las celebradas en Estocolmo en 1912 en la modalidad de penthatlon moderno, una competición que abarcaba cinco disciplinas: tiro con pistola a 25 metros, esgrima, natación en una distancia de 300 metros a estilo libre, carrera de caballos en 800 metros y una carrera de 4 km. campo a través. Quedó en 5ª posición de 42 participantes si bien logró el tercer lugar en esgrima al imponerse a un gabacho que en aquel momento era campeón del mundo. Como vemos, a George se le daba bien el tema de las espadas. Si no hubiera sido por su polémica actuación en la disciplina de tiro al blanco (usó un revólver del .38 en vez del .22 y perdió puntos que se colaron por el mismo agujero), donde quedó en el 21º puesto, habría vuelto al terruño con alguna medallita para enaltecer aún más su ego.
El teniente Patton, convertido de la noche a la mañana en el cerebro gris de la caballería norteamericana |
Tras su periplo olímpico decidió que lo aprendido en la academia estaba ya más trasnochado que Drácula, así que se propuso aprender a fondo las teorías europeas acerca del uso de la espada/sable de caballería aprovechando que en Estocolmo había conocido a los mejores espadachines del mundo. Así pues, aprovechando el viaje, conoció al sargento mayor Charles Cléry, maestro de armas e instructor de esgrima de la Escuela de Caballería de Saumur, en Francia, con el que pasó dos semanas ilustrándose a base de bien. Los yankees, fieles seguidores en tantas cosas de sus antiguos paisanos británicos (Dios maldiga a Nelson), habían adoptado desde siempre sus conceptos militares, y uno de ellos era el uso del sable en la caballería, o sea, un arma para herir de filo. Sin embargo, las enseñanzas de Cléry fueron totalmente reveladoras para nuestro hombre, y asumiendo que la caballería gabacha era la mejor del momento había tomado buena nota de cómo ya en su día el enano corso (Dios lo maldiga cienes y cienes de veces) había sido siempre un denodado defensor de la espada. Tenía claro que un sablazo mataba poco, pero una estocada medianamente bien colocada era fatal de necesidad, y al decir medianamente bien entiéndase una cuchillada en cualquier sitio del tronco ya que interesaría el corazón, los pulmones, el hígado o el estómago, todos puntos vitales aunque los efectos tardasen un poco más o menos en hacerse notar. El mismo enano insistía a sus jinetes en que no perdiesen el tiempo cortando, sino que diesen estocadas.
Postal coloreada que muestra una unidad de caballería en Fort Riley |
Dos guripas aprendiendo los rudimentos de la esgrima con sus espadas modelo 1913 |
Bien, así fue grosso modo como se gestó la adopción del modelo propuesto por Patton que, todo hay que decirlo, era un arma soberbia y muy bien concebida. Veámosla con detalle:
El largo total del arma era de 105,4 cm., de los que 89,5 corresponden a la hoja de doble filo, y su peso alcanzaba los 1.247 gramos. Como podemos apreciar, una larga acanaladura la recorre desde el recazo hasta 12 cm. antes de la punta. El ancho máximo es de 3 cm. y el espesor de 7,6 mm. En la unión con la cazoleta lleva un guardapolvo de cuero. Puede que algunos se pregunten qué sentido tenía fabricar una hoja de doble filo si estaba destinada a herir de punta. Había dos razones: una, para que siempre quedase la opción, caso de no quedar otro remedio, de poder herir de filo. La otra, más importante, para extraerla con más facilidad del cuerpo del enemigo. Había yankees, como pasa en todas partes, a los que las innovaciones les producían sarpullidos, y alguno que otro argüía que, en el momento de clavar, el encontronazo podía partir la muñeca o dislocar el hombro del jinete por no tener tiempo de extraer la hoja debido a la velocidad del caballo. Patton refutaba esa teoría alegando que el herido caería como un pelele, no solo por la herida, sino por el enorme empuje que suponía la punta de una espada con la energía cinética imprimida por caballo y jinete, por lo que bastaba tirar de ella a medida que avanzaba. No obstante, y para mayor seguridad e impedir que la hoja quedara trabajada, el filo y la mitad superior del contrafilo estaban afilados de verdad. O sea, que si te metían esa cosa por el pecho te seccionaba todo lo que pillara a su paso. Veamos la empuñadura...
Estaba formada por una cazoleta de acero de generosas dimensiones y provista de tres acanaladuras. Su grosor era de 1 mm. El lomo, que podemos verlo desmontado en la parte superior izquierda, era una pieza de acero cuadrillado donde se fijaba la hoja y la cazoleta mediante un tornillo. En un extremo podemos ver un óvalo destinado a apoyar el pulgar. Las cachas estaban fabricadas de caucho endurecido negro cuadrillado a razón de 13 rayas por pulgada, y se fijaban mediante dos tornillos pasantes. La forma bulbosa del extremo de la empuñadura facilitaba el agarre, equilibraba el arma e impedía que saliese despedida de la mano al clavar. Por último, alrededor del lomo podemos ver el fiador, una tira de cuero corrediza con dos trabillas del mismo material para ajustarla a la muñeca del jinete. Veamos a continuación las vainas...
La figura A muestra la versión de acero niquelado fabricada para oficiales y movidas castrenses donde había que salir guapos en la foto. La figura B es el modelo convencional del que se fabricaron tres versiones similares. Estaban hechas con madera de nogal tratada con aceite y albayalde, forrada con una capa de cuero y una más de lona impermeabilizada de color caqui o verde de tejido tubular para que no precisase de costura. Como vemos en ambos modelos, están provistas de un brocal- más grande en el modelo de tropa- y una contera, en ambos casos pavonados. Además, esta vaina podía usarse como mástil para las tiendas de campaña. Las figuras C1 y C2 presentan el aspecto del anverso y el reverso de la vaina provista de su atalaje para colgarla de la silla. El largo tirante que vemos fijado en el centro era para graduar la inclinación de la misma. Recordemos que los yankees, contrariamente a lo habitual en los ejércitos europeos, no llevaban la espada pendiendo de la parte trasera izquierda de la silla, sino cruzada bajo la pierna del jinete, en este caso la derecha en vez de la izquierda. Con dicho tirante la ajustaban hasta darle el grado de inclinación deseado. Por último, en la figura D vemos otra versión provista de una funda con una piqueta destinada a clavarla en el suelo para inmovilizar al caballo. Como accesorio disponían de una pequeña hoja de pala que usaba como mango dicha piqueta.
En la foto de la izquierda podemos ver a un penco militar con la silla, arreos y la espada tal como se ha explicado. No parece que fuese un sitio especialmente cómodo para desenvainar una espada de semejante tamaño y, por otro lado, me ha sido imposible localizar ningún dato o foto del lado opuesto de la silla que permitiera saber qué era lo que llevaba a la izquierda, aunque intuyo que, al igual que en el caso de los coraceros gabachos de principios del siglo XX, dejaban ese lado reservado a la carabina. Sea como fuere, en esa posición el jinete tendría que auparse sobre los estribos para poder sacar hacia adelante una hoja de casi 90 cm. de largo.
La espada resultó tan convincente que se ordenó a la Springfield Armory la fabricación de la misma, produciéndose entre 1913 y 1918 35.000 unidades. Las marcas de esta serie inicial podemos verlas en la foto de la derecha. En primer lugar vemos en el recazo las siglas del fabricante, S A flanqueando la bomba llameante del arma de artillería. Debajo aparece el año de fabricación. En la otra cara se punzonaba el emblema de los United States y el número de serie. Posteriormente y a raíz de la entrada en guerra de los yankees, entre 1918 y 1919, se encargaron otras 93.000 espadas a la firma Landers, Frary y Clark, que fueron marcados con las letras L F C y las fechas de 1918 o 1919, pero sin número de serie. Recordemos que en tiempo de guerra era habitual no dar pistas al enemigo sobre el origen, cantidad o fabricante del equipo militar.
En 1914, Patton redactó un pequeño manual de apenas 20 páginas titulado "Sabre Exercise" (Ejercicios con sable), donde aparecía un breve pero intenso programa de adiestramiento para la tropa en el que se instruía al personal en el manejo de la espada, tanto a pie como a caballo. Este manual fue reeditado varias veces e incluye incluso un modelo de maniquí para aprender a acuchillar con propiedad a los enemigos. El monigote tenía un cilindro de arpillera de unos 25 cm. de diámetro por 50 cm. de alto con una bolsa de arena colocada en el interior de unos 20 kilos de peso para que oscilara pero no volcara con las estocadas. El cilindro estaba relleno de paja bien prensada, y para fijarlo al suelo se aseguraba el soporte mediante piquetas. Aunque parezca fácil, lograr acertar en un blanco de ese tamaño aupado en un caballo lanzado a galope tendido requería de muchas horas de entrenamiento.
Por último, aquel mismo año y en respuesta a una solicitud de la Junta de Caballería, Patton propuso crear una prueba a modo de examen práctico para obtener una insignia que señalaba a los hombres especialmente diestros. Obviamente, esto no era más que un acicate para estimular al personal, que eso de lucir quincallería en la guerrera siempre ha gustado a los militares y emociona mucho a las señoritas en edad de merecer en los actos de sociedad. La prueba consistía en atacar diez monigotes satisfactoriamente y saltar un obstáculo de 5 pies de altura (152 cm) en un determinado tiempo. Solo los dos mejores clasificados de cada unidad podían obtener la anhelada chapa que los certificaba como matarifes de primera clase y la prueba solo se celebraba una vez al año, así que el personal se moría de ganas por pasarla exitosamente para lucir la dichosa chapa que, como vemos, está formada por una espada sobre la palabra swordsman (espadachín).
Sin embargo, y a pesar del interés mostrado por todos en general y por Patton en particular, su estupenda espada jamás llegó a entrar en acción. Durante sus conflictos con Méjico no hubo ocasión de propiciar alguna carga para darle un estreno adecuado, y cuando se largaron a la vieja Europa se encontraron con que las espadas ya solo valían para cortar boniatos. Las ametralladoras y la artillería se habían hecho las dueñas del campo de batalla hacia ya tres largos años. Y mientras tanto, más de 125.000 espadas empezaban a enmohecerse en las maestranzas militares hasta que en 1942 fueron declaradas obsoletas y dadas definitivamente de baja salvo contados ejemplares destinados a paradas y demás movidas castrenses. ¿Que qué fue de ellas? El destino que tuvieron no pudo ser más triste: sus hojas fueron troceadas para aprovechar el acero y fabricar cuchillos de combate como el que vemos en la foto, obtenido de un ejemplar fabricado por la Springfield Armory en 1918. Se fabricaron miles y miles de estos cuchillos con las formas más varipopintas que, como no podía ser menos, también son codiciados objetos de colección hoy día.
Patton durante la expedición punitiva contra Pancho Villa en 1916. Se quedó con las ganas de ver su espada en acción |
Bueno, no creo que se me haya olvidado nada especialmente importante, así que vale por hoy. Que les sea leve y escondan bien las llaves de la despensa.
Hale, he dicho
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