viernes, 11 de septiembre de 2020

¿Cómo se construía un castillo?


Nada mejor para ilustrarse acerca de los métodos constructivos empleados en la Edad Media que una visita al castillo de
Guédelon, en la Borgoña. Este peculiar proyecto, iniciado en 1997, se está llevando a cabo con los materiales, herramientas
y medios de le época, lo que lo convierte en un fiel reflejo del largo y penoso periplo que suponía levantar una de esas
moles pétreas que, sin embargo, vemos como se desmoronan poco a poco sin que a nadie parezca importarle mucho

Un amable lector me ha sugerido que no estaría de más un artículo sobre la construcción de fortificaciones y, ciertamente, tiene razón. Bien es verdad que se ha hablado con detalle de las diferentes técnicas constructivas, así como de sus diversas partes, todos los entresijos de los sistemas de defensa pasiva y, en cierto modo, podríamos decir que extrayendo determinadas partes de todos esos artículos podríamos deducir cómo y en base a qué baremos se construía un castillo, pero lo suyo es detallarlo englobándolo todo en un solo texto para hacerlo más comprensible, sobre todo para los que no se han leído las tropocientas entradas que se han dedicado a cuestiones castilleras en estos años. Así pues, y aprovechando que hace tiempo que no hablamos nada sobre las venerables piedras que enmohecen en nuestro vapuleado territorio, veamos cómo, cuándo y por qué se construía un castillo.

Un buen ejemplo de fortificación reciclada una y otra vez es el
alcázar de la Puerta de Sevilla, en Carmona. De origen
cartaginés, ha sido sucesivamente empleada y reformada por
romanos, visigodos, andalusíes y castellanos
Pero, en primer lugar, debemos hacer una concreción. En España tenemos, por decirlo de algún modo, dos tipos de castillos, a saber: unos, los construidos por romanos y cartagineses que, a lo largo del tiempo, han sido reutilizados por los que les sucedieron, o sea, visigodos, árabes y los descendientes de visigodos e hispano-romanos que solemos llamar cristianos. Y por otro, las construcciones ex-novo tanto árabes como cristianas cuya ubicación en el territorio era consecuencia del surgimiento de fronteras interiores que antes no existían. Así fueron apareciendo líneas fortificadas que, sobre todo por parte de los reinos cristianos, fueron avanzando hacia el sur gracias al empuje de los ejércitos que, poco a poco, fueron arrinconando a los otrora poderosos andalusíes hasta dejarlos confinados en el reino nazarí de Granada para, finalmente, echarlos en buena hora de nuestra piel de toro camino de sus puñeteros desiertos llenos de alacranes, serpientes venenosas y dromedarios. Por todo ello, nos centraremos en las construcciones ex-novo ya que las anteriores, de ignoto origen, eran mayoritariamente CASTRA donde las legiones destinadas en Hispania eran acantonadas durante décadas, o simples atalayas para controlar el territorio, pero no eran castillos tal como los conocemos.

LA ELECCIÓN DEL LUGAR

Una vez que se autorizaba la construcción de un castillo para controlar un determinado territorio, la orden militar o el noble al que se le encomendaba la tarea se tenían que dar sus buenos garbeos en busca del sitio más idóneo en función a la orografía del terreno. Por razones obvias, se prefería un lugar elevado a un llano para disponer del mayor campo visual posible, pero si lo más alto que había era una loma o poco más, pues se chinchaban porque eso les obligaría a construir un foso, un antemuro o ambas cosas. ¿Por qué? Porque si el castillo estaba en la cima de una montaña rocosa, el minado sería imposible. En un llano, salvo que por casualidad encontraran un afloramiento pétreo donde edificar, había que poner las cosas lo más difícil posible a los enemigos que, caso de atacarles, lo primero que harían sería abrir una mina o bien adosar máquinas de aproche como arietes o bastidas. El foso y el antemuro lo impedirían o, al menos, lo retrasarían tanto que podrían hacer que los sitiadores se tuvieran que largar con viento fresco si se quedaban sin vituallas o se les echaba el invierno encima.


A la derecha tenemos un ejemplo de castillo roquero totalmente inexpugnable que solo podía tomarse si la guarnición se rendía por falta de alimentos y/o agua. Se trata del castillo de Olvera, en la actual provincia de Cádiz y en su época en plena frontera del alfoz de Sevilla con la kora de Ronda, y además paso obligado para atacarse unos a otros sin piedad y darse estopa bonitamente. Como vemos, el castillo se yergue sobre un risco rocoso, ocupando toda la cima del mismo. Su acceso es por una intrincada y angosta escalera que hacía imposible subir a más de un par de hombres al mismo tiempo, y una vez arriba nada podían hacer para acceder al interior del recinto. Por su situación, era imposible minarlo, adosarle máquinas o lanzar escalas para intentar un asalto. Si se quería tomar solo había dos opciones: una, convencer al alcaide de que se largara en buena hora, lo que no solía ocurrir; y dos, sentarse a esperar a que el alcaide y su gente se comieran hasta las suelas de las botas o viesen el aljibe más seco que la sesera de un político. Si no se daba ninguna de esas opciones el castillo no caería.


Y ahí tenemos otro, esta vez en un llano. Se trata del castillo de Montalbán, en Toledo. Su defensa se apoya por el este en el profundo barranco por donde corre el arroyo del Torcón, mientas que el lado oeste tuvo que ser reforzado por un antemuro y dos potentes torres pentagonales en proa que actuaban como albarranas. Un castillo así era, por razones obvias, más difícil de defender. El antemuro podía ser vulnerado con relativa facilidad, pero hacía imposible la aproximación de máquinas a la muralla principal salvo que se abriera una brecha lo bastante amplia, lo que era casi imposible con los defensores batiendo a golpe de virote a los peones que se afanaban en demoler el antemuro. En todo caso, si los sitiadores disponía de un fundíbulo las cosas ya tomaban otro cariz porque uno de esos chismes podía, sin prisa pero sin pausa, abrir una brecha tanto en el antemuro como en la muralla sin tener que exponerse, resolviéndose todo en un asalto final.


Y por añadir un ejemplo más, veamos el castillo de Chinchilla de Montearagón, en Albacete. Este castillo fue erigido en un elevado cerro y, para complicar más las cosas a un posible atacante, le excavaron un profundo foso de unos 10 metros de profundidad. El cerro donde se asienta era relativamente accesible de cara a intentar un asalto ya que no es excesivamente empinado, pero el foso era una barrera infranqueable. Cavar una mina era inútil aunque la naturaleza de la piedra del lugar podría permitirlo, pero dicha mina jamás llegaría a la base de la muralla o una torre, sino que se vería encima con más de diez metros de roca que hacían de cimientos del edificio. Así pues, tendríamos otro caso de capitulación por hambre y/o sed o por vil alevosía del alcaide, pero sino, imposible.


Bien, con estos tres ejemplos podemos hacernos una idea de qué se tenía en cuenta a la hora de elegir el emplazamiento. Como es obvio, las posibilidades serían cuasi infinitas en base a la inmensa cantidad de suelos y zonas distintas pero, básicamente, lo explicado eran los baremos que prevalecían. No obstante, siempre había algunos factores más a tener en cuenta que podrían decantar por uno u otro lugar el emplazamiento del futuro castillo. Ante todo, la disponibilidad de agua. Y no ya por la posibilidad de construir una coracha de aguada que haría posible no quedarse nunca seco, sino para el desarrollo de la obra. El agua para los obreros siempre podría acarrearse en acémilas de la fuente o río más cercanos, pero la obra consumía mucha, sobre todo dependiendo del material a emplear. Había que rellenar paramentos, preparar mortero para los mismos si eran de mampuesto y mucho más si el material elegido era tapial. Otra cuestión muy importante era la proximidad de padrastros que facilitarían a posibles atacantes hostigarlos con máquinas de lanzamiento desde una altura igual o incluso superior. En ese caso, era cuasi obligado fortificarlos para impedir que fueran ocupados por una hueste enemiga, como el caso de la foto. Se trata de Alarcón (Cuenca), situada en una hoz del río Júcar que actuaba como foso natural, pero con toda la zona que se extendía al norte y el este del castillo y la población convertida en unos peligrosos padrastros que tuvieron que fortificar con las torres de Cañavate (círculo negro) y Alarconcillo (círculo blanco) por el lado norte y la torre del Campo (a la izquierda, fuera de encuadre) protegiendo el lado este. En fin, como vemos, elegir un sitio no era cosa baladí, y había que tener en cuenta muchos factores que, a la hora de la verdad, harían el castillo inexpugnable o una birria. 

LA ELECCIÓN DE OBREROS Y MATERIALES


Castillo de Hielo o Hierro, en Pruna (Sevilla). Fue construido con mampuesto
obtenido de la misma montaña de toba donde se yergue. En el círculo se ven
los cortes de donde se extrajo la piedra
El maestro de obras o alarife que se contrataba para la ejecución de la obra se encargaba de trazar la planta del edificio y elegir el material más adecuado que, por lo general, se basaba en dos premisas: el precio y la disponibilidad. Como se ha ido explicando en las entradas dedicadas a técnicas constructivas, la piedra bien escuadrada era el material más deseable por su solidez, pero también el más caro por precisar para su manipulación personal muy especializado que, obviamente, cobraba bien sus servicios. Pero por otro lado tenemos la disponibilidad del mismo, lo que no siempre sucedía. Ha habido castillos construidos con la piedra sobre la que se asentaba, mientras que en otros casos tuvieron la suerte de disponer de una cantera a una distancia razonable para transportarla a pie de obra. Pero de no haber material en las cercanías o no tener presupuesto para ello, había que optar por materiales más baratos como el mampuesto o, en último extremo, el tapial, mucho más barato pero también el más débil y el que requería de más mantenimiento. Este último solía ser el preferido por los alarifes andalusíes, mientras que los cristianos eran más dados a la piedra. En todo caso, para elaborar un mampuesto careado no había que recurrir a canteros ya que cualquier albañil se daba maña para ello.


Distintos tipos de operarios. Como vemos, no se
diferencian en nada de los actuales albañiles salvo
en la indumentaria y en que no pierden horas de
trabajo con los jodidos móviles
Pero en la construcción de un castillo no solo intervenían albañiles, sino un pequeño ejército de especialistas, cada cual experto en lo suyo. Así, a lo largo de la obra tenían que intervenir, además de los albañiles, los siguientes artesanos:

1. Canteros para elaborar la sillería de vanos, bóvedas, gorroneras, escalones y cualquier parte que necesitara una piedra bien labrada aunque el edificio fuera de mampuesto ya que, en ese caso, las esquinas de las torres se solían reforzar con sillares bien escuadrados. Del mismo modo, podían encargarles determinados elementos defensivos como ladroneras, buzones, aspilleras, troneras, etc.

2. Carpinteros para fabricar las cimbras sobre las que se apoyaban dinteles y bóvedas, además de la construcción de puertas, ventanas, alamudes, vigas, jácenas y, por supuesto, puntales, andamios y maquinaria necesaria para la obra como grúas o polipastos. Si el castillo era de tapial tendría además que fabricar los cofres y agujas para las tongadas de mortero.

3. Cordeleros para todo el cordaje necesario para andamios, grúas, etc.

4. Herreros para la forja de clavos, flejes, bisagras, goznes...

5. Tejeros para la fabricación y colocación de tejas, con las que además se construían las conducciones que recogían el agua de lluvia para los aljibes. Además, fabricaban los ladrillos para cerrar las bóvedas, toba para las solerías, etc.

6. Si el castillo se construía en un clima frío, en vez de un tejador se buscaba un pizarrero ya que el agua acumulada entre las tejas las reventaba cuando se congelaba.

7. Caleros, sin los cuales era imposible la elaboración del motero.

8. Muleros y boyeros para el acarreo de materiales en recuas de acémilas o carros. 


MAGISTER PETRVM trazando un arco sobre una capa de
yeso. Estos probos picapedreros guardaban sus secretos
con más celo que la honra de sus hijas
Grosso modo, estos serían los artesanos y operarios imprescindibles, todos ellos acompañados de sus respectivas cuadrillas de peones, oficiales y aprendices. Los salarios se acordaban con el alarife, y generalmente se pagaban semanalmente. En el caso de los canteros, trataba con el MAGISTER PETRVM que, a su vez, se encargaba de pagar a su gente. Los canteros trabajan aparte en sus logias en el sentido de que les encargaban tantos sillares para tal cosa, otros tantos para lo que fuere y se limitaban a labrarlos independientemente del ritmo de la obra. Cada sillar llevaba unas marcas que indicaban al albañil la posición en que debía colocarlo y, tras completar el encargo, se largaban a otro sitio en busca de trabajo aunque en la obra aún no hubiesen levantado medio metro de muralla. No debe extrañarnos esta forma de trabajar ya que los canteros terminaban sus encargos con precisión milimétrica y, a lo sumo, alguna pieza podría requerir un pequeño ajuste que cualquier albañil solventaba sin problema. No obstante, si el castillo se labraba íntegramente con piedra había que recurrir a varias cuadrillas que se pondrían sumamente contentitos ya que tendrían trabajo para diez, veinte o más años, dependiendo del tamaño de la fortificación. En aquella época el personal tenía tantos problemas como nosotros, pero el paro no era precisamente uno de ellos.

COMIENZA LA OBRA


Albercas ya casi cegadas del castillo de Cote (Sevilla). El agua más
próxima está a kilómetros de distancia
La disponibilidad de agua marcaba también qué sería lo primero en construirse. Si no había cerca un río o un manantial cabían dos opciones: una, cavar un pozo si el terreno lo permitía. Y dos, labrar el aljibe en primer lugar o, al menos, una alberca donde recoger el agua de lluvia. La espera para ver la alberca llena se invertía en ir haciendo acopio de materiales, carear el mampuesto, preparar la cal o traerla de los hornos más cercanos, talar la madera necesaria, que era mucha, y esperar a que se secara, etc. No olvidemos un detalle, y es que el tiempo en la Edad Media transcurría más despacio. Hoy día pasamos por una calle donde vemos que han comenzado a derribar un viejo edificio, pasamos al cabo de una semana y ya van por la tercera planta de un edificio nuevo. Volvemos a pasar al cabo de un mes y ya hay hasta tiestos de geranios en las terrazas. En la Edad Media eso era ciencia-ficción. Desde que se decidía iniciar la obra hasta que comenzaba podían pasar un año o dos solo dedicados a los preparativos para una obra que podía durar décadas. Un carro tirado por bueyes con un cargamento de madera invertía un par de días en recorrer los 3o km. que un camión recorre actualmente en apenas 20 minutos. En fin, no hay comparación posible, y es absurdo plantearse prisas en una época en que la gente veía crecer la hierba.


Castillo de Fafetar, en Espera (Cádiz). Lo abrupto del terreno obliga a
circular por los adarves si bien aprovecharon los huecos entre las peñas
para construir dependencias interiores
En cualquier caso, una vez solventada la cuestión acuática, antes de empezar era preciso nivelar el terreno en lo posible. Sí, muchos me dirán que en tal castillo no se puede apenas caminar porque los afloramientos rocosos hacen el interior intransitable pero, como podremos ver a medida que visitemos castillos por España o la Europa toda, jamás veremos dos que se parezcan. Bien por falta de medios, de dinero, o porque la roca sea dura como una ídem, pues esos incómodos pedruscos se dejaron tal cual los vemos ahora. Igual no era preciso eliminar esos afloramientos porque la guarnición del castillo sería mínima y con un poco de espacio libre les bastaba pero, sea como fuere, lo más habitual era allanar y nivelar el terreno donde se iba a edificar. En el caso de los castillos roqueros, se empezaba colocando hiladas de mampuesto o sillarejo en los bordes del risco para sustentar a la muralla que se construiría encima, no dejando espacio ni para apoyar un pie con el fin de impedir la aproximación de un enemigo salvo que fuese el Hombre Araña. Tras nivelar el suelo o, al menos, las zonas donde se iba a construir- léase muralla y torres-, el alarife marcaba el contorno exacto con cordeles y, a partir de ahí, los albañiles acometerían la construcción de los paramentos.


Torre del homenaje del castillo de Setefilla (Lora del Río, Sevilla), sede
del bayliato hospitalario de Septefilla. Obsérvese el migajón en el hueco
de la derecha, así como los mechinales para los andamios y los restos del
revoco que cubría el edificio para protegerlo de las inclemencias del tiempo
Como recordaremos, se construían dos paramentos paralelos que iban siendo rellenados con un migajón a base de tierra con cal, restos de cantería y/o de cerámica procedente de las piezas que se rompían o salían mal cocidas en los alfares. Básicamente, era un trabajo exactamente igual que el realizado por un albañil moderno cuando labra un muro o una citara, con la diferencia de que el moderno usa ladrillos y el medieval cantos que adaptaban a su lugar con mortero y ripios. El ritmo de la obra avanzaba en función del tiempo de fraguado del mortero, que en el caso del elaborado con cal era más lento que el de los cementos actuales. Por ejemplo, para rellanar los paramentos había que esperar a que el mortero estuviera bien seco ya que, de lo contrario, la presión del migajón podía reventarlo. Una vez que el alarife daba el visto bueno era cuando se vertía en su interior el material que se colmataba a base de pisones y agua.


Otra imagen del castillo de Guédelon con los currantes dedicados a sus
quehaceres. Como es evidente, una nevada que ya no dejaba ver el suelo
hasta la primavera o semanas de lluvia constante hacían impracticable
las obras, aparte de unas temperaturas que helarían a un oso con sobrepeso
Sin embargo, a diferencia de nuestros tiempos, la llegada del otoño o el invierno detenía la obra. El personal, que por lo general vivía allí mismo en chozas si la distancia a la población de donde provenían hacía inviable ir y venir a diario, no podía permanecer en el tajo con lluvias, nevadas y unas temperaturas gélidas. Por otro lado, había que dejar pasar una temporada para que los morteros fraguasen en condiciones antes de seguir añadiendo peso. Hablamos de muchas toneladas que debían mantenerse enhiestas sin que se produjeran grietas o fallas que, de forma inesperada, tuviera lugar un colapso o una muralla debilucha que se vendría abajo en cuanto le acercaran un ariete o un fundíbulo le acertase un par de veces con bolaños de diez o veinte quintales. Así pues, cuando la estación cambiaba y, además, las horas de luz disminuían de forma notable, el personal se largaba a su casa a pasar la invernada apaciblemente dedicándose a otras cuestiones hasta que con la llegada de la primavera se retomaban las obras. Y así año tras año mientras que las torres y murallas iban ascendiendo poco a poco, sin prisa pero con las pausas necesarias nada más. Ojo, había ocasiones en que las obras se detenían porque se acababan los dineros y no se retomaban hasta que se llenaba de nuevo la hucha. Aunque se tiene una imagen- errónea por supuesto- de que en la Edad Media el personal estaba esclavizado y obligado a trabajar por un mendrugo, eso es el enésimo bulo que por repetido se tiene por cierto. Los pagos eran al contado. Eso de 30, 60 y 90 no se había inventado. Si no había pasta, el tejero, el calero, el cordelero el carpintero y demás personal no arrimaban ni media arroba de material. Y si no había pasta los albañiles, canteros y acemileros se quedaban mirando al infinito como diciendo "vas listo, Calixto". O sea, que de esclavos nada. La gente trabajaba a cambio de su salario, y si no había salario no trabajaban ni los cuñados del futuro alcaide.

LOS TOQUES FINALES


Maqueta del castillo de Frías (Burgos), donde se ven las dependencias
interiores que no han llegado a nosotros
Antes de que el recinto estuviera totalmente terminado podía ser guarnecido. Bastaba con que la muralla y las torres tuvieran su parapeto almenado y una buena puerta impidiera el paso a los extraños. Pero, ¿qué faltaría por construir para dar la obra por concluida?

1. En base al número de efectivos de la guarnición sería necesario labrar quizás un aljibe de mayor tamaño, desechando la hipotética alberca que se fabricó para disponer de agua para la obra. El aljibe podía llevarse años si había que excavarlo en la roca, y más de una y más de dos veces me he quedado con la jeta a cuadros imaginando cómo leches pudieron sacar varias decenas de metros cúbicos de piedra a golpe de cincel  y maceta.


Otra maqueta que nos muestra el interior de un castillo, el de Sesimbra
(Portugal) en este caso. Actualmente nos encontraríamos el patio de armas
totalmente diáfano. Osérvense los paramentos enlucidos y encalados
2. Las dependencias para la guarnición. Por lo general se construían de madera, un material barato y de fácil mantenimiento. Por eso vemos los patios de armas vacíos en muchos casos ya que dichas dependencias desaparecieron hace siglos a causa de la carcoma, la humedad o un simple incendio fortuito. En otros castillos se construían de fábrica, y es fácil ver el arranque de los cimientos. ¿Que por qué no existen actualmente? Pues porque eran simples muros que se han ido cayendo solos a medida que el mortero que los sustentaba se ha ido desgranando por causa del meteoro, nada más. Si un edificio moderno requiere mantenimiento, los medievales también y, cuando dejaron de ser útiles allá por el siglo XVI, pasaron de ser gallardos castillos a edificios abandonados reciclados en rediles para el ganado y suministro de materiales de construcción gratuitos.

3. A estas dependencias debemos añadir la cocina, un horno, almacenes para las provisiones, graneros, corrales, etc. Los castillos eran por lo general autosuficientes tanto en cuanto estaban muy aislados y, por otro lado, un día había que cerrar la puerta y no se podía volver a abrir hasta que unos señores muy violentos que pretendían apoderarse de él se largaban aburridos de esperar a que les abrieran.


Bien, este sería el proceso de construcción de un castillo. Obviamente, se ha explicado de forma muy generalizada ya que cada uno tenía mogollón de pormenores pero, básicamente, la pauta habitual era la que hemos narrado. Con todo, muchos se dirán que los que han visto no cuadran con lo que se ha detallado aquí, pero deben tener en cuenta varios factores. El principal radica en los cambios sufridos a través del tiempo. Unos fueron simplemente abandonados y los siglos se han encargado de derribar torres y muralla, así como de cegar fosos y aljibes de los que, aparentemente, no queda ni rastro. Otros fueron reaprovechados para los fines más variopintos, desde graneros comunales a prisiones locales, por lo que en mayor o menor medida fueron adaptados para esos fines. Otros permanecieron en poder de sus dueños y, con el tiempo, los fueron modificando para que siguieran siendo habitables. Eso lo vemos en los castillos de la brumosa Albión (Dios maldiga a Nelson), en Italia, en Centroeuropa o en Francia (Dios maldiga al enano corso). Por el contrario, los castillos españoles fueron mayoritariamente recintos militares que cuando perdieron su utilidad solo suponían un gasto inútil. Los nobles hispanos prefirieron vivir en palacios edificados en las poblaciones, y no en mitad de un bosque en la gran puñeta. Con todo, el sistema seguido en su construcción inicial no difería del que se ha explicado hoy. Valga como ejemplo el que vemos a la derecha. Se trata del castillo de los Von Elz, típico castillo palaciego de Alemania que, aunque originario del siglo XII, lleva en uso desde esa época. Ya podemos imaginar los cambios que ha sufrido a lo largo de ocho siglos a manos de las 33 generaciones de tedescos que lo han ocupado.

En fin, criaturas, supongo que les habrá quedado claro cuál era el proceso que se seguía para edificar un castillo. Los que deseen profundizar en los detalles pueden pinchar en las etiquetas "PARTES DEL CASTILLO" y "TÉCNICAS CONSTRUCTIVAS", donde tienen lectura para varios días y adquirir conocimientos sobrados para inducir al suicidio a sus cuñados en la primera visita que hagan a cualquiera de nuestras augustas fortificaciones. 

Bueno, se acabó lo que se daba. Hora de merendar, amén.

Hale, he dicho

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