Como es habitual en mi persona, la cercanía del cambio de estación me sume en un estado de desidia y apoltronamiento que me impiden devanarme la sesera con cuestiones enjundiosas. La musa toma las de Villadiego, la butaca me abduce y mi mente se aletarga a la espera de que un repentino chispazo que, a modo de pseudo-big bang a escala unipersonal, me reactive y pueda recuperar mi ritmo habitual. Por lo tanto, y como suelo hacer en estos casos, pues recurro a alguna entrada sobre curiosidades curiosas o, como haré en esta ocasión, a otro articulillo de opinión para pasar página con lo del COVID, que creo ya estará más que leído por los que me siguen con regularidad. Lo que me ha llevado a traer este tema a colación es la inquietante situación de Ucrania, que creo que da para una pequeña filípica sobre la guerra. Pero no, no se me revuelvan inquietos en sus poltronas porque no voy a disertar sobre los motivos que empujan al inefable Vladimiro a liarla parda como si de un antiguo camarada secretario general del partido se tratase, sino que trataremos sobre la guerra en sí, uséase, como fenómeno intrínseco al hombre y algunos primos cercanos más evolucionados como los chimpancés, que para su desgracia también llevan en su acervo genético eso de darse estopa de forma sañuda e inmisericorde. Bien, dicho esto, comencemos...
La guerra es por desgracia algo tan cotidiano que lo vemos tan natural como odiar a los cuñados o echar una meada antes de irnos a planchar la oreja. Todos, y digo todos sin excepción, no hemos parado de oír hablar de guerras desde que nos alcanza la memoria. Los que ya peinen canas o no peinen nada llevan toda su vida al tanto de los odios incurables entre hebreos y palestinos, pasaron la infancia con los telediarios abriendo los titulares con la guerra de Vietnam, y la adolescencia con los conflictos en Irlanda del Norte y las guerrillas y paramilitares que hicieron estragos en Centro y Sudamérica. Les llegó la juventud con las movidas de los soviéticos en Afganistán, las chulerías de Sadam Husein y la desintegración de Yugoslavia, hechos estos que, aunque parezcan que ocurrieron ayer, han pasado ya más de 30 años desde que tuvieron lugar. Finalmente, van camino a la tercera edad con Vladimiro queriendo devolver a la Santa Madre Rusia su antiguo esplendor y los chinos despertando al dragón. Por ello vemos la guerra como parte de nuestras vidas. Es un suceso que no es suceso porque es más recurrente que las primeras comuniones en el mes de mayo, y a los que afortunadamente no nos toca vivirla en nuestras propias carnes hace mucho que no nos altera el pulso. Desgraciadamente, hemos visto ya tantas imágenes del horror que nos pone los pelos de punta ver a un fulano patear a un chucho porque se ha meado en la rueda de su coche, pero nos quedamos indiferentes ante la visión de decenas de cadáveres calcinados por el napalm o de restos humanos esparcidos en una calle de Kabul o Bagdad.
Y precisamente porque la guerra es algo tan cotidiano, colijo que nunca nos hemos parado a pensar en dos cosas bastante chorras, pero que son a mi parecer las que contienen la enjundia de los conflictos armados, a saber: ¿qué las provoca y quiénes les sacan provecho? Vayamos por partes...
Obviamente, los primeros enfrentamientos entre humanos estuvieron motivados por las mismas razones que entre otros bichos: la supervivencia y el aprovechamiento de los recursos naturales, es decir, la disponibilidad de alimento y agua. Aquí no ha lugar al entendimiento o la posibilidad de unirse para que ambas partes puedan compartir lo que haya disponible, sino que prima exclusivamente el egoísmo. Nadie se plantea llegar a un territorio ocupado por otro grupo de humanos y estudiar cómo aunar esfuerzos para sacar el máximo rendimiento de los recursos disponibles, permitiendo la supervivencia de todos. No, nada de eso. Cuando se llega a un territorio aprovechable que ya esté ocupado no se dan ni los buenos días. Antes que eso se empuña el pedrusco, el palo afilado y se intenta liquidar a los habitantes del territorio mientras que estos, como es lógico, hacen lo propio para defenderlo. El humano, al ser un bicho extremadamente inteligente, sabe buscar la forma de compensar su falta de efectivos o de fuerza física ante un grupo enemigo superior, por lo que inventa armas cada vez más eficaces. Por otro lado, su propia inteligencia le hace pensar que su estrategia es acertada, y no dudará en llevarla a los últimos extremos con tal de salirse con la suya. Solo la aniquilación de uno de los bandos dará término al conflicto. Otros animales, menos inteligentes pero más pragmáticos, entienden de inmediato que su enemigo es superior y que hacerle frente carece de sentido, por lo que optan por darse por vencidos en cuanto ven que no podrán apoderarse o echarlos de su territorio. Se resignan y se largan en busca de otro asentamiento. Pero el humano no se resigna hasta que esté prácticamente al límite, y en muchos casos no duda en inmolarse con tal de no dar un paso atrás. Una estrategia suicida, pero somos así de imbéciles.
Este, y no otro, es el origen de las guerras y, aunque permanezca oculto tras las ideologías y los politiqueos, sigue siendo el motivo de las actuales. La diferencia es que ya no luchamos por adueñarnos de un manantial o un bosque lleno de frutales y animalitos que matar y devorar, sino por apoderarnos o controlar los recursos que mueven el mundo: la energía en cualquiera de sus formas, las vías de comunicación que facilitan el comercio, las nuevas tecnologías y, aunque hace años sonaba a ciencia ficción, el espacio, que hemos atiborrado de satélites que nos permiten tener una vídeo conferencia con la parienta desde el otro lado del mundo, llevar a cabo una operación bursátil que nos hará multimillonarios en dos minutos desde un iglú en la Antártida o escribir chorradas en un blog que leerán ciudadanos de todo el mundo preguntándose quién carajo será el español ese cuyo verdadero nombre nadie conoce y cuya jeta siempre permanece oculta tras el yelmo Maciejowski de su avatar. Por cierto que, contrariamente a lo que los agoreros de siempre piensan sobre el fin del mundo- meteoritos, maremotos, ira de Dios, apocalipsis zombis y similares- el fin de nuestra civilización no tendrá lugar porque una roca sideral del tamaño de la provincia de Burgos se estampe contra el planeta ni nada parecido, sino el día en que se colapse internet y nadie pueda siquiera comprar un cuarto de mortadela con aceitunas porque los datáfonos estarán muertos y los bancos bloqueados, y como nuestros eximios gobernantes lo confían todo a la digitalización para controlar en qué gastamos hasta el último céntimo, no habrá dinero en efectivo y habrá que usar el maldito esmarfon hasta para comprar un cucurucho de altramuces.
Sin embargo, si nos paramos a analizar todo lo dicho hasta ahora, hay un detalle que siempre se nos pasa por alto. Sí, de acuerdo en que la guerra está motivada por un supuesto afán de supervivencia pero, ¿quién nos induce a hacer la guerra? Nadie clama por ella. Nunca un grupo se ha manifestado de forma unánime y simultánea por iniciarla. Antes al contrario, los miembros del grupo de humanos tienen o suelen tener opiniones opuestas o, al menos, opiniones distintas en cómo se debe llevar a cabo la guerra en ciernes. Unos no querrán arriesgarse, otros no lo tienen claro del todo y otros, los más decididos, no dudan en que es necesario embarcarse en un conflicto incluso siendo de dudoso resultado. Cada humano expondrá sus razones y, analizadas una por una, todas serán igual de válidas, pero así no se puede empezar una guerra. Para ello hace falta una voz que es la que se las ingenia para aunar las voluntades, enfervorizar a los dudosos, callar a los negados y exaltar a los convencidos. Es el líder.
Entre los humanos, el líder es un espécimen especialmente peligroso. No es como el lomo plateado de un clan de gorilas o el macho alfa de una manada de leones. Esos basan su liderazgo en su fuerza física, y cuando esta les mengua con la edad viene un aspirante más joven, les da una soba de muerte, los expulsa y por ahí te pudras. Por el contrario, el líder humano basa su capacidad en su inteligencia aunque sea un alfeñique que no tenga ni media hostia. El líder es manipulador, persuasivo, demagogo... sabe qué es lo que tiene que decir porque sabe qué es lo que los miembros del grupo de humanos quiere oír. Es capaz de intuir lo que cada miembro del grupo desea para sí, cuáles son sus fobias y sus filias y, lo más importante, sabe cómo convertir a los miembros del otro grupo en seres despreciables y enemigos acérrimos aunque no haya habido ofensa previa. Como ya sabemos, la mejor forma de sumar voluntades es crear un enemigo común acompañado de un agravio porque lo que más une a los humanos es el odio, no el amor. Esa táctica es tan antigua como el hombre, y es tan eficaz que aún se usa y sigue surtiendo efecto como vemos a diario. Uno de los ejemplos más conocidos y cercanos en el tiempo sería el ciudadano Adolf, un sujeto gris, sin oficio ni beneficio y que no había destacado en nada, que se despertó un día dándose cuenta de que tenía un pico de oro y le bastó señalar a un enemigo- los hebreos- y un agravio- el Tratado de Versalles- para hundir a una de las naciones más cultas y avanzadas de Europa en una vorágine de terror y acabar en la aniquilación total. De ahí surge entonces la gran pregunta: ¿no se da cuenta la gente de cómo es manipulada por el líder y son capaces de dar la vida por él si saber en realidad qué gana con ello? Pues parece ser que no. Somos muy listos, pero extremadamente gilipollas y manipulables.
¿Y trae cuenta ser líder? Si damos un repasillo a la historia, una mayoría de los líderes que en el mundo han sido se han convertido en el objetivo de otros aspirantes a líder o han acabado muertos por sus liderados cuando estos se han hartado de soportar su liderazgo. Los menos son los que han llegado al fin de sus días apalancados apaciblemente en sus piltras. Ojo, no confundir palmarla de viejo con palmarla de viejo siendo venerados por sus liderados. Muchos han entregado la cuchara sintiendo el implacable peso del odio sobre sus testas, y no pocos han finiquitado precisamente por no poder soportar el rencor de la gente. No obstante, sentirse el líder actúa como una droga, y a pesar de los riesgos que conlleva no son suficientes para amilanar a los más denodados candidatos a ser los que corten el bacalao. ¿Qué es entonces lo que mueve al líder? Ante todo, el poder, y tras el poder, el dinero. Sin embargo, muchos líderes no necesitaban riquezas porque ya las tenían antes de aspirar al mando, por lo que es evidente que prima ante todo el deseo de poder. Marañón lo describió de forma magistral en la biografía que dedicó al conde de Olivares, el todopoderoso valido de Felipe IV que, obviamente, nació con el riñón bien cubierto. Pero a Olivares lo que le motivaba era, como dice el subtítulo de la obra del insigne galeno, "la pasión de mandar".
El bueno de Don Gaspar podría haber llevado una apacible vida en sus vastas posesiones en el alfoz de Sevilla, donde su linajuda familia había acumulado fértiles tierras y dominios como pocas casas nobles en España. Podría haber pasado su existencia rodeado de innúmeras fanegas de olivar que dieron nombre al solar de su linaje y dedicar su tiempo a echar broncas a los criados y administradores de su casa si veía que le sisaban más de la cuenta, contar el oro y la plata de sus rentas y hacer suntuosas donaciones a la Iglesia para asegurarse un trato de favor cuando San Pedro le pidiera el currículum. Pero Don Gaspar tenía espíritu de líder, y en vez de darse la vidorra padre en su palacio de Olivares prefirió trabajar como un mulo en la corte, actuando como rey en la sombra y soportando toda clase de cabreos, disgustos, angustias y odios con tal de mandar para, al final, caer en desgracia y verse en su palacio de Loeches convertido en una triste sombra de lo que fue y, finalmente, acabar desterrado en Toro por obra y gracia de los innumerables enemigos que se había granjeado a lo largo de su valimiento e incluso en el punto de mira del Santo Oficio hasta su deceso con solo 58 años. Obviamente, pagó muy cara la privanza el Guzmán, y ser líder no le reportó otra satisfacción más que mandar.
Bien, la pasión de mando es la que junto a la acumulación de riqueza empuja al líder a organizar una guerra tras otra y, por ende, a empujar a la muerte y la destrucción a miles, cuando no millones, de personas. No dudan en recurrir a unos argumentos más sobados que una teta de vaca frisona, pero la gente sigue sin querer darse cuenta de que los manipulan con los mismos mantras una y otra vez sin solución de continuidad. El líder, ya sea por vocación o por nacimiento, recurre a exaltar las virtudes- reales o no- de sus liderados para enardecerlos y empujarlos al holocausto. Apela al valor y al orgullo para, a continuación, sacar a relucir el agravio.
-¡Somos un gran pueblo al que Fulano ha humillado! ¡Debemos destruir a Fulano! ¡Un pueblo de valientes como el nuestro no puede permitir que unos caguetas como los vecinos se nos pongan chulos!- exclama el líder ante la masa expectante.
-Pero, oiga... ¿en qué nos han chuleado?- pregunta el aguafiestas de turno.
-¡Cobarde, traidor!- replica el líder con las palabras mágicas que callan a cualquiera para no ser estigmatizado para siempre- ¡Tenemos que anticiparnos a los vecinos para que sepan que no se pueden poner chulos con nosotros!
-Pero habría que esperar a ver si se deciden a ponerse chulos, ¿no?- musita el aguafiestas en un postrero intento por evitar el desastre.
-¡Esa es la típica actitud del cobarde!- brama el líder señalándolo con dedo acusador y viendo satisfecho que algunos de sus liderados empiezan a cabrearse con el aguafiestas- ¡No tienes derecho ni al aire que respiras, cacho mamón!
Y ahí se termina el debate. El aguafiestas será encarcelado por derrotista y el resto de liderados partirán a la guerra a palmar porque el líder no puede tolerar que los vecinos se le pongan chulos aunque en ningún momento hayan manifestado la intención de chulearle. Es bastante básico, pero es así. Más aún: la inmensa mayoría de las guerras, por no decir todas, no han estallado por un deseo unánime de un pueblo, sino por el interés de un líder y, a lo sumo, de la élite política y militar que lo sustenta en el poder. Si consultamos la Gran Enciclopedia de la Guerra en 50 tomos, 18 apéndices y 23 sueltos, creo que solo encontraremos guerras motivadas por el ansia de poder de un líder, no porque un pueblo necesitase imperiosamente hacer la guerra a sus vecinos. La guerra, al cabo, es carísima, cuesta muchos recursos, vidas humanas y produce dolor y miseria incluso en los vencedores. Un par de ejemplos chorras, pero muy ilustrativos: la deforestación que sufre la maldita Albión (Dios maldiga a Nelson) y de la que aún no se ha recuperado tuvo su origen en las cantidades ingentes de bosques talados para enviar la madera al Frente Occidental durante la Gran Guerra para entibar trincheras. La misma deforestación que padece España se originó por la imperiosa necesidad de mantener su poderío naval. La construcción de un buque, ya fuese mercante o de guerra, se llevaba una media de 10.000 árboles como mínimo. Multipliquen esa cifra por los miles de barcos que salieron de los astilleros españoles hasta el final de nuestro imperio, cuando hacía poco que el hierro había empezado a sustituir a la madera. Lógicamente, a esa tala masiva debemos sumar la necesidad de aumentar la superficie de tierra cultivable, pero lo cierto es que miles de hectáreas de bosque desaparecieron para siempre para acabar pudriéndose en las trincheras de Flandes y en el fondo del mar.
Así pues, ya vemos que las guerras son unos eventos que, además de desagradables y caros, pueden ser totalmente prescindibles siempre y cuando no haya un líder que se levante oyendo voces o con ganas de aumentar su influencia y su poder. Más aún, muchas guerras se han organizado para crear una cortina de humo cuando los liderados empiezan a cuestionar el liderazgo del líder, y para ello nada mejor que desviar la furia del personal hacia el enemigo creado y el agravio inventado, fórmula que por sistema siempre funciona de maravilla. Veamos algunos ejemplos clamorosos si bien no entraremos a fondo en la enjundia de cada uno ya que para eso tenemos la Gran Enciclopedia de la Guerra en 50 tomos, 18 apéndices y 23 sueltos.
Guerras del macedonio Alejandro, hijo de Filipo. El inmortal y heroico Alejandro no era más que un megalómano con más complejos que un enano jugando en la NBA y totalmente obsesionado con superar la gloria de un padre al que detestaba. Dedicó su breve existencia a conquistar territorios que no suponían ninguna amenaza para Macedonia simplemente por el afán de crear un imperio que pasase a la historia hasta que sus mismas tropas se negaron a seguirle, lo que le costó un berrinche de aúpa por sentirse traicionado. Su liderazgo solo sirvió para producir miles de muertos, miles de viudas y miles de huérfanos en ambos bandos. Su flamante imperio duró lo que su vida, ya que cuando murió sus diádocos se dedicaron a sacarse las tiras de pellejo para trincar su parte del botín.
Guerras civiles en Roma. Un auténtico concurso de egos a ver quién la tenía más grande. Sila contra Mario. César contra Pompeyo. Marco Antonio contra Octavio Augusto. ¿Fueron en bien de Roma? Y un carajo. Fueron para que Sila se convirtiera en dictador vitalicio, César en dictador cesado por las bravas y Augusto en pseudo-rey, y encima para ser sucedido por una banda de trastornados mentales de todo tipo: Tiberio, Calígula, Clau-Clau-Claudio y Nerón, enviado al paro perpetuo por Galba que a su vez fue despedido sin indemnización por Otón, que decidió auto-asesinarse tres meses después antes de caer en manos de Vitelio, que igualó el récord de brevedad de su antecesor tras ser fileteado por los partidarios de Vespasiano, etc. En fin, décadas de guerra para que una serie de líderes ejercieran el liderazgo sin que en ningún momento se pudiera decir que esos conflictos revirtieran en beneficio de los liderados.
Guerra de los Cien Años. La más larga de la historia. De hecho, duró 116 aunque como eso de Guerra de los Ciento Dieciséis Años suena rarito redondearon a la baja. Duró desde 1337 a 1453. ¿El motivo? Satisfacer el ansia de poder de una única persona, Eduardo III de Inglaterra. La prole viril de Felipe IV de Francia (Dios maldiga al enano corso) se fue al hoyo sin ir dejando descendencia, heredando finalmente la corona el hijo de su hermano Carlos de Valois, Felipe VI. De la progenie del hermoso Felipe el Hermoso solo dio fruto su hija Isabel, casada con Eduardo II de Inglaterra que, aunque un poco bastante homosexual, fue capaz de sembrar en ella. Su hijo, Eduardo III, consideró que el trono francés le correspondía por herencia materna, pero en Francia imperaba la Ley Sálica que impedía reinar o transmitir a las hembras, por lo que Felipe VI se hizo con el poder mientras que su sobrino decidía hacer valer sus derechos. Esta guerra empujó a dos reinos a un conflicto interminable que ya pueden imaginar lo que costó, y todo porque al inglés se le metió entre ceja y ceja ostentar dos coronas.
Guerras Napoladrónicas. Qué decir del abominable enano corso, el Hitler del siglo XIX que sumió a toda Europa en una vorágine de muerte y destrucción para sentar a sus hermanitos en un trono. Jamás podré entender cómo a semejante bicho lo veneran como un auténtico monarca metido en una bombonera marmórea en Los Inválidos. Un bellaco, un tenientillo de chichinabo que, como buen líder, llevó a su país y de paso al resto de Europa a una sucesión de guerras que costaron cientos de miles de muertos, cientos de poblaciones arrasadas, violaciones, miseria y pobreza hasta que lo derrotaron en buena hora en Waterloo y lo mandaron al carajo en una isla en mitad de la nada. Lo justo es que lo hubieran colgado en plaza pública por criminal, pero en fin...
Guerra del Golfo o, mejor dicho, de los golfos, una élite económica y política encabezada por Bush que aprovecharon las paranoias nacionalistas de un cantamañanas psicópata como Sadam Husein para hacerse con el ansiado petróleo sobre el que flota Irak. Las famosas armas de destrucción masiva nunca aparecieron, y la guerra solo sirvió para facilitar la infiltración de yihadistas que han convertido el país en un nido de terroristas que no dudan incluso en perpetrar atentados contra su propia gente. Ese conflicto no tiene aún visos de terminar.
Todos los que han combatido en una guerra han tenido constancia de primera mano del engaño del que han sido objeto. Los que partieron con la cabeza alta y una sonrisa de oreja a oreja volvieron, si es que volvieron, cabizbajos, mustios, ahítos de piojos, hambre y miedo y, en muchos casos, incompletos tras dejar parte de sus anatomías en el campo de batalla. Otros muchos se quedaron atrás abonando la tierra y dejando a sus familias esperando inútilmente por si un día aparecían por el recodo del camino que conducía al terruño. Hombres en la flor de la vida son conducidos al matadero totalmente obcecados por las proclamas del líder y por una hábil propaganda que hace que los fogosos se apunten a un bombardeo y los timoratos escondan sus miedos para no ser señalados. A mi entender, quién mejor ha mostrado cómo las consignas del líder se infiltran en todos los estratos de la sociedad fue Remarque en su inmortal obra "Sin novedad en el frente", donde aparece el viejo profesor Kantorek arengando a sus alumnos para que no dudaran en alistarse de inmediato y servir a la Patria y al káiser. Al final, Kantorek logra salirse con la suya y toda la clase acude en masa a la oficina de reclutamiento del distrito sin que ni uno se quede atrás porque sus mismos padres serían los primeros en tacharlos de cobardes y repudiarlos si no acudían a la llamada de las armas. Luego, cuando conocen la vida en el frente, se capta cómo todos se han dado cuenta del timo leyendo el desolador relato de la muerte de Kemmerich en un hospital de campaña tras legar sus botas a su compañero, Albert Kropp, cuando se entera de que le han amputado una pierna.
En fin, esto de las guerras es una solemne estupidez, y lo dice uno que lleva toda la vida leyendo sobre guerras y que ha dedicado ya más de una década a hablar de guerras y de armas para matar más y mejor en las guerras de todas las épocas. Lo más patético, repito una vez más, es cómo se sigue lavando el cerebro al personal y cómo los líderes siguen logrando que secunden sus propios fines, de los que siempre salen ganando, mientras que los otros caen como moscas, y encima convencidos de que combaten por su país. ¿Cómo leches puede convencerse a un chaval de 18 años de Alabama cuando se apuntó a ir a Afganistán o Irak que no se le había perdido nada allí, y que eso de "voy a luchar por mi país" significaba en realidad "voy a luchar para que cuatro multimillonarios sean aún más multimillonarios"? ¿A qué ese empeño en querer a toda costa que un país anclado en la Edad Media viva en el siglo XXI? ¿Cuántos muertos y mutilados ha costado la cien veces fracasada guerra de Afganistán, un territorio que es un puñetero páramo dónde solo pastan unas cuantas cabras? Alguno dirá que se ha intentado liberar a las mujeres de la tiranía islámica pero, digo yo, igual que echaron a Zahir Sha en 1973 pueden acabar con los talibán, que han retornado sin que los afganos hayan pegado un solo tiro. Y de la misma forma que los iraníes que derrocaron a Reza Phaleví y pusieron a un mal bicho como Jomeini al frente del país, podrían echar a patadas a los ayatolás y acabar con el terror islámico. Sarna con gusto no pica, y Occidente no tiene que meterse en camisa de once varas haciendo de mesías mundial. Que cada cual haga en su casa lo que quiera y todos contentos.
En fin, esta semblanza abarca lo más elemental de la guerra. Enumerar todas y cada una de las causas que pueden provocarlas sería bastante más complejo, pero lo cierto es que, en realidad, el origen siempre es el mismo: el deseo del líder de prevalecer sobre el líder vecino. Sus motivos son lo de menos, y si no los tiene ya se los inventará con tal de que sus liderados acudan con presteza a su llamada para servir de carne de cañón y dar que hablar en los libros de historia. Es bastante simple, pero precisamente las cosas más simples son las que peores consecuencias arrastran.
Bueno, ya está. Por cierto, verán que no he puesto fotos, pero es que me da una pereza terrible pasarme dos horas buscando imágenes adecuadas. Se siente, pero me supera la molicie.
Hale, he dicho
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