domingo, 8 de mayo de 2011

Hombres de armas: El caballero bajo-medieval


Lógicamente, si hablamos de fortificaciones y de armas, se debe también mencionar a los que combatían en aquella época. Así pues, comenzaremos esta serie con el que quizás la mayoría de la gente tenga en la cabeza cuando se habla de castillos: El caballero.
Hay muchos estereotipos sobre estos sujetos, todos procedentes de la alta o la baja nobleza. Siempre se ha hablado de sus virtudes caballerescas, su generosidad, su arrojo, su defensa de los débiles, etc., etc., etc... Pero, como en todo, hay una parte de verdad y otra, más bien la mayor parte, que no se asemeja en nada a la imagen que se tiene de estos guerreros porque una cosa era que jurasen cumplir sus preceptos caballerescos al ser armados, y otra muy distinta que los llevasen a cabo a rajatabla.
Muchos de ellos, la mayoría, se veían obligados a combatir al servicio de nobles con el suficiente poder adquisitivo como para mantener una tropa a sueldo. Otros se tenían que buscar la vida y vagar de una parte a otra en busca de un señor al que servir. Como, por desgracia, toda la península fue un campo de batalla durante siglos, la verdad es que trabajo no les faltaba. Salvo los que ingresaban en alguna orden militar, y perteneciendo a una clase social en la que el trabajo estaba vedado por ser indigno de ellos, basaban la búsqueda del sustento en dos cosas muy simples:
1: Ascender de posición a base de combatir, intentando lograr que el monarca de turno se fijase en sus hazañas y le otorgase un título nobiliario o tierras, o al menos ganarse la vida combatiendo a sueldo de un noble de categoría y participando en los repartos de los botines que obtenían en las aceifas y algaras de turno.
2: Intentar casarse con una mujer de una posición económica superior a la suya, con lo que, al menos su vejez, la tenían asegurada.
Obviamente, solo unos pocos lograban alcanzar esas metas. La mayoría dejaban la piel en el intento, o bien, cuando ya no podían combatir por la edad o por quedar medio lisiados, vivían como podían en el terruño familiar con lo ganado durante años de esfuerzos, guerra y privaciones. De hecho, muchos miembros de la baja nobleza, los infanzones, nunca pudieron siquiera ser armados caballeros porque no podían costearse el oneroso equipo que requería su oficio, acabando como simples hombres de armas o escuderos que, aunque en la práctica combatían igual, es evidente que tenían menos categoría, cobraban menos soldada y cabían a una parte inferior en los repartos de botines.
Así pues, para poder recibir sus espuelas de oro (que en realidad supongo que serían de bronce dorado), lo primero que necesitaba era el "vehículo" propio de su oficio: un caballo. Pero no un caballo cualquiera, un palafrén o un rocín. Necesitaba un caballo de batalla, un bridón como se les llamaba aquí, o corcel o, usando el término francés, un destrier. El término bridón procede de caballos para montar a la brida, o sea, con las piernas estiradas. Esa forma de montar, contraria a la monta a la jineta usada por los árabes, parece ser que fue creada por los normandos, ya que usando una silla de arzones altos permitía al jinete dar un empuje mucho mayor cuando cargaba, así como más estabilidad si había que combatir con espada, maza, etc. Pero un bridón era un animal increíblemente caro. Tanto, que muchos hombres de armas tenían que conformarse con una simple mula. Pocos podían costearse un bridón de categoría, especialmente los caballos criados en la península para tal fin. Concretamente, los caballos españoles tenían fama en Europa por su enorme alzada y su poderosa constitución.
Obviamente, había caballeros con el suficiente poder adquisitivo para permitirselos. Y no solo un bridón, sino también un palafrén, caballos estos de menor porte, usados para trasladarse de un lugar a otro sin necesidad de cansar al caballo de batalla, aprestado siempre para el combate. Además, debía contar con alguna acémila de carga para transportar su equipo y enseres, y mantener un escudero lógicamente. Caballeros muy adinerados con varios caballos de batalla, mulas para el transporte y no solo escudero, sino también pajes y criados a su servicio los hubo, como es de suponer. Pero eso estaba reservado a los miembros de las casas de la alta nobleza, con las rentas necesarias para ese dispendio. Pero la mayoría, cuyos padres apenas tenían las rentas que les proporcionaban algún villorrio y unas cuantas fanegas de tierra, no se podían permitir tantos lujos.
Luego estaban las armas, tanto ofensivas como defensivas: espada, maza, hacha, mangual, lanzas, yelmo, almófar, cota de malla, perpunte y escudo. Todo ello costaba una fortuna. Sólo la cota de malla valía allá por el siglo XII el equivalente a siete bueyes, que no eran animales precisamente baratos. De cada una de estas armas haremos un estudio más a fondo en sucesivas entradas, porque soltarlo todo de golpe sería excesivo para leerlo del tirón.
Por lo demás, cuando un caballero entraba al servicio de un señor, incluyendo el servicio a la corona, le juraba lealtad y demás votos conforme a los usos de la época. Pero, curiosamente, si por el motivo que fuere ese caballero deseaba irse a servir a otro señor, aunque fuese enemigo del anterior, le bastaba con desnaturalizarse y largarse con viento fresco. Eso no estaba considerado como traición, sino que era una costumbre aceptada por las leyes de la época.
Por poner un ejemplo conocido por todos, tenemos a Rodrigo Díaz, el Campeador, el Sayyidi o, como también lo conocían los árabes, Ludrik al-Kabatayur. Rodrigo Díaz, miembro de la baja nobleza castellano-leonesa que, tras sus desavenencias con la corona, se fue con su pequeña mesnada en busca de señor al que servir. Y no tuvo problemas en ponerse a las órdenes del emir de la taifa de Zaragoza, combatiendo al rey de Aragón, al conde de Barcelona y, por supuesto, a los reyezuelos de las taifas enemigas de su señor. Además de eso, no dudó en entrar a saco en las tierras de García Ordóñez, su mortal enemigo, acusándole de haber instigado al emir de Toledo a llevar a cabo una razzia en tierras de Gormaz, que eran señorío de su mujer, Jimena Díaz. Sin embargo, nunca fue considerado como un traidor por ponerse al servicio de un musulmán y luchar contra cristianos. Y cuando ganó dinero suficiente para disponer de su propia hueste, no dudó tampoco en desnaturalizarse del nuevo emir zaragozano a la muerte del anterior y, por su cuenta, conquistar Valencia.
El portugués Pelayo Pérez Correa (Paio Peres Correa para los portugueses), maestre de la Orden de Santiago, estuvo casi toda su vida combatiendo junto a los reyes de Castilla. Cuando la crisis dinástica de 1383-1385 en Portugal, muchos nobles tomaron partido por Castilla. O el mismo infante don Enrique, uno de los numerosos hijos de Fernando III de Castilla, por las desavenencias con su hermano Alfonso X se puso al servicio del rey de Francia. En fin, como se puede ver, la granítica lealtad caballeresca era algo completamente relativo. Pienso que, en realidad, sólo eran leales a sí mismos.
Bueno, creo que con este resumen queda más o menos claro qué era un caballero de la época. Pero a pesar de no ser lo que la mayoría piensan que eran, no cabe duda de que fueron el núcleo de los ejércitos medievales, hombres adiestrados en el uso de las armas desde que apenas aprendían a caminar y que, gracias a ellos, los ejércitos reales podían contar con tropas de élite, sin las cuales poco podrían haber hecho ya que las milicias concejiles llamadas a la guerra cuando era necesario estaban formadas en su mayoría por simples peones que trocaban el arado por la lanza durante los 40 días a los que las leyes de la época les obligaban a servir, y eso siempre que fuese para defensa del territorio porque, para incursiones en territorio enemigo, ya había que ir poniendo dinero sobre la mesa, ya que en caso contrario nadie estaba obligado a cruzar la frontera en armas.
Bueno, ya vale de momento. Para la próxima entrada referente a los hombres de armas, hablaremos de su equipo. He dicho.

Armamento medieval: El martillo de guerra

El martillo de armas, o martillo de guerra, fue un arma que alcanzó gran difusión durante los siglos XIV al XVI, en manos tanto de caballeros como de infantería para disponer de un arma eficaz y contundente en el cuerpo a cuerpo.
Las mejoras en el armamento defensivo de los combatientes, en forma de placas metálicas, hizo necesaria un arma capaz de perforarlas. Los yelmos eran cada vez más sofisticados y con mayores ángulos para repeler los tajos de espadas y hachas. Brazos y piernas se cubrían con brazales y brafoneras, y los rostros de los combatientes ya no siempre estaban al descubierto. Hacía falta pues un arma capaz de perforar esas defensas y, además, que tuviese la contundencia necesaria para acabar de un solo golpe con infantes mal armados.
Se trataba de un mango dotado por un lado de una cabeza maciza, como si de un martillo convencional se tratara, y en su lado opuesto de un pico curvo muy aguzado. Algunos ejemplares iban además provistos de una pequeña moharra en el extremo del mango, muy útil para introducirla entre las uniones de las piezas de las armaduras, las rendijas de los visores o, en definitiva, de cualquier punto vulnerable.
 Su difusión fue debida, como he dicho, por ser un arma con la que se podían hendir sin muchos problemas los yelmos y armaduras de placas de la época, si bien a veces se quedaban tan incrustados en los mismos que era complicada su extracción, y más en pleno combate. Contra hombres mediocremente armados era simplemente letal. Un golpe en el cuerpo podía producir severos traumas internos, rotura de costillas, del espinazo, o hemorragias internas mortales. Si el golpe era en la cabeza, basta ver la siguiente foto. Pertenece a un combatiente de la batalla de Towton (Inglaterra), en 1461.

Como se puede ver en la imagen, el tremendo golpe ha triturado literalmente la parte izquierda de la cabeza, partiendo la zona frontal del cráneo, el toro superciliar, el maxilar superior, el parietal,los senos frontales y el arco zigomático. Obviamente, el hombre que recibió semejante golpe debió tener una muerte instantánea. Debió ser un peón, o un hombre de armas que combatía con el rostro descubierto. Era normal, cuando estos luchaban a pié, remover el visor de sus bacinetes de pico de gorrión para tener mejor campo visual. Si hizo eso, obviamente le costó la vida, ya que de haber combatido con el yelmo cerrado, posiblemente habría salido vivo del lance.



En la ilustración de la derecha vemos un fragmento de la conocida obra de Ucello “La batalla de San Romano”, celebrada el 1 de junio de 1432. En ella vemos a un caballero que está enzarzado en un feroz cuerpo a cuerpo con otros combatientes. Enarbola un martillo de armas a punto de descargarlo sobre la cabeza de su contrincante al cual, como se ve claramente, le acaba de parar sin problemas un tajo de espada con su brazo armado. Esa fue la causa de la proliferación de este tipo de armas inciso-contundentes: lo perforaban casi todo. La espada,  no.


Fabricación

Un martillo convencional se componía de las siguientes piezas:

a)        El mango, generalmente de sección cuadrangular u octogonal, fabricado con una madera muy resistente, como el roble, o metal.
b)        La cabeza de armas, formada por tres piezas: el martillo y el pico, forjados en una sola pieza, las pletinas de enmangue que unían la cabeza al mango, y la moharra, unida a las pletinas mediante soldadura y/o remachado.

Era habitual añadir pletinas embutidas en una acanaladura en los dos segundos tercios de las caras del mango que quedaban libres para reforzarlo e impedir que sufriera daños por armas de corte. Así pues, el proceso completo sería como sigue:         
Una vez forjadas las piezas metálicas, se uniría la moharra A a la parte superior de la pletina de enmangue B. Luego se fijaría B a la cabeza de armas C mediante un remache pasante. Finalmente, todo el conjunto se uniría al mango mediante remaches pasantes a lo largo de toda la pletina de enmangue.
También se solía, a lo largo del siglo XVI, forjar todas las piezas en una sola. Lo que indudablemente le daba una resistencia mucho mayor, su bien dificultaba la reposición de alguna de ellas en caso de rotura.
Estas armas pesaban entre 1 y 1,5 kg. y medían entre 50 y 80 cm. e incluso más. Hay que tener en cuenta que nos movemos en un mundo donde cada arma estaba muy personalizada, bien por el gusto del armero, bien por el del dueño conforme a las modas o las necesidades de cada uno.
En lo referente su morfología, podemos establecer diferentes versiones en función de su acabado o diseño. Así, si nos atenemos al enmangue tendremos tres tipos:

  • Mango de madera cuadrado
  • Mango de madera octogonal
  • Mango metálico cilíndrico
a)    con varaescudo
b)    sin varaescudo

Si nos ceñimos a la cabeza de armas, tenemos que la parte contundente podía ser de diferente forma:

  • Cuadrangular lisa
  • Cuadrangular dentada
  • Romboidal lisa
  • Romboidal dentada
  • Cuadrangular con pico
  • De tres aristas
  • De cuatro aristas

En cuanto a la parte incisa, los diferentes tipos serían:

·         Pico curvado de doble filo
·         Pico curvado de un filo
·         Pico curvado prismático
·         Hacha

Finalmente, según los tipo de moharras superiores:

  • Moharra de doble filo
  • Pica prismática
  • Estoque retráctil
Se podría añadir un tipo más, que serían las cabezas de armas digamos, “de diseño”, con formas al gusto del propietario, como puños, manos empuñando  una daga, etc. Las diferentes morfologías de cada parte podían combinarse entre sí, dando lugar, como es lógico, a infinidad de piezas diferentes.
Curiosamente, con este arma es con la única que hay cierta confusión en cuanto a su terminología, y no solo aquí, sino en otros idiomas. En todas partes, una espada, una maza o un escudo reciben el mismo nombre, variantes locales aparte. Sin embargo, en español se denominan con el mismo nombre lo que en otros países son consideradas armas distintas. En Inglaterra, por ejemplo, llaman war hammer (martillo de guerra) al martillo de mango corto, en lo que coincidimos.  Pero la versión de mango largo es tratada como un arma diferente, la poleaxe o hacha enastada, que en España es llamada también martillo de guerra. Sin embargo, los ingleses también incluyen entre las poleaxe lo que los franceses llaman bec de corbin (pico de grajo) y nosotros, simplemente, pico.
Al no haber pues una denominación específica para cada tipo de martillo en función de su longitud o el tipo de cabeza de guerra, he optado por meterlos a todos en el mismo grupo si bien cada uno dentro de un subgrupo diferente ya que eran armas con características peculiares. No podemos denominar a un martillo de mango largo “hacha enastada” porque nunca se ha llamado así, por lo que tendremos tres subgrupos dentro de la misma arma: el martillo de armas, el martillo de mango largo y el pico.

 

 



Martillo de armas

El primer ejemplo que tomamos es lo que en España se denominaba como pico de halcón,  más ligero y pequeño que los habituales y dotado de un largo y aguzadísimo pico curvado de forma prismatica, ideal para perforar placas de armadura.
Como se ve, toda el arma, mango incluido, estaba fabricada de acero. La empuñadura tiene un pequeño varaescudo para proteger la mano, así como un estriado que, además de resultar decorativo, servía para favorecer el agarre. En éste caso, no lleva moharra, y la parte contundente es de cuatro aristas.
Parece ser que el origen de esta variante tuvo lugar en Francia en el siglo XIII, procedente de una simple herramienta de minería.






En la lámina de la derecha tenemos otra variante. En éste caso, el pico tiene forma de cuchilla con el filo hacia arriba, a fin a cortar con más facilidad la malla o el yelmo cuando penetrase. En el otro lado, un cabeza con tres aristas para aunar la contundencia con la posibilidad de provocar heridas abiertas en el adversario, o traumas óseos de gravedad al impactar contra la cabeza o la cara.
Al igual que el anterior, toda el arma está fabricada en acero, de una sola pieza. La empuñadura se ha fabricado con cachas de madera unidas mediante remaches.












El de la lámina izquierda es de factura similar al anterior, pero con una pequeña moharra en el extremo, muy adecuada para herir por los huecos vulnerables de las armaduras o el visor de un yelmo. Este martillo, más burdo que el de la lámina anterior, lleva un mango de madera con tiras de cuero en la empuñadura para evitar que resbale por la sangre. La cabeza va fijada al mango por dos pletinas remachadas.
        


 

 

 

 

 

 

Martillo de mango largo

Este tipo de armas proliferó muchísimo  para combatir a pié. El modelo de la lámina de la derecha cuenta con un hacha, un martillo de cabeza cuadrangular dentada en su lado opuesto y una aguzada moharra de sección prismática. Enastada sobre un mango de sección cuadrangular, la cabeza va fijada por dos  pletinas y como refuerzo lleva otras dos  embutidas en el mango para, como explicamos anteriormente, reforzarlo y protegerlo contra posibles cortes. El asta va rematada por una contera puntiaguda.
El martillo de mango largo no solo fue usado en combate, sino también en justas y torneos, desarrollándose para éste arma una compleja esgrima que la convertían en un instrumento temible en manos de un hombre de armas bien entrenado. Su longitud iba desde los 150 a los 200 cms. aproximadamente, sin que hubiera un baremo fijo al respecto, ya que cada usuario adaptaba este parámetro en función de su estatura, fuerza física, etc. A pesar de su apariencia, no eran armas excesivamente pesadas, y más si considerados que estaban destinadas a ser usadas con dos manos. El peso oscilaba entre los 2 y 3 Kg., dependiendo siempre del tipo de cabeza de armas y la longitud del mango.

 

Los picos

Según el Glosario de Voces de Armería  (Madrid, 1898) de Enrique Leguina, en la entrada correspondiente al martillo de armas  dice que “había unos, llamados picos, que se componían de una maza de hierro, de sección cuadrada, que terminaba en un pico y tenía a cada lado una punta fuerte y saliente. Medía el mango de tres a cuatro pies ( entre 84 y 112 cm. según la longitud del pie castellano de la época) y como remate llevaba una hoja, a modo de hierro de chuzo”. Así pues, el pico era un martillo de armas dotado de un mango largo, muy utilizado entre los siglos XIV y XVI para combatir a pie tanto por la infantería como por hombres de armas o caballeros desmontados.
El pico, al igual que el martillo de armas, reunía tres armas en una: maza, pica y un aguzado pico que le daba nombre y con el que, usando el arma a dos manos gracias a su larga asta,  se podía perforar un yelmo o un peto, o bien descabalgar a un jinete, como si de una bisarma o una alabarda se tratase, pero con la contrapartida de que el pico era más manejable y menos pesado que las anteriores. Algunos, tal como vemos en la lámina de la izquierda, iban dotados de un varaescudo en el mango a fin de proteger la mano o detener golpes que resbalasen hacia abajo por el mismo. Su cabeza de armas se compone de una cabeza de tres aristas, el pico, y una moharra prismática. El mango va dotado de contera.
Una variante que alcanzó bastante difusión en Europa fue el martillo de Lucerna, en referencia a la ciudad suiza donde fue creado. Era un pico como el que se muestra en la ilustración, pero con la parte contundente sustituida por un gancho bífido. La moharra solía ser una larguísima y delgada pica prismática, muy adecuada para introducirla por las rendijas de los visores de almetes y borgoñotas. Eran más ligeros que los martillos normales.
También se fabricaron martillos con una larga hoja de estoque retráctil, a manera de las actuales navajas automáticas. En éste caso no funcionaban por un resorte, sino por gravedad. Así, agitando con fuerza el arma, de su extremo salía una larga hoja que la convertían en una lanza. Obviamente, el mango era metálico para dar  cabida a dicha hoja. Una vez fuera, ésta quedaba bloqueada por un resorte. Cabe suponer que se crearon con el fin de sorprender al enemigo que, pensando que se enfrentaba contra un adversario armado con un martillo, de repente éste se convertía en una larga y aguzada lanza, viéndose sorprendido y dando con ello una ventaja a su contrincante.
En la ilustración inferior vemos a dos hombres de armas combatiendo con martillos de mango largo. La imagen corresponde a la obra de Filipo Vadi "Liber de Arte Gladiatoria Dimicandi" (c.1482-1487), un tratado de esgrima para armas de todo tipo e incluso de defensa personal, ilustrando incluso como defenderse estando desarmado. Curiosamente, las llaves y fintas que aparecen en las ilustraciones de la obra se asemejan mucho a las que actualmente se enseñan en las escuelas de defensa personal.


Bueno, creo que con todo lo dicho queda más que claro el tema de los martillos de guerra. El que quiera saber algo más, que pregunte. He dicho.

Post scriptum: Ahí pongo el enlace al blog de un seguidor y buen amigo de Méjico (o Mexico, que viene a ser la misma cosa) que, haciendo un alarde de destreza, se ha fabricado una de estas piezas chulísima de la muerte con dos cachos de hierro, lo que demuestra que, con ingenio y voluntad, se logran virguerías. Dixit est.


El castillo abaluartado

Castillo de Salses, en el Rosellón. Construido por Fernando el Católico, es un magnífico ejemplo de castillo abaluartado concebido para resistir la artillería pirobalística y, al mismo tiempo, adaptado para su uso. La tormentaria medieval empezaba a pasar a la historia


Según algunos estudiosos, fue en el cerco a la capital de la taifa de Medinat al-Labla, la actual Niebla (Huelva), donde se usó por primera vez la pólvora con fines militares en Europa, allá por el año de 1262. La hueste castellana, al mando de Alfonso X, se quedó un tanto preocupada y más bien acojonada cuando escucharon salir de la muralla el sonido de un trueno horripilante, y eso que no estaba nublado siquiera. Pero el uso de la pólvora aún tardó un tiempo en desterrar de los asedios y los campos de batalla las habituales máquinas neurobalísticas usadas desde tiempos inmemoriales. Tuvo que aparecer la bombarda a finales del siglo XIV para dar a entender a los ingenieros militares que la época de las fortificaciones con altas murallas y ofreciendo al enemigo superficies planas ya llegaba a su fin.

A comienzos del siglo XV, la pirobalística ya estaba generalizada en toda la península. Enormes bombardas, para las que se llegaban a necesitar hasta 22 bueyes para tirar de ellas y que disparaban bolaños de  incluso 250 kilos de peso, hacían ver claramente que las murallas que habían soportado el embate de arietes y bolaños lanzados por manganas y fundíbulos ya habían quedado obsoletas. Se hizo urgente la necesidad de reformar los añejos castillos medievales, así como construir otros nuevos capaces de soportar la devastadora potencia de las bombardas que, aunque pesadas y lentísimas en su recarga, eran capaces de hacer más daño en un par de días que varias máquinas neurobalísticas en un mes. Así nació el castillo abaluartado, o sea, fortificaciones adaptadas al uso de la artillería, y no solo para resistirla, sino también para usarla. Las aspilleras dieron paso a los buzones y las troneras, y las altivas torres de planta cuadrangular se tornaron en macizos tambores, torres circulares más aptas a repeler los impactos de los bolaños.

Así pues, podremos ver castillos medievales modificados para la pirobalística que conserven su trazado y elementos defensivos originales, pero con añadidos aptos para la artillería, como baluartes, troneras en sus torres cuadradas, etc., o castillo edificados bajo un patrón ya plenamente desarrollado para el uso de las nuevas armas, como vemos en el croquis inferior:


Como se ve, ya no son necesarias tantas torres para defender el recinto. En este caso, bastan dos baluartes para cubrir de flanco toda la muralla, así como para disponer de un cono de fuego lo suficientemente amplio como para cubrir toda el terreno que hay ante ellos. Un ancho y profundo foso impide al enemigo intentar minar la muralla, y en el patio de armas ya no se yergue, altiva y desafiante, la torre del homenaje. En su recinto se distribuyen las diferentes dependencias habituales en los castillos, pero ya sin necesidad de que sobresalgan del nivel de las murallas. Es más, ahora ya no son necesarias las murallas de 6 metros y más de altura. Ahora se empieza a buscar que el castillo ofrezca cada vez un perfil más bajo al enemigo, a fin de dificultar la puntería de las aún imprecisas armas de fuego.


En la foto de la izquierda podemos ver uno de estos baluartes. Sus muros son ya de un grosor notable, y las almenas han dado paso a cañoneras para el emplazamiento de bocas de fuego. Su forma redonda es más apta para repeler los impactos de la artillería enemiga. Bastan apenas tres bocas de fuego emplazadas en el baluarte para batir toda la campaña ante ellos, intentando desmontar las piezas enemigas con sus bolaños, así como diezmar a una masa atacante disparando metralla. Como dato curioso, decir que como los calibres de las piezas de artillería no estaban estandarizados, y cada bombarda tenía el suyo propio, era habitual recuperar los proyectiles caídos en terreno propio para reutilizarlos contra el enemigo. Para ello, los ejércitos contaban con canteros que modificaban in situ los bolaños al calibre de sus bombardas (disponían de plantillas de madera para tal fin). En cuanto a la metralla, se usaba lo que se tenía a mano: clavos, piedras, trozos de hierro, herraduras viejas y, en fin, cualquier cosa "disparable".


En la foto de la derecha vemos los buzones situados a diferentes niveles para mejor defensa de la fortaleza. En este caso, dispone de tres para cubrir el flanco de la muralla (la abertura que hay a media altura es una ventana abierta cuando ese castillo pasó a ser residencia real), dos situados dentro del foso, para batir posible enemigos que se infiltren en él a fin de lanzar escalas y tomar el castillo por asalto, y un tercero en la azotea con ángulo de tiro tanto para batir de flanco como para disparar contra la campaña. Como se ve, los buzones eran aberturas con un gran abocinamiento y derrame hacia abajo, a fin de aumentar su ángulo de tiro.


Otro elemento que veremos aparecer en este tipo de fortificación son las troneras, más adecuadas para el uso de los arcabuces que las antiguas aspilleras. Como se ve, es una abertura circular abocinada hacia el interior con una ranura sobre ella, a fin de permitir todos los ángulos de tiro posibles. La de la foto es de las llamadas de cruz y orbe, por la cruz situada sobre la abertura circular, que simularía el orbe. Las había de más tipos, pero eso ya lo veremos con más detalle en el apartado correspondiente.



Y, finalmente, veremos como las fortificaciones medievales reciben nuevos elementos defensivos, más acordes a la pirobalística, y son las murallas formando ángulos capaces de desviar los proyectiles enemigos. En la mayoría de estos castillos suelen tratarse de obras exteriores, como los revellines aparecidos más tarde,  añadidas en reformas llevadas a cabo entre los siglos XV y XVI. En otros, forman parte del recinto a modo de ampliación de los mismos, derribando parte de las antiguas murallas medievales y edificando otras nuevas en las zonas que se consideraban susceptibles de ser atacadas con disparos de artillería por ser el terreno situado ante ellas más adecuado para el emplazamiento de bombardas. Hay que tener en cuenta que estas piezas no eran como los cañones surgidos posteriormente, dotados de cureñas con ruedas que podían emplazarse casi en cualquier sitio. Para poner las primitivas bombardas en posición de tiro era necesario un terreno adecuado, sobre todo si tenemos en cuenta que ni siquiera disponían de ningún tipo de mecanismo para la corrección de tiro vertical. O sea, que había que enfrentarlas a la muralla sin más, y si las condiciones del terreno no se prestaban a ello, había que emplazarla donde buenamente se podía. De ahí que veamos castillos medievales reformados donde solo una parte de los mismos está adaptada a la pirobalística, o sea, la zona del castillo ante la cual era posible emplazar una bombarda.

En todo caso, ya hablaremos con más profundidad de estos artefactos y de la artillería en general en su entrada correspondiente. 

Hale, he dicho