Vista aérea de una vasta superficie de terreno ocupada por trincheras del ejército francés |
Bien, prosigamos con el tema trincheril.
En la entrada anterior ya vimos que eso de la guerra de trincheras no era precisamente nada gratificante, así que en esta podremos corroborar que, en efecto, era el tipo de guerra más asqueroso jamás inventado. Veamos por qué...
La vida en la trinchera
Por regla general, las diferentes unidades que combatían en un determinado sector iban rotando cada equis días. Pasaban por ejemplo una semana en primera línea y luego eran relevados un tiempo similar en el que permanecían como reserva. A continuación eran enviados a retaguardia, donde descansaban, recuperaban el sueño perdido y se dedicaban a no pensar mucho en lo que les esperaba a la vuelta al frente. Porque la vida mientras permanecían en el mismo no era nada, pero nada agradable. En la foto de la derecha tenemos un ejemplo bastante gráfico: así se descansaba, si es que la situación lo permitía, en una trinchera británica. Nichos abiertos en la pared de la trinchera donde se acurrucaban como podían para no mojarse ni helarse en invierno. Otros no tenían ni el nicho de marras, como el soldado que aparece medio tapado con una lona sobre sus compañeros. Además, se aprecia perfectamente la basura y restos acumulados en el fondo de la trinchera, lo que no favorece precisamente el mínimo bienestar posible en semejante sitio.
Pero había más cosas que hacían la vida imposible al combatiente. Por un lado, la falta de higiene personal hacía que se vieran literalmente invadidos por chinches, piojos, pulgas y demás fauna minúscula, la cual no solo provocaba intensos picores, sino enfermedades como fiebres, tifus o la conocida como fiebre de trinchera, un proceso infeccioso que duraba cinco días para luego remitir y volver de forma esporádica y que, aunque no es en modo alguno mortal si era tratada, la falta de cuidados entre los que la padecieron durante el conflicto llegó a la escalofriante cifra del 90% de mortandad. Y a los parásitos habría que sumar las ratas, las cuales encontraron una inagotable despensa en las trincheras y cráteres de obuses gracias a los miles de cadáveres insepultos. Y no solo se ponían de grana y oro con el personal difunto, sino con las escasas reservas alimenticias de la tropa. Está de más decir que estos asquerosos roedores eran perseguidos a muerte por la soldadesca, usando incluso perros para intentar aminorar su número. Pero era misión imposible. De una pareja de ratas sale al cabo de un año un millar de descendientes entre las que ellos mismo engendran más las que nacen de sus retoños.
Por otro lado, las enfermedades del sistema respiratorio eran cosa común debido a la constante humedad en el ambiente, así como por dormir al raso protegidos apenas por una lona de tienda de campaña mientras llovía a mares. Las bronquitis crónicas, las pulmonías, neumonías y demás estaban al cabo de la calle, y los medios para combatirlas en el frente eran básicamente nulos. Y como colofón, el conocido pie de trinchera, un proceso infeccioso causado por la humedad que, si no era tratado a tiempo, acaba en una gangrena como el caso que vemos en la foto superior. Era la consecuencia de pasarse días y días chapoteando en el barro y el agua acumulados en el fondo de las trincheras sin posibilidad de secarse los pies o cambiar el calzado y los calcetines por otros secos. Para hacernos una idea de la gravedad de esta dolencia, baste señalar que solo en los cinco meses y medio de guerra correspondientes al año 1914 el ejército británico sufrió nada menos que 20.000 bajas por este motivo. Y a las enfermedades propias del entorno habría que añadir las de tipo venéreo, que en aquella época tenían muy mala cura, más las ladillas voraces como cocodrilos y contagiadas por la puta que se había cepillado a medio batallón cuando estaban en retaguardia.
Por otro lado, tenemos el tema alimenticio. Las raciones enlatadas aún estaban por inventar y, aunque las conservas ya se conocían desde hacía tiempo, los ejércitos seguían preparando el rancho en las tradicionales cocinas de campaña tiradas por caballos. Sin entrar en la calidad y la cantidad de las raciones, este sistema tenía un inconveniente de difícil solución: en el momento en que empezaban a sonar las explosiones, los furrieles no daban un paso más y los que estaban en las trincheras se quedaban en ayunas, por lo que era bastante corriente tener que pasar el día masticando un mendrugo reseco o echando mano a las mínimas provisiones personales, guardadas como oro en paño. Y lo mismo ocurría con las raciones de tabaco o aguardiente: si había movida, ni se fumaba ni se bebía hasta que cesase el cañoneo.
Otro problema habitual era el suministro de agua que, al igual que ocurría con la comida, a veces no era posible hacerla llegar hasta primera línea. Y la cosa es que uno puede estar un día o dos en ayunas sin empezar a flaquear, pero el agua es imprescindible y más en verano. De ahí que en más de una ocasión se recurriera a tomarla de la que se acumulaba en el fondo de los cráteres producidos por las explosiones con las consecuencias que podemos imaginar: disentería, fiebres e infecciones gástricas a lo bestia porque el agua estaba en mal estado, llena de barro y porquería o incluso con un huésped como el de la foto en el fondo del cráter y en el que nadie había reparado. Y la cosa es que muchos preferían ser enviados al hospital con una fiebre capaz de fundirle hasta las uñas antes que seguir en el frente, pero a algún oficial se le podía pasar por la cabeza que había bebido el agua infestada a propósito por lo que podía acabar frente a un pelotón de ejecución por auto-lesionarse.
Como es lógico, los tiros y las bombas no eran cotidianos. Había sectores en que pasaban semanas sin que ocurriera absolutamente nada, por lo que la vida trincheril era más apacible y el personal pasaba el tiempo escribiendo a casa, jugando a las cartas o dormitando. Solo de noche se activaba más la vigilancia en prevención de golpes de mano del enemigo, por lo que se montaban, además de los puestos de centinelas normales, otros de escucha y avanzados para prevenir movimientos sospechosos en las trincheras enemigas. Naturalmente, el infierno podía desencadenarse en cualquier momento en forma de preparación artillera o ataque con gas, por lo que muchos se fueron de este mundo de forma sorpresiva al no imaginar lo que se les venía encima y bajar peligrosamente la guardia. También se aprovechaba la oscuridad para reparar las alambradas o para salir de patrulla a dar algún susto al vecino de enfrente. Hacia el final de la guerra, la escasez de alimentos en las trincheras alemanas hizo que se llevaran a cabo muchos de estos golpes de mano contra las trincheras americanas para robarles las latas de carne de buey que los yankees llevaban en cantidades industriales.
Estas escaramuzas nocturnas las realizaban las temibles tropas de asalto, pequeños grupos de no más de diez o doce hombres seleccionados entre los más bragados de sus unidades y armados hasta los dientes. Estos hombres se infiltraban en las trincheras enemigas y llevaban a cabo verdaderas escabechinas cogiendo por sorpresa al personal a base de bombas de mano, armas de trinchera y los primeros subfusiles. Los más afamados fueron las stürmtruppen alemanas y los militari arditi italianos, que incluso se protegían con armaduras como si de caballeros medievales se tratase.
Y como colofón a la lista de miserias y penalidades que tenían que soportar los combatientes en las dichosas trincheras quedaría por añadir el inacabable hedor a cadaverina proveniente de los cientos o miles de cuerpos insepultos que quedaban en tierra de nadie sin que fuera posible a ninguno de los bandos salir a enterrarlos, no quedando otro remedio que soportar las 24 horas del día los siete días de la semana el repugnante tufo de los muertos. Comer o beber con ese aroma penetrando por las fosas nasales debía ser vomitivo, ¿no? Todos hemos pasado alguna vez cerca de algún animal muerto, como un chucho atropellado en una carretera o algo similar y el olor es inmundo, así que ya podemos imaginar como sería el que se desprendería de cientos de cuerpos pudriéndose al sol. A eso, sumar las moscas, gordas y verdosas, que del muerto se posan en nuestra mínima ración de pan. Sin comentarios...
Bueno, dilectos lectores, estas asquerosidades que he ido enumerando eran la forma de vida cotidiana en las trincheras; pero esto se limita al modus vivendi habitual en todos los sectores. En la próxima entrada se hablará de lo verdaderamente horripilante: ataques, preparaciones artilleras, gas, francotiradores y, en definitiva, todo el amplio surtido que disponían ambos bandos para machacarse de forma inmisericorde.
Así pues, continuará.
Hale, he dicho...
Por otro lado, tenemos el tema alimenticio. Las raciones enlatadas aún estaban por inventar y, aunque las conservas ya se conocían desde hacía tiempo, los ejércitos seguían preparando el rancho en las tradicionales cocinas de campaña tiradas por caballos. Sin entrar en la calidad y la cantidad de las raciones, este sistema tenía un inconveniente de difícil solución: en el momento en que empezaban a sonar las explosiones, los furrieles no daban un paso más y los que estaban en las trincheras se quedaban en ayunas, por lo que era bastante corriente tener que pasar el día masticando un mendrugo reseco o echando mano a las mínimas provisiones personales, guardadas como oro en paño. Y lo mismo ocurría con las raciones de tabaco o aguardiente: si había movida, ni se fumaba ni se bebía hasta que cesase el cañoneo.
Otro problema habitual era el suministro de agua que, al igual que ocurría con la comida, a veces no era posible hacerla llegar hasta primera línea. Y la cosa es que uno puede estar un día o dos en ayunas sin empezar a flaquear, pero el agua es imprescindible y más en verano. De ahí que en más de una ocasión se recurriera a tomarla de la que se acumulaba en el fondo de los cráteres producidos por las explosiones con las consecuencias que podemos imaginar: disentería, fiebres e infecciones gástricas a lo bestia porque el agua estaba en mal estado, llena de barro y porquería o incluso con un huésped como el de la foto en el fondo del cráter y en el que nadie había reparado. Y la cosa es que muchos preferían ser enviados al hospital con una fiebre capaz de fundirle hasta las uñas antes que seguir en el frente, pero a algún oficial se le podía pasar por la cabeza que había bebido el agua infestada a propósito por lo que podía acabar frente a un pelotón de ejecución por auto-lesionarse.
Como es lógico, los tiros y las bombas no eran cotidianos. Había sectores en que pasaban semanas sin que ocurriera absolutamente nada, por lo que la vida trincheril era más apacible y el personal pasaba el tiempo escribiendo a casa, jugando a las cartas o dormitando. Solo de noche se activaba más la vigilancia en prevención de golpes de mano del enemigo, por lo que se montaban, además de los puestos de centinelas normales, otros de escucha y avanzados para prevenir movimientos sospechosos en las trincheras enemigas. Naturalmente, el infierno podía desencadenarse en cualquier momento en forma de preparación artillera o ataque con gas, por lo que muchos se fueron de este mundo de forma sorpresiva al no imaginar lo que se les venía encima y bajar peligrosamente la guardia. También se aprovechaba la oscuridad para reparar las alambradas o para salir de patrulla a dar algún susto al vecino de enfrente. Hacia el final de la guerra, la escasez de alimentos en las trincheras alemanas hizo que se llevaran a cabo muchos de estos golpes de mano contra las trincheras americanas para robarles las latas de carne de buey que los yankees llevaban en cantidades industriales.
Grupo de asalto del ejército austriaco |
Y como colofón a la lista de miserias y penalidades que tenían que soportar los combatientes en las dichosas trincheras quedaría por añadir el inacabable hedor a cadaverina proveniente de los cientos o miles de cuerpos insepultos que quedaban en tierra de nadie sin que fuera posible a ninguno de los bandos salir a enterrarlos, no quedando otro remedio que soportar las 24 horas del día los siete días de la semana el repugnante tufo de los muertos. Comer o beber con ese aroma penetrando por las fosas nasales debía ser vomitivo, ¿no? Todos hemos pasado alguna vez cerca de algún animal muerto, como un chucho atropellado en una carretera o algo similar y el olor es inmundo, así que ya podemos imaginar como sería el que se desprendería de cientos de cuerpos pudriéndose al sol. A eso, sumar las moscas, gordas y verdosas, que del muerto se posan en nuestra mínima ración de pan. Sin comentarios...
Bueno, dilectos lectores, estas asquerosidades que he ido enumerando eran la forma de vida cotidiana en las trincheras; pero esto se limita al modus vivendi habitual en todos los sectores. En la próxima entrada se hablará de lo verdaderamente horripilante: ataques, preparaciones artilleras, gas, francotiradores y, en definitiva, todo el amplio surtido que disponían ambos bandos para machacarse de forma inmisericorde.
Así pues, continuará.
Hale, he dicho...
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