domingo, 23 de junio de 2013

Guerra de trincheras 4ª parte


Víctima de un ataque con gas venenoso. El rigor mortis ha hecho que el cuerpo y el rostro del cadáver mantengan
el aspecto del hombre en el momento de su muerte, presa de terribles convulsiones producidas por al asfixia.


Si alguien pensaba que esto de la guerra de trincheras se ventilaba en un par de entradas va listo. Es un tema que da mucho más de sí como podemos ver, y coligo que merece la pena no dejar nada en el tintero porque fue algo tan monstruosamente dañino que marcó un antes y un después en la historia bélica.

Bueno, ya hemos visto como se vivía en las trincheras y lo que suponía para las tropas verse involucrados en una ofensiva a gran escala, tanto si le tocaba atacar como defender una posición. Hemos mencionado el devastador poder de la artillería y las armas automáticas, causantes entre ambas del mayor porcentaje de bajas durante el conflicto. Pero había otras armas que, si llegar a esos niveles de poder letal eran mucho más temidas por la soldadesca. Eran armas silenciosas, traicioneras y, lo que era peor, uno no podía ocultarse en una trinchera o un cráter para refugiarse de ellas. Su sola mención ya causaba verdadero pánico, y ejercían tal influencia a nivel psicológico que verse bajo sus efectos producía más miedo que las ametralladoras o los obuses. Hablamos naturalmente de

EL GAS



Aspecto de una trinchera británica tras un ataque
con gas venenoso.
El uso de gas venenoso fue sin duda la más aberrante forma de combatir. Aunque, como está mandado, se suele pensar que fueron los alemanes los que lo usaron por vez primera, en realidad fue el ejército francés el que abrió la Caja de Pandora en agosto de 1914. Incapaces de detener el arrollador avance germano en Bélgica, optaron por hacer uso de un gas lacrimógeno a base de bromuro de xililo, también conocido como metilbencilo. Obviamente, los alemanes no llevaban nada para contrarrestar el gas, así que lloraron más que Jeremías y se pusieron a tramar una venganza bíblica acorde a su carácter germánico. 



Lanzamiento de gas de cloro. A la
derecha se ven las tropas alemanas avanzando tras
la nube de gas a la espera de encontrar vacías las
trincheras enemigas.
Tras diversas pruebas y fracasos, en abril de 1915 usaron gas de cloro en el frente de Ypres, lanzado desde bombonas a presión enterradas en el suelo. En la foto de la izquierda podemos ver una imagen aérea del evento que, como más de uno supondrá, era algo bastante arriesgado porque si el viento cambiaba de dirección el gas podía, y de hecho ocurrió decenas de veces, volverse contra los mismos que lo lanzaban. Pero a pesar de lo poco fiable de su efectividad incluso cuando era lanzado en proyectiles de artillería, el gas se usó hasta el final de la contienda para mayor desesperación del personal que se veía bajo sus terroríficos efectos. Se usaron de tres tipos: el gas de cloro y el fosgeno, ambos destinados a causar daños en el aparato respiratorio del enemigo, y la iperita, un vesicante ideado para crear zonas muertas ya que podía permanecer activo durante semanas adherido al terreno, las plantas, etc. Veamoslos con más detalle...



El gas de cloro o bertholita delataba su presencia por su color amarillo verdoso así como por su olor a pimienta. La primera vez que se usó nadie podía imaginar que aquella niebla amarillenta iba a resultar tan letal hasta que el personal empezó a toser sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo salvo salir literalmente cagando leches de las trincheras y buscar una zona despejada si a uno no lo acribillaban antes, naturalmente. Su acción se basaba en que, al ser respirado, se mezclaba con la mucosa de los pulmones, produciéndose una reacción química que lo transformaba en ácido clorhídrico, que es lo que conocemos vulgarmente como agua fuerte o salfumán. O sea, que respirar esa porquería era como si vertieran agua fuerte en los pulmones del personal. Y aparte de ese terrible efecto podía causar cegera (el cabo Adolf Hitler estuvo una temporada cegado por el gas), temporal o permanente, por quemaduras en los ojos, e irritaciones en nariz y garganta. En definitiva, una putada. Sin embargo, el cloro mataba poco según el parecer de los mandamases y, de hecho, bastaba taparse la cara con un trapo húmedo para neutralizar sus efectos. En la foto superior podemos ver sanitarios alemanes provistos de rudimentarias máscaras que atienden precisamente a un herido por gas. Mientras uno le alivia del sol con su propio pickelhaube, otro le sujeta una bombona de oxígeno.



Diversos tipos de máscaras antigás.
Así pues, al percatarse los cerebros grises de que el gas de cloro no era lo bastante letal o, al menos, no tanto como era deseable, se enviaron al frente grandes cantidades de una substancia aún más asquerosa: el fosgeno. Esta porquería fue usada por primera vez por los gabachos y se mostró bastante más efectiva que el cloro. Era incoloro y solo olía un poco a heno fresco en altas concentraciones, o sea, su presencia no era detectada como la de las siniestras y apestosas nubes amarillentas del cloro. Y sus efectos tampoco se notaban de forma inmediata, por lo que el personal seguía respirando el fosgeno sin darse cuenta de que respiraban su propia muerte. Sin embargo, pasadas apenas 24 horas los afectados ya empezaban a notar algo raro ya que comenzaban a toser y jadear. El fosgeno dilataba los pulmones, acabando por asfixiar a los que lo habían respirado. El único inconveniente del fosgeno era que, al ser mucho más denso que el aire, sus concentraciones podían quedar a un nivel sobre el suelo que no afectase al enemigo, así que los alemanes añadieron a la letal receta gas de cloro para hacerlo más ligero. Por otro lado, las rudimentarias caretas de tela válidas para el cloro ya no lo eran para el fosgeno, por lo que hubo que diseñar máscaras antigás lo suficientemente adecuadas como para impedir que entrase en los ojos y las vías respiratorias. Pero, ¿quién se percataba de que había fosgeno en el ambiente, si no se veía y apenas olía? Chungo, ¿no?


Efectos de la iperita en el rostro de
un soldado británico.
La guinda del pastel fue la temible iperita, conocida por los ingleses como gas mostaza por el fuerte olor a esa especia que despedía. En sí, la iperita no era especialmente mortífera y, de hecho, las cifras de bajas logradas con el cloro y el fosgeno eran mucho mayores. Sin embargo, este vesicante tenía algo de lo que carecían los demás: sus efectos en el terreno duraban semanas o incluso meses. O sea, salvo que lloviera y se limpiara la tierra permanecía allí, invisible y contaminando a base de bien un determinado sector. Por eso se usaba para crear zonas muertas en las que convenía cerrar a cal y canto el paso al enemigo. Porque la iperita no solo era dañina si se respiraba, sino que atravesaba la ropa y quemaba la piel formando unas ampollas bestiales. En definitiva, no bastaba la máscara antigás normal para escapar de sus efectos, sino máscaras fabricadas con materiales no porosos, como el caucho, y una capa protectora de un material similar para proteger el cuerpo.



Un herido por iperita. Las tremendas quemaduras en casi todo
el cuerpo dan la impresión de que ha sido víctima de un
lanzallamas. Sin embargo, son los efectos del gas.
La iperita fue usada por primera vez por los alemanes en Yprés en 1917 contra tropas británicas. Naturalmente, tiempo les faltó a los aliados para copiarles la idea y devolverles el favor. Sus efectos eran horripilantes si uno quedaba expuesto al gas que, al igual que ocurría con el fosgeno, no se manifestaban hasta pasado un tiempo. En la piel se formaban tremendas ampollas llenas de un humor acuoso amarillento que, tras descontaminar el cuerpo del afectado, había que tratar como una quemadura convencional. Porque como mal añadido, si un soldado sujetaba a su camarada afectado por el gas también se contaminaba él, y todo el que tocase su ropa, equipo o piel se vería también atacado por esa porquería. Las quemaduras tardaban semanas en curar, por lo que los problemas de tipo sanitario que producían eran notables. Caso de respirar iperita, esta achicharraba literalmente los pulmones y provocaba un edema pulmonar y, para colmo, era una substancia cancerígena. O sea, una auténtica y verdadera cabronada.



Tropas rusas tras un ataque con iperita
De lo más estimulante, ¿no? En definitiva, aunque las víctimas del gas no fueron numéricamente escandalosas, el efecto psicológico que ejerció sobre las tropas en liza durante toda la guerra fue devastador. Un ataque con gas era anunciado con campanas, carracas y silbatos que hacían cundir el pánico en las trincheras mientras que el personal se colocaba a toda velocidad las máscaras. Los más novatos eran los primeros en caer que, alobados y con la torpeza propia del neófito, no se daban la prisa suficiente y acababan en el suelo, pataleando y escupiendo cachos de pulmones entre toses y jadeos hasta que la asfixia acababa con ellos tras una terrible agonía. Donde se dio el mayor número de bajas por gas y con notable diferencia respecto a los demás ejércitos fue entre los rusos. El ejército imperial ruso adolecía de una patética falta de medios en todos los sentidos: armas, municiones y defensa contra los inventos bélicos modernos. Así pues, cuando los alemanes les enseñaron lo que era el gas cayeron literalmente como moscas. Unos soldados sin preparación sacados de un ambiente rural cuasi medieval no eran los más adecuados para una guerra de aquel tipo, así que cuando en septiembre de 1917 fueron atacados con iperita en Riga, los efectos fueron absolutamente devastadores. 



La efectividad del gas se hizo patente especialmente en el sentido de que se fabricaron máscaras antigás incluso para chuchos y pencos. Los tiros de artillería y los perros de enlace eran demasiado valiosos como para permitirse perderlos por respirar cosas raras, así que todos los ejércitos elaboraron máscaras caninas y equinas de todo tipo para preservarlos adecuadamente. Creo que solo se dejaron de fabricar para cuñados y compadres gorrones, vaya... En todo caso, afortunadamente el gas solo se usó de forma masiva en este conflicto. Los demoledores testimonios gráficos, así como los de mandos militares de elevado rango que consideraban el gas como una auténtica villanía hicieron que se prohibiese su uso en la Convención de Ginebra. De todas formas, los que participaron en la guerra de trincheras no tuvieron tiempo de verse libres de estas letales substancias, siendo muchos los que, aún escapando de la muerte, no pudieron hacerlo de sus efectos y se vieron marcados de por vida por los mismos. Ceguera, quemaduras, deformidades y demás señales indelebles fueron un crudo testimonio de la infinita crueldad del ser humano con sus semejantes. Somos la hostia, lo juro...

En fin, mañana seguiremos.

Hale, he dicho...


Hilera de soldados británicos cegados por el gas de cloro. Esta conocida fotografía es quizás uno de los
testimonios más siniestros e implacables sobre la crueldad de la guerra en general y del uso del gas en particular.