sábado, 15 de marzo de 2014

Malvados 3: Simón de Montfort, el León de la Cruzada



Simón IV de Montfort
Si hay un nombre que se identifica rápidamente con la cruzada albigense es, sin lugar a dudas, Simón de Montfort. Este sujeto, paladín de la fe y defensor de la Iglesia contra la herejía cátara según el papado, pero hombre ambicioso, cruel, desmedido y fiero según el resto del planeta, se distinguió especialmente en la represión de los seguidores del catarismo que tanto abundaban en la zona del Languedoc. Demos un repaso a sus hechos para, de ese modo, comprender por qué lo incluyo en la categoría de malvados cum laude.

Simón de Montfort nació hacia 1160 e, independientemente de su feroz carácter, digamos que tenía un pedegree de primera clase.  Su padre, Simón III de Montfort, era señor de Montfort-l'Amaury y su madre, Amicie de Beaumont-Le-Roger condesa de Leicester y de la cual heredó el título en 1204. Pero en la época que nos ocupa, la primera década del siglo XIII, nuestro hombre era un simple barón de l'Île-de-France con una ambición tan desaforada y un afán por medrar tan descomunal que vio en la cruzada albigense la mejor manera de obtener más títulos y tierras a costa de lo que fuera.



Sello de Simón de Montfort
Su primer paso para ascender consistió en una jugada poco honorable: aceptó sin dudarlo las posesiones confiscadas  a Raimond Roger de Trencavel, un noble de ilustre linaje que se remontaba a la época de los visigodos y que defendió hasta el fin la ciudadela de Carcassonne contra el feroz delegado papal, el abad de Citeaux Arnaud Amaury. Éste, contra el derecho feudal, ofreció las posesiones de Trencavel a varios de los grandes señores que tomaron parte en la escabechina, entre los que se encontraban el duque de Borgoña y los condes de Nevers y Saint-Pol, pero estos se negaron alegando que lo que se hizo con Trencavel había sido una villanía, cosa totalmente cierta ya que cayó como un gazapo en las trampas y engaños urdidos por el abad con tal de apoderarse de la ciudadela. Pero eso no supuso ningún cargo de conciencia a Montfort, que no se lo pensó ni un instante cuando Arnaud-Amaury se lo ofreció. En teoría era algo ilícito porque el abad no había perdido permiso al rey de Francia, pero al hacerlo en nombre de la Iglesia nadie lo cuestionaría si no quería verse puesto en entredicho por negar la autoridad del papa.

Ello no solo aumentó las posesiones del ambicioso Montfort sino que, además, le valió ser designado como jefe de la cruzada por sus incuestionables dotes militares que, unidas a su crueldad y fiereza sin freno, le hacían el candidato perfecto para dejar de lado los escrúpulos que muchos nobles occitanos ponían a la hora de enfrentarse con sus vecinos sin que hubiera habido más ofensa de por medio que abrazar una herejía que, en realidad, era considerada por muchos como más edificante que los postulados de la Iglesia.



Castillo y villa de Minerva
No tardó mucho nuestro hombre en hacer que su nombre fuera sinónimo del infierno en la tierra: en 1210 ocupó Bram, un antiguo castrum celta cercano a Carcassonne en el que, con la anuencia del abad Amaury, mandó cortar los labios y las narices de todos sus habitantes, a lo que añadió sacarles los ojos a todos menos a uno, al que dejó tuerto para que guiase al grupo de desdichados por los campos. Todo ello en venganza por el mismo trato dado a dos caballeros cruzados apresados por un señor local llamado Guiraud Pèpieux. Su siguiente objetivo fue el castillo de Minerva ya que sabía que en él se encontraban refugiados bastante cátaros. Así pues, lo puso bajo asedio y se dedicó a machacarlo a golpe de bolaño con dos fundíbulos hasta que, pasadas siete terroríficas semanas, Guillaume, señor de Minerva, rindió la plaza con la promesa por parte de Montfort de respetar las vidas de los herejes si estos abjuraban de sus falsas creencias. Está de más  suponer que sabía de sobra que ningún cátaro aceptaría renegar de su fe, por lo que los 140 herejes refugiados en Minerva fueron pasto de las llamas el 22 de julio de ese mismo año. La reputación de Simón de Montfort iba en aumento.



Castillo de Lavaur
Pero la furia de Montfort no encontraba freno. En marzo de 1211 los cruzados acometieron otro importante enclave cátaro, el castillo de Lavaur. La fortaleza estaba defendida por ochenta caballeros al frente del señor del lugar, Aimeric de Montréal. La resistencia duró hasta el 3 de mayo, y las represalias llevadas a cabo por Montfort fueron más allá de lo imaginable en su cada vez más desmedida crueldad: mandó degollar y colgar de la muralla a Aimeric y sus ochenta caballeros. Pero su ensañamiento alcanzó incluso a la hermana de éste, Guiraude, la cual fue violada a mansalva por las tropas cruzadas para, finalmente, ser arrojada a un pozo seco y machacada a pedradas hasta que dejaron de oírse sus alaridos. Nuestro hombre se superaba cada vez más, y ya nada ni nadie era capaz de frenar sus ansias homicidas: camino de Toulouse hizo quemar vivos a sesenta cátaros que se habían refugiado en el castrum de Cassès.



Sello de Raymond VI, conde
de Toulouse
Sin embargo, aparte de putear de forma inmisericorde al personal, lo que más ambicionaba Montfort era el rico condado de Toulouse. Su propietario, Raymond VI, llevaba años metido en una serie de interminables entresijos políticos y juegos a dos bandas para poner a salvo a su condado de las garras de los cruzados y de la Iglesia ya que era un gran defensor de las libertades que había otorgado a sus vasallos y, posiblemente, él mismo habría abrazado el catarismo. Por ello, en enero de 1213 opta por ponerse al servicio del rey Pedro II de Aragón, lo cual no le sale nada bien porque tanto él como el monarca aragonés fueron derrotados por Montfort en la batalla de Muret, librada el 12 de septiembre de ese mismo año, lo que supuso el exilio para el conde Raymond, la muerte para el rey don Pedro y, por fin, la obtención del título para nuestro hombre, que no tardó ni dos minutos en hacerse con el mismo y, para que el personal se percatara de que él no era tan bondadoso como el anterior conde, lo primero que hizo fue abolir todas las libertades legisladas por Raymond VI. Simón de Montfort estaba en pleno cenit de su gloria.



Batalla de Muret
Pero tras la gloria suele venir el ocaso, que apenas tardó tres años en llegar. En 1216, el papa Inocencio III, promotor de la cruzada, se largó de este mundo a explicarle a Dios de qué iba todo aquello de las piras alimentadas con cuerpos de cátaros, y tiempo le faltó al conde Raymond y a su hijo para ponerse en marcha para recuperar sus dominios, para lo que se les unieron gran cantidad de nobles y señores occitanos que estaban de su parte y, además, odiaban un poco a Montfort. Ni siquiera pudo resistir en su amada Toulouse ya que los vecinos, sabedores de que su viejo señor se acercaba para liberarlos, se sublevaron y obligaron al cruel Montfort a ponerse a salvo. Raymond VI hizo su entrada en la ciudad el 13 de septiembre de 1217 en loor de multitudes mientras que nuestro hombre reunía tropas y cercaba la ciudad el octubre siguiente para recuperarla cuanto antes que, las cosas como son, podía ser un auténtico y verdadero hideputa, pero redaños no le faltaban.



Instante en que Montfort es
alcanzado por el bolaño que
le reventó la cabeza
El final de su sangrienta existencia llegó el 25 de junio de 1218, tras diez meses y diecisiete días de cruento asedio. Merece la pena ceder la palabra a la Canción de la Cruzada, que plasmó con gran detalle lo ocurrido:

Había en la ciudad una mangana que disparaba piedras construida por un carpintero, la cual fue arrastrada hasta Saint Sernin, hacia la plataforma de lanzamiento. Fueron damas, jovencitas y mujeres casadas las que la dispararon. Una de las piedras cayó exactamente sobre el yelmo de acero de Simón de Montfort, de suerte que los ojos, los sesos, los dientes superiores, la frente y la mandíbula le volaron en pedazos. Montfort cayó al suelo, muerto, ensangrentado y negro.


En cuanto se supo la noticia en la ciudad, las campanas tocaron a rebato y sonaron trompetas y timbales para celebrar la noticia: el cruel Montfort ya era historia. Hasta le sacaron una canción para conmemorar el evento:


Montfort es mort, es mort, es mort
Viva Tolosa
Ciotat gloriosa
E poderosa
 Montfort es mort, es mort, es mort
Tornan lo Paratge e l'Onor



Lápida de la primera sepultura en la catedral
de Saint-Nazaire
Tras recoger sus cachos de cráneo y cerebro, su cuerpo fue llevado a la catedral de Saint-Nazaire de Carcassonne, donde recibió sepultura. En 1224, su hijo Amaury lo trasladó a los dominios de la familia en Île-de-France, concretamente al priorato de Haute-Bruyère, cerca de Montfort-l'Amaury.

Está de más decir que la muerte de Simón de Montfort no puso fin a la cruzada albigense aún a pesar de ser su principal paladín y de su incuestionable talento militar. Como hemos visto en entradas anteriores, el acoso a los hombres buenos perduró hasta que la herejía fue definitivamente erradicada del Languedoc. Es de todos sabido que nadie es imprescindible, y que si un malvado la palma hay varios dispuestos a sustituirle. Simón de Montfort, el León de la Cruzada como le apodaban por su escudo de armas, no dejo precisamente un grato recuerdo de su paso por este mundo.

Ya está.

Hale, he dicho...


Este solía ser el resultado de las visitas de Montfort y del abad de Citeaux en las poblaciones que
les pillaban de paso: barbacoa de hereje