domingo, 23 de diciembre de 2012

La espada ropera





Aunque éste tipo de espada se la sitúa en el tiempo durante los siglos XVI y XVII, el origen del término es anterior. Concretamente, en un inventario de bienes muebles de don Álvaro de Zúñiga, fechado en 1468, ya se encuentra dicho término, del cual derivan los "rapier", "rapieri" o "rapière" propalados por italianos, franceses, etc. Parece ser que, inicialmente, se las identificaba como espadas de ceñir, o sea, espadas que, aunque eran perfectamente válidas para luchar con ellas, sus acabados lujosos las hacían indicadas para portarlas con atuendo civil como complemento ornamental de la ropa que se vestía en un determinado momento. De ahí el término espada ropera. 

Es a partir del siglo XVI cuando, debido a la proliferación de tratadistas de esgrima, éste tipo de espada comienza a expandirse por toda Europa, y siendo destinadas, además de como arma de ceñir y de duelo, para la guerra. Su época dorada transcurre durante todo el siglo XVII, cuando los principales centros espaderos europeos como Toledo, Solingen o Milán, producen armas de una incuestionable calidad tanto en los aceros como en las guarniciones aunque, eso sí, sin llegar nunca a la extraordinaria fama alcanzada por los talleres toledanos, meca de los maestros espaderos de toda Europa que se devanaban los sesos para dar con los arcanos de la manipulación del hierro para convertirlo en el mejor acero del mundo.

En lo tocante a su diseño, es precisamente la aparición de los tratados de esgrima, especialmente los de armas dobles, lo que hace que las hojas de las espadas bajomedievales se estilicen y alarguen notablemente, buscando ante todo la estocada antes que el tajo. Debemos tener en cuenta que la desaparición de las armaduras de placas dejan el cuerpo del combatiente totalmente expuesto al enemigo, y de ahí la necesidad, ya que carece de protección defensiva, de aprender a desviar los golpes y, naturalmente, herir al contrario. Y para ello, nada mejor que una buena estocada que lo pasase de parte a parte, y por una razón bastante simple: los tajos, salvo que sean en el cuello y seccionen una carótida, o tan profundos en una extremidad o el cuerpo que produzcan la muerte al cabo de poco tiempo, siempre eran heridas que tenían una curación más o menos fácil salvo que se viese afectado algún tendón. Pero las estocadas eran temibles, porque dañaban órganos internos en una época en que la medicina no era capaz de abrir a un hombre para reparar dichos daños. Un pulmón o el hígado atravesado aliñaban al herido en cuestión de minutos, una perforación de estómago, aparte de ser sumamente dolorosa, derivaba en una peritonitis mortal de necesidad, y si encima se producía una hemorragia interna por haber interesado la hoja alguna arteria, como la aorta en el cuerpo o la femoral en una pierna, en dos minutos uno partía al más allá con el honor impoluto. Y si la estocada era como la que vemos en la lámina superior, no daba ni tiempo de llamar al cura. Como se ve, la espada ha entrado por la boca y ha salido más de medio metro por la cabeza.

Debido pues a que la esgrima busca herir sin ser tocado, las guarniciones de las espadas sufren una evolución destinada tanto a proteger la mano como a trabar o incluso partir la hoja de la espada del enemigo. Ya no era posible, como sucedía antaño, dejarse golpear sabiendo que uno era invulnerable gracias a la armadura, así que había que buscar la forma de impedir a toda costa que la hoja enemiga le cortase a uno los dedos o incluso la mano entera. Para ello surgió un diseño que aparece en la ilustración de la derecha, el cual, como se puede suponer, tuvo diversas variantes. Veámoslo con detalle: la empuñadura se ve acortada a fin de poder imprimir más fuerza a la estocada. Para ello, el dedo índice se cruza sobre el arriaz y descansa en el recazo de la hoja. Para protegerlo, dos patillas se curvan desde el arriaz hasta la hoja, las cuales se unen mediante un anillo que impide que, caso de que la hoja del enemigo resbale por la propia, le deje a uno sin dedo. Dicho arriaz es recto y muy largo, lo que facilitaría trabar la hoja enemiga. Y para proteger la mano, tenemos un amplio anillo superior. Conviene concretar además que la posición del dedo índice mejora bastante el manejo del arma, logrando un agarre más equilibrado. En cuando a las empuñaduras, el antiguo sistema de forrado con cuero y encordado da lugar a un torzal con alambre de acero, cobre o incluso de plata u oro en los ejemplares más lujosos. Con todo, también se fabricaron empuñaduras enteramente metálicas con primorosos cincelados.

A principios del siglo XVII hace su aparición un tipo de contraguarda más compleja que los usados anteriormente. Este tipo de guarnición, que podemos ver a la izquierda, proporcionaba una protección extra al dorso de la mano tanto de los golpes dirigidos a ella como de deslizamientos de la hoja enemiga sobre la propia. El estribo y la guarda protegerían el dedo índice, y la contraguarda con sus puentes la mano. El gavilán de parada servía tanto para detener la hoja enemiga como para trabarla y partirla dando un giro seco a la muñeca, dejando al contrario a la merced del adversario, y el pomo, rematado con un ostentoso botón, era bastante válido para golpear con el mismo en la cabeza del enemigo durante un forcejeo, lo que podría dejarlo fuera de combate o, en todo caso, lo suficientemente atontado momentáneamente como para rematarlo a continuación de una puñalada con la daga de vela que empuñaríamos con la mano izquierda, metiéndole una cuchillada en el cuello o un puntazo hasta las guarniciones en la boca del estómago que lo escabecharía en un santiamén.

Éste tipo de guarnición evolucionó en algunos casos, sustituyendo los puentes de contraguarda y la guarda por conchas o veneras. A la derecha tenemos un ejemplar procedente de la Colección Wallace que nos ilustra perfectamente sobre ella. Éste concretamente, es de fabricación alemana, de Solingen, datado hacia 1630. Mide nada menos que 132,7 cm. de largo, y pesa 1,39 Kg. La anchura de su hoja es de solo 2,3 cm. Esto nos da una idea de lo fino que había que hilar a la hora de enfrentarse a un hombre armado con una de estas espadas, verdaderos estiletes con hoja interminables que penetraban en el cuerpo con una facilidad pasmosa. Por otro lado, si observamos el resto de la guarnición, llaman la atención dos detalles: su larguísimo arriaz, destinado como se ha dicho a trabar la espada enemiga, así como los lazos que, casi como si de una cazoleta se tratara, envuelven la mano, proporcionándole una protección superior a la misma.

Finalmente, a la izquierda tenemos la espada española por antonomasia, dotada de guarnición de cazoleta.  Dotada como la anterior de un largo arriaz y un guardamano más simple, es la espada que por sistema se asocia con los matasietes y duelistas de la época. El borde de la cazoleta o taza va dentado a fin de servir de rompepuntas o para ayudar, junto al arriaz, a trabar la hoja enemiga. Los pomos de estas espadas solían ser esféricos y de buen tamaño, destinados, como se indicó en la entrada dedicada a estas piezas, a equilibrar la hoja y hacerla más manejable. En este caso, dicho punto de equilibrio debía estar a media cuarta de la guarnición. Este dato, que puede parecer irrelevante a algunos, era de extrema importancia ya que se trataba de manejar con rapidez, destreza y precisión un arma dotada de una hoja que, por norma, superaba el metro de longitud. 

En cuanto al diseño de las cazoletas, podían ser desde tipos básicos destinados a la milicia o personas que no podían hacer gasto en piezas más elaboradas, a ejemplares grabados al ácido, cincelados o calados de una apariencia fastuosa. Y que nadie piense que, en el caso de los calados, solo se buscaba un lujo superfluo, ya que venían de perlas para atrapar las puntas de las hojas enemigas y partirlas limpiamente, lo que convertían estos primorosos acabados en una sutil trampa que podía dejar al contrario con la espada inservible. A la derecha tenemos un ejemplar, también procedente de la Colección Wallace, fabricado durante la segunda mitad del siglo XVII por el maestro espadero toledano Juan Hernández. El arma mide un total de 116,8 cm., pesa 960 gramos y su hoja tiene una anchura de 1,8 cm. Una aguja, vaya. 

En lo referente a las hojas, podían estar destinadas a herir de filo y punta, o solo de punta. Éstas últimas, según Leguina, debían tener el ancho de un dedo meñique, con una sección cuadrada, triangular o rectangular, y dotadas de una gran elasticidad. Eran las conocidas como verduguillos, y tenían una longitud mínima de cinco palmos, o sea, 105 cm. Se dictaron normativas respecto a las longitudes máximas que podían tener este tipo de espadas, normas estas que raramente se cumplían, y menos aún en las espadas de los matasietes y gente dada a la pendencia que tanto abundaban en aquellos tiempos, que por un puñado de maravedises pagabas la muerte del moroso de turno o del que te ponía los cuernos, cuyos cuerpos encontraban  los corchetes en cualquier callejón con la garganta atravesada de un puntazo. En 1558, Felipe II emitió una norma que limitaba la longitud de la hoja a no más de cinco cuartas, y se prohibía expresamente portar dagas o cuchillos si no se llevaba espada, medida ésta destinada, como ya se supondrá, a impedir que los asesinos a sueldo pasaran desapercibidos, con la chori bajo el capote y dispuestos a coserte a puñaladas en una encrucijada oscura.

Respecto a la hoja, en el dibujo de la derecha podemos ver las partes de que constaba. Su elaboración en los talleres españoles implicaba una dificultad extraordinaria, ya que las pruebas a las que eran sometidas las hojas una vez acabadas no permitían fallos de ningún tipo, y el proceso desde que se iniciaba la forja hasta que se le estampaba la marca del maestro espadero era de tal complejidad que, como comentaba al principio, todos los armeros europeos habrían dado cualquier cosa por ser partícipes de sus secretos. Básicamente, la forja comenzaba colocando dos tejas o láminas de acero rodeando un núcleo de hierro y martilleando desde el centro hacia los bordes, labor denominada dar la puntada. Pero, al parecer, bastaba un martilleado defectuoso tanto en la fuerza empleada como en la insistencia sobre un determinado punto para arruinar el trabajo apenas comenzado. Pero lo verdaderamente complejo era el tratamiento dado a continuación, a base de templados en función de la tonalidad de la pieza al rojo, tiempos de inmersión, revenido y enfriamiento, tratamientos estos que cada espadero guardaba en el mayor de los secretos y transmitiéndolo de forma oral de padres a hijos. Una vez concluida la hoja, se la sometía a las siguiente pruebas:

Para comprobar la resistencia a la flexión se llevaba a cabo la prueba de la muletilla, en la que la hoja debía curvarse adaptándose a la curva de una muletilla de cuero, de forma que quedaran dos ramales paralelos. Para que nos entendemos, había que doblar la hoja hasta formar una U tirando de dicha muletilla. Para comprobar la torsión, se clavaba la punta en una plancha de plomo y se giraba 180º sobre sí misma. Finalmente, se realizaba la prueba de la S, en la que media hoja debía describir un semicírculo y la otra mitad otro, pero en sentido contrario hasta conseguir darle forma de S. Si pasaba estas tres pruebas, que ni remotamente eran capaces de pasar así como así las hojas fabricadas en otros países, se golpeaba de filo sobre un yelmo, no pudiendo mostrar una vez concluidas las pruebas síntomas de fatiga, grietas o melladuras. 

Tahalí para espada ropera
Como ya se puede suponer, la cotización de estas hojas estaba muy por encima de las fabricadas en los talleres alemanes, franceses o italianos, aunque luego les colocaran guarniciones fabricadas en otros países por aquello de la moda de cada cual. Pero las hojas españolas eran, sin ningún género de dudas, las mejores del mundo. Basta ver su precio conforme a una Real Cédula de 1680 que fija los precios máximos de las hojas, y teniendo en cuenta que una procedente del extranjero llevaba el coste añadido de transportes, intermediarios, etc.: una hoja toledana costaba 30 reales. Una alemana, 18. Una genovesa, la tercera parte, 10 reales. Y una francesa, 11. O sea, que el que quisiera una espada de categoría tenía que rascarse la faltriquera a base de bien. Y al precio de la hoja, había que añadir el de las guarniciones, que dependiendo del acabado podía oscilar entre los 6 reales de las más básicas a los 36 de una con grabados, más la inseparable daga, que podía salir por unos 10 reales. Y a todo ello, sumar el importe de los tahalíes, vainas, talabartes y sus respectivos terminales, conteras, etc. O sea, que hablamos de cerca de 100 reales entre una cosa y otra. Como un real equivalían a 34 maravedises, tenemos, haciendo números redondos, 3.400 maravedises, o sea, algo más de 9 ducados. Eso era, aproximadamente, la paga de unos cuatro meses de una pica seca en los Tercios, así que ya podemos hacernos una idea de qué iba la cosa. 

Bueno, creo que no se me olvida nada. Como foto de cierre, ahí dejo una espada ropera despiezada para que se aprecien mejor cada una de sus partes.

Hale, he dicho

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