La figura del rey Ricardo III de Inglaterra ha llegado a nosotros bastante deformada debido a la leyenda negra, más o menos justificada, que nos han legado. Toda su vida transcurrió envuelta en las guerras civiles entre las poderosas casas de Lancaster y York, dando paso tras su muerte al advenimiento de los Tudor. Quizás haya sido la portentosa pluma de Shakespeare la que peor propaganda le haya hecho, lo cual no dejaba de tener su lógica ya que su principal espectadora era Isabel Tudor, la peculiar Reina Virgen. Lo deformó tanto física como moralmente hasta tal extremo que, si le preguntan a cualquiera, dirá que Ricardo de York era un monstruo: "Se sonreír, y matar mientras sonrío...". La famosa frase que el escritor le endilga al comienzo de la obra ya es un preclaro indicio de que no debía ser un buen sujeto precisamente. Físicamente, su único defecto radicó en una escoliosis que le fastidió la columna vertebral a partir de la pubertad y, en lo tocante a la ética y la moral, no fue en realidad ni mejor ni peor que los demás monarcas de su época. O sea, que ni era manco ni sus actos eran más despiadados que los llevados a cabo por personajes tan mitificados como Ricardo Plantagenet.
Antes de alcanzar el trono, nuestro hombre era duque de Gloucester. Su existencia transcurrió combatiendo en primer lugar junto a sus hermanos Eduardo IV y George, duque de Clarence, para mantener la supremacía de los York, y todo ello sazonado por una voluble y alevosa nobleza que cambiaba de bando como quien cambia de camisa, vendiendo su lealtad al mejor postor. Su reinado apenas duró dos años por obra y gracia de su enemigo Enrique Tudor, conde de Richmond, y la traición al rey de un buen número de nobles: el padrastro del Tudor, lord Stanley, el hermano de este, William, y Gilbert Talbot, que dejaron al rey Ricardo en la estacada en la jornada de Bosworth el 22 de agosto de 1485. Veamos pues como se coció esta historia...
En 1485, cuando nuestro hombre apenas llevaba año y medio de reinado, el duque de Buckingham, antaño partidario de los York, se cambió de bando a fin de deponer al monarca y devolver la corona a los Láncaster. El candidato elegido fue Enrique Tudor, hijo de un noble galés y de Margaret Beaufort que, aunque de sangre real, era de ascendencia bastarda. No es ahora momento de entrar en profundidad en los entresijos políticos del como y el por qué se llevó cabo esta rebelión, demasiado tortuosa y extensa como para dar cuenta de todos sus pormenores en este momento, así que nos limitaremos a considerar que esa fue la causa que motivó el principio del fin del reinado de Ricardo. Así pues, damos un salto en el tiempo hasta el mes de agosto de ese año cuando, tras recibir el apoyo de Buckingham y de Stanley, se embarcó en Bretaña camino de Inglaterra a presentar batalla para, de una vez por todas, acabar con el reinado de su enemigo y, con ello, de la supremacía de la casa de York.
Placa que indica el lugar donde desembarcó Enrique Tudor en la bahía de Mill. A la derecha, una panorámica de la misma |
El 7 de agosto, el Tudor desembarcó en la costa de Gales, concretamente en Dale, estableciendo la cabeza de playa en la bahía de Mill. Le acompañaba un pequeño ejército de apenas 4.000 hombres de los que la gran mayoría eran mercenarios franceses al mando de Philibert de Chandée. Junto al futuro monarca iban además los condes de Oxford y Pembroke, sir Edward Woodville, ex-almirante de Inglaterra e incluso el obispo de Exeter, que no dudó en sumarse a la fiesta. Mientras tanto, Ricardo se preparaba para avanzar al encuentro de su enemigo no sin antes tomar rehenes para asegurarse de la fidelidad de los hermanos Stanley, de los que no se fiaba ni un pelo. En todo caso, quien peor lo tenía era el aspirante al trono el cual disponía de un ejército mucho menos numeroso y que combatía en tierra extranjera. En definitiva, ambos ejércitos fueron avanzando etapa tras etapa para cubrir la gran distancia que separaba a ambos hasta llegar a Bosworth, donde tuvo lugar el encuentro.
Los momentos previos al inicio de la batalla |
La batalla comenzó temprano con un primer contacto entre el ala derecha del ejército real al mando de Norfolk y de las tropas rebeldes del conde de Oxford. El centro lo ocupaba el rey Ricardo, situado en la colina Ambion y, a su izquierda, las tropas de Northumberland, las cuales no llegaron ni a entrar en combate por temor a verse atacados si lord Stanley se pasaba al enemigo. En total, las tropas regias sumaban unos 10.000 hombres que, sumados a los 6.000 galeses de los hermanos Stanley, podrían haber aplastado sin problemas a las exiguas fuerzas del Tudor. Enrique, al ver que la batalla empezaba a decantarse en favor del enemigo, no dudó en ir en busca de lord Stanley que, al cabo, siempre había sido partidario de la casa de Lancaster a pesar de haber desempañado el cargo de mayordomo del rey Eduardo IV, el predecesor y hermano de Ricardo. Éste, al ver la tamaña traición que se estaba fraguando y que Northumberland no se movía a pesar de haber recibido la orden de avanzar, decidió acabar por la vía rápida y cargó personalmente contra el Tudor a fin de darle muerte y finiquitar la jornada sin más historias.
Momento en que el rey Ricardo derriba y mata a William Brandon. Junto al rey cabalga su abanderado, sir Percival Thirwell, el cual cayó poco después en combate |
Así pues, Ricardo, que a pesar de su espalda retorcida y su escasa presencia física era un tipo muy bragado que llevaba toda su vida combatiendo, ordenó que le vistieran con un tabardo con el blasón regio y se colocó su celada en la que lucía una corona real para que nadie dudara de que era el rey en persona el que entraba en batalla. Al frente de una fuerza de unos 800 jinetes, cargó ladera abajo desde la colina de Ambion en busca de su enemigo para darle muerte él mismo proclamando su grito de guerra: "¡Loyaulté me lie! " (¡La lealtad me obliga!). El primer choque lo tuvo con el William Brandon, el abanderado del Tudor, al cual pasó de lado a lado con su lanza, quedando tendido con el asta rota asomando por su armadura. Sir John Cheney, un hombre al parecer de fuerza hercúlea y gran estatura, intentó cerrar el paso al rey pero este, que había echado mano a su martillo de guerra, lo descabalgó de un certero golpe en la cabeza. Ante la situación de extremo peligro para el Tudor, su escolta personal cerró filas para defender a su señor. En ese instante, Stanley culminó su traición y decidió pasarse al enemigo.
Pero a pesar de todo, el ánimo del monarca no decayó y prosiguió la lucha con denuedo. El cronista John Rous, acérrimo partidario del Tudor, no pudo dejar de reconocer el valor de Ricardo, escribiendo en 1490 que "...sin embargo, si se me permite decir la verdad, aunque pequeño de cuerpo y débil de extremidades, se comportó como un gallardo caballero y actuó con distinción como un campeón hasta su último aliento, clamando muchas veces que había sido traicionado, y gritando "¡Traición, traición, traición!". Muertos un gran número de los nobles que le acompañaban y con la infame traición de los hermanos Stanley decantando la victoria en favor del Tudor, las cada vez más reducidas tropas con las que Ricardo inició la carga fueron empujadas poco a poco hasta una ciénaga en la que el caballo del rey quedó atrapado, por lo que tuvo que echar pie a tierra.
Las tropas galesas de lord Stanley masacran al rey |
A pesar de todo Ricardo intentó proseguir la lucha, pero un peón galés de las tropas de lord Stanley le golpeó en la cabeza con su alabarda. Según la tradición galesa, dos hombres reclamaron para sí la muerte del rey: Rhys ap Thomas y Rhys Fawr ap Maredudd. Las fuentes inglesas afirman que el asesinato fue llevado a cabo por peones ya que, caso de haber sido algún noble, inmediatamente lo habría proclamado. El caso es que tras el golpe de alabarda, la tropa se abalanzó sobre el rey y lo masacraron, produciéndole multitud de heridas, ocho de las cuales se localizaron en la cabeza según se pudo saber tras el hallazgo de los restos del monarca en 2012. La muerte del rey supuso la desbandada su ejército, poniendo término a la dinastía de los Plantagenet en la persona del último vástago de la casa de York, el cual apenas contaba con 32 años. Bastaron las dos horas que duró la batalla para cambiar la historia.
Grabado romántico que muestra a lord Stanley entregando la corona al Tudor ante el cadáver de Ricardo |
Su cuerpo fue desnudado y transportado terciado a lomos de un caballo hasta la colegiata de la Anunciación de Ntra. Señora para exponer el cadáver al pueblo y que comprobaran quien era a partir de aquel momento el nuevo monarca para, tras dos días insepulto, ser enterrado en el convento de los franciscanos de Leicester en una tumba sin marcar. Mientras tanto, y según la leyenda, el Tudor buscaba en una colina cercana a la aldea de Stoke Golding la corona que Ricardo había llevado sobre su celada. La encontró lord Stanley entre unos arbustos de zarzas y, allí mismo, se la entregó a su hijastro y nuevo rey de Inglaterra. La crónicas cuentan que, en realidad, la corona apareció junto al botín que se recogió del campamento abandonado.
El hallazgo de sus restos en el verano de 2012 permitió corroborar que la forma en que las crónicas relataron como fue asesinado no se apartaban nada de la realidad. De entrada, cabe señalar que las heridas recibidas no habrían sido posible si el rey hubiera llevado la celada puesta, así que cabe suponer que se despojó de ella en algún momento, quizás al echar pie a tierra para tener mejor campo de visión, quizás al recibir el golpe de alabarda, o quizás fueron realizadas tras ese primer golpe fatal ya que se ensañaron con el cadáver. En todo caso, veamos las más significativas:
Vista inferior del cráneo en la que se aprecia el enorme boquete que le produjo el golpe de alabarda en la zona occipital. Este tajo brutal hace cierta la frase que, según la leyenda, pronunció Rhys ap Thomas diciendo que "había afeitado al jabalí", en referencia al escudo de armas del ducado de Gloucester, en el que aparecía ese animal. Marcada por un círculo rojo aparece una segunda herida, producida a continuación y realizada con una hoja de espada que le hundieron en el cerebro cuando el rey yacía en el suelo de bruces. Estas dos heridas fueron las que le causaron la muerte.
A la izquierda tenemos una vista frontal del cráneo en el que se aprecian dos heridas marcadas por sendos círculos rojos. La superior es una hendidura que no llegó a perforar el cráneo, producida posiblemente por un golpe de filo propinado con una espada o una daga. La inferior es más seria, mostrando un puntazo que produjo un corte en la apófisis frontal. Estas dos heridas son post mortem ya que, estando aún vivo, llevaría puesto el yelmo por lo que la herida en la frente no podría haberse producido.
Vista posterior en la que se aprecian otras dos heridas. La superior es una herida incisa que forma un pequeño cráter producido posiblemente por el pico de un martillo de guerra o una daga de arandelas provista de una punta prismática, las cuales eran habituales para desmallar lorigas. La del círculo grande es una herida en scalp producida por un arma cortante muy afilada, o sea, una espada.
Herida incisa en la mandíbula producida por un arma cortante, posiblemente una daga ya que una hoja más larga habría incidido en los dientes. Las piezas dentarias que faltan no son consecuencia del combate, sino que las habría perdido a lo largo de su vida.
Herida producida en el hueso isquión de la cadera, marcado con un círculo rojo. Esta herida fue producida al introducirle una arma punzante por la nalga, y cuya moharra le atravesó la misma llegando hasta el hueso mencionado y partiéndoselo sin problema. Cabe deducir que se trató de un arma pesada como una alabarda o una bisarma. Por el lugar tan peculiar de la herida, podemos suponer que fue producida cuando iba ya muerto terciado sobre la grupa del caballo que transportaba su cadáver. Obviamente, el cuerpo recibiría muchísimas más heridas a la vista de lo visto si bien no dejaron rastro al recibirlas en zonas blandas del cuerpo.
Bueno, este fue el ominoso final del último Plantagenet: apiolado por una horda de peones, su cadáver masacrado sin piedad y expuesto como un trofeo de caza para, finalmente, ser enterrado sin una mala lápida que señalara el lugar. Sea usted rey para acabar así...
Hale, he dicho...
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