Quizás recordarán que, en un relato anterior sobre mi periplo castrense, comenté que en el ejército se arrestaban, además de a guripas rebeldes e indisciplinados, a animales, armas y garitas. Bueno, pues ahora verán que esa medida aparentemente absurda tenía sus razones. Lean, lean...
Si algunos de los que me siguen son sebiyanos, puede que recuerden la antigua carretera de San Juan de Aznalfarache hacia Sebiya. Una vez que se cruzaba el puente de hierro sobre el Guadalquivir, peatonalizado a raíz de la Expo-92, se llegaba a un semáforo donde había una bifurcación. A la derecha corría la Avda. del Infante Don Alfonso de Orleans. Ahora, esa calle está reubicada no lejos de la original, y la que menciono se llama Maestranza Aérea. Si en el semáforo seguíamos hacia la izquierda, pues cogíamos por el muro de defensa hasta el Patrocinio. Bien, justo donde estaba el semáforo se encontraba la Torre Maestranza, que desapareció engullida por las obras realizadas para construir la SE-30. Estaba en el extremo oeste de la base, adosada al mismo muro que la Torre Norte, que paradójicamente estaba situada al sur de la anterior, pero al noroeste de Garita Sur. ¿La recuerdan de la noche del phantasma, no? Bueno, las denominaciones militares no tienen necesariamente que basarse en lógicas geográficas. En la ortofoto he intentado recrear aproximadamente (mi memoria es buena, pero no un disco duro de esos) cómo era la zona para los que más o menos la conocieron. Los que no, pues da lo mismo. Básteles saber que en esa garita tuvo lugar uno de los sucesos más luctuosos que se conocieron en la base en bastante años.
Tanto Torre Maestranza como Torre Norte debían tener más años que la tos por un detalle: ambas tenían una planta inferior provista de una banqueta de fábrica que recorría todo su perímetro. De ese modo, podían permanecer durante la guardia tres centinelas que se iban relevando uno tras otro porque, al no hacerse los relevos en un vehículo y estando a un buen paseo del cuerpo de guardia, pues se optaría por dejar allí a los seis guripas que debían vigilar ambas garitas, que controlaban el muro de la Maestranza Aérea. Imagino que pondrían a un cabo al mando de los fulanos aquellos para que, en vez de vigilar, no pasasen el día jugando a las cartas o durmiendo a pierna suelta. En todo caso, en la época que nos ocupa, cada garita tenía su centinela que era relavado cada dos horas. Una pica con los relevos y el cabo de guardia se paseaba por todos los puestos dando el cambiazo.
Como ya anticipé en un relato anterior, en aquellos tiempos, las guardias en base no eran de 24 horas, sino que las cubrían tres turnos de ocho horas, y cada tres guardias se libraba un día entero. De ese modo, algo tan aplatanante como un guardia se hacía más llevadero, y el personal asignado a los turnos se largaba a su casa a planchar la oreja o a refocilarse con la novia- según el horario libre-, ya que todos eran capitalinos con pase de pernocta que no tenían que dormir en la base. La guardia del turno que libraba la hacía el llamado Rotativo, que un día hacía de 1er. turno, otro de 2º, y otro de 3º. Luego libraba porque ese día estaban en activo los tres turnos convencionales. Esto es irrelevante para nuestra historia, pero lo cuento para ponerles en contexto.
Bien, un día, un guripa Peláez (nombre falso, naturalmente), del 3er. turno, llegó a la base extremadamente contrito y apagado. El 3er. turno entraba de guardia a las 23:00 horas, por lo que lo habitual era llegar a las 22:00 para tener tiempo de cambiarse de ropa, recoger armamento y munición en la armería y pasar lista antes de marchar al cuerpo de guardia para efectuar el relevo. Los compañeros del guripa Peláez se extrañaron de verlo hecho un despojillo porque solía ser un muchacho vivaz y buena gente. Total, ¿quién con 18 años y con una vida por delante tiene motivos para aparecer con jeta de velorio?
El guripa Peláez estaba asignado al 2º relevo. Esto quiere decir que entraría de puesto a las 01:00 horas, por lo que tanto él como sus camaradas tenían dos horas por delante para dar una cabezada, zamparse el bocata calentado en la chimenea envuelto en papel aluminio, oír la radio o echar una partida de damas. Las cartas no estaban permitidas por aquello de jugar dinero, lo que podía desencadenar broncas o malquerencias, como si a las damas, al parchís o incluso a la oca no pudiera uno jugarse la paga. Los más promiscuos se iban al dormitorio a deleitarse con revistas cochinas y, llegado el caso, aliviarse rápidamente los humores viriles en los servicios, que con esa edad la secreción masiva de hormonas llega a ser desesperante. Pero aquella noche, el guripa Peláez mostraba un comportamiento muy rarito. En vez de dedicarse a pasar el tiempo como los demás, se puso a despedirse de todos los miembros del turno, regalando a sus más allegados sus mínimas pertenencias: el reloj, el transistor, el encendedor... Obviamente, el personal se lo tomó a chufla, y rechazaron los obsequios y la despedida. Pero, ante la insistencia del guripa Peláez, acabaron cediendo, dando por sentado que era una broma o una paranoia chorra producto de alguna pataleta que se le pasaría al poco rato. Así transcurrió el tiempo hasta que, a eso de las 00:30, el cabo de guardia ordenó prepararse a los del 2º relevo.
Echando pestes, como mandan los cánones, el personal dejó la partida de damas a medio terminar, los promiscuos aceleraron la cadencia del meneo para no quedarse con las ganas, y los que oían la radio apagaron sus transistores. Cada cual cogió su CETME del armero, comprobaron que llevaban los dos cargadores de dotación y formaron ante el cuerpo de guardia para pasar lista. En la Policía se pasaba lista unas 36 veces al día carajo... Una vez comprobado todo lo comprobable, el cabo de guardia daba la novedad al oficial o el suboficial y ordenaba a la tropa subirse en la pica. Debido a lo extenso de la base, el relevo se hacía en dos veces: primero en los puestos del interior de la base, y después en los que se hacían de puertas afuera. El guripa Peláez iba en el primer grupo.
Tras relevar al de Torre Norte, llega el turno a Torre Maestranza, distante 50 o 60 metros una de otra. El fulano saliente se monta en la pica, Peláez se queda en la garita, y se prosigue el relevo. Hasta ahí, todo se sucedía como siempre, y aquella guardia sería como todas: un coñazo. Pero no. El guripa Peláez estaba dispuesto a darle la noche al oficial de guardia, y el día al capitán de día, a los jefes del escuadrón, al coronel de la base y hasta al teniente general, porque cosas así no pasaban- afortunadamente- con frecuencia.
Al cabo de poco rato, cuando al guripa Rodríguez, habitante de Torre Norte, aún no ha tenido tiempo ni de que le entre sueño, se lleva un susto de muerte. Un disparo producido en Torre Maestranza le hace dar un brinco. Obviamente, lo primero que piensa es que el guripa Peláez ha abierto fuego contra algún intruso. De hecho, aquel sector era el principal coladero de ciudadanos de etnia gitana, antes gitanos a secas, para mangar chatarra. Estos habitaban debajo del viaducto cercano, y se infiltraban donde terminaba el muro, uséase, entre la Maestranza y la galería de tiro. Al cabo, ¿quién pone puertas al campo? Y allí había campo de sobra, y ni siquiera habían puesto una mísera valla con una concertina en lo alto. En fin, que se oyó un estampido.
¿Han oído alguna vez el sonido del disparo de un CETME? Bueno, háganse una idea los que han oído el de una escopeta, pero magnificado por el silencio de la noche. El guripa Rodríguez carga el arma y empieza a mirar en todas direcciones. No sabe qué ha pasado, no sabe contra qué o quién ha disparado Peláez y, aunque puede llegar fácilmente a Torre Maestranza por el camino que transcurre por lo alto del muro, no puede abandonar su puesto. Lo llama a voces, pero Peláez no pía. Finalmente, y temiendo que el disparo no haya sido producido por Peláez, sino por el intruso, descuelga el teléfono y avisa al cuerpo de guardia, donde ya se habían enterado del estampido, obviamente. Al momento, una pica con el sargento, el cabo de guardia y una patrulla salieron echando leches a ver qué carajo pasaba.
Cuando llegan a Torre Norte, mosqueo gordo. No saben quién ha efectuado el disparo, no saben una papa de nada, y por mera prudencia no es plan de aproximarse a la garita como si tal cosa. Por lo tanto, el sargento y un par de fulanos más se dirigen a ella empuñando sus armas, dispuestos a abrir fuego a la más mínima sospecha. En Torre Norte se queda el cabo con el resto del personal, aprestados a la defensa. Estas chorradas, de las que la gente no tiene noticia jamás, son más desagradables de lo que imaginan porque, en casos así, se sabe cómo se empieza, pero no cómo puede terminar la cosa. En aquella época había atentados o amenazas de los mismos a cascoporro perpetrados por las hienas de la boina atornillada, y verse involucrado en un tiroteo nocturno es algo bastante enojoso, y de eso doy fe. No ves nada, no tienes claro hacia dónde debes disparar, y no sabes si en los dos próximos segundos un hideputa va a meterte un balazo en el hígado y te dejará seco sin más.
El sargento se acercaba despacio, seguido por los dos guripas que llevaban las culatas de sus CETME incrustadas en la jeta, apuntando en todas direcciones.
-¡Peláe!- llamó el sargento-. ¡Pélae! ¿Ande te mete? ¿Ehtá bien? ¡Di argo, cohone!
Pero Peláez no decía ni pío. Misterio misterioso. Finalmente, el sargento llego a la garita, que no tenía luz. Para alumbrarse en caso de necesidad, cada centinela disponía de una de aquellas enormes linternas recargables que pesaban más que un mulo ahogado. En el cuerpo de guardia estaban los cargadores, unos chismes con plomo dentro aún más pesados y engorrosos. El sargento llevaba su propia linterna, y alumbró al interior manteniendo en alto la pistola. Se acercó lentamente hasta que llegó a la puerta, y lo que vio lo dejó helado.
Sentado en un poyete estaba el guripa Peláez, al que le faltaba la mitad superior de la cabeza. Esta, junto a sus sesos, tapizaban la bóveda interior de la garita. Junto a él, un pequeño radio-cassette que aún estaba funcionando, y en el suelo, su CETME. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir lo que había pasado allí. Por algún motivo aún por dilucidar, el guripa Peláez había decidido desertar por la vía de los hechos consumados y se había volado la cabeza.
Cuando se hizo una primera inspección del cadáver se pudo ver que Peláez había apoyado el cañón debajo de la mandíbula y había disparado. Doy por sentado que pocos de los que me leen tienen la más remota idea acerca de los efectos de una bala de calibre 7'62 mm. disparada a bocajarro, pero les aseguro que son devastadores, entre otras cosas porque la elevada velocidad inicial del proyectil (entre 800-850 m/seg.) produce lo que se llama "efecto hidráulico", que sometería al cráneo a una presión tan bestial que lo reventaría como un huevo, produciendo un estallido de la cabeza. En fin, algo muy muy desagradable.
Tras pasar el pasmo inicial, el sargento llamó al teniente para informar del desastre. Enviaron una ambulancia- para retirar el cadáver, obviamente, porque a Peláez no lo reanimaban ya ni en pleno apocalipsis zombi-, se tomaron fotos, se rellenaron mogollón de partes y se requisaron el CETME, el radio-cassette, la vaina disparada y un cartucho entero, percutido pero que no había sido disparado. Quédense con ese detalle, porque luego se vio que la cosa fue aún más horripilante, que ya es decir...
La movida al día siguiente fue de aúpa, porque en el ejército nunca han gustado los suicidios. Y no ya por lo luctuoso del hecho, que suele dejar a los compañeros del finado bastante atribulados una temporada, sino porque las mil leyendas y bulos que surgen a posteriori siempre suelen sugerir que el suicida llegó a ese extremo porque lo puteaban, porque el furriel no lo trataba bien, porque el sargento la tenía tomada con él, etc., aunque, en realidad, los motivos fuesen totalmente ajenos al desempeño del servicio, como fue este caso porque a Peláez no lo puteaba nadie, al menos en la base. ¿Cómo llegó el desdichado a ese extremo? No se tardó mucho en asacar la verdad.
En la investigación que se llevó a cabo y en la que se interrogó a todos los componentes del 3er. turno, la cosa quedó clara de momento. De hecho, uno de los guripas era hermano de la novia de Peláez que, al parecer, lo había mandado al carajo pocos días antes. No obstante, ni él ni el suicida dejaron de tener una buena relación porque eran amigos desde antes, y fue a raíz de esa amistad por lo que se encuñaron. Parece ser que Peláez estaba absolutamente encoñado con la mocita, que por lo visto era de esas hembras que les gusta dar caña a sus novietes, provocarles celos y tal. En resumen, él quería de verdad a la mocita, pero para ella era una conquista más, y cuando se hartó de él lo mandó a paseo. Por mucho que le rogó, fue inflexible, y Peláez se vio despechado. Muy fuerte tuvo que darle para que con solo 18 años decidiera acabar así, como si no hubiera más chavalas en la galaxia pero, en fin, los amoríos mal llevados pueden terminar de muy mala manera. Peláez decidió actuar sobre sí mismo, igual que otros se ceban en la causa del despecho por aquello de "la maté porque era mía".
Pero lo verdaderamente chungo de esta historia, lo que puso de manifiesto que la decisión de Peláez era más inamovible que el Himalaya, fueron dos cosas: el cartucho percutido y el radio-cassette, que en aquel momento ya estaban a buen recaudo en la caja fuerte del escuadrón. El capitán, con el que mantenía una inmejorable relación, me puso al tanto. Le pregunté sobre la cinta, que nadie salvo los mandamases la habían oído, y la respuesta que me dio fue de esas que te encogen el ombligo.
-En mi vida he oído una cosa más terrorífica, te lo juro- me aseguró meneando la cabeza-. Pone los pelos de punta.
Cuando le metí los dedos para saber más porque, lo reconozco, una morbosa curiosidad se apoderó de mí, me dijo que la cinta corroboraba la declaración del ex-cuñado, y que en la misma contaba todas sus miserias, su despecho y tal. Finalmente, pedía perdón a sus padres y demás familia. Imagino que a la novieta se le caerían los palos del sombrajo al tener noticia de lo ocurrido, y que el sentimiento de culpa la habrá perseguido desde entonces. Pero la cosa no acababa ahí. Faltaba lo del cartucho percutido del que nadie se acordaba.
-Tras grabar el mensaje de despedida no apagó el aparato- prosiguió el capitán-. Lo dejó en marcha, y se escucha todo lo ocurrido hasta que se produjo el disparo. Se oye como carga el CETME (es bastante ruidoso, sobre todo al soltar la palanca de carga que es devuelta a su sitio por un potente muelle recuperador) y, tras unos segundos, se escucha el sonido del mecanismo percutor, pero no se produjo ningún disparo. El cartucho falló. Prueba de que estaba decidido a llegar hasta las últimas consecuencias es que, a continuación, se vuelve a escuchar como recarga, y esa vez sí salió el disparo. ¿Quién no habría tomado como un mensaje del Cielo que el primer cartucho falló y hubiese desistido en su intento? Pero Peláez estaba decidido a terminar con su vida, y si le fallan los diecinueve primeros cartuchos lo hubiese seguido intentando con el vigésimo.
Chungo, ¿qué no? 😢
EPÍLOGO
Así acabó la breve existencia del guripa Peláez, abrumado por el desamor. No haré comentarios sobre su actitud, y menos sobre la novieta. Que cada cual opine como le de la gana. Al ser un suicidio manifiesto, no se pudo considerar su muerte como en acto de servicio, independientemente de que la llevara a cabo estando de servicio, momento en el que tenía un arma a su disposición para culminar su tenebroso plan de autolisis. Por lo tanto, su familia lo único que recibió fue su cadáver con media cabeza de menos.
El CETME fue arrestado. Fue puesto en el armero boca abajo como señal de que aquella arma no debería entrar en servicio nunca más. ¿Que eso es una chorrada? Psé... ¿Vuecé se avendría a conducir un coche donde se mató su predecesor, quedando muerto en el mismo asiento donde se sienta? ¿Le haría gracia dormir en la misma cama donde el abuelo palmó anteayer? En todos los ejércitos siempre ha habido un componente supersticioso, y en una época en la que la tropa se nutría de conscriptos muy jóvenes, impresionables y, en muchos casos, procedentes de ámbitos rurales, no era nada recomendable poner en manos de uno de ellos un arma que tenía tras de sí un historial chungo o un suicidio. ¿Qué cómo podrían distinguirla de otras armas? Fácil, criaturas. Los guripas de la armería tardarían 0'2 en divulgar el número de serie. Algunos se darían de hostias por pillarla, mientras que otros se negarían en redondo a tocarla siquiera. Solución: se arresta el arma PER OMNIA SECVLA SECVLORVM y se acabó el problema. Ojo, este CETME no era la única arma arrestada en la armería de la Policía.
En fin, no todas las anécdotas cuarteleras acaban bien o dan lugar a situaciones chistosas. Esta, sin duda, fue triste. Y no fue la única, por desgracia. Hubo más.
Bueno, ya'tá.
Hale, he dicho
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