viernes, 26 de mayo de 2023

HISTORIAS DE LA MILI. LA BATALLITA ONÍRICA DE PAPÁ

 

Papá de uniforme posando con el tío Enrique y mi
otro abuelo. Este no participó en ninguna batallita
en su vida. Por cierto que, las cosas como son, los
uniformes de antaño les daban mil trillones de vueltas
a los actuales, que parecen de bedel de ministerio

Mientras que el abuelo y yo representábamos la faceta más belicosa de la familia, papá era todo lo opuesto. Pero, ojo, no porque fuese contrario al cumplimiento de los deberes patrios o un pacifista de chichinabo, sino porque su carácter era diametralmente opuesto a del que fue su suegro y al de su amado retoño, uséase, yo.

SEMBLANZA PATERNA: Para hacernos una idea de su carácter, papá era un hombre apacible, templado, poco o nada dado a la vida social, muy religioso, muy culto y un gran conversador que solo conversaba con quienes consideraba adecuado hacerlo, ya que de lo contrario lo consideraba una pérdida de tiempo. Jamás lo vi cabreado, y no como yo, que heredé del abuelo un mal pronto que me convertía en un orco con dolor de muelas en un periquete. Sentencioso, lapidario a veces, afectuoso, todo un señor en todos los aspectos, muy trabajador... En fin, debo reconocer que sentí y siento veneración por la figura de papá, y hasta le agradezco profundamente las escasísimas ocasiones en las que me tuvo que sentar la mano porque, pa qué negarlo, me lo merecía. Mi indómito y colérico carácter siempre me ha dado más disgustos que placeres, pero ya saben eso de genio y figura...

Su hermano, el tío Enrique, era una versión amplificada de papá en lo tocante a su desmedido anhelo por pasar la vida lo más tranquilamente posible. Solterón empedernido, apático y sin interés o aficiones por nada, vivió como un auténtico maharajá haciendo durante toda su vida lo que le dio la real gana arropado por sus dos hermanas, solteronas como él, y que lo cuidaban como un bebé. A él si le tocó participar en la guerra, donde se alistó voluntario para poder elegir cuerpo, Transmisiones en este caso, pero jamás pude sacarle una sola palabra sobre sus batallitas. Eran un tema tabú. Solo cuando entregó la cuchara y pude hurgar en sus papeles pude ver que había cumplido como los buenos, siendo condecorado dos o tres veces e incluso recibió alguna que otra citación y hasta una Medalla Militar Colectiva, que no es cosa baladí. Sin embargo, y contrariamente a la mayoría del personal, él no valoraba esas recompensas. Cumplió porque le tocó, y cuando se acabó la fiesta volvió a su casa y se olvidó de todo. De hecho, ni siquiera aparecieron las medallas que había ganado, por lo que seguramente ni se molestó en comprarlas. Fue uno de tantos héroes anónimos que, cuando regresó a casa comido de roña y piojos, la abuela y mis dos tías lo metieron en una tina y lo dejaron pelado a base de jabón Lagarto y estropajo mientras el uniforme ardía en la azotea para no infestar la casa con parásitos. Tras el acto de purificación, jamás volvió a mencionar la guerra, y si le peguntaba al tío Enrique por sus andanzas bélicas te respondía que si estaba nublado o hacía sol.

CONTEXTO

Papá bien tostado por el sol estival durante las
prácticas. Como se ve, no dormían en ningún edificio,
sino en las tiendas de campaña que se vislumbran
al fondo

Bien, volvamos a papá. Por su edad, tuvo la suerte de escaquearse de la fiesta, pero le tocó servir en la inmediata posguerra. Como está mandado, y estando estudiando una carrera, pues cumplió con sus deberes patrios en la Milicia Universitaria, un invento que, como los alféreces provisionales, palió la escasez de oficiales en un ejército que, en aquel momento, era bastante grande y precisaba de mandos.

La Milicia Universitaria era una forma estupenda de hacer la mili. Fácil y cómoda ya que, en vez de tirarte dos años (dos y medio en la Armada) mamando fango, pues la hacías a plazos aprovechando las vacaciones estivales. Básicamente, una vez pasadas las pruebas oportunas, se realizaban seis meses de prácticas donde al personal le enseñaban a marcar el paso y que la bala salía por delante del fusil, no por detrás. Luego, al año siguiente y ya ascendido a alférez de Complemento, pues se hacían otros seis meses para completar el período de servicio militar. Papá eligió Seuta, no sé si porque habría tropocientos mil aspirantes a quedarse en Sebiya o, más probablemente, por largarse a ver mundo. Papá nunca fue aficionado a alejarse del terruño, por lo que colijo que ir a Seuta fue para él como viajar a otra galaxia.

Es justo reconocer que calificar como batallita el periplo castrense de papá es pecar de optimista. En Seuta el endosaron el mando de una compañía de ametralladoras, en aquella época las Hotchkiss modelo 1914 (de la que por cierto llevo ya casi un año para terminar un articulillo sobre ella), donde aprendió a desarmarla y volverla a armar con los ojos vendados. No crean que esto era una mera gilipollez para hacer perder el tiempo al personal, sino para habituarlos a solucionar cualquier problema u avería en la obscuridad ya que, en pleno combate y de noche, usar una linterna para ello supondría convertirse en un blanco perfecto para los enemigos. Bien, pues además de las Hotchkiss le asignaron un hermoso penco porque, en aquella época, todos los oficiales eran plaza montada, y más en su caso ya que las máquinas, afustes, bastimentos y munición eran transportados por mulos.

Joven oficial posando con una Hotchkiss

En plena Segunda Guerra Mundial, en Seuta había más cuarteles que bloques de pisos, y más militares que paisanos. Con el Marruecos francés como frontera y con la que había liada en el planeta, es evidente que se hacía necesario disponer de tropas en cantidad. Sin embargo, la mili de papá fue un paraíso. Por las mañanas, prácticas de tiro con su compañía en las que, obviamente, solo tiraba la tropa mientras él miraba y el sargento se encargaba de que todo funcionase correctamente. Y por las tardes, tertulia en el pabellón de oficiales y/o paseo a caballo por la ciudad con otros camaradas para ir a la caza y captura de las gentiles señoritas en edad de merecer, hijas de militares y funcionarios civiles del ejército y la administración que se aburrían como ostras en aquel reducto y que recibían de buen grado la compañía de apuestos oficiales a ver si, con suerte, alguno de buena familia se la llevaba consigo de vuelta a la Península para perder de vista de una puñetera vez las añejas fortificaciones seutíeh.

Bueno, con este breve compendio podrán hacerse una idea de las circunstancias de papá hasta que llegó la hora de largarse a Seuta. Pero, antes de proseguir, debemos incluir un breve episodio que, en realidad, fue la causa de esta peculiar anécdota onírica.

Papá contaba que, hacia finales de su infancia y a lo largo de su adolescencia, tuvo un sueño recurrente que se le repetía con una regularidad y frecuencia inusuales. Era, como la mayoría de los sueños, una chorrada sin pies ni cabeza que consistía en lo siguiente:

Se veía caminando por un lugar sumido en la más absoluta obscuridad, pero no por ello se sentía atemorizado. Simplemente, avanzaba por aquel paraje negro como la pez y sabiendo que el suelo era liso y sin irregularidades, por lo que no le preocupaba tropezar y darse una costalada. Tras un tiempo indeterminado (ya sabemos que es imposible medir el tiempo en los sueños), se encendieron de golpe unos potentes focos, y la luz descubrió el sitio donde estaba: un paseo enlosado en cuyos flancos crecían sendas hileras de naranjos inusualmente altos. Ya saben que esos árboles no suelen superar los 3 ó 4 metros de altura, pero aquellos los doblaban. Y ahí terminaba el sueño. Absurdo, como todos los sueños.

Bien, volvamos a Seuta, donde papá acababa de desembarcar ya bastante avanzada la tarde. Con el petate a cuestas se dirigió al Cuartel de la Reina, donde estaba acantonada su unidad. Cuando llegó al cuerpo de guardia era ya de noche, y el oficial a cargo le endosó un guripa para que lo guiase hasta el pabellón de oficiales. Iba bastante cansado porque, en aquella época, ir de Sebiya a Seuta suponían unas cuantas horas de tren, trasbordos y, finalmente, la travesía del Estrecho, que si hoy dura hora y media en aquella época duraría más. Total, que el guripa se hace cargo del petate paterno y le indica el camino, que transcurría entre el edificio del acuartelamiento y una altísima tapia, propia de estas construcciones para dificultar el acceso o la salida al personal, que muchos eran especialmente aficionados a largarse de picos pardos en cuanto tocaban silencio saltando la puñetera tapia para volver antes de diana, todo ello previo pago del soborno de rigor al imaginaria de la hora de partida y al de la llegada.

Bueno, pues poco antes de doblar la esquina, las luces se apagaron de golpe, dejándolo todo sumido en la obscuridad más obscura.

-No se preocupe, mi arfere- informó el guripa-, a ehta hora ya cortan la lú. Ehpere uhté un momento, que voy'avisá pa que la ensiendan.

El guripa salió al trote camino del cuerpo de guardia y papá, por no quedarse allí como un pasmarote, pues cogió el petate, dobló la esquina y prosiguió el camino. Perderse allí era imposible, y fue andando muuuyyy despacio mientras encendían la luz y el guripa volvía. Y, de repente, el sueño se hizo realidad.

Llevaba un trecho recorrido a obscuras, pero iba tan tranquilo porque sabía que allí no había peligro. Simplemente prefirió caminar un poco en vez de quedarse parado y, cuando encendieron la luz, se le quedó la jeta a cuadros al ver que el espacio situado entre el edificio y la elevada tapia estaba flanqueado por unos naranjos descomunales, que habían crecido el doble de lo normal buscando la luz del sol.

Papá se quedó literalmente petrificado, porque el entorno aquel era exactamente igual que el que durante años había soñado una y otra vez.

-¿Ehtá uhté bien, mi arfere?- preguntó el guripa al volver cuando lo vio poco menos que convertido en una estatua de sal, plantado en mitad del paseo mirando a ambos lados. Hasta había dejado caer el petate.

-Ná, no pasa ná- le respondió haciéndose el sueco- Anda, tira pa'lante qu'ehtoy molío y quiero cogé'r catre cuanto ante.

¿Un sueño premonitorio? ¿Algún rollo paranormal? ¿Simple casualidad? Quién sabe... La cosa es que papá no comentó a sus compañeros la anécdota porque, como ya podrán imaginar, en aquella época tardaban 0'2 en declararte el chalado del regimiento si contabas algo así, de modo que se calló y punto pelota. 

En fin, poco más dieron de sí las batallitas de papá. Su paso por el glorioso ejército español fue bastante irrelevante, se limitó a cumplir lo que le ordenaban hasta que, finalmente, lo licenciaron y se vino pa Sebiya a empezar otra etapa en su vida, la laboral, mucho más compleja, larga, putativa y chinchante que pasarte unos meses en Seuta tirando los tejos a las mocitas y/o yéndose a algún tugurio moruno a desfogar los humores viriles que, con esa edad, son irritantemente insistentes e irrefrenables.

Bueno, ya'tá

Hale, he dicho

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