Como hemos ido viendo a lo largo de las cuatro entradas ya publicadas, la Gran Guerra fue un conflicto que puso a prueba hasta límites insospechados, no ya la capacidad letal de las nuevas armas, sino la de las tropas en conflicto. Porque el combatiente tenía que enfrentarse a una inusual cantidad de formas de morir, las cuales les acechaban las 24 horas del día.
O sea, que el peligro de muerte no solo estaba vigente durante las tremendas ofensivas o los ataques con gases venenosos, sino incluso cuando la tranquilidad reinaba en el frente y, en apariencia, la Muerte había dejado descansar la guadaña por unas horas. Pero nada más lejos de la realidad. Antes al contrario, la señora de la afilada címbara no dejaba pasar ni un minuto sin arrebatar el mayor número posible de vidas de hombres que, creyendo que si el cañón callaba y el enemigo no atacaba, la paz reinaba en el mundo. Y el iluso de turno, confiado, bajaba la guardia y daba por sentado que ese no sería su último día en este valle de lágrimas, pero se equivocaba. A unas decenas de metros un ojo alineaba cuidadosamente la mira de su arma con su cabeza de tontaina descuidado, apretaba lentamente el gatillo, sonaba un disparo y, una fracción de segundo más tarde, el panoli caía redondo al suelo con un agujero en el cráneo y jeta de sorpresa. La Muerte jamás descansaba, y de eso se encargaban unos de sus principales proveedores. Y no por el número de bajas que producían, sino por la sinuosa forma en que apiolaban a los enemigos y el el miedo que inspiraban a los mismos. Hablos de
LOS FRANCOTIRADORES
Thomas Plunkett, un tirador irlandés que, en 1809, abatió de un disparo efectuado a 600 metros al general francés Colbert en la batalla de Cacabelos. |
Los tiradores selectos hicieron su aparición mucho antes. Ya en la guerra de la independencia de los Estados Unidos, los rebeldes pusieron en liza grupos formados por cazadores cuya pericia llegó a ser legendaria, abatiendo a enemigos a distancias que aún hoy día se nos antojarían cuasi imposibles. Tanto en las guerras napoleónicas como en la guerra de Secesión americana empezaron a convertirse en algo verdaderamente preocupante para los combatientes, hasta el extremo de que el mismo Napoleón ordenó fusilar in situ a los tiradores alemanes que pescasen usando fusiles de aire comprimido que, además de dejar seco al enemigo, no permitían descubrir su posición por el ruido o el humo del disparo.
Un tirador selecto alemán busca una presa con la ayuda de su observador, situado a su izquierda |
Soldado británico abatido por un certero disparo en la parte derecha de la frente. |
Tirador y observador australianos en Gallípoli, 1915 |
Así mismo, el uso de periscopios como el del observador que aparece en la imagen permitió tanto a estos como a centinelas y escuchas vigilar sin arriesgarse a que les volaran la tapa de los sesos. Estos soportes para fusiles solo valían para armas desprovistas de visor telescópico, ya que la puntería la hacían mediante dos pequeños espejos tal y como vemos en el gráfico de la derecha. El espejo A refleja en el B, permitiendo al tirador alinear perfectamente el alza con la mira. Para disparar bastaba tirar suavemente de un cordel atado al gatillo. Al no haber la distancia focal adecuada es por lo que estos chismes no eran válidos cuando el fusil iba provisto de mira telescópica, la cual debe estar a unos 8 cm. del ojo (o el espejo en este caso) para apreciar el retículo con nitidez.
La difusión de los francotiradores entre ambos bandos convirtieron los períodos de relativa tranquilidad en el frente en un coto de caza para estos a fin de que el personal no pensara ni por un instante que aquello no era una guerra seria. El disparo podía salir de el sitio más inesperado ya que las técnicas de camuflaje se perfeccionaron hasta extremos como el que vemos en la imagen de la izquierda: un inofensivo tronco martirizado por la metralla que, en realidad, es un escondite perfecto. El inocente tronco reseco está hueco, y en su interior se oculta un francotirador que no para de acechar las trincheras enemigas para apiolar por la vía rápida al primer pardillo que cometa un error. Y no solo se hicieron disfraces de tronco pútrido, sino de jaramago asqueroso e incluso ropa y máscaras mimetizadas para todo tipo de entornos.
Pero para proteger sus valiosas jetas también se fabricaron inventos de lo más pintorescos. Uno de ellos es la máscara para tirador que vemos a la izquierda. Se trata de una careta de acero que se sujetaba con unas correas en la cabeza. La escotadura del lado derecho permitía encarar el arma, ajustándola correctamente en la mejilla. Para poder ver disponía de dos mínimos orificios rectangulares. Este rudimentario trasto salvó bastantes vidas como se puede suponer y, lo más importante, permitía al tirador hacer fuego sin tener que recurrir a los periscopios y demás artefactos que restaban mucha precisión a las armas.
Finalmente conviene aclarar que, aunque las bajas que produjeron en el enemigo no alcanzaron tal como dije antes los apocalípticos niveles de otras armas, no por ello debemos pensar que la actuación de los francotiradores en los diversos frentes donde operaron fue irrelevante. A la derecha tenemos un preclaro ejemplo: el cabo Francis Pegahmagabow, un indio canadiense de la tribu de los ojibwa que logró la escalofriante cifra de 378 enemigos abatidos, más que el famoso Záitsev, que acreditó 242 enemigos muertos, o la famosa francotiradora Ljudmila Pavlichenko, que superó holgadamente a Záitsev con 309 muertes comprobadas. Por cierto que éste versátil indio no solo liquidaba enemigos que daba gloria verlo, sino que también ejerció de correo y enlace y no se cortaba un pelo a la hora de galopar frenéticamente bajo los más intensos fuegos de artillería. Todo un héroe, vaya, aunque como suele suceder con los héroes que no pertenecen a la misma raza que sus mandamases, en cuanto volvió a Canadá nadie se acordó de sus hazañas, si bien coligo que al cabo Pegahmagabow, fiel a su filosofía india, le importó un soberano carajo.
En fin, dilectos lectores, ya hemos visto de forma un tanto resumida pero bastante gráfica otro de los males que aquejaron a los sufridos combatientes de aquel espantoso conflicto. Añadir solo que la presión psicológica que ejercieron los francotiradores sobre las tropas en liza llegó al extremo de hacer uso de la artillería para acabar con ellos en caso de no poder localizar su posición. A cañonazos era más probable acabar con su vida o, al menos, obligarlo a largarse de su apostadero. Lo malo es que el fulano tuviera la suficiente sangre fría para aguantar el chaparrón de metralla y, tras cesar el bombardeo, retomar su escabechina y dejar a los enemigos con un palmo de narices.
Bueno, con esto vale por hoy. Ya seguiremos.
Hale, he dicho...
Francotirador francés abatido en su apostadero, posiblemente por otro francotirador |
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