lunes, 24 de junio de 2013

Guerra de trincheras 5ª parte






Como hemos ido viendo a lo largo de las cuatro entradas ya publicadas, la Gran Guerra fue un conflicto que puso a prueba hasta límites insospechados, no ya la capacidad letal de las nuevas armas, sino la de las tropas en conflicto. Porque el combatiente tenía que enfrentarse a una inusual cantidad de formas de morir, las cuales les acechaban las 24 horas del día.

O sea, que el peligro de muerte no solo estaba vigente durante las tremendas ofensivas o los ataques con gases venenosos, sino incluso cuando la tranquilidad reinaba en el frente y, en apariencia, la Muerte había dejado descansar la guadaña por unas horas. Pero nada más lejos de la realidad. Antes al contrario, la señora de la afilada címbara no dejaba pasar ni un minuto sin arrebatar el mayor número posible de vidas de hombres que, creyendo que si el cañón callaba y el enemigo no atacaba, la paz reinaba en el mundo. Y el iluso de turno, confiado, bajaba la guardia y daba por sentado que ese no sería su último día en este valle de lágrimas, pero se equivocaba. A unas decenas de metros un ojo alineaba cuidadosamente la mira de su arma con su cabeza de tontaina descuidado, apretaba lentamente el gatillo, sonaba un disparo y, una fracción de segundo más tarde, el panoli caía redondo al suelo con un agujero en el cráneo y jeta de sorpresa. La Muerte jamás descansaba, y de eso se encargaban unos de sus principales proveedores. Y no por el número de bajas que producían, sino por la sinuosa forma en que apiolaban a los enemigos y el el miedo que inspiraban a los mismos. Hablos de

LOS FRANCOTIRADORES



Thomas Plunkett, un tirador irlandés que, en 1809, abatió
de un disparo efectuado a 600 metros al general francés
Colbert en la batalla de Cacabelos.
Los tiradores selectos hicieron su aparición mucho antes. Ya en la guerra de la independencia de los Estados Unidos, los rebeldes pusieron en liza grupos formados por cazadores cuya pericia llegó a ser legendaria, abatiendo a enemigos a distancias que aún hoy día se nos antojarían cuasi imposibles. Tanto en las guerras napoleónicas como en la guerra de Secesión americana empezaron a convertirse en algo verdaderamente preocupante para los combatientes, hasta el extremo de que el mismo Napoleón ordenó fusilar in situ a los tiradores alemanes que pescasen usando fusiles de aire comprimido que, además de dejar seco al enemigo, no permitían descubrir su posición por el ruido o el humo del disparo. 



Un tirador selecto alemán busca una presa con
la ayuda de su observador, situado a su izquierda
El efecto psicológico que han ejercido los francotiradores sobre el combatiente desde aquel entonces hasta nuestros días no deja de ser sorprendente. Como ya vimos en la tercera parte de esta serie de entradas, las tropas no dudaban un instante en saltar sobre los parapetos para avanzar contra el enemigo aún sabiendo que las probabilidades de llegar vivos a las posiciones enemigas eran ínfimas, y de las volver sanos y salvos a las trincheras propias prácticamente nulas. Les disparan con todo lo habido y por haber: fusiles, ametralladoras, cañones, morteros, etc. y, sin embargo, avanzaban. Pero, curiosamente, la figura de un único sujeto emboscado tras un parapeto o en el sitio menos imaginable era capaz de paralizar a un batallón entero. La presencia de un francotirador en un sector convertía al personal en una panda de viejas timoratas que ni se atrevían a asomar la nariz por encima de la trinchera, y la posibilidad de recibir un balazo en el cráneo, que era una muerte infinitamente mejor que diñarla con los pulmones abrasados por el gas, absolutamente insoportable para la psique del soldado. 



Soldado británico abatido por un certero disparo
en la parte derecha de la frente.
Los primeros en hacer uso de este tipo de combatientes fueron, esta vez sí, los alemanes. En aquella época no se fabricaban fusiles específicos para francotiradores, así que se seleccionaban entre los más precisos de los de serie. En todo caso, el Mauser Gew-98 que usaba el ejército imperial alemán era, sin dudas, el mejor fusil de todos los que entraron en acción durante el conflicto y, provistos de visores elaborados por la magnífica industria óptica germana, lograban un nivel de eficacia devastador. Así pues, un tirador alemán provisto de su Mauser y un visor Zeiss no era precisamente para tomarlo a broma. Inicialmente, las tropas francesas y británicas pensaban que los que eran cazados de forma implacable por un despiste mientras deambulaban por la trinchera eran meros golpes de suerte de algún tirador enemigo. Sin embargo, pronto pudieron comprobar que de eso nada. No eran tiradores aburridos que, apalancados sobre un saco terrero, se dedicaban con santa paciencia a liquidar enemigos. Se trataba de cazadores implacables, hombres capaces de pasarse horas sin moverse oteando las posiciones enemigas hasta dar con una presa. Y cuando su primera víctima caía desplomada al suelo con media cabeza arrancada de cuajo el resto de sus camaradas, palideciendo como sábanas, sabían que el más mínimo descuido les costaría la vida.



Tirador y observador australianos en Gallípoli, 1915
Aunque los francotiradores rusos de la Segunda Guerra Mundial propalaron el arquetipo de tirador solitario, y más desde que la conocida película "Enemigos a las puertas" dio a conocer al público en general las actividades del famoso Vasili  Záytsev en Stalingrado, en realidad estos hombres combatían por parejas: tirador y observador. Y que nadie piense que la labor del segundo era prescindible ya que no solo buscaba posibles objetivos (cuatro ojos ven más que dos), sino que también vigilaba que el enemigo no tuviera algún tirador agazapado a la espera de que su camarada delatase su posición y lo liquidara. Asomar la cabeza llegó a convertirse en algo tan endiabladamente peligroso que, como vemos en la foto de la izquierda, se idearon unos soportes para los fusiles que permitían hacer fuego sin necesidad de exponerse. 



Así mismo, el uso de periscopios como el del observador que aparece en la imagen permitió tanto a estos como a centinelas y escuchas vigilar sin arriesgarse a que les volaran la tapa de los sesos. Estos soportes para fusiles solo valían para armas desprovistas de visor telescópico, ya que la puntería la hacían mediante dos pequeños espejos tal y como vemos en el gráfico de la derecha. El espejo A refleja en el B, permitiendo al tirador alinear perfectamente el alza con la mira. Para disparar bastaba tirar suavemente de un cordel atado al gatillo. Al no haber la distancia focal adecuada es por lo que estos chismes no eran válidos cuando el fusil iba provisto de mira telescópica, la cual debe estar a unos 8 cm. del ojo (o el espejo en este caso) para apreciar el retículo con nitidez.



La difusión de los francotiradores entre ambos bandos convirtieron los períodos de relativa tranquilidad en el frente en un coto de caza para estos a fin de que el personal no pensara ni por un instante que aquello no era una guerra seria. El disparo podía salir de el sitio más inesperado ya que las técnicas de camuflaje se perfeccionaron hasta extremos como el que vemos en la imagen de la izquierda: un inofensivo tronco martirizado por la metralla que, en realidad, es un escondite perfecto. El inocente tronco reseco está hueco, y en su interior se oculta un francotirador que no para de acechar las trincheras enemigas para apiolar por la vía rápida al primer pardillo que cometa un error. Y no solo se hicieron disfraces de tronco pútrido, sino de jaramago asqueroso e incluso ropa y máscaras mimetizadas para todo tipo de entornos. 



Porque el único punto flaco que tenía el francotirador era delatar su posición, y para ello se recurría a las más curiosas artimañas ya que, caso de ser localizado, o abandonaba inmediatamente su apostadero o ya sabía que todos los tiradores enemigos del sector irían a por él. A la derecha tenemos un ejemplo bastante gráfico: con papel maché, unos soldados británicos han fabricado unos cabezones a los que han colocado cascos y una gorra para que aparente ser un oficial. Para hilar más fino incluso le han plantado su mostacho reglamentario y, en ocasiones, les ponen en la boca un cigarrillo humeante o un tubo quirúrgico por el que echan humo. Es la presa perfecta: un memo que se cree que la paz reina en el universo y se asoma por encima del parapeto a echar un cigarrito mientras contempla el paisaje lunar que se extiende ante su posición. En ese momento, el tirador, que no se ha percatado del engaño y no puede resistir la tentación, aprieta el gatillo y acierta de pleno al cabezón. Su falta de prudencia le cuesta la vida porque un francotirador ha visto la pequeña nube de humo producida por su disparo, a lo que se añade un destello producido por la lente de su Zeiss que, aunque ha durado un instante, ha sido suficiente para corroborar su presencia. A su enemigo le ha bastado medio segundo para localizarlo, apuntar y disparar, acertándole en plena jeta. Un enemigo menos.



Pero para proteger sus valiosas jetas también se fabricaron inventos de lo más pintorescos. Uno de ellos es la máscara para tirador que vemos a la izquierda. Se trata de una careta de acero que se sujetaba con unas correas en la cabeza. La escotadura del lado derecho permitía encarar el arma, ajustándola correctamente en la mejilla. Para poder ver disponía de dos mínimos orificios rectangulares. Este rudimentario trasto salvó bastantes vidas como se puede suponer y, lo más importante, permitía al tirador hacer fuego sin tener que recurrir a los periscopios y demás artefactos que restaban mucha precisión a las armas. 



Finalmente conviene aclarar que, aunque las bajas que produjeron en el enemigo no alcanzaron tal como dije antes los apocalípticos niveles de otras armas, no por ello debemos pensar que la actuación de los francotiradores en los diversos frentes donde operaron fue irrelevante. A la derecha tenemos un preclaro ejemplo: el cabo Francis Pegahmagabow, un indio canadiense de la tribu de los ojibwa que logró la escalofriante cifra de 378 enemigos abatidos, más que el famoso Záitsev, que acreditó 242 enemigos muertos, o la famosa francotiradora Ljudmila Pavlichenko, que superó holgadamente a Záitsev con 309 muertes comprobadas. Por cierto que éste versátil indio no solo liquidaba enemigos que daba gloria verlo, sino que también ejerció de correo y enlace y no se cortaba un pelo a la hora de galopar frenéticamente bajo los más intensos fuegos de artillería. Todo un héroe, vaya, aunque como suele suceder con los héroes que no pertenecen a la misma raza que sus mandamases, en cuanto volvió a Canadá nadie se acordó de sus hazañas, si bien coligo que al cabo  Pegahmagabow, fiel a su filosofía india, le importó un soberano carajo.



En fin, dilectos lectores, ya hemos visto de forma un tanto resumida pero bastante gráfica otro de los males que aquejaron a los sufridos combatientes de aquel espantoso conflicto. Añadir solo que la presión psicológica que ejercieron los francotiradores sobre las tropas en liza llegó al extremo de hacer uso de la artillería para acabar con ellos en caso de no poder localizar su posición. A cañonazos era más probable acabar con su vida o, al menos, obligarlo a largarse de su apostadero. Lo malo es que el fulano tuviera la suficiente sangre fría para aguantar el chaparrón de metralla y, tras cesar el bombardeo, retomar su escabechina y dejar a los enemigos con un palmo de narices.

Bueno, con esto vale por hoy. Ya seguiremos.

Hale, he dicho...


Francotirador francés abatido en su apostadero, posiblemente por otro francotirador



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