miércoles, 22 de enero de 2014

Destino de caballero: escuderos, pajes y donceles

Aunque se suele pensar que la ceremonia para armar a un caballero se llevaba a cabo en palacios o casas solariegas, también era costumbre celebrarla en los momentos previos a alguna batalla donde podrían estrenarse como homicidas profesionales y empezar a ganar fama y gloria si no dejaban el pellejo en el primer envite. De su preparación y la fuerza de su brazo dependía el éxito en la jornada


Hemos hablado de caballeros, de los caballos de los caballeros, de las armas de los caballeros y hasta de las sillas de montar de los caballeros, pero nunca se ha mencionado nada acerca de la vida de los caballeros antes de ser caballeros, o sea, su período de formación desde que era un crío hasta que era armado. Así pues, vamos a ello que para luego es tarde...

Antes de nada conviene aclarar un punto importante, y es la común creencia de que los caballeros eran necesariamente nobles. Bueno, pues eso es uno de tantos estereotipos erróneos que tanto han proliferado a lo largo del tiempo. Un hombre podía llegar a ser armado caballero simplemente porque sus acciones en combate lo hicieran merecedor de ello sin que forzosamente tuviera que ser de sangre noble. Así mismo, en los reinos peninsulares se consideraba caballero a todo aquel que dispusiera de medios económicos para poder mantener un caballo. Eran los llamados caballeros cuantiosos, los cuales no eran siquiera hijosdalgo pero disponían de recursos para pagarse un rocín o un palafrén y el armamento adecuado para cuando era llamado a la guerra tener más probabilidades de volver vivo y entero a casa y, además, recibir una paga más elevada y una parte más suculenta de los botines. En definitiva, la nobleza caballeresca que suele aparecer en el imaginario popular era más bien una cuestión meramente honorífica de finales de la Edad Media que no tenía mucho que ver con el espíritu de la verdadera caballería surgido a partir del siglo XII aproximadamente.

Escuderos portando la enseña y el yelmo de su señor
Sin embargo, los retoños de las familias hidalgas, nobles e incluso de sangre real sí podían optar a formar parte de la orden de caballería y dedicar su vida a la milicia convirtiéndose en un BELLATOR (del latín BELLVM, guerra), o sea, un guerrero de oficio. Por lo general, la edad en que se comenzaba el proceso era a los siete años. En teoría y en base a la costumbre medieval de darle a todo lo referente a la milicia y la religión su matiz místico, el camino del caballero se componía de procesos de siete años de duración. Ya sabemos que ese número conllevaba una gran carga simbólica, así que si el primer paso se iniciaba a los siete años, la duración de esa primera etapa era de otros siete, durante la cual el rapaz era un paje. A continuación, a los catorce años, se convertía en escudero y a los siete años entraba en la tercera etapa, siendo armado caballero a los 21. Sin embargo, las edades variaban dependiendo del reino ya que, por ejemplo, en Castilla se consideraba que a los 12 ya se estaba capacitado para ir a la guerra. Obviamente, "ir a la guerra" no implicaba combatir sino simplemente acompañar al señor al que se servía. Por lo general, los pajes se quedaban el los campamentos mientras duraba la escabechina. 

Aclarado este punto, pasemos a detallar el proceso mediante el cual un crío era destinado a ser caballero tras un largo, penoso y meticuloso entrenamiento. Y no solo a nivel físico, sino también espiritual.

LOS PAJES

Pajes sirviendo la mesa de su señor
El término paje proviene, según Covarruvias, del griego παις (pais) niño. Actualmente, la RAE da una etimología similar ya que dice que procede de παιδίον (paidíon), niñito. En cualquier caso y como ya se ha dicho, a los siete años los críos eran separados de la familia y enviados a formarse al servicio de un hidalgo, un noble o del mismo monarca. Obviamente, dependiendo del estamento familiar se buscaba una familia del mismo nivel o, a ser posible, más alto. Desde los retoños de la baja nobleza a los infantes eran enviados a servir como pajes. Como podemos suponer, los infantes eran enviados a servir a otros monarcas si bien no por ello recibirían un trato más favorable. Un ejemplo lo tendríamos en el príncipe Felipe Augusto de Francia, el cual sirvió como paje en la corte del rey Enrique II de Inglaterra y tuvo como compañeros de enseñanza al que luego fue Ricardo Corazón de León con el que las malas lenguas le acusaron de tener relaciones que iban más allá de la simple camaradería. En Castilla, los pajes que servían en la corte eran denominados donceles, los cuales se formaban en la SCHOLA REGIS bajo el mando del alcaide de donceles. Rodrigo Díaz, por la buena relación entre su padre y el rey Fernando I se crió precisamente en la corte teniendo como compañero al futuro rey Sancho, con el que tuvo una gran amistad. 

Pajes practicando artes marciales. Merece la pena reparar en el que
aparece a la izquierda en segundo término: mantiene en alto un peso
para fortalecer los brazos.
El paje, como vemos, debía actuar como un sirviente o camarero con su señor de forma que aprendiese a tener humildad, estando obligado a llevar a cabo hasta las tareas más básicas como lavarle la ropa o cocinarle. Así mismo, se iría iniciando en el manejo de las armas, la monta y demás artes marciales, aprendería a luchar sin armas de forma que su cuerpo fuera fortaleciéndose poco a poco, ganando agilidad y destreza y, como está mandado, se pasaría las horas muertas bruñendo las armas de su señor. Pero no todo era servir o echar el bofe a las órdenes de los maestros de armas, sino que también recibía una educación cortesana y espiritual. 

Paje alimentando al perro de su señor
Se le enseñaban las normas de urbanidad de la época, a bailar, juegos de mesa, e incluso a tañer un instrumento, de forma que una vez llegada a la edad adulta supiera comportarse en sociedad. Y en lo tocante al espíritu, el capellán de la casa se encargaba de inculcarle las virtudes caballerescas: el valor, sin el cual uno ni era caballero ni nada porque daría la espalda al enemigo a las primeras de cambio; la fe, ya que un caballero debía ser un fiel siervo de Dios y de la Iglesia; la defensa de los débiles, los menesterosos y las damas independientemente de su estado; la generosidad, que era lo contrario de algo tan asqueroso como la codicia y la avaricia; la templanza, que era una virtud muy importante de ejercer ya que le evitaría meterse en camisa de once varas y en huertos ajenos; y, por encima de todo, la nobleza y la lealtad a Dios, a la Iglesia, a su señor y a sus principios y juramentos. En definitiva, un buen lavado de cerebro que, honestamente, dudo mucho que todos los caballeros cumplieran al pie de la letra. 

Esa era la vida de un paje durante los siete años que debía pasar hasta convertirse en un escudero, con lo cual subía un peldaño más en el largo camino de la caballería. Así pues, aproximadamente a los 14 años de edad ya era un mozalbete que, si había aprovechado todo lo que le habían enseñado, podía montar a caballo sin darse una costalada a cada paso, su cuerpo estaba fibroso y atlético y era capaz de voltear una espada sin que se le cayera al suelo. Por lo tanto, dejaba atrás su época de paje y pasaba a ser un escudero en toda regla.

LOS ESCUDEROS

Entrenando en la quintana
Llegar a escudero era, como se ha dicho, ascender un peldaño más del camino. Pero en modo alguno suponía que la disciplina se relajase o que el trabajo fuese más cómodo. Antes al contrario, el ser nombrado escudero implicaba una serie de responsabilidades y entrar a fondo en el aprendizaje de las artes marciales. Un escudero ya no practicaba la monta con un penco manso de la noria o un caballo de madera, sino con un rocín o un palafrén entero que había que meter en cintura y que le provocaría más de un batacazo que lo tendría varios días dolorido. Tampoco aprendía esgrima con una espada de madera, sino con una de verdad con el filo y la punta embotados, pero que si le alcanzaba en la mano o el brazo le hacía dar berridos de dolor. Le obligaban a pasar horas y horas enfilando la lanza contra la quintana hasta que ni sentía el brazo por el dolor y la espalda la tenía molida de los golpes del saco por no esquivarla o pasar lo bastante rápido. También se pasaría horas soltando tajos a un poste de madera que parecía que nunca en la vida se partiría, lustrando las armas de su señor y un largo et cétera que le hacían caer literalmente desplomado en su jergón al acabar su jornada. Ni tiempo le daba a imaginarse liberando a una damisela del alevoso de turno para luego refocilarse de lo lindo con ella porque el sueño lo vencía de inmediato.

Pero no todo eran penalidades y trabajos ya que, además de no perderse ni un torneo o justa, presumía en esos eventos portando el escudo o el yelmo de su señor y sintiéndose objeto de las miradas de las mocitas que acudían al espectáculo, que en eso no se reparaba si la hembra era hidalga o villana, y siempre eran preferibles las segundas para pasar un gratificante rato en el pajar. Y, muy importante, ya podía portar armas, que eso de llevar al costado una hermosa daga le daba un aire belicoso de lo más viril. Y también podía ya acompañar a su señor a la guerra, donde se encargaba de montar el pabellón, de cuidar del destrier, de mantener en buen estado las armas, de cocinar, etc. Y cuando llegaba el momento de luchar, no se quedaba en el campamento con los pajes, sino que montado en su mula o su rocín estaba pendiente en todo momento de ayudar a su señor. El cometido de los escuderos en batalla no se limitaba a armarlo quedarse cruzado de brazos a la espera de una llamada de su mentor, sino que intervenía directamente en la misma cubriéndole las espaldas, ayudándolo si caía del caballo o lo descabalgaban y, en definitiva, en las mil situaciones que podrían darse. Evidentemente, se exponían a ser heridos o muertos, pero eso también les servía de aprendizaje en forma de valor y coraje, y especialmente a reprimir las ganas de salir echando leches del campo de batalla cuando se las veía con mogollón de enemigos con muy mala leche deseando mearse en su calavera de imberbe.

Por otro lado, además de los escuderos convencionales se veían en las huestes de la época guerreros que, sin ser hidalgos o nobles, deseaban tener la posibilidad de ser armados caballeros por sus méritos en combate. Así pues, acudían a la guerra con armas y equipo pagado de su bolsillo esperando tener oportunidad de llevar a cabo alguna hazaña digna de llegar a oídos del rey o de algún noble de postín. Y como no pertenecía a ninguna familia hidalga o noble, pues carecía de blasón por lo que llevaba el escudo en blanco a la espera de que, gracias a su valor y la fuerza de su brazo, al ser armado caballero le fuera concedido un escudo de armas.  

Y si durante esos siete años no quedaba lisiado o muerto en alguna batalla y demostraba sobradamente que las enseñanzas recibidas a lo largo de su vida le habían sido provechosas, que era valeroso y, en definitiva, merecedor de ser caballero, a los 21 años alcanzaba su sueño dorado de ser armado. Eso sí, siempre y cuando su padre pudiera pagarle el costosísimo equipo necesario para poder ostentar su nuevo estatus con la dignidad necesaria, ya que no era posible ser un caballero sin caballo o sin un armamento adecuado. 


De esta forma transcurrían los catorce años de preparación para lograr las espuelas de oro, cuya culminación era la ceremonia en la que era armado caballero. Pero de eso ya hablaremos otro día, que ya no son horas.

Hale, he dicho

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