A lo largo de las entradas dedicadas a las heridas de guerra hemos podido ir estudiando lo sumamente irritante que era caer en combate en aquellos turbulentos tiempos. La inmensa mayoría de las heridas producidas conllevaban una muerte agónica, lenta y extremadamente dolorosa. Sin embargo, algunas de las víctimas de los violentos cambios de impresiones de la época tenían la fortuna de ser heridos de forma que la bondadosa Muerte se los llevaba en un periquete, ahorrándoles pasar un verdadero calvario en sus postreros momentos en éste mundo que, más veces de las deseables, se torna en un lugar de lo más desagradable.
Con el armamento de la época, las únicas formas de largarse al Más Allá de forma aceptablemente rápida eran:
1. Mediante una hemorragia masiva que provocara un colapso, lo que generalmente suele tener lugar en unos 30 segundos si el vaso dañado es una arteria importante. Por ejemplo, amputación parcial o total de miembros, heridas en el cuello que interesasen las carótidas o amputación total de la cabeza, más conocida como decapitación (tengo entendido que, al parecer, esta era muy efectiva). Tras el colapso sobreviene una parada cardio-respiratoria y adiós muy buenas.
2. Una herida en el corazón causada por un arma inciso-punzante, tales como armas blancas o proyectiles. Estas debían ser las menos frecuentes ya que, por razones obvias, el torso era la parte del cuerpo junto con la cabeza la zonas más protegidas. Con todo, un virote disparado por una ballesta de torno podía perforarlo casi todo salvo las lórigas o armaduras de placas fabricadas "a prueba".
3. Una herida en la cabeza que interesase directamente el cerebro, bien con armas inciso-contusas o con proyectiles disparados por armas de torsión (arcos o ballestas). Ojo, y no nos confundamos. Esos cráneos literalmente destrozados que hemos visto en entradas anteriores podían no producir una muerte instantánea. Se puede vivir un largo rato con la cara literalmente destrozada y con una hemorragia mínima que alargue el tránsito bastante tiempo. Y, como vimos en la entrada anterior, en muchos casos eran el resultado de rematar a heridos. Recordemos que hay zonas del cuerpo cuya vascularización es mucho menor, y la cara es una de ellas por lo que las heridas producidas en esa zona sangran menos que las de, por ejemplo, un brazo o el abdomen.
Así pues, para ilustrar este tipo de heridas recurro como siempre a mi colección de cráneos averiados que resultan tan reveladores. Veamos...
Aquí tenemos el primero de ellos que, además, siempre me ha resultado sorprendente. El ciudadano en cuestión recibió nada menos que tres virotazos en el cogote. Una de dos: o los tres impactaron al mismo tiempo, o el fulano estuvo sentado media hora esperando a ver si lo aliñaban de una vez. Coñas aparte, es más que evidente que los tres cuadrillos dejaron seco al dueño del cráneo sin tiempo ni de chistar. El resto de los destrozos que vemos son post-mortem, posiblemente debido a la manipulación del mismo al extraerlo del suelo o por la presión de la tierra durante el tiempo que permaneció en su tumba. Recordemos que las fosas comunes de donde proceden se encuentran en fincas por las que circula pesada maquinaria agrícola. Por lo demás, los cuadrillos penetran al menos dos o tres centímetros en la bóveda craneana, por lo que no debió sufrir mucho el pobre. Veamos otro...
Este procede de un enterramiento en una iglesia italiana, concrétamente en Aquila. Apareció al realizarse una serie de obras que revelaron el lugar de reposo de un caballero del siglo XIV el cual no es que sufriera poco, sino más bien nada. El virote que le penetró por la boca le llegó a la columna vertebral, alojándose el cuadrillo en la segunda vértebra, por lo que fue literalmente apuntillado. Antes de caer al suelo ya estaba muerto. Obsérvese que el cráneo no tiene más daños que dos incisivos y un canino seccionados por el cuadrillo cuando penetró por la boca, lo que indica que su muerte fue limpia. Si hubiera llevado el visor del yelmo bajado igual vuelve vivo a casa.
Como vemos, un proyectil bien colocado podía ser definitivo y ser causa de una muerte rápida y prácticamente indolora, especialmente los de ballesta. Estas armas tenían potencia suficiente para alcanzar puntos vitales en combatientes provistos de un armamento defensivo de poca calidad e incluso traspasar las lórigas y armaduras de caballeros y hombres de armas.
Por otro lado, tenemos las producidas por armas incisivas, capaces de cortar o penetrar hasta alcanzar vasos sanguíneos importantes o el cerebro. Uno de los puntos preferidos para abatir guerreros protegidos por armaduras era la cara interna de los muslos, generalmente desprovistos de protección. Un tajo en esa zona podía alcanzar la femoral y acabar con la vida del sujeto en un santiamén. Pero no era algo instantáneo, naturalmente. Para lograr acabar de manera fulminante con un enemigo yendo armado con una espada o un martillo de guerra, ningún sitio mejor que la cabeza.
Ahí tenemos un ejemplo. El ciudadano de la foto recibió un tajo bestial de revés, o sea, de izquierda a derecha, el cual le rebanó literalmente el cráneo desde la zona superior del mismo al parietal izquierdo. La lámina de metacrilato representa la hoja de la espada que produjo la herida, así como el ángulo de la misma a la hora de descargar el golpe fatal. Sobra decir que, además del hueso, la espada cercenó limpiamente medio cerebro, aliñando al ciudadano en cuestión de forma fulminante. Es evidente por otro lado que debía tratarse de un peón cuya cabeza iba descubierta en ese momento, bien por carecer de yelmo, bien por haberlo perdido en combate. Bajo el mismo no llevaría almófar, sino una simple cofia de lana o fieltro a lo sumo, nula protección contra el filo de una espada de más de 1 Kg. de peso manejada por un hombre de armas.
Aquí podemos ver otro ejemplo, causado igualmente por una espada casi con toda seguridad. Algunos me preguntarán que por qué no con un hacha, a lo que les diría que los cortes de estas armas son más anchos, ya que las hojas tienen una sección triangular que aumenta notablemente hacia la empuñadura y, por otro lado, la energía cinética que desprenden estas armas hacen por lo general que las heridas sean menos limpias. El resquebrajamiento que se observa bajo el corte pudo producirlo la acción de palanca imprimida a la espada para poder desclavarla, ya que pudo haberse quedado encallada en el hueso. Obviamente, esta herida también fue definitiva y rápida y, además, no se observa ninguna otra lesión en la cabeza.
Y para terminar, aquí tenemos los efectos del pico de un martillo de guerra (no confundir esta imagen con una muy similar mostrada en la entrada anterior sobre heridas de guerra). Al igual que en el caso anterior, el cráneo no muestra ninguna lesión reseñable salvo el boquete cuadrangular producido por el pico y una rotura del arco cigomático y el maxilar superior, que bien pudieron ser pos-mortem. Los martillos de guerra, como se ha podido ver en diversas entradas, eran armas de una contundencia y efectividad terrorífica, capaces de perforar un yelmo sin problemas o de producir lesiones internas mortales de necesidad. El ciudadano de la imagen no debió tener constancia de nada de eso ya que el afilado pico del martillo que lo golpeó de revés penetró varios centímetros en el cerebro. O sea, muerte instantánea.
Bueno, con esto podemos dar por concluida esta serie de heridas medievales. Si encuentro más osamentas que revelen algo nuevo, no duden vuecedes que les daré cuenta de las mismas con la mayor premura. En cualquier caso, con todo lo visto hasta ahora podemos hacernos una idea más que clara de las diversas formas de palmarla en un combate medieval.
No hay comentarios:
Publicar un comentario