Como ya avanzaba en la entrada anterior, los jinetes no estaban en modo alguno exentos de ser bonitamente aliñados por los infantes que, salvo que se rajaran y salieran echando leches, estaban dispuestos a vender caros sus pellejos. La infantería de la época estaba ya curada de espanto, y las constantes guerras que azotaban Europa permitían disponer de tropas perfectamente adiestradas y, sobre todo, preparadas psicológicamente para enfrentarse a los mayores horrores que se podían presenciar en aquella época. Así pues, demos un somero repaso a las armas con las que los gallardos jinetes de la caballería de línea - y de cualquier tipo llegado el caso- se tenían que enfrentar...
En primer lugar tenemos el arma por antonomasia del infante: el mosquete provisto de una bayoneta de alrededor de medio metro de longitud que convertía el arma de fuego en una eficaz pica. Hasta principios del siglo XIX, en algunos regimientos los oficiales aún estaban equipados con espontones y los sargentos con alabardas, si bien estos últimos dejaron de lado ese chisme para combatir con un mosquete que, entre otras cosas, ofendía al enemigo a más distancia. A eso habría que añadir las espadas o sables típicos de la oficialidad y, en algunos ejércitos, los que equipaban a determinadas unidades de infantería. Y como colofón, los disparos de la artillería que diezmaban a los escuadrones hasta que llegaban al contacto. En definitiva, no lo tenían precisamente fácil a pesar de cabalgar sobre sus briosos pencos. De hecho, el jinete avanzaba literalmente a merced del enemigo los pocos centenares de metros que debía recorrer hasta el choque con la infantería enemiga, y sus únicas defensas las vemos en la ilustración de la derecha: el arzón de la silla que protege los muslos y, cuando se inicie el galope e incline su cuerpo hacia adelante, éste quedará escondido tras la cabeza y el cuello del caballo, por lo que los tiros y la metralla se los llevaba el pobre animalito casi siempre.
Así pues,una vez que el escuadrón iniciaba el avance, durante los primeros centenares de metros eran hostigados con disparos de artillería usando pelotas. Concretamente se tenían que enfrentar a tiros de rebote tal como se muestra en la ilustración superior. Para hacer que las pelotas rebotaran de esa forma se cargaban las bocas de fuego con menos cantidad de pólvora a fin de que su trayectoria fuese menos tensa, impactasen contra el suelo y saliesen rebotadas. De esa forma, al ir la bala paralela al suelo, tras cada rebote dañaba lo suyo y se aprovechaba más cada disparo. Si se disparaba con una trayectoria parabólica la bala se enterraba sin más, por lo que ese método era solo adecuado para disparar granadas que estallaban antes de impactar contra el suelo. Por este motivo y aunque ideado hacia finales del siglo XVII por Vauban para batir fortificaciones o plazas asediadas con la artillería de sitio, el tiro de rebote también era especialmente eficaz contra formaciones cerradas de caballería e infantería. Como ya podemos imaginar, una lluvia de pelotas de hierro ya causaba un número de bajas irritante.
Cuando la distancia se había disminuido hasta los 150 o 200 metros se cambiaba la munición y se cargaban los cañones con botes de metralla, racimos o cartuchos de piña los cuales pueden vuecedes ver aquí. Los cartuchos de piña y los botes de metralla iban cargados con balas de fusil y sus efectos eran similares a los de un cartucho de perdigones moderno. Los racimos contenían varias tongadas de pelotas de un diámetro mayor envueltas en una tela encerada que se quemaba al producirse el disparo, y eran tanto o más mortíferos que los anteriores. Eso que vemos a la izquierda es precisamente un racimo de metralla el cual no debemos confundir con las polladas usadas por la artillería de sitio ya que estas últimas estaban cargadas con granadas mientras que los racimos contenían pelotas macizas. Para hacernos una idea de su potencia destructiva, un racimo para un cañón de 24 libras contenía 20 pelotas de una libra, o sea, unos 450 gramos cada una. Un cañón de a 12 contenía el mismo número de pelotas, pero con un peso de media libra por unidad.
En cuanto a los botes de metralla eran, como su nombre indica, botes de hojalata cerrados por su parte inferior con un disco de madera llamado salero, en el cual se clavaba el bote. Dependiendo del calibre, como es lógico, se llenaban con más o menos balas. Por ejemplo, un bote para cañón de a 12 contenía 41 balas gruesas y 112 menudas. Para impedir que el traqueteo deformara la hojalata, las balas se compactaban con serrín. En el grabado superior vemos un bote convencional con la carga de pólvora añadida al mismo para acelerar el proceso de carga. La tela encerada con envuelve el conjunto no tenía otra finalidad que preservarlo de la humedad.
Bien, esto es lo que le disparaban a un escuadrón mientras galopaba en plan solemne en busca del enemigo que esperaba ansiosamente la orden de abrir fuego, la cual no se producía hasta que los jinetes estaban a unos 50 o 70 metros de distancia, o sea, en el momento aproximado en que el comandante del escuadrón ordenaba cargar y se iniciaba el galope tendido. En ese momento, el cuadro de infantería abría fuego por secciones, lo que suponían tres o cuatro filas de fusileros que abrían fuego sucesivamente. Cuando eran tres filas, la disposición de las tropas era como aparece en el grabado de la derecha. Si eran cuatro filas, las dos primeras aguardaban rodilla en tierra y en pie las dos segundas. Lógicamente, sólo les daba tiempo a realizar una descarga porque la distancia que debían recorrer los jinetes era ya muy escasa y no era posible recargar, pero esas tres o cuatro descargas sucesivas echaban por tierra a varios caballos más antes del choque. Ojo, recordemos que la mayoría de los impactos se los llevaban los caballos, y sus jinetes o quedaban atrapados bajo los cuerpos de sus pencos o maltrechos por la costalada.
Pero eso no quiere decir que los gallardos coraceros llegasen indemnes hasta el contacto ya que muchas de las balas procedentes de los botes de metralla y del fuego de fusilería acababan incrustadas en sus cráneos o, con suerte, en el peto. A la izquierda vemos tres de ellos con daños diversos. En el primero se aprecia un solo impacto que no llegó a perforar la coraza. El siguiente muestra cuatro hermosos boquetes que, casi con seguridad, fueron hechos al mismo tiempo por sendas balas contenidas en un bote de metralla. Dudo que cuatro infantes acertaran al mismo tiempo y al mismo individuo. El siguiente tuvo al parecer más suerte, ya que presenta al menos cinco señales de impactos de bala sin que ninguno lograra perforar la coraza.
Bien, llegados a este punto, si la infantería ha podido mantener sus filas cerradas y en buen orden, la caballería se estrellará de forma irremisible contra un muro de bayonetas. Los caballos se negarán a seguir avanzando aunque les hundan las espuelas en los ijares hasta los tacones y la carga habrá fracasado, teniendo que volver grupas con el escuadrón bastante mermado por las bajas. Pero de no ser así, los jinetes se infiltrarán entre los huecos repartiendo estocadas a diestro y siniestro, y puede que en ese momento los infantes se acojonen y opten por largarse de allí a toda pastilla. Pero si conservan buenas dosis de testiculina, no todo está perdido y pueden ofender a los atacantes causándoles más bajas. Un coracero, y caso de no serlo, razón de más, era hombre muerto si se veía rodeado por dos o tres infantes. Lo primero que recibiría sería culatazo en plena jeta o un bayonetazo en el vientre, por debajo del borde de la coraza caso de portarla, en el cuello, debajo de la mandíbula, o como hace ese bravo hispano del cuadro: metiéndosela por el sobaco, forma bastante eficaz para perforarle pulmones y corazón. Eso bastaría para aliñarlo, naturalmente.
Del mismo modo, podía recibir serias heridas con los espontones y espadas de los mandos y cuyos efectos serían los mismos que los causados por las bayonetas, o bien disparos de pistola a bocajarro. Pero aún podía pasarle algo peor, y es que le mataran el caballo y quedara atrapado bajo el mismo o fuese descabalgado, que para el caso daría igual porque sería acuchillado de forma inmisericorde. Si nos fijamos, los elegantes uniformes de las unidades de caballería de aquella época tenían un fallo garrafal, y es que en todos los casos la vaina de la espada o el sable iba unida al cuerpo mediante un ceñidor y dos tirantes. Bastaba que un infante tirase de la vaina con decisión para descabalgar al jinete, dar con él en el suelo y masacrarlo bonitamente sin más historias. Los húsares, además, llevaban junto al sable el sabretache, que es ese florido portadocumentos que cuelga encima del arma. De hecho, sabretache significa bolsillo del sable, y su origen no era otro que disponer de un sitio donde meter la cartera, el tabaco, el móvil y el DNI porque los ajustados uniformes de los húsares no permitían ni un mal bolsillo. De ahí que a finales del siglo XIX se optara por eliminar cualquier cosa que permitiera a un infante tirar del jinete, pasando las espadas a colgar de la silla tal como vemos en la imagen de la derecha, perteneciente a un húsar de Pavía español.
En fin, si alguien pensaba que servir en la caballería de línea servía, además de para ligar mogollón y apabullar al cuñado destinado en intendencia y que solo hornea chuscos, para volver a casa sin un arañazo, se equivoca. Una costalada cabalgando sobre un caballo a galope tendido es suficiente para partirse el cuello y si, además, se produce mientras te disparan con toda clase de porquerías y al final del trayecto te premian con culatazos, bayonetazos, sablazos, pistoletazos e incluso con collejas y pellizcos en la oreja, servir en las unidades de caballería de línea ya no resulta tan atrayente. Para hacernos una idea en términos numéricos, en la famosa carga mandada por Murat en Eylau (febrero de 1807) tomaron parte 80 escuadrones con un total de 10.700 efectivos, lo que convirtió esta acción de guerra en la carga más masiva de la historia. Pues a pesar de ser un éxito total hasta el extremo de salvarle la cara al enano corso aquel día, la broma costó 1.5oo bajas, o sea un 15% de los efectivos, y eso que tras la misma se reagruparon y volvieron a sus posiciones de partida. Concretando: no hizo falta una segunda carga, todo se resolvió en la primera, y a pesar de eso palmaron 1.500 ciudadanos entre coraceros, dragones y miembros de la Guardia Imperial a caballo.
En fin, que no era cosa baladí subirse a un penco y pasearse por el campo de batalla con el personal cabreado contigo. Bueno, con esto vale por hoy.
Así pues,una vez que el escuadrón iniciaba el avance, durante los primeros centenares de metros eran hostigados con disparos de artillería usando pelotas. Concretamente se tenían que enfrentar a tiros de rebote tal como se muestra en la ilustración superior. Para hacer que las pelotas rebotaran de esa forma se cargaban las bocas de fuego con menos cantidad de pólvora a fin de que su trayectoria fuese menos tensa, impactasen contra el suelo y saliesen rebotadas. De esa forma, al ir la bala paralela al suelo, tras cada rebote dañaba lo suyo y se aprovechaba más cada disparo. Si se disparaba con una trayectoria parabólica la bala se enterraba sin más, por lo que ese método era solo adecuado para disparar granadas que estallaban antes de impactar contra el suelo. Por este motivo y aunque ideado hacia finales del siglo XVII por Vauban para batir fortificaciones o plazas asediadas con la artillería de sitio, el tiro de rebote también era especialmente eficaz contra formaciones cerradas de caballería e infantería. Como ya podemos imaginar, una lluvia de pelotas de hierro ya causaba un número de bajas irritante.
Cuando la distancia se había disminuido hasta los 150 o 200 metros se cambiaba la munición y se cargaban los cañones con botes de metralla, racimos o cartuchos de piña los cuales pueden vuecedes ver aquí. Los cartuchos de piña y los botes de metralla iban cargados con balas de fusil y sus efectos eran similares a los de un cartucho de perdigones moderno. Los racimos contenían varias tongadas de pelotas de un diámetro mayor envueltas en una tela encerada que se quemaba al producirse el disparo, y eran tanto o más mortíferos que los anteriores. Eso que vemos a la izquierda es precisamente un racimo de metralla el cual no debemos confundir con las polladas usadas por la artillería de sitio ya que estas últimas estaban cargadas con granadas mientras que los racimos contenían pelotas macizas. Para hacernos una idea de su potencia destructiva, un racimo para un cañón de 24 libras contenía 20 pelotas de una libra, o sea, unos 450 gramos cada una. Un cañón de a 12 contenía el mismo número de pelotas, pero con un peso de media libra por unidad.
En cuanto a los botes de metralla eran, como su nombre indica, botes de hojalata cerrados por su parte inferior con un disco de madera llamado salero, en el cual se clavaba el bote. Dependiendo del calibre, como es lógico, se llenaban con más o menos balas. Por ejemplo, un bote para cañón de a 12 contenía 41 balas gruesas y 112 menudas. Para impedir que el traqueteo deformara la hojalata, las balas se compactaban con serrín. En el grabado superior vemos un bote convencional con la carga de pólvora añadida al mismo para acelerar el proceso de carga. La tela encerada con envuelve el conjunto no tenía otra finalidad que preservarlo de la humedad.
Bien, esto es lo que le disparaban a un escuadrón mientras galopaba en plan solemne en busca del enemigo que esperaba ansiosamente la orden de abrir fuego, la cual no se producía hasta que los jinetes estaban a unos 50 o 70 metros de distancia, o sea, en el momento aproximado en que el comandante del escuadrón ordenaba cargar y se iniciaba el galope tendido. En ese momento, el cuadro de infantería abría fuego por secciones, lo que suponían tres o cuatro filas de fusileros que abrían fuego sucesivamente. Cuando eran tres filas, la disposición de las tropas era como aparece en el grabado de la derecha. Si eran cuatro filas, las dos primeras aguardaban rodilla en tierra y en pie las dos segundas. Lógicamente, sólo les daba tiempo a realizar una descarga porque la distancia que debían recorrer los jinetes era ya muy escasa y no era posible recargar, pero esas tres o cuatro descargas sucesivas echaban por tierra a varios caballos más antes del choque. Ojo, recordemos que la mayoría de los impactos se los llevaban los caballos, y sus jinetes o quedaban atrapados bajo los cuerpos de sus pencos o maltrechos por la costalada.
Pero eso no quiere decir que los gallardos coraceros llegasen indemnes hasta el contacto ya que muchas de las balas procedentes de los botes de metralla y del fuego de fusilería acababan incrustadas en sus cráneos o, con suerte, en el peto. A la izquierda vemos tres de ellos con daños diversos. En el primero se aprecia un solo impacto que no llegó a perforar la coraza. El siguiente muestra cuatro hermosos boquetes que, casi con seguridad, fueron hechos al mismo tiempo por sendas balas contenidas en un bote de metralla. Dudo que cuatro infantes acertaran al mismo tiempo y al mismo individuo. El siguiente tuvo al parecer más suerte, ya que presenta al menos cinco señales de impactos de bala sin que ninguno lograra perforar la coraza.
Bien, llegados a este punto, si la infantería ha podido mantener sus filas cerradas y en buen orden, la caballería se estrellará de forma irremisible contra un muro de bayonetas. Los caballos se negarán a seguir avanzando aunque les hundan las espuelas en los ijares hasta los tacones y la carga habrá fracasado, teniendo que volver grupas con el escuadrón bastante mermado por las bajas. Pero de no ser así, los jinetes se infiltrarán entre los huecos repartiendo estocadas a diestro y siniestro, y puede que en ese momento los infantes se acojonen y opten por largarse de allí a toda pastilla. Pero si conservan buenas dosis de testiculina, no todo está perdido y pueden ofender a los atacantes causándoles más bajas. Un coracero, y caso de no serlo, razón de más, era hombre muerto si se veía rodeado por dos o tres infantes. Lo primero que recibiría sería culatazo en plena jeta o un bayonetazo en el vientre, por debajo del borde de la coraza caso de portarla, en el cuello, debajo de la mandíbula, o como hace ese bravo hispano del cuadro: metiéndosela por el sobaco, forma bastante eficaz para perforarle pulmones y corazón. Eso bastaría para aliñarlo, naturalmente.
Del mismo modo, podía recibir serias heridas con los espontones y espadas de los mandos y cuyos efectos serían los mismos que los causados por las bayonetas, o bien disparos de pistola a bocajarro. Pero aún podía pasarle algo peor, y es que le mataran el caballo y quedara atrapado bajo el mismo o fuese descabalgado, que para el caso daría igual porque sería acuchillado de forma inmisericorde. Si nos fijamos, los elegantes uniformes de las unidades de caballería de aquella época tenían un fallo garrafal, y es que en todos los casos la vaina de la espada o el sable iba unida al cuerpo mediante un ceñidor y dos tirantes. Bastaba que un infante tirase de la vaina con decisión para descabalgar al jinete, dar con él en el suelo y masacrarlo bonitamente sin más historias. Los húsares, además, llevaban junto al sable el sabretache, que es ese florido portadocumentos que cuelga encima del arma. De hecho, sabretache significa bolsillo del sable, y su origen no era otro que disponer de un sitio donde meter la cartera, el tabaco, el móvil y el DNI porque los ajustados uniformes de los húsares no permitían ni un mal bolsillo. De ahí que a finales del siglo XIX se optara por eliminar cualquier cosa que permitiera a un infante tirar del jinete, pasando las espadas a colgar de la silla tal como vemos en la imagen de la derecha, perteneciente a un húsar de Pavía español.
Eylau. Las cosas como son: ver una carga en la que participaban casi 11.000 fulanos debía ser algo flipante. Pero para verlos de lejos, naturalmente |
En fin, que no era cosa baladí subirse a un penco y pasearse por el campo de batalla con el personal cabreado contigo. Bueno, con esto vale por hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario