jueves, 17 de marzo de 2016

La dory, la lanza del hoplita


Escena que recrea el combate a muerte entre el peleida Aquiles y el priamida Héctor. Como se puede ver, mantienen
envainadas sus espadas, prefiriendo ambos luchar con lanza. El intenso debate entre ambos acabó como todos
sabemos: el desmedido Aquiles aliñó bonitamente a su enemigo y se meó en su calavera

Entre los pueblos egeos, la lanza era el arma ofensiva por excelencia. De hecho, ya entre los antiguos guerreros micénicos se consideraba que la panoplia básica para acudir a la guerra consistía en un yelmo, un escudo y la lanza. Podríamos decir que la espada era una especie de arma de emergencia destinada a sustituir a la lanza en caso de que esta quedara inutilizada durante la batalla. Ese fervor lancero fue heredado por los griegos en general, a los que podemos ver en mogollón de cerámica de la época representados casi siempre blandiendo sus lanzas en una actitud característica de la que hablaremos más adelante. La lanza, o dory, era de hecho un arma de tal relevancia que, por ejemplo, Homero afirmaba que fue la que ganó Troya, y los declarados como exentos de acudir a la llamada de las armas eran llamados adoratia, que viene a querer decir sin lanzaHoy día, habituados como estamos a que la espada fuera el arma por antonomasia del guerrero, vemos tal vez un poco raro el hecho de que estas armas tuvieran un papel secundario en aquellos tiempos, pero si lo analizamos detenidamente nos daremos cuenta de que, sin lugar a dudas, la lanza tenía unas prestaciones nada desdeñables y, en muchos casos, superiores a las de la omnipresente espada.


Allá por los siglos XVII al XI a.C., los micénicos ya tenían un amplio surtido de lanzas para escabechar enemigos. Tras dejar atrás el pedernal y convertirse en unos fundidores de bronce de primera clase, manufacturaban unas curiosas moharras como la que vemos en la ilustración de la izquierda. Al ser más fácil fabricar los moldes sin cubo de enmangue, idearon un curioso método para fijar el asta, que en aquella época rondaba por los 350-360 cm. de longitud. Como se puede ver, en la gruesa y prominente nervadura central hay un rebaje en forma de U donde encajaría el extremo del asta previamente adaptado a esa forma tras serle practicada una hendidura longitudinal para alojar la parte plana de la moharra. Para unirla a la misma se recurría a dos remaches pasantes o bien a un collarín de bronce, con lo que se obtenía una unión bastante sólida. Como podemos imaginar, que a uno le metieran ese tocho de bronce por la barriga debía ser tremendamente enojoso. 


Esa tipología es la antecesora de las diversas lanzas que se comenzaron a fabricar conforme al concepto habitual que todos tenemos de estas armas: moharra vaciada a dos mesas, nervadura central y cubo de enmangue para alojar el asta. Como podemos ver a la derecha, se trataba de lanzas armadas con moharras de generosas dimensiones, de hasta 35 cm. de largo y con unos cubos de enmangue también de buen tamaño, diseñados para alojar el máximo posible de asta en su interior. ¿Por qué se pretendía esto? Muy fácil: porque las lanzas al uso entre estos ciudadanos no eran lanzas arrojadizas, sino de empuje. Ojo, no quiere decir que no se pudieran arrojar- puestos a arrojar, se puede lanzar incluso la mesilla de noche por la ventana si nos llaman de una operadora de telefonía móvil en plena siesta- sino que su misión primordial era acuchillar al enemigo. Así pues, tanto en cuanto debían herir de punta precisaban de una serie de características que les permitieran cumplir su trabajo sin partirse o quedar inutilizadas. Ante todo, debían tener una hoja muy rígida ya que a la hora de clavar tendrían que hendir escudos, corazas o yelmos sin doblarse. 


Moharra de bronce con cubo de solapas
Para semejante esfuerzo requerían también que la unión del asta con la moharra fuera muy sólida, de ahí diseñar cubos de enmangue de una longitud mayor de lo habitual. Aprovecho para abrir un paréntesis a fin de resaltar un detalle respecto a los cubos de enmangue, y es que, tal como vemos en la foto superior, en muchos casos se optaba por fabricarlos batiendo el metal y enrollándolo sobre una matriz de la misma forma que se hacía con las puntas de flecha. Ese método facilitaba y abarataba la manufactura de las moharras, por lo que era bastante habitual. Su fijación requería, además de un pasador, una anilla que cerrase la abertura que quedaba entre los extremos de la chapa, forzando así la misma sobre el asta. Dicho sistema se puede ver con detalle en las figuras primera y cuarta por la izquierda del párrafo anterior. Por lo demás, la sección de las moharras debía favorecer la rigidez de las mismas con la ayuda de sus generosas nervaduras que, según el caso, eran planas u ovaladas. Así mismo, estas moharras, generalmente de sección lenticular o de diamante, eran afiladas como navajas barberas para que, una vez ofendidas las defensas externas, hicieran una buena escabechina en el interior del enemigo, produciendo daños irreparables en órganos, vísceras y vasos sanguíneos. Al cabo, hablamos de los mismos efectos que una cuchillada producida por una espada, pero de tres metros de larga.


Lógicamente, para poder combatir de forma que se sacara a la lanza todo su potencial era preciso empuñarla de formas muy concretas teniendo en cuenta que, por norma, los griegos combatían en orden muy cerrado- la famosa formación en falange-, por lo que debían cuidar de manejar su arma sin estorbar a sus compañeros y, al mismo tiempo, sacarle partido a la misma. Así pues, la forma de atacar más habitual es como la que vemos a la izquierda: la lanza se empuñaba al final del último tercio del asta y, abriendo un poco el escudo, lanzaba la cuchillada a la altura del abdomen para, a continuación, retirar la lanza y volver a cubrirse con el escudo. 


Pero si la formación apretaba aún más las filas ante una acometida enemiga y no se podía abrir el escudo, había que sacar la lanza por encima del hombro y acuchillar en dirección a las cabezas de los enemigos. Y no es moco de pavo verse con cientos de moharras delante de la jeta buscando un espacio entre el yelmo o en el pescuezo donde hincarse con saña bíblica. Hablamos además de que, en ese momento, los hoplitas estaban a algo menos de dos metros de distancia, por lo que no era fácil ofenderlos salvo que uno dispusiera de una lanza con prestaciones similares. Puede que alguno se pregunte como se podía manejar con soltura una lanza de más de 2,5 metros empuñada tras atrás, pero eso lo explicaremos más adelante. 


Bien, así llegamos a las lanzas de hierro que, como vemos a la derecha, prácticamente eran del mismo tipo que sus antecesoras de bronce, conservando su morfología y cubos de enmangue, los cuales incluso se ven aumentados de tamaño para alcanzar un total de 4o cm. de longitud total en algunas moharras. La fijación del asta al cubo de enmangue se llevaba a cabo mediante un clavo o un remache pasante, si bien algunos autores sugieren que también podría emplearse algún tipo de pegamento resinoso. De los ejemplares que se muestran, la que aparece en primer lugar por la izquierda es la tipología que, según Snodgrass, el único autor que hasta ahora ha intentado establecer una clasificación por época y morfología, era la más habitual entre los hoplitas. Como vemos, se trata de una robusta moharra con forma de hoja de laurel provista de una gruesa nervadura que llega casi hasta la mitad de la misma. Cuenta con un largo cubo de enmangue para alojar el asta, teniendo una longitud total de entre 25 y 35 cm. de los cuales la mitad corresponden a la cuchilla, que tenía además entre 30 y 35 mm. de ancho. Eso se traduciría en un arma extremadamente potente y, sobre todo, mortífera en manos de alguien diestro en su manejo.


Para compensar la masa de la moharra y lograr un equilibrio adecuado se recurría a conteras como las que vemos en la ilustración de la izquierda. El centro de gravedad se situaba en la parte donde se empuñaba el arma, al final del primer tercio tal como adelantamos más arriba. Esa parte se encordaba para facilitar el agarre e impedir deslizamientos por el sudor o la sangre. La mayoría de estas conteras se fabricaban de bronce para evitar que el óxido las arruinara ya que entre sus cometidos estaba el de ser clavadas en el suelo cuando no se usaban para, de ese modo, poder tenerlas siempre a mano en caso de emergencia. Así mismo, algunos autores les dan un supuesto uso ofensivo para lo que se basan en análisis un tanto subjetivos. Básicamente, pretenden que eran utilizadas para rematar a los heridos, así como arma de circunstancias en caso de partirse el asta y dejar la moharra inservible. La verdad es que más bien parece como si los que sugieren esos pintorescos usos se hayan guiado por el aspecto de determinadas conteras que, por su agudeza y longitud, se asemejan a picas prismáticas. Obviamente, en caso de necesidad cualquier cosa vale para salir del brete, pero no hay constancia ni testimonios al respecto en las crónicas de la época de que fueran usadas con esa finalidad. En definitiva, las pruebas que se han llevado a cabo para demostrar lo dicho han sido realizadas en función de la morfología de determinadas conteras, y no la de todas en general.


Varias conteras ofrecidas como exvoto a Atenea en la
Acrópolis ateniense
Estas conteras recibían diversos nombres según qué autor. Así, se las conocía como styrax, ouriachos (de oura, cola) o, más comúnmente, sauroter, palabro que viene a significar algo así como pincha-lagartos. Otra denominación era la de styrakion, un diminutivo de styrax utilizado para denominar las conteras de pequeño tamaño como la cuarta comenzando desde arriba en el gráfico anterior. Como dato curioso, los mandos de los ejércitos griegos solían usar las conteras para castigar con ellas a los hoplitas rebeldes para dejarles claro que la faltar a la disciplina estaba muy feo y tal.


También ha sido tema de debate el grosor de las astas. Tras medir el diámetro interior de los cubos de enmangue y las moharras que se conservan, la medida más habitual es de unos 19 mm. Sin embargo, este diámetro es inapropiado para efectuar un empuñe sólido y, más importante aún, es demasiado delgado para impedir que se doble en el momento de lanzar la cuchillada, restando así potencia a la misma. De ahí que se hayan llevado a cabo diversas pruebas que han demostrado que, en realidad, las astas eran fusiformes, teniendo un diámetro de 25 mm. por la zona de empuñe que es progresivamente rebajado hacia los extremos a fin de permitir el encaje en los hierros. El método lo tenemos en el gráfico superior, que nos muestra como los extremos del asta eran rebajados en 6 mm. para poder ser introducidos en la moharra y la contera. En cuanto a la longitud de dichas astas, también es tema de debate entre los estudiosos de estos temas. Por lo general y basándose en las representaciones artísticas que se conservan, se considera que las lanzas debían medir aproximadamente 1,5 veces la estatura de los abanderados, que eran por lo general los hombres más espigados de cada unidad, y que se les calcula alrededor de 1,70 metros de alto. Ello supondría unos 2,5 metros aproximadamente incluyendo los hierros, por lo que tenemos que el asta mediría alrededor de 2-2,2 metros dependiendo de la moharra y la contera que armase. Las astas se fabricaban con madera de fresno y, según Jenofonte, también se usaba el cornejo. 


Hoplita con su panoplia completa. Obsérvese
el encordado en el asta de la lanza, mucho
más atrás de lo que la gente suele imaginar.
Por norma, se piensa que iba en el centro de
dicha asta cuando la realidad es que el centro
de gravedad estaba más retrasado.
Como dato curioso, en 1663 la Royal Society de Londres llevó a cabo unas pruebas para calcular la resistencia de varias maderas, en este caso abeto, roble y fresno. Para ello, se tomaron tres listones de 25 mm. de diámetro y 61 cm. de longitud a fin de calcular cual de ellas era la más adecuada para la fabricación de las astas de las picas al uso en aquella época. Los resultados fueron los siguientes: tras obligarlas a soportar diferentes pesos, la de abeto se rompió con 90 kilos, la de roble con 113, y la de fresno con 147 kilos. Esta última era además la segunda más ligera tras el abeto. Esto demuestra la resistencia de este tipo de madera, la cual se viene usando desde hace siglos para estos menesteres.

En fin, esta es grosso modo la historia de la dory, la lanza de los hoplitas. Curiosamente, era la pieza más barata de la panoplia de estos belicosos ciudadanos ya que el material para fabricar una de ellas oscilaba por el medio dracma o poco más, y requería entre dos y tres días de trabajo incluyendo el fundido de las piezas y la elaboración del asta. O sea, un total de unos 5 ó 6 dracmas que, si lo comparamos con los 135 que salía la panoplia completa, es más bien poca cosa. A título orientativo, una oveja y un medimno de grano para sacrificios a los dioses costaba 1 dracma.

Bueno, ya'tá. Otro día hablaremos del uso y manejo de este tipo de lanzas.

Hale, he dicho

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