Zeppelin alumbrado por los reflectores de la defensa antiaérea. En los comienzos del conflicto no era fácil derribarlos |
Puede que alguno que otro se sorprenda con el título de la entrada que, como la que dedicamos a los albores de la artillería autopropulsada, parece demasiado avanzado para la temática del blog. Sin embargo, y aunque el concepto de bombardeo estratégico no empieza a ganar sus siniestras connotaciones hasta la Segunda Guerra Mundial, la realidad es que empezaron a llevarse a cabo nada más comenzar la Gran Guerra, lo cual puede causar extrañeza en algunos ya que en aquella época nos suele dar la impresión de que aún se conservaban ciertos conceptos éticos acerca de las normas a seguir en los conflictos bélicos. Pero la verdad es que no era así. Los alemanes ya tenían muy claro que someter a la población civil a los horrores de la guerra repercutiría favorablemente en el desarrollo de la misma, y pusieron los medios para iniciar esa práctica nada más comenzar las hostilidades.
No deja de ser curioso que cuando se menciona el término bombardeo estratégico la gente suela poner jeta de asco, como si ese tipo de acción de guerra fuera la quintaesencia del holocausto definitivo, la materialización del apocalipsis en forma de ángel exterminador metálico que siega miles de vidas derramando bombas en vez de con una espada llameante y, por supuesto, la más aberrante forma de asesinato imaginable. Pero si nos remontamos a los orígenes de la guerra vemos que, en realidad, la violencia contra la población civil ha sido la tónica habitual desde que tenemos noticia. El hombre es un ser capaz de desarrollar una crueldad ilimitada que, cuando se enfrenta a un enemigo, no solo busca derrotarlo sino también humillarlo y producirle el dolor más extremo exterminando a su familia de forma que de su semilla en la Tierra no quede ni el recuerdo. Viola a las hembras del enemigo para, además de ultrajarlas, sembrar en ellas aunque sea de forma inconsciente mientras que mata a los hijos que ya tenían para impedir que estos lleguen a edad adulta y se tomen venganza. Es algo similar a lo que hacen los leones cuando derrotan a un macho alfa: matan las crías para que las hembras entren en celo y sean sus genes los que se extiendan en la manada. Algo similar hacemos los hombres pero, para más inri, guiados por una inteligencia muy superior. Cualquiera que haya leído algo de historia sabe que hay infinidad de testimonios acerca de comportamientos similares en forma de exterminio de poblaciones indefensas, matanzas indiscriminadas de niños y mujeres, sometimiento a la esclavitud de los mismos, etc. Así pues, el aparentemente diabólico bombardeo estratégico no es más que la enésima forma de intentar acabar con la moral y la capacidad defensiva del enemigo, pero en vez de hacerlo a cuchilladas pues con medios más actuales y, obviamente, más letales.
Lógicamente, en tiempos modernos se buscaba además una serie de efectos psicológicos que iban más allá de la consumación de la masacre en sí misma. Hasta aquel momento, la población podía asimilar la que se le venía encima porque veía al ejército invasor como cercaba la ciudad, como sus cañones apuntaban a sus murallas y las iban demoliendo, y como finalmente lograban expugnarlas. Digamos que psicológicamente tenían tiempo para irse preparando ante un final probablemente muy desagradable. Pero el bombardeo estratégico privaba a la población de llevar a cabo cualquier tipo de mentalización ya que, en apariencia, nada ocurría en su entorno que le hiciera sospechar que el infierno se desencadenaría sobre ellos de forma sorpresiva e inusitada. Todo el mundo llevaba a cabo sus actividades cotidianas, los críos jugaban en la calle o iban a la escuela, las amas de casa iban al mercado y preparaban el almuerzo al marido que llegaría cansado del trabajo... en fin, una vida normal en la que solo las noticias del frente suscitaban algún comentario fuera de la monotonía cotidiana. Pero, de repente, sin previo aviso, cuando todos duermen apaciblemente en sus piltras, una serie de tremendas explosiones sobresaltan al personal y les sacan del sueño de una forma muy desagradable. Nadie sabe lo que pasa, y nadie lo comprende porque saben que el enemigo está demasiado lejos como para que sus cañones puedan alcanzar la ciudad. Los vecinos salen a la calle despavoridos en busca del motivo de las explosiones, pero no ve más que caos, gente corriendo, gritos y, en un momento dado, el fulgor del varios incendios más o menos cerca de casa. Y tal como ha ocurrido, todo cesa. Solo quedan algunas casas convertidas en escombros y los gritos de los heridos que, con los medios de la época, tardan demasiado en evacuar a un hospital.
Este tipo de situación era lo que diferenciaba la masacre anunciada de la matanza por sorpresa y, lo que era peor, insuflaba la inquietante sensación de que ya daba lo mismo que el enemigo estuviese lejos o cerca porque podrían atacar de nuevo en cualquier momento sin previo aviso. A partir de ese momento la gente circulaba por las calles mirando al cielo atemorizados, las madres no perdían de vista a sus hijos por si de repente tenía lugar un nuevo bombardeo y había que buscar un refugio. El saber que en cualquier momento podían perder a sus seres queridos les causaba una trerrible sensación de inseguridad mezclada con furia e impotencia. Y cuando llegaba la noche era peor aún porque nadie se atrevía a dejarse llevar por el sueño por si había que saltar de la cama y salir a la calle con los críos bajo el brazo, o con el miedo a acabar como su cuñado Fulano, al que una bomba incendiaria que perforó el tejado de su casa lo dejó convertido en una momia calcinada sin darle ni tiempo a salir de la cama. Mientras se intenta descansar solo vienen a la mente las imágenes de las casas destruidas, de los cadáveres alineados ante ella tapados con una lona, o los heridos que son evacuados en ambulancias dando alaridos, convertidos en una especie de muñecos desmadejados cubiertos de polvo y sangre. Eso se traducía en un aumento del cansancio, de la angustia, del miedo. El agotamiento psicológico y físico iba mermando al personal, lo que se traducía en un peor rendimiento en el trabajo y, sobre todo, en unas ansias tremendas porque acabara aquel estado de terror que, quizás, les hiciese pedir a sus dirigentes la rendición o, al menos, un final pactado que pusiese término al conflicto. Ese, y no otro, era el objetivo del bombardeo estratégico, que no debemos confundir con el bombardeo táctico que solo busca la destrucción de objetivos militares que mermen la capacidad combativa del enemigo, destruyendo fábricas de armas, municiones, nudos ferroviarios, etc.
Bien, esta serie de conceptos ya los tenían muy claros en el Estado Mayor del ejército imperial, y nada más estallar la guerra el 28 de julio de 1914 ya se estaban poniendo manos a la obra para iniciar una serie de operaciones con las que pretendían dejar claro a sus enemigos que, aparte de ser más chulos que nadie, disponían de los medios necesarios para llevar la guerra mucho más allá del frente, y que nada ni nadie estaría a salvo del poder destructivo de sus armas. La herramienta para llevar a cabo de forma exitosa esta campaña de terror eran los dirigibles fabricados por el probo ciudadano mostachudo que vemos en la foto de la izquierda, Ferdinand Adolf August Heinrich, conde Von Zeppelin, cuya inventiva permitiría a los súbditos del káiser darle estopa bonitamente tanto a gabachos como a british (Dios maldiga al enano corso y a Nelson respectivamente), belgas, polacos y, en definitiva, a todo aquel que osase declararles la guerra. Conste que los dirigibles del conde no eran precisamente unos artefactos manejables y baratos, sino más bien todo lo contrario. De hecho, hasta los hangares debían estar construidos orientados conforme al viento dominante en la zona porque, de no ser así, era casi imposible sacar uno de aquellos gigantescos trastos con forma de puro habano de 120, 130 o más metros de largo de sus alojamientos, y su precio una vez iniciada la guerra oscilaba según el modelo entre 600.000 y 850.000 marcos, o sea, una pasta gansísima.
Por otro lado, a pesar de la altísima combustibilidad del hidrógeno que contenían en su interior no era fácil derribarlos ya que aún no se habían inventado las balas incendiarias. De hecho, los primeros intentos para echar a tierra estos chismes desde un avión se tuvieron que llevar a cabo con antiguos fusiles monotiro Martini-Henry empleados por los british durante las guerras con los zulúes 35 años antes. Estos fusiles, de calibre .577/450 Martini-Henry, disparaban una munición cuyo proyectil contenía una substancia que se inflamaba al ser disparado si bien, como podemos imaginar, no era fácil apuntar mientras el aparato quedaba sin gobierno ya que para abrir fuego el piloto tenía que soltar la palanca de control. De ahí que, a pesar del enorme tamaño del blanco, no fuese fácil acertarle porque, además, los dirigibles estaban muy bien armados con ametralladoras en las góndolas y en unas plataformas situadas en la parte superior de la estructura. O sea, que no volaban indefensos sino más bien todo lo contrario, y mientras el british hacía malabarismos con su Martini-Henry los artilleros del dirigible lo abrasaban a balazos con sus máquinas. Un buen ejemplo lo tenemos en la foto superior, que muestra la posición de tiro delantera de un Zeppelin provista de tres pedestales y sus respectivas ametralladoras más los dos artilleros que las manejaban. El orificio cuadrado que se ve junto a la plataforma es la escotilla de acceso que daba paso a esa parte del aparato desde un pasarela interior a la que se llegaba desde las góndolas situadas en la parte inferior de la estructura.
Así pues, nada más empezar la fiesta se dio orden para que el 5 de agosto, o sea, apenas una semana después del comienzo de la misma, el Z-VI (LZ 21 según su orden de fabricación), debía estar preparado para llevar a cabo el que sería el primer bombardeo estratégico de la historia, llevando muerte y destrucción + IVA a Lieja, cuyos vecinos no podían ni imaginar que tendrían el dudoso honor de ser los que estrenarían tan terrorífica táctica. El Z-VI era un Zeppelin tipo K cuyo vuelo inicial tuvo lugar el 10 de noviembre de 1913 y que estaba basado en Bickendorf, un distrito de Colonia. De hecho, el dirigible había sido bautizado con ese nombre: "Köln". Este modelo tenía una longitud de 149 metros y un diámetro de 14,9, lo que le daba una capacidad interna de 20.900 m³ distribuidos en 17 celdas. Esto significa que el hidrógeno estaba almacenado, en este caso, en 17 depósitos independientes para que, caso de que hubiese una fuga por una rotura o perforación de la cubierta, no se desinflara como un globo de feria y se fuese al garete en dos minutos. La tripulación estaba distribuida en dos góndolas, una delantera y otra trasera, más un compartimento interno situado en el centro de la estructura, y admitía una carga total de 7,8 Tm. Su techo operativo estaba en los 1.900 metros y su planta motriz consistía en tres motores Maybach de 170 Hp cada uno, lo que le permitía alcanzar una velocidad máxima de 75 Km/h siempre y cuando las condiciones climatológicas lo permitiesen, lo que no era lo habitual precisamente. Y en un alarde de modernidad absoluta, estos chismes estaban equipados con aparatos de radiotelegrafía, lo que les permitía mantener contacto directo con su base de operaciones para no ir por ahí dando tumbos y soltando bombas así como así.
La tripulación estaba compuesta por un total de 12 hombres distribuidos de la siguiente forma: en la góndola delantera y al mando del dirigible estaba el capitán Kleinschmidt acompañado por Gröger, el timonel- estos chismes se manejaban como un barco. De hecho, los british los llamaban airships, barcos aéreos-, Schmidt, el navegante, Bürvenich, el maquinista, y su ayudante Mertens. En el compartimento central viajaba el comandante von Dücker, que era el que estaba al mando de la operación, junto con el teniente telegrafista Brickenstein y el suboficial telegrafista Fisher. Por último, en la góndola trasera, el ingeniero de vuelo Noack junto a los maquinistas Schuster y Scholler más el auxiliar de máquinas Kuck. Los tripulantes podían no obstante moverse de un sitio a otro o cambiar de posición si era necesario. Si nos fijamos en la foto superior, a la derecha vemos una pequeña escalera situada en el interior de una góndola, la cual deba acceso a una pasarela situada en el interior de la estructura que permitía circular por dentro de la misma o, como comentamos anteriormente, subir a la parte superior para acceder a las plataformas de tiro que, en este caso, fueron desmontadas para esta misión por razones que más adelante se concretarán.
En cuanto a la presencia de nada menos que cinco mecánicos no debe causar extrañeza ya que los motores estaban situados en el interior de la estructura, quedando fuera solo las hélices movidas por una barra de transmisión. Eso permitía que, en caso de avería, se pudieran llevar a cabo las reparaciones oportunas ya que, además, llevaban a bordo piezas de repuesto para caso de necesidad. Si los motores se detenían lo único que pasaba era que el dirigible quedaría a merced del viento, teniendo el timonel que intentar mantenerlo en ruta mientras que se efectuaban las reparaciones. O sea, que no se caían como un pedrusco, lo que al menos era una tranquilidad para los que iban a bordo. En la foto superior podemos ver una de las hélices sujeta a la estructura mediante unos perfiles. Dentro de dicha estructura es donde se encuentran los motores, ocultos por la cubierta de tela. También podemos apreciar el aspecto de una góndola que, como vemos, estaba descubierta por lo que las travesías en determinadas épocas del año debían ser bastante chungas, con temperaturas de 30º bajo cero o menos aún. Incluso en verano había que ir bien abrigado a la hora de cruzar el Canal de la Mancha a 2 km. de altitud.
En resumen, estas eran grosso modo las principales características del LZ 21. Y como ya he tecleado más de lo aconsejable, dejamos lo más emocionante para la próxima entrada. Así pues,
¿Lograrán el capitán Kleinschmidt y sus muchachos cumplir la misión?
¿Se librarán los pobres belgas de ver como les tiran bombas en la azotea sin permiso?
¿Podrá el comandante von Dücker llevar a buen término la operación y poder así enviar un informe chulo al Estado Mayor para ver si cae alguna medalla?
¿Logrará el cuñado de von Hiddesen trincarle la botella de Hennessy mientras que este se dedica a mandar mensajes en plan borde a los parisinos?
De todo nos enteraremos en su momento, criaturas. Ahora toca merendar, que eso no lo perdono.
Hale, he dicho
Continuación de la entrada pinchando aquí.
Efectos de una bomba de 300 Kg. lanzada sobre Londres por un dirigible alemán. La sensación de seguridad que daba vivir en una isla desapareció el 19 de enero de 1915 |
Este tipo de situación era lo que diferenciaba la masacre anunciada de la matanza por sorpresa y, lo que era peor, insuflaba la inquietante sensación de que ya daba lo mismo que el enemigo estuviese lejos o cerca porque podrían atacar de nuevo en cualquier momento sin previo aviso. A partir de ese momento la gente circulaba por las calles mirando al cielo atemorizados, las madres no perdían de vista a sus hijos por si de repente tenía lugar un nuevo bombardeo y había que buscar un refugio. El saber que en cualquier momento podían perder a sus seres queridos les causaba una trerrible sensación de inseguridad mezclada con furia e impotencia. Y cuando llegaba la noche era peor aún porque nadie se atrevía a dejarse llevar por el sueño por si había que saltar de la cama y salir a la calle con los críos bajo el brazo, o con el miedo a acabar como su cuñado Fulano, al que una bomba incendiaria que perforó el tejado de su casa lo dejó convertido en una momia calcinada sin darle ni tiempo a salir de la cama. Mientras se intenta descansar solo vienen a la mente las imágenes de las casas destruidas, de los cadáveres alineados ante ella tapados con una lona, o los heridos que son evacuados en ambulancias dando alaridos, convertidos en una especie de muñecos desmadejados cubiertos de polvo y sangre. Eso se traducía en un aumento del cansancio, de la angustia, del miedo. El agotamiento psicológico y físico iba mermando al personal, lo que se traducía en un peor rendimiento en el trabajo y, sobre todo, en unas ansias tremendas porque acabara aquel estado de terror que, quizás, les hiciese pedir a sus dirigentes la rendición o, al menos, un final pactado que pusiese término al conflicto. Ese, y no otro, era el objetivo del bombardeo estratégico, que no debemos confundir con el bombardeo táctico que solo busca la destrucción de objetivos militares que mermen la capacidad combativa del enemigo, destruyendo fábricas de armas, municiones, nudos ferroviarios, etc.
Bien, esta serie de conceptos ya los tenían muy claros en el Estado Mayor del ejército imperial, y nada más estallar la guerra el 28 de julio de 1914 ya se estaban poniendo manos a la obra para iniciar una serie de operaciones con las que pretendían dejar claro a sus enemigos que, aparte de ser más chulos que nadie, disponían de los medios necesarios para llevar la guerra mucho más allá del frente, y que nada ni nadie estaría a salvo del poder destructivo de sus armas. La herramienta para llevar a cabo de forma exitosa esta campaña de terror eran los dirigibles fabricados por el probo ciudadano mostachudo que vemos en la foto de la izquierda, Ferdinand Adolf August Heinrich, conde Von Zeppelin, cuya inventiva permitiría a los súbditos del káiser darle estopa bonitamente tanto a gabachos como a british (Dios maldiga al enano corso y a Nelson respectivamente), belgas, polacos y, en definitiva, a todo aquel que osase declararles la guerra. Conste que los dirigibles del conde no eran precisamente unos artefactos manejables y baratos, sino más bien todo lo contrario. De hecho, hasta los hangares debían estar construidos orientados conforme al viento dominante en la zona porque, de no ser así, era casi imposible sacar uno de aquellos gigantescos trastos con forma de puro habano de 120, 130 o más metros de largo de sus alojamientos, y su precio una vez iniciada la guerra oscilaba según el modelo entre 600.000 y 850.000 marcos, o sea, una pasta gansísima.
Por otro lado, a pesar de la altísima combustibilidad del hidrógeno que contenían en su interior no era fácil derribarlos ya que aún no se habían inventado las balas incendiarias. De hecho, los primeros intentos para echar a tierra estos chismes desde un avión se tuvieron que llevar a cabo con antiguos fusiles monotiro Martini-Henry empleados por los british durante las guerras con los zulúes 35 años antes. Estos fusiles, de calibre .577/450 Martini-Henry, disparaban una munición cuyo proyectil contenía una substancia que se inflamaba al ser disparado si bien, como podemos imaginar, no era fácil apuntar mientras el aparato quedaba sin gobierno ya que para abrir fuego el piloto tenía que soltar la palanca de control. De ahí que, a pesar del enorme tamaño del blanco, no fuese fácil acertarle porque, además, los dirigibles estaban muy bien armados con ametralladoras en las góndolas y en unas plataformas situadas en la parte superior de la estructura. O sea, que no volaban indefensos sino más bien todo lo contrario, y mientras el british hacía malabarismos con su Martini-Henry los artilleros del dirigible lo abrasaban a balazos con sus máquinas. Un buen ejemplo lo tenemos en la foto superior, que muestra la posición de tiro delantera de un Zeppelin provista de tres pedestales y sus respectivas ametralladoras más los dos artilleros que las manejaban. El orificio cuadrado que se ve junto a la plataforma es la escotilla de acceso que daba paso a esa parte del aparato desde un pasarela interior a la que se llegaba desde las góndolas situadas en la parte inferior de la estructura.
El LZ 21. Francamente, contemplar de cerca uno de estos artefactos debía ser un espectáculo grandioso |
La tripulación estaba compuesta por un total de 12 hombres distribuidos de la siguiente forma: en la góndola delantera y al mando del dirigible estaba el capitán Kleinschmidt acompañado por Gröger, el timonel- estos chismes se manejaban como un barco. De hecho, los british los llamaban airships, barcos aéreos-, Schmidt, el navegante, Bürvenich, el maquinista, y su ayudante Mertens. En el compartimento central viajaba el comandante von Dücker, que era el que estaba al mando de la operación, junto con el teniente telegrafista Brickenstein y el suboficial telegrafista Fisher. Por último, en la góndola trasera, el ingeniero de vuelo Noack junto a los maquinistas Schuster y Scholler más el auxiliar de máquinas Kuck. Los tripulantes podían no obstante moverse de un sitio a otro o cambiar de posición si era necesario. Si nos fijamos en la foto superior, a la derecha vemos una pequeña escalera situada en el interior de una góndola, la cual deba acceso a una pasarela situada en el interior de la estructura que permitía circular por dentro de la misma o, como comentamos anteriormente, subir a la parte superior para acceder a las plataformas de tiro que, en este caso, fueron desmontadas para esta misión por razones que más adelante se concretarán.
En cuanto a la presencia de nada menos que cinco mecánicos no debe causar extrañeza ya que los motores estaban situados en el interior de la estructura, quedando fuera solo las hélices movidas por una barra de transmisión. Eso permitía que, en caso de avería, se pudieran llevar a cabo las reparaciones oportunas ya que, además, llevaban a bordo piezas de repuesto para caso de necesidad. Si los motores se detenían lo único que pasaba era que el dirigible quedaría a merced del viento, teniendo el timonel que intentar mantenerlo en ruta mientras que se efectuaban las reparaciones. O sea, que no se caían como un pedrusco, lo que al menos era una tranquilidad para los que iban a bordo. En la foto superior podemos ver una de las hélices sujeta a la estructura mediante unos perfiles. Dentro de dicha estructura es donde se encuentran los motores, ocultos por la cubierta de tela. También podemos apreciar el aspecto de una góndola que, como vemos, estaba descubierta por lo que las travesías en determinadas épocas del año debían ser bastante chungas, con temperaturas de 30º bajo cero o menos aún. Incluso en verano había que ir bien abrigado a la hora de cruzar el Canal de la Mancha a 2 km. de altitud.
En resumen, estas eran grosso modo las principales características del LZ 21. Y como ya he tecleado más de lo aconsejable, dejamos lo más emocionante para la próxima entrada. Así pues,
¿Lograrán el capitán Kleinschmidt y sus muchachos cumplir la misión?
¿Se librarán los pobres belgas de ver como les tiran bombas en la azotea sin permiso?
¿Podrá el comandante von Dücker llevar a buen término la operación y poder así enviar un informe chulo al Estado Mayor para ver si cae alguna medalla?
¿Logrará el cuñado de von Hiddesen trincarle la botella de Hennessy mientras que este se dedica a mandar mensajes en plan borde a los parisinos?
De todo nos enteraremos en su momento, criaturas. Ahora toca merendar, que eso no lo perdono.
Hale, he dicho
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