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Conocida imagen de dos víctimas del ataque con armas químicas llevado a cabo por las tropas iraquíes contra la población
kurda de Halabja el 16 de marzo de 1988. Se emplearon gas mostaza y agentes nerviosos, seguramente tabún, ya que
según el testimonio de algunos supervivientes olía a manzanas. Para hacernos una idea de lo mortífero de este tipo de substancia, los que se escaparon a duras penas de la matanza solo fueron los afectados por el gas mostaza. |
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Proyectiles de artillería cargados con tabún |
Justo es reconocer que la sola mención a ese palabro extraño provoca repullo, las cosas como son. Aunque nos suene a algo así como a exótico baile caribeño en compañía de frondosas mulatas o a ignota tribu africana la realidad es que, en los tiempos que corren, el tabún tiene unas connotaciones de trompeta apocalíptica si cayese en manos de esos ciudadanos que dan por sentado que si palman en defensa de su religión les esperan 72 huríes para pasarse la eternidad fornicando como macacos en celo. En las últimas décadas, el uso de agentes nerviosos contra la población civil ha causado bastante revuelo, y no es para menos porque esas porquerías no te dan opción ni a despedirte de tu cuñado haciéndole una peineta. O sea, que como te pille cerca estás más perdido que un importador chino en una inspección de Hacienda. Tabún, sarín, somán, VX... Términos que igual sirven como marca de productos de limpieza que como acrónimo de partidos políticos de esos a los que no votan ni sus cuñados pero incordian mogollón. Sin embargo, no son un invento moderno, e incluso en su origen no estaban pensados para exterminar ciudadanos en plan industrial. Este tipo de substancias fueron, como tantas otras, producto de perversas casualidades que, aprovechando la maldad congénita del ser humano, dieron pie a tentar por enésima vez nuestra propia aniquilación. Así pues, y ya que estamos en Semana Santa, época de recogimiento, fervor y redención de nuestra interminable lista de pecados, veamos la curiosa historia de esta porquería, a ver si nos enteramos de una vez que nuestra existencia siempre pende de un puñetero hilo, demasiado fino como para andarse con tonterías con él no sea que se rompa enhoramala y nos vayamos todos al carajo, cosa que, por otro lado, el planeta y el resto de las especies que en él habitan nos agradecerán enormemente.
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Acceso al descomunal complejo de oficinas de la factoría de Bayer en
Leverkusen a mediados de los años 30 del pasado siglo. Allí se gestó
lo que luego sería el tabún |
Bien, dicho esto, si comentamos que el origen del tabún se remonta nada menos que a mediados de los años 30 y que fue consecuencia de la búsqueda de un insecticida para matar gorgojos, puede que más de uno levante la ceja sorprendido, porque mucha gente suele pensar que este tipo de substancias son mucho más modernas. Sin embargo, van ya camino del siglo de existencia. Y puede que levanten la otra ceja si se enteran de que la empresa donde nació fue la Interessengemeinschaft Farben, más conocida por su acrónimo más pronunciable de IG Farben, una corporación creada en Frankfurt en 1925 que abarcó marcas tan archifamosas como la Bayer, la Agfa o la BASF. Sí, los que fabrican las puñeteras aspirinas, los carretes de película o aquellas cintas de casette en las que el personal atesoraba las canciones del verano grabadas de los 40 Principales como el perro Cerbero cela la puerta del Averno. Así pues, esta historia comienza en 1933, cuando el gobierno tedesco puso especial empeño en obtener un insecticida capaz de acabar con los bichos que devoraban las reservas de grano en los silos y que, a lo tonto a lo tonto, suponían muchas toneladas de pérdidas anuales. En la depauperada economía alemana de la época eso implicaba no pocos quebraderos de cabeza, y más aún si tenemos en cuenta que el año anterior se habían tenido que gastar más de 30 millones de marcos en importar insecticidas que, por otro lado, eran más peligrosos que un cuñado hambriento en un ágape nupcial ya que estas substancias, compuestas generalmente de óxido de etileno y formiato de metilo, tenían la inquietante tendencia a explotar cuando eran vertidos en lugares cerrados, como es el caso de los silos.
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Gerhard Schrader (1903-1990) |
En 1934, Otto Bayer, responsable de los laboratorios de la firma en Leverkusen, puso al frente de la investigación de pesticidas sintéticos a Gerhard Schrader, un joven químico de apenas 31 años que llevaba trabajando en la empresa desde 1928 en el departamento de colorantes de la sucursal de Elberfeld. Este probo químico, como buen tedesco, se volcó en cuerpo y alma con el encargo del jefe y se puso a sintetizar porquerías a destajo en busca de algo que no solo matara bichos, sino que además no hiciera volar por los aires las reservas alimentarias del glorioso Reich recién instaurado por el ciudadano Adolf. Sin embargo, las substancias obtenidas tenían un defecto común: no solo mataban a los bichos, sino que contaminaban el grano convirtiéndolo en un producto totalmente inadecuado para el consumo humano salvo cuñados. Tras infinidad de ensayos en los que no vamos a redundar porque ni yo sé un carajo de química orgánica ni creo que la mayoría de los que me leen tampoco, al cabo logró obtener una substancia que parecía adecuada. Se trataba de un compuesto a base de fósforo que, diluido en agua en una proporción de apenas un 0,2%, exterminó bonitamente a un regimiento de piojos depositados amorosamente en una hoja. Pero lo verdaderamente importante era que mataba solo a los piojos, y no a los piojos y a todo bicho viviente situado en los alrededores. Ya era un buen paso...
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Otto Bayer (1902-1982) |
Como es habitual en estos casos, una vez encontrado el extremo del hilo había que ir tirando hasta dar con la madeja, que consistía en lograr un producto más potente, fiable y fácil de fabricar. Para ello se dedicó a ir sintetizando diversos elementos en los que la base seguía siendo el fósforo, llevando a cabo cientos de experimentos a lo largo del tiempo hasta que, en noviembre de 1936, incorporó a este elemento un átomo de carbono y otro de nitrógeno, combinación esta que por sí sola era lo que producía el cianuro. Tras llevar a cabo la síntesis de estas tres porquerías, fósforo, carbono y nitrógeno, nuestro hombre se puso malísimo de la muerte. Los síntomas eran bastante alarmantes: cefalea, dificultad al respirar, falta de concentración y un notable oscurecimiento en su campo visual, así como incapacidad para enfocar la visión. Por lo visto, cuando se largó a su casa apenas podía ver la carretera porque las pupilas se le habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler, y ni siquiera reaccionaban a la luz. Total, que se tuvo que largar a un hospital, donde pasó doce días hecho un despojo hasta que logró recuperarse de lo que había sido el germen del primer agente nervioso de la historia. Pero para un científico que además de ser científico era alemán eso era un bagatela, así que tras otros ocho días de convalecencia doméstica volvió a su laboratorio extremadamente intrigado por las consecuencias del experimento.
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Aspecto de la fábrica de Leverkusen |
El 23 de diciembre nuestro hombre reanudó las pruebas de síntesis y purificación del nuevo compuesto, obteniendo finalmente un líquido incoloro que emanaba un leve aroma a manzana. Schrader lo denominó como Präparat 9/91 (Preparado 9/91), y le envió una muestra al Dr. Hans Kükenthal, biólogo de la Bayer en la sede de Leverkusen, para que probara sus efectos sobre bichos. Kükenthal se quedó agradablemente sorprendido cuando vio la extraordinaria potencia de la substancia, que diluida a razón de 1/200.000 no dejó un solo piojo vivo en cuando entraron en contacto con ella. El compuesto era tan asquerosamente peligroso que una sola gota vertida por error y que cayó sobre una mesa fue suficiente para que volviera a provocar en Schrader y su ayudante, Karl Küpper, los mismos síntomas que ya padeció anteriormente si bien en esta ocasión, sabiendo de qué iba la cosa, abandonaron a toda leche el laboratorio. Bastó respirar aire fresco para que la sensación de ahogo y el dolor de cabeza fueran desapareciendo, pero la visión oscurecida y la incapacidad para enfocar tardó varios días en desaparecer. Además, tuvieron que dejar pasar varios días sin entrar en el laboratorio hasta que los vapores de la puñetera gota dejaron de hacer efecto.
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Laboratorio de la IG Farben en Eberfeld |
En enero de 1937 volvieron a retomar sus experimentos para ver que aquella cosa era imposible de manejar sin ponerse malísimo por ínfimas que fueran las cantidades que usasen. Küpper se acojonó en grado sumo porque pensaba que acabaría ciego, y Schrader dio por sentado que se estaba envenenando poco a poco, de modo que decidió ponerse en contacto con el profesor Eberhard Gross, director de Higiene Industrial de la IG Farben de Elberfeld para que llevara a cabo las pruebas oportunas para medir el grado de toxicidad del Präparat 9/91. En febrero le mandó una muestra del "insecticida" aquel y, tras dos meses de experimentos, Gross le remitió a Schrader un enjundioso informe acerca de las pruebas efectuadas con animalitos de todo tipo: ratones, cobayas, conejos, perros, gatos e incluso monos. El Präparat 9/91, que Gross había rebautizado como Le-100 ("Le" en referencia a la fábrica de Leverkusen, de donde procedía), fue inyectado en monos a razón de 1/10 de miligramo por kilo de peso y los efectos fueron devastadores: vómitos, contracción de las pupilas, de los bronquios y los pulmones, babeo y sudoración abundantes, calambres abdominales, diarrea, espasmos musculares, dificultad al respirar y ralentización del ritmo cardíaco hasta llegar a una parada cardio-respiratoria y palmarla asquerosamente. Acojona, ¿que no? Para comprobar si los efectos eran similares al inhalar la substancia, Gross hizo uso de una cámara de gas de 100 m² donde invitó a pasar a varios monos que, lógicamente, no sabían de qué iba aquello, porque de saberlo no entran ni a tiros. Se expuso a estos animales a una concentración de apenas 25 miligramos de Le-100 por metro cúbico, y tras padecer los síntomas descritos anteriormente palmaron todos entre 16 y 25 minutos. Desde entonces, los monos tienen al tal Gross en búsqueda y captura por hominicida.
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Heinrich Hörlein (1882-1954) |
Cuando Schrader recibió el informe de Gross quedó bastante decepcionado ya que, en realidad, él buscaba un insecticida capaz de acabar con las plagas de bichos de los silos y los cultivos, y no con medio planeta. Saber que era tan eficaz contra un piojo como con un mono suponía que era totalmente inviable emplearlo so pena de acabar con la plaga, la vaca que pastaba por allí e incluso con el cartero que circulaba con su bici por el camino cercano. Sin embargo, sus jefes no lo vieron de ese modo. En 1935 habían recibido una comunicación del gobierno en la que se informaba a todos los fabricantes de productos químicos que debían notificar a las autoridades de cualquier descubrimiento que tuviese potencial para su uso militar. Cuando una copia del informe de Gross fue a parar a manos del Dr. Heinrich Hörlein, director de investigación farmacéutica de la IG Farben, éste envió a su vez otra copia al Heereswaffenamt (Departamento de Armamento del Ejército) para que tuvieran constancia de la terrorífica eficacia del Le-100. De hecho, los mandamases de la nueva Wehrmacht era partidarios del uso de armas químicas a pesar de la horrible experiencia que supuso la Gran Guerra, y el mismo Hörlein era un ferviente defensor del desarrollo de este tipo de substancias. Una vez recibido el informe en la Heereswaffenamt fue remitido a otro negociado, que para eso de tener cien oficinas solo para clasificar aunque sea cepillos de dientes los tedescos son unos figuras, yendo a parar al Waffenprüftamt (Departamento de Pruebas de Armamento), y dentro de este a la Wa Prüf 9 (División 9), dirigida por el profesor Leopold von Sicherer. La Wa Prüf 9 era la encargada del desarrollo de arma químicas, municiones para las mismas y equipos de protección antigás.
Sicherer se tomó aquello con bastante interés, así que en abril de aquel mismo año se personó en el laboratorio de Gross para presenciar una demostración en vivo y en directo. Gross llevó a cabo una serie de pruebas sobre ratones con fosgeno, gas mostaza y el Le-100 y, para sorpresa de los presentes, mientras que con los dos primeros compuestos los ratones tardaron horas en palmar, con la nueva porquería estaban todos listos de papeles en menos de 20 minutos. Informados de quién era el padre de aquel engendro químico, que por aquel entonces seguía empeñado en buscar plaguicidas, le invitaron a ir a Berlín para mostrar a sus colegas de qué iba aquella peculiar síntesis que se había mostrado más letal que una mamba negra con sarampión. Sacaron a Schrader de su laboratorio y lo enviaron a toda velocidad a la ciudadela de Spandau, donde se encontraba el Heeresgasschutzlaboratorium (Laboratorio de Protección de Gas del Ejército), denominación que en realidad era más falsa que la palabra de un político en campaña electoral ya que su verdadero cometido no era investigar como protegerse del gas, sino la producción de agentes venenosos para matar más y mejor.
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La ciudadela de Spandau. A la izquierda, en la gola del baluarte, se yergue
aún la única torre que perdura del castillo medieval |
La ciudadela de Spandau era en realidad un fuerte pirobalístico construido durante la segunda mitad del siglo XVI sobre un castillo medieval del siglo XIII del que solo quedaba una torre. El fuerte, edificado en un islote entre los ríos Havel y Spree, estaba rodeado por un foso húmedo que impedía acercarse a cualquiera y, lo más importante, permitía llevar a cabo en su interior sus actividades libres de testigos molestos. En la reunión, presidida por el jefe del departamento, el profesor Von der Linde, Schrader dio pelos y señales acerca de la sintetización del Le-100, dejando a los presentes gratamente sorprendidos por su eficacia ya que, desde la creación del departamento, habían probado más de dos mil substancias que ni de lejos llegaban al mortífero poder de la presentada por el químico de la IG Farben. Y en aquel cónclave nació su siniestro nombre, tabún, que curiosamente no significa nada ni era un acrónimo ni ninguna retahíla de palabras ni nada por el estilo, ni se sabe a quién se le ocurrió ni a santo de qué. Fue un término inventado para despistar a posibles espías ya que el ejército tenía especial interés en que el estudio de armas químicas pasase totalmente desapercibido por los Aliados, que por aquel entonces miraban al ciudadano Adolf con bastante recelo en vista de los agresivo que se estaba poniendo.
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Envase de Trilon. No muchos saben las
connotaciones tan chungas que tiene ese nombre |
Naturalmente, la patente que la IG Farben tenía sobre el tabún pasó a ser considerada como alto secreto, y el desarrollo del invento pasaría a ser controlado por el ejército. Schrader recibió una gratificación de 50.000 marcos, una pasta gansa, y lo mandaron de vuelta a Leverkusen con una palmadita en el lomo y el encargo de producir un kilo de tabún para enviarlo a Spandau con el fin de llevar a cabo sucesivas pruebas. Y mientras lo producía se habilitó un laboratorio en las entrañas del fuerte para ir estudiando los prototipos de maquinaria e instrumental necesarios para una posible producción en masa del veneno aquel. Obviamente, la elevada toxicidad del tabún obligaba a fabricarlo y manipularlo en lugares con un nivel de seguridad acorde a la peligrosidad del producto, que no era plan de romperse una probeta y matar a la mitad de los obreros de la fábrica de Leverkusen. Además, el ejército renombró el tabún con una serie de códigos militares para dificultar aún más su existencia a todos los que no estaban en el ajo, como Gelan, Substanz 83 y Trilon 83 o, abreviado, T-83, nombre este que, curiosamente dio con posterioridad la BASF a un compuesto empleado en detergentes para ropa, jabón y productos de limpieza.
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Entrada al campo de Raubkammer en 1939. Nadie podría sospechar lo que
se cocía allí dentro a la vista de tan apacible paisaje arbolado |
En mayo de 1937 los químicos de Spandau ya habían llevado a cabo todas las pruebas habidas y por haber, y se quedaron tan contentitos que decidieron llevarlas a cabo a mayor escala, fuera del laboratorio, para corroborar los efectos del tabún en hipotéticas situaciones de combate en campo abierto. Para ello se eligió el Heeresversuchstelle Raubkammer (Campo de Pruebas del Ejército de Raubkammer), al norte de Munster, una vasta superficie de nada menos que 196 km² que, para hacernos una idea, supondría un tercio de la superficie de la isla de Ibiza. Este campo, conocido también como Munsterlager, disponía de las instalaciones más completas que se podían imaginar: laboratorios, un departamento forense para el estudio post mortem de los efectos de las porquerías que se probaban allí, recintos para albergar animales de todo tipo para los experimentos, cámaras de gas con amplios ventanales a prueba de filtraciones en los que los científicos podían ver en vivo y en directo como palmaban los animales y, por supuesto, barracones para el personal, cocinas, comedores, un moderno hospital para tratar a cualquiera que fuera víctima de los agentes que se probaban e incluso un casino para no aburrirse como galápagos en aquel inmenso y gigantesco complejo de muerte. Allí fue donde el plaguicida sintetizado por Schrader se acabó convirtiendo en una de las armas más temibles que se conocen.
Bien, ese fue el origen del tabún. Como vemos, bastante prosaico y alejado de las siniestras connotaciones que adquirió posteriormente. A partir de aquel momento, su desarrollo como arma química, así como su producción, quedaron bajo el control del ejército con la intención de, ante un hipotético conflicto, llevar los efectos de la guerra química incluso más allá de los campos de batalla, o sea, sobre la población civil. Pero de eso ya hablaremos en otra entrada, porque no es plan de comprimirlo todo en una sola.
É hora de merendá, asín que a juí que viene la Guardia Siví.
Hale, he dicho
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Consejo de administración de la IG Farben en 1926. Estos hombres formaron una de las corporaciones industriales más
importantes y poderosas del mundo en el siglo XX. Ganaron pasta en cantidades inimaginables a cambio de implicarse
a fondo en los episodios más oscuros del III Reich, entre otros con la creación del más siniestro producto que se
conoce en nuestros días, el Zyklon-B |
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