jueves, 2 de septiembre de 2021

DISCIPLINA NAVAL. PENAS Y CASTIGOS

 

- Cuñao, ehtoy cagaíto, ehto tié mu mala pinta...
- Ya te lo dije, so mamón... Quitarle er güifi y loh móvile no era la mejó solusión
- ¿Qué pueo jasé...?
- ¿Tú llegahte a aprendé a nadá? Po vete preparando...
- Quién me mandaba a mí meterme a marino con lo a guhto que ehtaba yo en Siudá Reá, que é má de secano que un alacrán...

Celebración de un consejo de guerra en la cubierta de un barco.
Generalmente, el acusado no tenía derecho a un defensor
Bien, ya hemos visto cómo estaba el tema disciplinario en la edad de oro de la navegación, así como los motivos que impulsaron a las potencias navales a establecer una serie de normas que, de forma minuciosa, establecían todas y cada una de las posibles faltas o delitos punibles, así como los castigos que había que imponer a los faltones para hacerles ver que no era nada recomendable saltarse a a torera las reglas establecidas. De forma genérica, los capitanes tenían autoridad para imponer castigos salvo en el caso de delitos graves que, llegado el caso, eran los consejos de guerra los que debían decidir al respecto. Sin embargo, eran precisamente los capitanes los que menos interés tenían en que llegara la sangre al río porque la convocatoria de un consejo de guerra era un arma de doble filo. 

Cuando la tripulación flaqueaba o la moral se
venía abajo en pleno combate, de la autoridad y
la entereza del capitán dependía todo, incluyendo
su misma reputación si no era capaz de detener
la incipiente rebelión
El hecho de que un marinero o incluso un guardiamarina o un oficial perpetrara un delito grave podía volverse contra el capitán ya que tanto sus iguales como sus superiores podrían poner en tela de juicio su capacidad para el mando, así como su misma autoridad. Por poner un ejemplo, un marinero que se cargaba a otro en una reyerta a bordo era obviamente un tema chungo. El marinero tenía todas las papeletas para acabar colgado del pescuezo, pero las consecuencias de la reyerta iban más allá del simple acto homicida. ¿Cómo es que el capitán no mantenía una férrea disciplina en su nave? ¿Cómo permitió que su gente llegara a esos extremos sin que nadie lo impidiera? Y ya puestos, ¿y si fue la mano del capitán la que guió al asesino porque tenía entre ceja y ceja a la víctima? La lista de suposiciones que ponían en entredicho al capitán era tan larga que a este le entraban sudores fríos si, llegado el caso, el consejo de guerra le pedía más explicaciones de la cuenta, y si los testigos no afirmaban rotundamente que todo fue consecuencia de un avenate por cualquier chorrada, se le podían poner las cosas bastante chungas hasta el extremo de que lo mejor que podía pasarle era ser expulsado de la armada antes de entrar en más profundidades. Siempre podía trabajar en la marina mercante, donde los capitanes de la marina de guerra estaban bien cotizados. Pero no nos adelantemos que las prisas son malas. Veamos paso a paso los delitos punibles y los castigos que se aplicaban.

Pero, ante todo, una advertencia: obviamente, no podemos reproducir las interminables retahílas de artículos que detallan de forma minuciosa los posibles delitos o faltas, así cómo la forma de reprimirlos o castigarlos. Sirva de ejemplo el hecho de que el reglamento de 1648 de la Armada española, en su Título Cuarto contempla nada menos que 80 artículos, y los que estaban vigentes en Francia o Inglaterra eran igualmente de enjundiosos, así que tendremos que sintetizar un poco estas cuestiones. 

Los capitanes no lo tenían fácil ya que, además de mantener
la disciplina, prácticamente tenían vetado rendirse salvo
contadas excepciones, como quedarse sin munición, ver su
nave a punto de hundirse o enfrentarse a una fuerza tan
superior que sería imposible enfrentarse a todos
Como ya pueden imaginar, los delitos más graves eran los que atañían a la rebelión, los motines, las agresiones físicas a los superiores con o sin armas en la mano, la desobediencia en combate o la sodomía, pecado nefando especialmente perseguido. Todos eran susceptibles de ser castigados con la pena de muerte tras ser sometido a un consejo de guerra el o los culpables. Pero, como ya se ha comentado, no solo la marinería, los suboficiales o los guardiamarinas y oficiales subalternos podían verse ante un tribunal. De forma genérica, cualquier capitán debía dar cuenta de su actuación en cualquier circunstancia, desde un simple naufragio a una rendición indecorosa. La pérdida de un buque de guerra no era ninguna tontería, y si el consejo de guerra acababa dictando que se había debido a una negligencia de su capitán, la cosa podía acabar muy mal. Tan mal como ser pasado por las armas, vaya... En España, los consejos de guerra eran presididos por el Comandante General del Departamento donde estuviera asignado el buque, el cual convocaba a una serie de oficiales que no podían ser menos de siete ni más de trece, no pudiendo negarse a participar en el consejo de guerra salvo motivos justificados. De lo contrario sería suspendidos de empleo. 

Verse colgado de un penol fue el final de muchos marineros
Las penas, dependiendo por lo general del delito, podía ser muerte por ahorcamiento o fusilamiento, dependiendo también si el reo era marino- en cuyo caso lo habitual era la horca- o pertenecía a la gente de guerra del buque, o sea, un infante de marina que sería pasado por las armas. Si uno se libraba de ser ejecutado tampoco es que acabase muy bien parado. Por poner algún ejemplo, según el artículo XIII del Título Cuarto "el que en qualquiera ocasion amotinare la gente de su navío, ocasionando desobediencia o excitando a resistir a los oficiales, será ahorcado; y el que echare mano a las armas a bordo, o en tierra, para favorecer el motín, se cortará la mano sea individuo de guerra o de mar". Como vemos, no se andaban con tonterías. 

Las galeras del rey, otra forma de muerte en vida
En el artículo siguiente se detalla que si un infante de marina o un artillero mete mano a su arma contra un centinela, será fusilado, mientras que el marinero que agrediera a un centinela, sargento o cabo de escuadra "... será condenado a diez años de galeras, y a muerte si hiciera armas contra ellos". Ser enviado a darle al remo, como ya explicamos en su día, era casi una muerte segura por las infames condiciones de vida en esas naves, en las que pocos forzados lograban licenciarse tras cumplir la condena. No obstante, cuando las galeras pasaron a la historia se cambió la pena por trabajos forzados en los astilleros, donde en vez de remar echaban el bofe realizando las tareas más pesadas y asquerosas, y por cierto que el Reglamento español contenía infinidad de delitos punibles con penas de galeras, presidio en África o trabajos forzados de entre 4 y 10 años. En cuanto al fusilamiento, se procedía de la siguiente forma: toda la tripulación debía subir a las jarcias y las vergas, mientras que la gente de guerra se reunía en el alcázar. De este modo, la cubierta quedaba totalmente despejada, ocupada solo por los centinelas de rigor. El reo era conducido a cubierta custodiado y puesto de rodillas ante la tropa, momento en que el escribano le leía la sentencia. Una vez concluida la lectura se le llevaba al castillo de proa, donde era atado a la serviola y se le vendaban los ojos antes de ser pasado por las armas. En caso de ahorcamiento, se procuraba que se ejecutase en puerto a la vista del mayor número de tripulantes posibles. En este caso, la sentencia la ejecutaba un verdugo civil si bien, en caso de no haber posibilidad de poder llevarse a cabo el ahorcamiento, se fusilaba. 

Fusilamiento por la espalda de un traidor
Los gabachos (Dios maldiga al enano corso) actuaban de una forma similar y, evidentemente, por delitos similares, que en eso prácticamente todas las armadas se regían por los mismos baremos. En este caso, los consejos de guerra  eran presididos por un general de la flota, tres capitanes de navío, dos tenientes de navío y un alférez de navío, todos obligatoriamente mayores de 30 años. En cuanto a las penas, eran similares: fusilamiento, horca o galeras, que entre estos ciudadanos eran denominados como galériens o forçats que, con la llegada de la Revolución eran enviados por parejas encadenados uno al otro a trabajos forzados en los puertos. Donde sí se establecía una pequeña diferencia era en el fusilamiento: en caso de ser reo de traición o cobardía era fusilado por la espalda. La ejecución se llevaba a cabo en la nave, izando previamente una bandera roja y disparando un cañonazo para advertir a los demás buques anclados en el puerto que se iba a proceder a la ejecución. Para que sirviera de escarmiento, todas las tripulaciones debían formar en cubierta tras lo cual sus respectivos capitanes anunciaban el motivo por el que el fulano iba a ser pasado por las armas en breve. El reo era conducido al castillo de proa, donde según su delito sería colocado mirando hacia el pelotón o de espaldas y palmaría en un periquete.

Fusilamiento del almirante Byng
Entre los british (Dios maldiga a Nelson) los consejos de guerra eran más complicados de organizar ya que requerían un mínimo de cinco y un máximo de trece oficiales superiores, o sea, capitanes o almirantes que, caso de que el delito se hubiera cometido en cualquier colonia del planeta, ya podrán imaginar que no era fácil reunirlos. Por otro lado, los Artículos de Guerra no eran tan minuciosos como el Reglamento español, que daba pelos y señales de cada posible delito. En este caso, la pena se aplicaría "como se considerase que merece el consejo de guerra", por lo que el mismo delito podía ser castigado de distintas formas en base a una serie de factores. Por ejemplo, se tenía en consideración si el capitán era un veterano o, por el contrario, un hombre inexperto, o si el que se había rendido era el capitán o, por el contrario, un joven oficial que había tomado el mando porque todos los que estaban por delante de él habían palmado en combate. Sea como fuere, las penas de muerte se ejecutaban mediante fusilamiento en el caso de oficiales y de ahorcamiento para la tropa o marinería. Pero ojo, esta aparente flexibilidad no significaba que los consejos de guerra no fuesen inexorables a la hora de aplicar la pena capital si consideraban que el culpable había faltado a su deber, y más si por su rango tenía más responsabilidad. El caso más famoso fue el del almirante John Byng, fusilado el 14 de marzo de 1757 en la cubierta del HMS Monarch como reo de cobardía por haber perdido la isla de Menorca a manos de los gabachos. Fue un tema polémico porque, a pesar de que hubo muchas voces pidiendo la conmutación de la pena, se dijo que fue el chivo expiatorio del Almirantazgo por la derrota sufrida. En todo caso, y por consideración a su rango, fue ejecutado de rodillas sobre un cojín y se le permitió dar la orden de abrir fuego al piquete de infantes de marina que lo liquidó dejando caer un pañuelo.

En cuanto a las ejecuciones por ahorcamiento (véase grabado de la izquierda), eran básicamente iguales en todas partes. La soga se pasaba por una polea en un penol y se colocaba el dogal en el cuello del reo. A una señal, un grupo de marineros tirarían con fuerza de la soga para procurar partirle el cuello, evitando así una muerte más lenta por estrangulamiento. Hubo casos de reos que, a la vista del panorama, optaban por arrojarse desde la cubierta al mar para, con la caída, desnucarse y partir de este mísero mundo en un santiamén. Por cierto que, en caso de que el delito cometido fuese de extrema gravedad, como un conato de motín o cobardía, el capitán podía actuar por su cuenta y mandar colgar al que fuese sin necesidad de encerrar al fulano en la bodega a la espera de tocar puerto. Ante la necesidad de imponer la disciplina en momentos en que la supervivencia de todos dependía de la disciplina, era preferible mancar ahorcar a los cabecillas y engrilletar al resto, que serían juzgados al llegar a puerto, y ya daría el capitán las explicaciones oportunas al consejo de guerra sobre los motivos que le impulsaron a ejecutar a los sediciosos. Obviamente, con el testimonio de los oficiales y los tripulantes que habían permanecido leales a su capitán bastaba y sobraba para dar por bueno el ahorcamiento de los amotinados.

Bien, así se cumplían las penas capitales y las penas para delitos chungos que cambiaban una muerte rápida por una lenta currando varios años hasta deslomarse o palmar de cualquier enfermedad en los arsenales, astilleros o presidios que España, Francia o Inglaterra tenían repartidos por todas partes. Veamos a continuación el resto de castigos del extenso catálogo disponible en los reglamentos de la época.

PASAR POR LA QUILLA

Este castigo, inventado al parecer por los holandeses, era una pena de muerte de facto. El reo era amarrado con una soga que previamente se había pasado por debajo del barco de costado a costado. A la orden del capitán, era arrojado al agua mientras que un grupo de marineros tiraba de la soga para que pasase por debajo del casco. Puede parece una chorrada, pero era un castigo despiadado. Toda la fauna parasitaria pegada al casco, mucha de ella en forma de moluscos con afiladas conchas, producían cientos de cortes al desdichado mientras que tiraban de él. Si jalaban más rápido los cortes serían más profundos, y si lo hacían despacio se ahogaría. Lo habitual era que cuando se le sacaba a la superficie, el hombre se había convertido en comida para gatos, y generalmente salía muerto del agua o, a lo sumo, moría al poco tiempo. Este brutal castigo fue suprimido entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. En Francia en concreto se abolió en 1848 pero, al igual que en otras armadas, hacía ya muchos años que no se practicaba por lo cruento del mismo. Total, el merecedor de ser pasado por la quilla podía ser fusilado o ahorcado y acababan antes.

AZOTES

El famoso gato de nueve colas
Era el castigo más habitual para los delitos que, dentro de la gravedad, se solían cometer con más frecuencia: faltas de respeto, no cumplir las órdenes con la debida diligencia, ser negligente en el cumplimiento del servicio, emborracharse, meter mujeres en el barco, pasar la noche fuera del barco estando en puerto, encender fuego o fumar sin permiso o en el sitio inadecuado y, en resumen, una lista tan larguísima que harían falta tropocientos párrafos para enumerarlas. En estos casos, hasta los guardiamarinas estaban expuestos a ser castigados con una pena que, además de dolorosa, era humillante, pero así se metía en cintura el personal aunque, curiosamente, se daban bastantes casos de reincidencia a pesar de que una tanda de azotes te dejaban los lomos, según testigos de la época, como "
carne asada quemada casi negra ante un fuego abrasador". La cantidad de azotes habitual era una docena, que ya eran suficientes para dejarle a uno las costillas al aire. Para más cantidad era en teoría necesario que lo autorizase un consejo de guerra pero, ante la imposibilidad de convocarlo ya que hablamos de delitos cometidos en el mar, muchos capitanes recurrían a una sutil estratagema: no castigaban por un delito, sino por varios, por lo que el reo recibiría tantas tandas de latigazos como faltas cometidas. 

Flogging round the fleet, el más bestial de los castigos.
En la chalupa va el reo medio muerto de las palizas recibidas
llegando a otro buque donde recibirá su ración de latigazos
propinados por el contramaestre que lo espera en la mesa
de guarnición mientras la tripulación contempla el castigo
En España, al reo se le sujetaba a un cañón y se le daba estopa si bien, pero en caso de que el castigo pusiera en peligro la vida del marinero se suspendía. Pero ojo, suspender no era condonar, y si habían quedado pendientes cuatro latigazos pues se le completaba la tanda cuando se recuperase de la paliza anterior. Los british eran bastante más cafres en este tema. El archifamoso gato de nueve colas dejaba las espaldas convertidas en una masa de carne picada, y se dieron casos de reos condenados a decenas de latigazos que, obviamente, acabaron con sus miserables vidas. El gato en cuestión era un mango de unos 60 cm. provisto de nueve cuerdas con varios nudos separados uno 8 cm. y que, obligatoriamente, debían descargarse con toda la fuerza posible. De hecho, si el capitán se percataba de que el contramaestre- eran los encargados de ejecutar este castigo- no se empleaba a fondo, este podía verse sustituyendo al reo en el enjaretado donde el sujeto era inmovilizado para recibir el castigo. El capitán más brutal fue al parecer un tal Hugh Pigot, que durante su mandato en el HMS Success entre el 22 de octubre de 1794 y el 11 de septiembre de 1795 ordenó 85 flagelaciones que sumaron un total de 1272 golpes, lo que sale a una media de 15 latigazos por hombre si bien las tandas no fueron lógicamente iguales. Al parecer, algunos llegaron a recibir 48 latigazos, cuatro veces más de lo permitido para un capitán. 

El castigo, como se ha dicho, se impartía inmovilizando al reo en un enjaretado colocado verticalmente junto a la escalerilla del castillo de popa. El capitán y los oficiales, así como toda la tripulación debían presenciar el castigo que aplicaba el contramaestre, depositario del puñetero gato que guardaba en una bolsa de tela roja. Una variante extrema de la flagelación entre los british era el flogging round the fleet, flagelación alrededor de la flota. Era un castigo reservado para delitos graves que, de hecho, era una pena de muerte de lo más sanguinaria. Se aplicaba cuando el buque donde servía el reo estaba en puerto, y consistía en inmovilizarlo en un trípode colocado en un bote que recorría todos los navíos anclados en el mismo. Cuando llegaba ante uno de ellos lo esperaba toda la tripulación formada y el contramaestre con el gato de nueve colas preparado. El capitán daba lectura a la sentencia y recibía la cantidad de latigazos dictada por el consejo de guerra, y así hasta completar el recorrido por la última balandra o cañonera. De ese modo, un tal Thomas Young recibió 300 latigazos por haber desertado, y ya podemos imaginar cómo acabó el fulano este.

Guardiamarina castigado por sus propios compañeros
En cuanto a los pajes y grumetes, no se libraban de estos castigos debido a su corta edad, si bien no se aplicaban con un látigo, sino con una vara y nunca más de una docena de golpes. Lo habitual era ponerlos boca abajo sobre un cañón y, cómo los niños malos, endilgarles los varazos en el culo. Ojo, que una vara de ratán de un dedo de gruesa te produce un verdugón suntuario, y para mantenerlas flexibles y que el golpe abarcara más superficie los colgaban encima de los fogones para que el vapor impidiera que se pusieran rígidas. Otra opción eran las ramas de abedul, que se sumergían en vinagre o salmuera con la misma finalidad. En cuanto a los guardiamarinas, en vez del infamante látigo se recurría a la vara o al rebenque, que también era cosa fina pero, al menos, "solo" te dejaba doce hematomas bestiales y alguna costilla fisurada. Por cierto que los british llamaban "besar a la novia del artillero" lo de colocar al reo sobre un cañón.

LA CARRERA DE BAQUETAS

Una carrera de baquetas. La paliza podía
ser mortífera si se juntaba una tripulación
de varios cientos de hombres
Este era un castigo típicamente militar que, como muchos sabrán, consistía en formar dos filas por las que el reo debía pasar mientras recibía golpes de baqueta en la espalda. Como es evidente, no podía pasar al galope, ya que se lo impedía un soldado que se colocaba delante con el fusil con la bayoneta calada mirando hacia atrás mientras caminaba parsimoniosamente para que el reo recibiese el mayor número de baquetazos que, no lo olvidemos, eran propinados con las baquetas de acero al uso en las armas militares, no las de madera propias de las armas de uso civil. Por lo general se aplicaba a los ladrones, delito muy mal visto ya que suponía faltar a la confianza que todos los tripulantes depositaban en sus compañeros, por lo que el castigo lo ejecutaban ellos mismos a modo de venganza hacia el chorizo que había faltado a uno de los más importantes principios que debía regir en un buque de guerra.  
En la Armada española, este castigo se practicaba solo con la gente de guerra y pudiendo alcanzar hasta las seis carreras, mientras que a la marinería les reservaban por sistema los latigazos. Además, en caso de que el bien robado no apareciese, al ladrón se le detraía de la paga el valor del mismo, el cual le era entregado a la víctima del robo. Y ojo, que si el contramaestre o el marinero encargado por este de impartir el castigo se negaban, también pasaban a recibir su paliza reglamentaria por ser tan compasivos.

Sin embargo, los british aplicaban la carrera de baquetas (running the gauntlet, según estos isleños) indistintamente tanto a unos como otros. En su caso, sentaban e inmovilizaban al reo en un balde que a su vez se colocaba sobre un enjaretado. Antes de empezar la sesión, el contramaestre le calentaba el lomo con una docena de latigazos y, a continuación, se tiraba de un cabo para deslizar el enjaretado entre las dos filas de marineros que esperaban al mangante provistos de sendas cuerdas formadas por tres cordeles trenzados y con un nudo en el extremo. Para impedir que el reo se inclinase o intentara esquivar los golpes, delante del mismo caminaba un maestro de armas con la espada apuntándole al pecho. En la marina francesa también se aplicaban las carreras de baquetas (châtiment de baguettes), pero solían ser más aficionados a 

LAS ZAMBULLIDAS

Colgando de un penol vemos al reo en plena sesión de
zambullidas. Al rededor, las tripulaciones de otros navíos
contemplan el castigo para que sepan lo que vale un peine
Este castigo se aplicaba por delitos similares a los merecedores de azotes, si bien variaba la forma de ejecutarlo. Los gabachos le daban el nombre de cale (literalmente, ahogamiento), y para ejecutarlo pasaban una soga por una polea de un penol y colocaban al final una barra del cabrestante, en la cual se sentaba el reo. Para aumentar el castigo se solía lastrar la barra con una bala de 30 libras. Una vez inmovilizado el reo en la barra se le izaba hasta el penol y se le dejaba caer de golpe al agua. El lastre contribuía a que la caída fuese más violenta, ergo más dolorosa (hablamos de caer desde una altura de 10 o 15 metros), y a hundirse más profundamente, por lo que la extracción duraba más tiempo aumentado así la sensación de asfixia. En la marina francesa no se podía exceder de tres zambullidas. Una variante especialmente dolorosa era la llamada cale seche (ahogamiento seco), que consistía en detener bruscamente la caída antes de tocar el agua, lo que provocaba que la soga se clavase en la carne. Si la zambullida se ejecutaba en puerto, el buque izaba una señal y anunciaba el castigo con un cañonazo, convocando a todas las naves presentes incluyendo las civiles a presenciar el castigo. Si había muchas, formaban un semicírculo alrededor del navío protagonista de la fiesta para que nadie se la perdiera. 

En la marina española también se practicaban las zambullidas, que podían llegar hasta seis según la gravedad del delito, mientras que los british ejecutaban este castigo de forma similar. En ambos casos también se lastraban a los reos con balas de cañón o palanquetas, pero en vez de sentarlos en una barra de cabrestante eran simplemente colgados con una soga por los sobacos.

LA MORDAZA

Marinero engrilletado y amordazado
Este era un castigo que podría parecer chorra, pero que a alguno que otro le costó la vida, muriendo asfixiado. La mordaza la aplicaban los british y los gabachos a los que insultaban o faltaban el respeto a los superiores, mientras que los españoles hacían lo mismo, pero aumentando el abanico de opciones aplicando el castigo a los blasfemos. Como ya comentamos en la entrada anterior, con el tema religioso no se pasaba ni una, y a los reincidentes no dudaban el atravesarles la lengua con un hierro al rojo, con lo cual no solo no podrían blasfemar más, sino que apenas podrían balbucear su nombre durante el resto de sus vidas. La mordaza consistía en abrir la boca del reo y colocarle un perno de hierro en la misma firmemente sujeto a la cabeza con cuerdas. La duración del castigo quedaba al arbitrio del capitán, y podía dejarlo así tantas horas como le diese la gana. Obviamente, mantener la boca forzada durante horas podía producir unos dolores horribles en la cara y la cabeza, e incluso provocar la muerte como hemos dicho.  Los british, siempre tan creativos, añadían un extra a este de por sí doloroso castigo: obligaban al reo a permanecer en cuclillas con los pies apoyados en sendos cañones y vigilado por un guardia para que no variase de postura, por lo que al dolor de jeta se sumaban los calambres que empezaría a sentir en las piernas al cabo de un rato en tan incómoda posición.

IR AL CARAJO

Un guardiamarina al que han mandado al carajo
Aunque se da por sentado que este castigo consistía en mandar al reo a morirse de asco en un mastelero, lo cierto es que el término carajo no aparece en los diccionarios navales de la época. No sabemos si era un palabro tomado de otro idioma, una corrupción fonética o una forma familiar de denominar una parte del mástil. Sea como fuere, lo cierto es que ser enviado a lo más alto de un palo mayor no era ninguna tontería. Con buen tiempo, pasarse varias horas en un sitio así podía ser incluso agradable hasta que el sol empezaba a achicharrarte, pero con marejada o en plena tempestad sería infernal. Los bandazos de la nave se multiplicaban en amplitud, la hipotermia no tardaba mucho en presentarse, y si no se quería acabar estampado contra la cubierta o zambullido en el mar había que atarse al mastelero y esperar la orden para bajar. Este castigo, del que no se libraban los guardiamarinas, los pajes y los grumetes, podía durar hasta 24 horas o más en las cuales el reo no podía bajar a comer o beber salvo que algún gaviero compasivo se molestase en subirle algo para aliviarle la sed y el hambre. Si le pillaba la noche, para poder descansar algo se bajaban de la mesa del mastelero donde se sustentaban (eran cuatro tablones cruzados por parejas) y se tumbaban como podían en la cofa, donde había más espacio. En resumen, que ser mandado al carajo no era precisamente un premio. Por cierto, una variante española de ser mandado al carajo consistía en sentar al reo en un estay con los tobillos lastrados con palanquetas, por lo que el dolor de culo al cabo de un rato sería simplemente fastuoso. Permanecer sentado en un cable durante horas no debía ser nada aconsejable para las hemorroides, y si le fallaban las fuerzas se caía sobre cubierta poniéndolo todo perdido de vísceras desparramadas.

SPREAD EAGLE

Literalmente, despatarrado. Este castigo era exclusivo de los british, y consistía en inmovilizar al reo en los obenques apoyado sobre un flechaste tal como vemos en la imagen, o sea, abierto de brazos y piernas, y a una determinada altura sobre las batayolas. Este castigo también podía durar varias horas y, tampoco era ninguna chorrada por una sencilla razón: el agua salpicaba constantemente al reo, lo que en caso de mal tiempo suponía un elevado riesgo de hipotermia o agarrar una pulmonía antológica. En determinadas latitudes, la ropa empapada podía helarse y matar al hombre en cuestión de minutos. Aparte de eso, los bandazos del barco lo zarandeaban, clavándole las ligaduras en muñecas y tobillos. Y si el tiempo era bueno, pues igual de malo porque al cabo de un rato el sol hacía sus efectos, y en zonas tropicales la insolación estaba asegurada, aparte de verse con el torso achicharrado. Como vemos, lo que en apariencia son castigos poco mortificantes, al cabo de varias horas podían convertirse en un verdadero suplicio. Todo el peso del cuerpo reposando sobre un delgado flechaste, las ligaduras que lo mantenían inmovilizado a los obenques y el constante balanceo, más el frío gélido o el calor achicharrante podían convertir este castigo en algo que el reo no olvidaría en su vida. Curiosamente, a pesar de los severos correctivos las reincidencias no eran raras, lo que hace suponer que a mucha de esta gente le importaba todo tres leches y la disciplina se la tomaban a su aire.

STARTING

Como ya anticipamos en la entrada anterior, el starting (sobresalto o susto) era una práctica habitual en la Royal Navy con la que se estimulaba continuamente al personal para que trabajasen con la mayor diligencia posible. Se aplicaba con varas de ratán o rebenques que los contramaestres y guardiamarinas no dudaban en emplear sobre todo aquel que, con o sin motivos, considerasen que debía ser advertido de que no rendía adecuadamente. No era un castigo propiamente dicho, sino que se consideraba un mero estímulo sin más, pero el caso es que un varazo en plena jeta o un golpe de rebenque en la espalda no eran ninguna tontería, y más de un marinero reaccionaba al castigo como podemos imaginar, o sea, dándole dos hostias al guardiamarina de 15 años que acababa de provocarle un hematoma serio a un marinero veterano con varios años de travesía. Pero el problema era que en la Royal Navy, soltarle un guantazo a un niñato aprendiz de oficial era una agresión a un superior, cuando no un conato de motín, por lo que la víctima se convertía en victimario y tendría que verse las caras con el capitán, que no duraría ni medio segundo en mandar al contramaestre que le dejara una docena de firmas en la espalda como recuerdo. 

GRILLETES, CEPOS Y PRISIÓN

Condenados a grilletes y encierro en la bodega mientras
estén libres de servicio
Estos eran los castigos menores que se aplicaban en cualquier armada contra faltas de escasa relevancia como la falta de higiene, arrojar inmundicias por la borda, pillar una cogorza y chorradas por el estilo. Los grilletes se debían llevar un determinado número de días en los que debía efectuar sus labores con los mismos, lo que obviamente era una molestia notable, y más en un cascarón que no paraba de moverse. El cepo era similar, pero fabricado de madera, y según los deberes del reo, se le liberaba del mismo mientras durase su servicio para, a continuación, volver a colocárselo. Los british también usaban un cepo colocado en el cuello que, para más recochineo, se lastraban con balas de cañón. Estos castigos solían ir acompañados de acortamiento de raciones, un determinado número de días a pan y agua, restricciones de vino o grog, multas y retenciones de la paga. Además, durante el tiempo que durase el castigo, el tiempo libre lo pasaría encerrado en la bodega. En cuanto a la prisión, era un tema complicado porque en un barco era necesario que hasta el último hombre estuviera operativo, por lo que mantenerlo encerrado era para el reo unas vacaciones en las que se pasaba el día sin dar ni golpe hasta que tocasen puerto. De ahí a que se optara por imponerle los grilletes y que currase el tiempo que le tocara, y cuando arribaban a su destino era entregado a las autoridades para que fuera conducido a prisión, donde cumpliría su pena sin que la tripulación se viese mermada ya que, lógicamente, el reo era de inmediato sustituido por otro hombre.

Meter mujeres en los barcos era quizás el delito
más frecuente cuando tocaban puerto por razones
obvias. Los que no podían desembarcar por estar de
servicio optaban por meter las que pudieran de
tapadillo para aliviar sus humores reprimidos
durante meses y meses de travesía
Bueno, criaturas, como vemos, los temas relacionados con la disciplina no eran cosa de risa. Nadie, absolutamente nadie estaba a salvo de recibir un castigo, la lista de faltas y delitos punibles era más larga que la de políticos corruptos, y los castigos que se infligían acabamos de enumerarlos, y ninguno de ellos era para tomarlo a broma porque absolutamente todos suponían un maltrato físico bastante importante, cuando no mortal si se aplicaban en exceso. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que, de no haber existido esa férrea disciplina y el temor reverencial a los mandos, las tripulaciones habrían hecho lo que les hubiera dado la gana, para no hablar de los hombres secuestrados por la leva que estaban deseando aprovechar la mínima ocasión para tomar las de Villadiego. Y solo esa disciplina era la que hacía posible que miles y miles de hombres arrostrasen los innumerables peligros que acechaban a los que se aventuraban a embarcarse en una época en que eso de los botes salvavidas estaban por inventar, no había forma de que te rescataran en caso de hundimiento y las batallas navales eran verdaderas carnicerías donde, al contrario que en las terrestres, no había la posibilidad de huir entre otras cosas porque largarse le suponía al capitán acabar delante de un piquete de ejecución. En el mar, cuando se combatía solo había dos opciones: vencer o morir, y ante esa perspectiva solo hombres muy disciplinados tenían una posibilidad de salir vivos del brete.

En fin, ya he tecleado en demasía, y sus cuñados recién llegados de las vacaciones estarán deseosos de contarles alguna chorrada naval porque los pasearon media hora en una lancha neumática, así que aprovechen para clavar un clavo más en sus ataúdes de pino barato.

Hale, he dicho

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A la vista de lo visto, dudo que hubiese cola para enrolarse en las marinas europeas


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