El hacha, desde los albores de la humanidad, ha compartido su cometido como arma y herramienta. En los inicios del segundo milenio, las hachas proliferaban en manos de infantes que recurrían a ellas cuando eran llamados a la guerra por sus señores y, a falta de otra cosa, se llevaban la misma herramienta que usaban para hacer leña.
Fueron los pueblos del norte de Europa, como los vikingos o los normandos, los que comenzaron a fabricar hachas específicamente destinadas a su uso en la guerra. La más conocida fue la franciska, un hacha arrojadiza con la que tenían singular destreza. Las lanzaban contra los escudos enemigos, clavándose tan profundamente que estos tenían que soltarlos debido al peso añadido, quedando de ese modo desprotegidos. Parece ser que la innovación de este tipo de hacha consistió en que, por la forma de la hoja, su centro de gravedad la hacía volar con bastante precisión. Por otro lado, el filo desplazado hacia la parte superior les permitía clavarla mucho más profundamente que con un filo recto o de media luna, más adecuados para golpear sobre el cuerpo del adversario y producir enormes heridas. En definitiva, la franciska estaba diseñada con la intención específica de herir a distancia, lanzándola contra el enemigo para, posteriormente, seguir combatiendo con la espada.
En la Península, el hacha evolucionó como arma de la misma forma que en los países de Europa Occidental. Era ante todo un arma de circunstancias usada por una infantería nutrida a base de milicias concejiles que, casi siempre, tenía que recurrir a aperos agrícolas para tener con qué hacer frente al enemigo.
Pero eso no quiere decir que los profesionales de la guerra, los caballeros y hombres de armas, la despreciasen. Antes al contrario, muchos de ellos la preferían como arma de cuerpo a cuerpo, y más cuando el aumento de la protección defensiva hacía necesario un arma con la suficiente contundencia como para traspasar una cota de malla o un yelmo.
En la ilustración de la derecha vemos como era un hacha del siglo XIII en manos de un infante. En este caso dispone de un mango para dos manos. La hoja, grande y pesada, tiene un amplio filo para hacer el mayor daño posible. Su peso, unido a la fuerza del que la manejaba, la hacían un arma temible, capaz de cortar limpiamente un miembro o hendir un yelmo. Su esgrima era bastante básica. Se limitaban a voltearla para mantener al enemigo a distancia y, aprovechando la enorme energía cinética que desarrollaban por su peso, golpear en cualquier sitio sabiendo que diese donde diese haría efecto. Aunque detuviese el tajo con el escudo, el adversario acusaría el brutal golpe, pudiendo incluso caer y, de ese modo, quedar a merced del infante que, de un tajo definitivo, lo finiquitase.
En el siglo XIII ya se fabricaban hachas destinadas exclusivamente a la guerra. Eran armas con el mango corto, para ser manejadas con una sola mano en combates cerrados tanto a caballo como a pie. Al igual que los martillos de guerra, eran ideales para traspasar las cada vez más perfeccionadas armaduras de placas. La que se muestra en la lámina izquierda es un ejemplo de hacha de infantería de una mano. Su cabeza, como se ve, está ideada para que sea más pesada por el filo, aumentando de esa forma su contundencia. La forma el mango influye también en ello. Hay que tener en cuenta que su eficacia no solo radicaba en su filo, sino en la contundencia que le daba su peso.
Los armeros también comenzaron a fabricar hachas que ya no tenían nada que ver con la herramienta. Eran armas con cierto grado de refinamiento estético, y algunas incluso eran verdaderas obras de arte, con mangos y hojas con ricos grabados en función del rango o el poder adquisitivo de su dueño.
La que aparece en la lámina de la derecha sería un ejemplo de ello. Se trata de un arma enteramente metálica, fabricada en una sola pieza, lo que aumenta notablemente su robustez. La empuña, dotada de topes para que la mano no se deslice, está cuadrillada con el mismo propósito. Su cabeza cuenta con filo, pico y una aguzada moharra triangular en el extremo. En este caso, el pico no estaba ideado, como en el caso de las alabardas, para desmontar a un jinete, sino para hendir una cota de malla o una armadura de placas. La pica era muy efectiva a la hora de introducirla entre las rendijas de la armadura o por el visor del yelmo. Su mango, al ser metálico, estaba a salvo de los filos de las armas enemigas, pudiendo usarlo sin problemas para detener cualquier golpe sin verlo partido en dos.
En la lámina izquierda aparece un hacha de arzón. Obsérvese la lengüeta que tiene en el cubo en enmague para colgarla de la silla o del mismo cinturón. Al igual que la anterior, va provista de un pico curvado de sección prismática y de una moharra con la misma morfología. Conviene reparar en la pica que remata el arma, de la que apenas quedan unos centímetros disponibles por el ancho tan generoso de la hoja. Cabe pensar que dicha pica poco podría hacer como arma, así que no sería absurdo el que fuera usada quizás como palanca para abrir hueco en las armaduras de caballeros derribados.
El mango, en este caso de madera, va protegido por las pletinas de enmangue que recorren toda su longitud, unidas al mismo mediante remaches pasantes.
La que aparece a la derecha era un arma muy usada en la Península. Es un hacha de dos manos para infantería con un gancho muy aguzado para descabalgar jinete. No se trata de una alabarda, ya que el mango es más corto. Podía ir rematada con una moharra en forma de pica.
La eficacia de este tipo de armas era devastadora. Basta echar un vistazo al cráneo de la foto inferior para comprobar que un golpe propinado con una de estas armas podía ser definitivo.
Forjar una cabeza de hacha no tenía secretos para cualquier herrero. Eran fáciles de elaborar, y al alcance de casi cualquiera. Para el mango, solían usarse maderas resistentes y rígidas, como el roble o el nogal. Las hachas con mango metálico eran forjadas en una sola pieza. Las hachas de dos manos, o bien con un cubo de enmangue al que se soldaba la hoja y el pico, o bien forjando la cabeza y uniéndola al mango mediante una pletina en forma de U, al igual que los martillos de guerra.
Como curiosidad, acabar esta entrada con una foto de la Colección Wallace de un hacha provista de pistola. A finales del siglo XVI surgieron estas armas combinadas de las que se pueden ver algunos ejemplares en los museos. Como se ve, en el mango lleva una llave de rueda y el cañón de la pistola sería el mismo mango del arma, concretamente el último tercio, donde va engarzada la cabeza de armas del hacha. Este ejemplar, además, fue dotado de una pica en la parte inferior para usarlo como chuzo, ya que el largo total del arma de de 101 cm. incluyendo la pica. Como ya se puede suponer, su precisión como arma de fuego era mínima, estando ideada para descerrajar un disparo a bocajarro en caso de verse en un grave aprieto, con un enemigo a punto de liquidarlo. Digamos que como último recurso para no verse camino del Más Allá con el cráneo partido en dos.
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