Es habitual, cuando leemos las crónicas de la época, ver como el narrador da cuenta de ejércitos innumerables, formados por decenas de miles de hombres o incluso más, así como de un número de bajas pavoroso tras una batalla: que si 30.000, que si 200.000... Eso sí, mientras que las bajas de los vencidos son abrumadoras, las del vencedor son mínimas. Obviamente, no hay que hacer mucho caso de eso. La "propaganda" ya estaba más que inventada, y siempre venía bien hacer creer que al ejército enemigo lo habían barrido del mapa, mientras que el propio había retornado a casa, aparte de rebosante de botín, con apenas unas decenas o, a los sumo, centenas, de muertos. Pero, temas propagandísticos aparte, era complicado, cuando no imposible, tener una idea exacta del número de hombres que habían tomado parte en el combate, así como de los que habían dejado la piel en el campo de batalla. Veamos el porqué...
Ante todo, hay que tener en cuenta que los ejércitos de la época estaban formados por contingentes independientes. O sea, no era una hueste uniforme y alistada como podía ser una legión romana, en la que se tenía una relación exacta y concisa de efectivos que, al ser profesionales, figuraban, digamos, "en nómina". Cuando el rey llamaba a sus vasallos a la guerra, cada cual aportaba hombres y/o bastimentos en función de sus medios económicos. Por otro lado estaban las milicias concejiles, que no eran otra cosa que tropas de circunstancias que cada concejo debía aportar en base al número de vecinos que lo componían. Así pues, cada noble, cada obispo (que estos también tenían sus dominios y vasallos) y cada concejo acudían a la llamada regia con los efectivos que las leyes o fueros de turno le obligaban. Hay que tener en cuenta que los ejércitos permanentes solo surgieron a finales de la Edad Media por lo que, salvo las guarniciones de los castillos y los guardias regios, en estado de paz no había tropas disponibles para hacer frente a una invasión inesperada. Por ese motivo, cuando se tenía noticia de que un invasor se había adentrado en el territorio, el rey llamaba a las armas a todos aquellos con la obligación de aportar tropas e ir a plantar cara al enemigo. Estas mesnadas estaban nutridas por cuatro tipos de combatientes, a saber:
1: Caballeros al servicio de casas nobles o clérigos de postín. Existe la falsa creencia de que todos los que habían sido ordenados caballeros gozaban de una posición económica desahogada, pero nada más lejos de la realidad. Ser caballero solo implicaba ejercer el único oficio permitido a los hombres de un estamento social que les impedía dedicarse a otra cosa que no fuera la guerra. Su condición de nobles (con dineros o sin ellos) les vetaba ganarse el sustento con cualquier oficio manual por considerarse indigno de su abolengo, comercio incluido. Así pues, salvo que perteneciesen a una casa nobiliaria con tierras y rentas, no les quedaba otra que vivir del oficio de las armas, y ganarse la vida con la soldada que cobraban por sus servicios más la parte del botín que les tocase si había suerte y salían victoriosos. Sus "herramientas de trabajo" eran carísimas, debían mantener a un escudero como mínimo, y las monturas necesarias, lo que no les permitía dedicarse a la dolce vita por razones obvias. Por razón de su rango, en los repartos de botín cabían a las partes más jugosas, pero sus gastos de mantenimiento eran también muy superiores a los de los demás combatientes.
Añadir un dato curioso: los nobles con medios económicos más cuantiosos eran denominados "señores de caldera y pendón", lo que quería decir que disponían de riqueza suficiente para aportar una mesnada (el pendón) y para mantenerla (la caldera). De hecho, en muchos blasones figura la caldera de marras. Por poner un par de ejemplos, en el de los Guzmán aparecen dos. En la de la familia Lora, una.
2: Hombres de armas, que eran profesionales de la guerra pero sin rango, y que se ponían al servicio de los concejos y casas nobles que precisaban de ellos para el mantenimiento del orden en sus dominios, así como para aportar tropas a la hueste regia. Eran militares vocacionales, hombres del pueblo que no estaban por la labor de pasarse la vida destripando terrones u ordeñando vacas, y que preferían jugarse la vida a cambio de una paga y un botín. En función de sus posibilidades económicas podían combatir a caballo o a pie. Son de sobras conocidos los mercenarios que ofrecían sus servicios en estos casos, como los famosos piqueros suizos o los ballesteros genoveses, o las Compañías Libres que sembraron el caos y la destrucción por donde quiera que pasasen, siempre ávidos de botín en su insaciable afán de rapiña.
3: Milicianos y peones. Estos componían la masa de una hueste. Bien formando parte de una milicia concejil, bien como mesnadero de una casa noble, eran el grueso de la infantería. Mal armados y peor entrenados, caían como moscas ante el arrollador empuje de la caballería formada por profesionales de la guerra mucho mejor armados que ellos y dedicados desde críos a ese oficio. Algunos componentes de las milicias, mejor situados económicamente que sus camaradas, podían permitirse la exención del servicio mediante el pago de la fonsada, un impuesto mediante el cual se pagaba a otro hombre por acudir a la guerra en su lugar. Esa norma, curiosamente, estuvo en uso hasta no hace muchas décadas. Por poner un ejemplo, uno de mis bisabuelos se libró de ir a la guerra de Cuba pagando a otro para que fuera en su lugar. No quedó precisamente como un héroe, pero no dejó la piel en el intento. Otros, al olor de un buen botín, se equipaban lo mejor posible e incluso formaban parte de la caballería si podían mantener una montura. Eran los llamados caballeros cuantiosos. Pero el resto iban apenas protegidos por un yelmo, un perpunte o una cota vieja, y armas de mala calidad, si bien a los vecinos con unas rentas mínimas fijadas por ley se les obligaba a tener determinadas armas en propiedad. Como ya se puede suponer, tocaban a la parte más inferior en los botines, pero sus gastos eran mínimos y, por lo general, no estaban obligados a servir más de cuarenta días. Por otro lado, cada concejo tenía su fuero propio, que los obligaba a aportar un determinado número de hombres, o incluso ninguno, contribuyendo en ese caso con bastimentos, animales de carga o cosas así.
4: Las órdenes militares. Estas tropas, como puede uno imaginar, eran las más cotizadas. A su incuestionable pericia y valor en el combate, se unía el fanatismo religioso, lo que los hacía especialmente efectivos y, sobre todo, temidos por la morisma. Pero no eran precisamente "baratos". No hubo monarca hispano o portugués que no pagara generosamente sus servicios en forma de tierras, tenencias, molinos, y rentas de todo tipo. Como contrapartida, las fortalezas que guarnecían solían estar siempre seguras en sus manos, no se metían en los complots urdidos contra la corona por la levantisca nobleza, y siempre se podían contar con ellos a la hora de ir a escabechar infieles, que eso les ponía mucho y, si morían en combate, iban de cabeza al cielo con la palma del martirio incluida y vacaciones eternas por haber matado mucho y bien.
Bueno, esa era básicamente la composición de una hueste medieval. En cuanto al número de efectivos, como decía al comienzo, los cronistas tenían la irritante tendencia de inflar las cifras. Es pues muy complicado conocer el verdadero número de participantes en tal o cual campaña, pero lo que sí es cierto es que a esos ejércitos de 40 ó 50.000 hombres les suele sobrar un cero. Debemos tener en cuenta que la demografía de la época era más bien birriosa (los críos que pasaban de la primera infancia eran un porcentaje mínimo), y que lo que se consideraba una urbe muy populosa podía rondar los 20 ó 30.000 habitantes, si bien lo habitual era bastante menos. Además. los censos no se solían llevar a cabo por personas, sino por "fuegos" u "hogares", o sea, por casas. Pero en cada casa podía haber más o menos personas, de modo que tampoco es fácil conocer el número exacto de habitantes en aquella época. Así pues, si solo contamos con los hombres en edad militar (generalmente entre los 17-20 y los 40 años), tenemos que un concejo con una población media de 10.000 habitantes apenas podría aportar digamos... ¿un 5%? Si quitamos la mitad de la población formada por mujeres adultas, y de los 5.000 restantes eliminamos críos, viejos e inútiles, diría que ese 5% es un porcentaje adecuado. Así pues, tenemos 500 hombres, que ya era una cantidad notable para la época, lo que podría ser la aportación de un concejo razonablemente populoso. En cuanto a los nobles, salvo que se tratase de una casa sumamente poderosa, igual se presentaban con 40 ó 50 caballeros y otros tantos peones, lo que, dicho sea de paso, les suponía un gasto enorme. Como se puede ver, juntar una hueste de 12 ó 15.000 hombres no era precisamente una tarea fácil.
En cuanto a las escalofriantes cifras de bajas, hay que diferenciar entre las producidas in situ y los que morían como consecuencia de las heridas un tiempo después. Y por otro, la condición social de los muertos. Como ya se comentó en la entrada dedicada a las heridas de guerra, muchos salían vivos, o razonablemente vivos, o medio muertos pero no muertos del todo del combate para terminar finiquitados al cabo de pocos días o, a lo sumo, algunas semanas debido a las infecciones, etc. Esos no eran contabilizados como bajas. En todo caso, se manejaban cifras imposibles para el número de efectivos reales de un ejército de la época. En cuanto a la condición social de los muertos, la inmensa mayoría se concentraba en milicianos y peones. Pero no solo por el hecho de ir peor armados y preparados, si no por un detalle de tipo, digamos, económico. Y es que sus personas no valían nada. Sin embargo, los caballeros y nobles de rango sí, y a esos se procuraba no matarlos, sino apresarlos, a fin de pedir rescate por ellos. Aparte de apoderarse de sus armas y equipo, que de por sí valían un dineral, en función de su abolengo se pedía un rescate acorde a su persona. Muchos de ellos languidecieron durante meses e incluso años a la espera de que sus familiares reunieran el dinero para liberarlos. De ahí que el número de caballeros muertos en combate fuera muchísimo más escaso en comparación con los plebeyos cuyas familias, obviamente, no podrían jamás hacer frente al pago de un rescate. Así que al plebeyo, mazazo en mitad del cráneo y a otra cosa, mariposa.
Solo la aparición de los ejércitos profesionales y, sobre todo, de las armas de fuego, acabó con esta disparidad. En aquel momento, las tropas en juego ya no eran villanos apabullados por el poderío de los combatientes a caballo, y las balas de arcabuz no sabían de blasones ni linajes. Quizás por esa causa, la nobleza, muy aburguesada ya, optó por quedarse en casa y solo acudían a la guerra los que verdaderamente tenían esa vocación. La época de la invulnerabilidad tocaba a su fin por la introducción de las nuevas armas y, lo que era peor, el número de efectivos en los ejércitos aumentó de forma notable porque entonces ya no valía ceder caballerosamente el campo al adversario. Hablamos ya de una guerra total, en la que se buscaba, no que el enemigo se diera por vencido, sino su aniquilación a fin de quitarle tanto las ganas de volver como de impedirle proseguir la guerra. Porque ya las guerras no se decidían en una batalla. Eran guerras que duraban meses, años o décadas. A partir de ese momento es cuando se puede hablar de decenas de miles de muertos e incluso más. A más evolución, más destrucción. No tenemos solución. Anda, me ha salido un pareado...
En fin, ya vale por hoy. He dicho.
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