domingo, 29 de enero de 2012

¿Cómo se cargaba un arma de avancarga?




La recarga de las armas de avancarga era engorrosa, lenta y, si encima se veía uno bajo la presión del combate, podía incluso resultar un verdadero desastre. Veamos como era, en función de cada época...


Arcabuces de mecha: Todos conocemos la típica imagen del arcabucero de los Tercios españoles, con su bandolera de la cual pendían una serie de frascos de madera que, al ser una docena, recibían el jocoso nombre de "los doce apóstoles". En ellos se contenía la dosis de pólvora adecuada, la cual se vertía en el interior del cañón. A continuación, se atacaba con una pequeña pella de estopa o un trapo y, finalmente, se introducía la bala, de un calibre relativamente inferior al del arma por una razón bastante simple: la pólvora negra ensuciaba de tal forma el ánima que, a los pocos disparos, una bala del mismo calibre que el del cañón era imposible de introducir. Luego cebaba la batería con una pólvora fina, o polvorilla, que portaba en un cuerno o un frasco metálico a fin de mantenerla seca. Por último, apuntaba y disparaba. ¿Y cómo apuntaba? Pues a ojo de buen cubero, porque los arcabuces no llevaban ningún elemento de puntería. Ni siquiera punto de mira, así que alineaban el cañón rasándolo con el ojo y santas pascuas. Cuidado, que nadie piense que no eran certeros. En esto pasaba como los arqueros, que tiraban de forma instintiva con una precisión escalofriante. La falta de precisión en los arcabuces era más bien debida a sus ánimas lisas y a la suciedad acumulada tras unos cuantos disparos. En todo caso, una descarga simultánea de una manga de arcabuceros a una distancia de 30 ó 50 metros era devastadora, especialmente contra las cargas de caballería que, lógicamente, ofrecían un blanco mayor.


Mosquetes de chispa: Posteriormente, en un intento de agilizar este lento y engorroso proceso, se inventó el cartucho, cuya apariencia podemos ver en la ilustración de la derecha. Era, como su nombre indica, un pequeño cartucho fabricado con papel nitrado (para favorecer su combustión), que contenía la carga y la bala. En este caso, el fusilero llevaba su dotación de cartuchos en las cartucheras que pendían del cinturón, como actualmente. A la orden, sacaba uno y lo mordía para romperlo. A continuación vertía la pólvora, reservando una pequeña cantidad para cebar la batería. Luego usaba el papel como taco, introducía la bala con ayuda de la baqueta y disparaba.

Los mosquetes ya iban provistos de punto de mira, pero no de alza, así que la puntería era también bastante rudimentaria. En todo caso, era habitual que cerrasen los ojos al inflamarse la pólvora de la batería por razones obvias. Yo he disparado con armas de ese tipo y puedo asegurar que, aun llevando los ojos protegidos por gafas, es un movimiento reflejo. Acojona bastante ver a pocos centímetros del ojo una llamarada semejante, las cosas como son. Así pues, disparaban a bulto como se puede suponer.
Por otro lado, y como dato curioso, decir que quedaban exentos de acudir a filas los que estuviesen faltos de molares y premolares, ya que no podían morder los cartuchos, por lo que más de uno y más de dos optaban por saltárselos a golpes. Mejor pasar el resto de la vida comiendo gachas que pasar el otro mundo, ¿no? Por cierto que también estaban exentos los que tuvieran amputado el pulgar de la mano derecha (si eran diestros), ya que la falta de ese dedo impedía empuñar correctamente el fusil. Está de más decir que, como en el caso de los dientes, a más de uno se le fue el cuchillo cortando salchichón y se llevó por delante el dedo en cuestión.



Añadir también que los fallos en la ignición de la pólvora eran habituales. O sea, ardía la polvorilla de la batería, pero no llegaba a la recámara por haberse obstruido el oído debido a la suciedad. Sin embargo, en el fragor del combate, en muchas ocasiones los fusileros no se daban ni cuenta, y volvían a cargar nuevamente sin haber disparado la carga anterior. Y así varias veces, hasta que literalmente llenaban de sucesivas recargas el cañón, lo que a más de uno le dejó sin cara al explotarle el arma caso de, finalmente, producirse el disparo.

Recuerdo una anécdota contada por José Borja, uno de los mejores tiradores de avancarga que ha dado España, que decía como, para participar en un campeonato del mundo, solicitó al Museo del Ejército de Madrid varios mosquetes para equipar al equipo nacional (estos concursos se hacen en dos categorías: réplicas y armas originales). Como ya sabía de qué iba el paño, antes de nada comprobaron si todos estaban descargados y, sorpresa, alguno que otro conservaba en su interior, no ya una carga, sino varias. Hay que concretar que, obviamente, estas armas no podían ser descargadas como las actuales, sacando el cartucho de la recámara, sino disparándolas. Por eso era habitual, caso de no haber precisado el hacer fuego, dejarlas cargadas. Al no estar cebada la batería no había peligro. Añadir que, tras cebar convenientemente cada arma, tras varios intentos dispararon finalmente, lo que no deja de ser sorprendente al tratarse de armas que llevaban inactivas 200 años.

Finalmente, comentar como se llevaba a cabo el proceso de carga, pero por un cazador o tirador, que obviamente disponía de más tiempo y no le llovían balazos por doquier. En este caso, una vez introducida la pólvora, la bala se envolvía en un calepino, que no era otra cosa que un trocito de piel de gamuza o de lienzo de forma circular o cuadrada convenientemente engrasados para, además de facilitar la introducción de la bala y ajustarla al ánima, limpiar el cañón a cada disparo. En este caso, con la carga de pólvora cuidadosamente medida, más el ajuste de la bala al ánima realizado por el calepino, el disparo era mucho más preciso.



Basta recordar a un grupo de irregulares de la Guerra de Independencia americana, llamados "Tiradores de Morgan". Eran un grupo de cazadores, todos tiradores selectos al mando del coronel Daniel Morgan, los cuales eran famosos por su implacable puntería. Uno de ellos, llamado Timothy Murphy, dejó malherido (murió a las pocas horas) al general inglés Simon Fraser el 7 de octubre de 1777 con un disparo efectuado con un rifle Kentucky a una distancia de 500 yardas (450 metros). Fraser, que se encontraba reconociendo el terreno en los inicios de la batalla de Bemis Heights, fue advertido por sus ayudantes de la presencia de estos tiradores pero él, muy británico, hizo caso omiso del aviso. Uno de dichos ayudantes, al cabo del tiempo, volvió al lugar para comprobar la distancia, ya que el humo del disparo delató la posición del tirador, junto a un tronco caído y, asombrado, corroboró que a su jefe lo habían apiolado a casi medio kilómetro con un arma de caza. Obviamente, Murphy, aparte de ser un tirador de primera clase, se pudo tomar todo el tiempo necesario para hacer puntería, bien resguardado por el tronco de marras, pero ya quisieran muchos, con armas modernas, hacer blanco a la mitad de esa distancia.

Bueno, por hoy ya vale, que es domingo.

Hale, he dicho...