miércoles, 30 de octubre de 2013

Los prisioneros de guerra en la Edad Media




El concepto de prisionero de guerra tal como lo concebimos actualmente es un invento relativamente moderno, de no más allá de doscientos años. El soldado que, abrumado por la superioridad enemiga, se desentiende de seguir luchando y se rinde, a cambio de lo cual el enemigo respetará su vida y lo internará en una prisión para impedir que vuelva a combatir, era algo inexistente en la Edad Media. Es a lo largo del siglo XIX cuando esta práctica se generaliza ya que los principios éticos y humanitarios habían evolucionado lo suficiente como para seguir considerando al enemigo vencido como un ser humano que debía ser respetado, si bien la vida de un prisionero de guerra no deben considerarse como unas vacaciones lejos del frente ya que las condiciones de la prisión no eran precisamente agradables; pero, al menos, nadie los maltrataba más de la cuenta y, sobre todo, existía la posibilidad de volver vivo a casa al término de la contienda.

Estos conceptos humanitarios, como ya podemos suponer, no existían en el medioevo. Así pues y para mejor comprensión de lo que les ocurría a los que optaban por rendirse o eran capturados por los enemigos, dedicaremos esta entrada a este tema el cual suele ser poco conocido. Veamos pues...



Ante todo, debemos establecer dos tipos de conflicto muy diferentes: las guerras en Europa y las Cruzadas, incluyendo en estas la Reconquista por tratarse del mismo enemigo. Obviamente, las circunstancias en estas últimas no se podían comparar con las primeras tanto en cuanto el componente ideológico y religioso llevaba a los combatientes de ambos bandos a llevar a cabo acciones de represalia a unos límites de crueldad poco vistos en Europa. En las Cruzadas se vieron masacres entre la población civil totalmente desmesuradas, y ejecuciones en masa de cautivos llevadas a cabo solo como venganza o escarmiento. En la imagen de la derecha tenemos un ejemplo bastante gráfico: las tropas cristianas que cercan la ciudad de Damieta lanzan al interior de la misma las cabezas de los enemigos que ha podido ser capturados con una bricola. Este tipo de acción, aparte de ser una eficaz medida de guerra psicológica, deja bien claro que si en Europa la vida de un enemigo valía menos que una boñiga de asno, la de un musulmán menos aún.



Unos caballeros son conducidos al cautiverio
tras la batalla
Por otro lado, en las guerras en Occidente no solían entrar en acción ejércitos tan numerosos como en Palestina. Salvo contadas batallas donde, dejando aparte las exageraciones de los cronistas, se enfrentaron ejércitos de varios miles de hombres, las mesnadas y huestes habituales solo disponían de varios cientos de efectivos. De estos, un porcentaje bastante reducido se componía de caballeros y hombres de armas, siendo el resto peones y/o milicianos. ¿Qué ocurría si algunos de ellos se rendían o eran cautivados? Veamoslo...

En una batalla medieval no tenía lugar una rendición en masa del ejército perdedor. En caso de verse superados simplemente salían en desbandada y cedían el campo al enemigo. Generalmente, ahí acababa todo; el personal se largaba a toda prisa a su territorio o a lugar seguro mientras que los vencedores se dedicaban a rapiñar todo el botín que los fugitivos dejaban atrás y a rematar a los heridos del bando perdedor. No tenía sentido para ellos gastar tiempo y medios en curarlos así que, salvo que un herido no lograra ocultarse e intentar reunirse con los suyos, era rematado en el mismo campo de un mazazo o con una pica de alabarda clavada en el cuello. Sin embargo, si el herido era una persona de calidad era puesto a buen recaudo y curado. Pero no por cuestiones humanitarias, sino porque de su persona podían pedir un rescate en función de su categoría o rango, aparte de apoderarse de sus armas y montura que ya de por sí costaban una fortuna. 



Del mismo modo, si durante la lucha uno de estos caballeros se veía desbordado, se rendía a un igual a fin de salvar la vida a cambio de un rescate. Con todo, a veces estas rendiciones no eran respetadas por los peones enemigos porque, simplemente, desconocían esa especie de cortesía caballeresca. Un ejemplo lo tendríamos en la batalla de Courtrai (1302), en la que los milicianos flamencos pasaron a  cuchillo a toda la caballería gabacha que cayó en sus manos precisamente por desconocimiento de dicha norma. De hecho, incluso hubo grandes nobles e incluso monarcas que fueron hechos prisioneros de ese modo.Un buen ejemplo lo tenemos en el grabado superior, que muestra como Francisco I de Francia fue hecho prisionero en Pavía por tres caballeros españoles: Juan de Urbieta, Diego Dávila y Alonso Pita. Obviamente, las condiciones del cautiverio de personajes así no tenían nada que ver con mazmorras ni grilletes. Antes al contrario, eran confinados en castillos en los que disponían de aposentos dignos de su rango, servidumbre e incluso se les permitía pasear por el mismo en cualquier momento. 

Pero, como ya podemos suponer, para los peones la cosa pintaba mucho peor. En caso de que su bando perdiera la batalla las opciones no eran nada estimulantes:

- Si veía que los suyos comenzaban a flaquear, lo mejor era dar la espalda al enemigo y salir del campo de batalla echando leches y cuidando que un jinete enemigo no se abalanzara sobre él y lo apiolase allí mismo o lo empalase como a un capón con su lanza.

- Si caía herido y era leve, mejor ocultarse entre los muertos y esperar a la noche para largarse. Si era grave la cosa, rezar afanosamente para que algún camarada reparase en él y lo sacase de aquel infierno. Caso contrario, rezar algo más y prepararse para abandonar este perro mundo de una forma muy desagradable y humillante.

- Ser capturado y esclavizado, cosa común cuando se enfrentaban con moros y viceversa. En ese caso solo restaba tener paciencia e intentar una fuga más adelante. El rescate no se planteaba por lo general con esta gente porque sus familiares, simplemente, no disponían de medios para pagar.



Bertrand du Guesclin, hecho prisionero en la batalla
de Nájera y por el que se pidió un rescate de
100.000 francos.
- Ser capturado y usado como moneda de cambio para que los suyos liberasen cautivos a cambio, o bien como método de presión para que rindieran una fortaleza. Un ejemplo: en el cerco a Valencia llevado a cabo por Rodrigo Díaz, éste mandaba quemar ante la muralla a todos los desgraciados que, muertos de hambre, intentaban salir de la ciudad y huir bien lejos. El que no era achicharrado allí mismo era vendido como esclavo a los trujimanes procedentes de los puertos de África y Oriente Medio.

En fin, era lo que había. Desde siempre, eso de tanto tienes tanto vales ha sido un concepto muy arraigado, y en la Edad Media aún más. De hecho, la diferencia porcentual entre bajas de caballeros o nobles y de peones era abismal. Con todo, más de un caballero o nobles se vio obligado a languidecer durante años a la espera de que su gente reuniera el precio de su rescate. Pero la plebe lo tenía muy crudo porque ni sus vidas valían nada ni para su señor ni para el enemigo; si era herido, era una carga; si era capturado era una boca que alimentar. Así pues, las dos opciones eran matarlo o convertirlo en esclavo para que su mantenimiento fuese rentable. 

Así pues y visto lo visto, de todo ello podemos decir que prisioneros de guerra como los concebimos actualmente no existían. Solo las personas de calidad podían aspirar a ver sus pellejos a salvo siempre y cuando dispusieran de dinero para pagar por ellos, o bien para ser usados en trueques por otros prisioneros o por la entrega de fortificaciones, poblaciones, etc. Y de esto, como vemos, no se libraban ni lo mismos reyes. Poderoso caballero es don Dinero, ya saben...


Curiosidades curiosas sobre rescates y prisioneros


Ricardo I de Inglaterra


Ilustración que muestra a Ricardo besando los pies al
emperador. Al parecer, nada de eso ocurrió ya que Ricardo
se negó a rendirle pleitesía por considerar que por encima
de un rey solo está Dios
Fue hecho prisionero a finales de 1192 por Leopoldo V, duque de Austria, cuando retornaba de Tierra Santa disfrazado de peregrino. Tres meses después fue entregado al emperador Enrique VI, el cual pidió como rescate la suntuosa cifra de 150.000 marcos esterlinos. Como se llevaba fatal tanto con el duque como con el emperador, no rebajaron ni en medio penique el importe del rescate, e incluso tuvo que ver como su hermano Juan y el rey Felipe de Francia ofrecían 80.000 marcos si lo mantenía a buen recaudo hasta la festividad de San Miguel de 1194. El emperador se negó, y el rescate llegó finalmente en febrero de 1194, tras lo cual pudo volver a casita. Eso sí, tras esquilmar a base de impuestos a sus súbditos para juntar la pasta del dichoso rescate.



Juan II de Francia 


Momento en que Juan II, a la derecha, se rinde a
Eduardo, el Príncipe Negro.
Fue hecho prisionero en la batalla de Poitiers (1356), cuando el Príncipe Negro y un contingente de la reserva del ejército inglés logró rodear al rey francés y su séquito. A pesar de que el príncipe Eduardo lo trató en todo momento con la mayor cortesía debida a un personaje de tanto abolengo, lo trasladó a Londres donde se le dio un trato digno de un rey, permitiendosele asistir a justas, fiestas y a practicar la caza, su gran pasión. Ello no fue obstáculo para pedir de rescate por su regia persona la monstruosa cifra de tres millones de coronas de oro. Intentó saldar el pago a base de concesiones territoriales y pagos a cuenta, pero murió en 1364 en Londres sin llegar a retornar a su país. Mucha cortesía, mucho buen rollito, pero no se cortaban un pelo a la hora de dejar al enemigo más tieso que un bacalao, ¿eh?


El infante don Enrique de Castilla


El infante don Enrique es retenido por el abad
de Montecasino. 
Bueno, la vida de este hombre daría para una miniserie, cosa que por cierto nadie ha hecho aún mientras que se ruedan cagaditas a mansalva que no valen un pimiento. Tras enemistarse con su hermano Alfonso X, se dedicó a vagar por Europa al servicio de diversos monarcas. Tras la batalla de Tagliacozzo (1268), en la que combatió en el bando de Conradino de Hohenstaufen contra Carlos de Anjou, logró escapar y refugiarse en la abadía de Montecasino. Total, que el abad lo mandó prender al saber que el infante pertenecía al bando perdedor y lo entregó al Anjou, el cual se la tenía jurada hasta el extremo de no pedir siquiera rescate por el infante, el cual fue encerrado en el castillo de Canosa di Puglia. Lo tuvieron a buen recaudo hasta el año 1291, cuando el gabacho consideró que ya había purgado todas las putaditas que el infante le había infligido. 


Vista aérea de la cerca urbana medieval y el
castillo de Serpa
Si como vemos, entre cristianos se trataban de forma honorable, esos miramientos dejaban de ser obligados cuando el prisionero era musulmán. De hecho, en muchos fueros y leyes de la época se afirmaba que el cautivo de otra religión que no fuera la cristiana podía ser objeto de todo tipo de malos tratos, violencias y ser sumido en la peor de las esclavitudes. Por poner un ejemplo, tomemos lo ocurrido a Omar ibn Timsalit, gobernador almohade de la koura de Beja en 1178. Este sujeto levantó una hueste para atacar la población de Alcácer do Sal, la cual fue exterminada por las tropas al mando de don Afonso Henriques. En la acción fueron capturados tanto el gobernador como el alcaide de Serpa, Abd Alláh ibn Wazir. Fueron encerrados y cargados en cadenas en el castillo de Coimbra, tras lo cual don Afonso realizó un desfile triunfal en plan romano con ambos cautivos. Tras el desfile, ibn Timsalit fue torturado hasta morir como escarmiento. Ibn Wazir tuvo más suerte, ya que fue liberado tras pagar 4.000 dinares de oro por su vida de moro atribulado. 

A veces incluso se pagaba rescate no por la vida del cautivo, sino por su cadáver para que pudiera ser enterrado en el mausoleo familiar. Un caso como ejemplo: en 1160, gente de la familia de los Henar robaron unas cabezas de ganado al clan abulense de los Serrano. Estos salieron en su persecución, logrando alcanzarlos tras lo cual se entabló una escaramuza que se saldó con la muerte de los Henar. Sus deudos tuvieron que pagar un rescate para poder recuperar las cabezas, si bien conviene aclarar que esta práctica se consideraba deshonrosa. Eso de pedir pasta gansa por un pedazo de pariente estaba muy mal visto.

Caso de no disponer del dinero del rescate o de aceptar el carcelero un aplazamiento, era habitual permitir la puesta en libertad del cautivo previa entrega de rehenes para asegurarse el cobro, que es de todos sabido que en cuanto el pájaro vuela de la jaula no se le ve más el pelo. También era habitual que los rescates y la entrega de rehenes figurasen en las capitulaciones de plazas cercadas. Por poner un ejemplo, en el cerco a Priego en 1225 a manos de Fernando III, los moros aceptaron pagar la cifra de 80.000 maravedises más la entrega de 800 plebeyos, 5o moros de linaje y 55 moras del mismo estatus social. 

Bueno, ya está. Curioso, ¿no?

Hale, he dicho...


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