miércoles, 30 de abril de 2014

Mitos y leyendas. ¿Murió el rey Harold en Hastings?



Por lo general, cada vez que ha ocurrido un acontecimiento que ha cambiado el curso de la historia, se ha creado de forma paralela una leyenda que sazona deleitosamente el evento y nos deja la duda perpetua para mayor solaz de los aficionados a estos temas ya que nos permite conjeturar a base de bien y obligar con ello a nuestros cuñados y compadres a largarse enhorabuena a gorronear a otro sitio y a que nos dejen en paz, amén.

Este es uno de esos casos controvertidos que aún no ha hallado respuesta y, tras más de mil años transcurridos, dudo mucho que se encuentre. Hablamos de los hechos acontecidos el sábado 14 de octubre de 1066 en Hastings, una villa costera emplazada en el condado de Sussex, al sur de Inglaterra. Fue uno de esos días en que por la mañana la historia lleva un curso aparentemente inamovible y, al ponerse el sol, dicha historia ha cambiado para siempre jamás.

Supongo que los que me leen han leído o escuchado hablar "cienes de miles de veces" de la batalla de Hastings, en la que el duque de Guillermo de Normandía, haciendo valer sus derechos al trono inglés, se personó en la isla para reclamarlos al sajón Harold Godwison, cuñado del extinto monarca Eduardo el Confesor el cual se había colocado la corona y no estaba dispuesto a cederla a nadie. Pero el que no sepa de qué hablo, antes de proseguir la lectura mejor que eche mano a San Google y se ponga al tanto porque esta entrada no va de la batalla en sí misma, sino del enigmático destino del rey Harold. En todo caso, y de forma muy resumida, diré que fue una batalla larga y sangrienta, en la que los huscarles sajones lidiaron bonitamente con sus hachas danesas y sus muros de escudos contra los arqueros y los jinetes normandos, y cierto es que al buen duque le costó grandes trabajos acabar con éxito la jornada porque los sajones resultaron ser más duros de roer de lo que imaginaba. Así pues, daremos un pequeño salto en el tiempo y comenzaremos nuestro relato hacia las cuatro de la tarde, cuando las tropas del duque se reagrupan para llevar a cabo un último intento de romper la línea inglesa ya que, en esa época del año y a esa latitud, la noche era ya inminente: una hora de luz a lo sumo. O sea, que había que acabar como fuera con la resistencia enemiga porque la batalla había durado todo el día, sus tropas estaban agotadas y, como es lógico, estaban en tierra extraña, rodeados de sajones -y sajonas, naturalmente- deseando rebanar sus gañotes de invasores continentales.

En este punto empieza la controversia, ya que no hay unanimidad al respecto y, al parecer, las crónicas de la época no dicen nada claro en lo tocante a este tema. En todo caso, parece ser que los normandos avanzaron contra los ingleses por lo que sus arqueros, o bien dejaron de disparar, o bien lo hicieron con un acusado ángulo de elevación para alcanzar las filas traseras de los huscarles sin herir a los suyos. En teoría, en ese momento fue herido el rey Harold que, según la tradición, fue alcanzado por una flecha en el ojo derecho. Abajo podemos ver la escena en el Tapiz de Bayeux:



La segunda figura por la izquierda nos muestra a Harold, el cual acaba de recibir la flecha en el ojo o sobre el mismo. Con la mano intenta arrancar el proyectil. Pero a la derecha vemos como un caballero normano se abalanza contra el rey sajón y le asesta un tajo en la pierna con su espada. Arriba, en latín, nos explica lo que acaba de ocurrir: HAROLD:REX:INTERFECTVS:EST, o sea, el rey Harold ha sido asesinado. Esta escena, aunque aparentemente irrelevante por resultar lógica en una batalla, es la que ha sido y es más motivo de debate. Ni un solo cronista ni juglar francés contemporáneos hicieron mención de este suceso. Nadie dijo que el sajón fue alcanzado por una flecha en el ojo, ni tampoco que había sido rematado por un caballero normando. Solo en el tapiz es donde se hace referencia a la muerte de Harold. ¿Qué pasaría pues?


Tipos de puntas de flecha
usadas en Hastings.
En primer lugar debemos reparar en un detalle: la indumentaria y el armamento de Harold varía de una escena a otra. ¿Es la misma escena con personajes diferentes, o es la sucesión de los hechos y que por despiste o por las reparaciones y zurcidos realizados a lo largo del tiempo han cambiado los colores del hilo por desconocimiento de la historia? No se sabe. En cuanto a la flecha, actualmente se baraja una teoría que la considera un símbolo: la flecha en el ojo, o sea, la ceguera, era un castigo divino por haber sido un perjuro ya que había dado su palabra al duque de que le apoyaría en sus pretensiones al trono inglés, cosa que, evidentemente, no hizo. Pero la falta de referencias por parte de los contemporáneos acerca de este símbolo, que en su época sería reconocible por todos, hace dudar de ello. ¿Y si la flecha fue añadida con posterioridad? Podría ser... Entonces, ¿qué puñetas es lo que se sabe?


Aeldgyth rebusca entre los cadáveres
El cadáver de Harold jamás apareció o, al menos, nadie pudo corroborar que, en efecto, había muerto. Y aquí es donde empieza la leyenda que dice que el sajón, malherido, fue reconocido y retirado del campo de batalla por unas mujeres que se dedicaban, como era habitual, a expoliar los cadáveres. Tras hacerle una cura inicial lo llevaron a una curandera de Winchester que le reparó como pudo su averiada jeta y todos los trastazos que tenía por el cuerpo. Mientras tanto, dos frailes de la cercana abadía de Waltham, de la que el rey había sido patrocinador, llamados Osgod Cnoppe y Aethelric Childemaister llamaron a su viuda, Aeldgyth Swannescha- Edith Cuello de Cisne-, para que lo reconociera. Ella afirmó que había podido reconocer el cadáver por una marca que solo ella conocía ya que estaba en un estado más que lamentable, empezando a descomponerse, ennegrecido y con la cabeza y el rostro hechos puré. Pero se dijo que, en realidad, lo hizo para conformar a los frailes, los cuales enterraron en la iglesia de la Santa Cruz de Waltham a un desconocido. Por otro lado, la madre del difunto, Gytha Thorkelsdóttir, ofreció al duque el peso en oro del cadáver de su hijo, ya que se decía que Guillermo lo había retirado del campo de batalla y lo tenía a buen recaudo o que incluso lo había mandado enterrar en la playa para que su sepultura no se convirtiera en un lugar de peregrinación. Sin embargo, éste respondió que no estaba dispuesto a vender su cuerpo, por lo que le había preparado un funeral vikingo y fue incinerado. En definitiva, ninguna crónica contemporánea afirmó de forma categórica que el cuerpo del sajón fuera el que los frailes enterraron en la iglesia de Santa Cruz.


Abadía de Waltham en la actualidad. Su apariencia
original no tiene nada que ver con la que tenía en
la época que nos ocupa
Mientras ocurrían estos sucesos, el sajón se recuperaba de sus heridas y maquinaba como recuperar el trono. Pero ya era tarde porque el duque Guillermo se había asentado firmemente en el poder: había ido liquidando a los nobles sajones que no estaban por la labor de someterse a su autoridad y había repartido sus tierras entre sus barones. Cruzó el canal en busca de ayuda, pero fue inútil, así que asumió que todo lo que le había pasado era un justo castigo divino por su perjurio, así que se largó a Tierra Santa como penitencia. Su vida la pasó como ermitaño ocultando su identidad y, en el momento en que alguien parecía reconocerlo, se iba a otro sitio. Estando en Gales, entró a su servicio un tal Sebricht el cual, cuando le preguntaba si había estado en la batalla de Hastings, le replicaba que sí, y que cuando se libró dicha batalla no había nadie más querido para Harold que él mismo. Al final de sus días decidió decir la verdad al cura que acudió a confesarle, haciéndole jurar que no diría una sílaba de lo que oiría mientras él estuviera vivo. El cura, está de más decirlo, le dio su palabra.

- Es cierto que yo era antes el rey de Inglaterra, Harold por nombre - reconoció el sajón-. Pero ahora soy un hombre pobre, acostado sobre cenizas y que oculté mi nombre a mí mismo para poder ser llamado cristiano.


Supuesta tumba de Harold en el lugar en que estaba el
altar mayor de la antigua iglesia de Santa Cruz, en
la abadía de Waltham. Fue demolida en el siglo XVI
Por último, un hermano menor de Harold llamado Gyrth(1) fue llamado por el rey Enrique II cuando este era ya un hombre de avanzada edad para preguntarle si podía asegurar que el cuerpo de su hermano era el que estaba enterrado en Waltham, a lo que replicó que "... podía tener a un compatriota suyo enterrado, por no a Harold". Incluso le fue presentado el ataúd en presencia del chambelán de la iglesia y de varios testigos, y volvió a decir que Harold no estaba allí. Era evidente que la nueva dinastía pretendía ante todo no dejar atrás posibles aspirantes que en un momento dado les reclamaran el trono.

Funeral vikingo
Resumiendo: su supuesto hermano aseguró que el huésped de la sepultura de Waltham no era Harold. Cuando su madre reclamó el cadáver, el victorioso duque dijo que lo había incinerado cuando hubiera sido mejor para él mostrarlo muerto a fin de eliminar sospechas y que nadie pudiera discutir que el nuevo monarca era él. O igual optó por hacerlo desaparecer para que, como comentaba más arriba, su sepultura no se convirtiera en un lugar de peregrinación. Su mujer identificó un cadáver irreconocible para que los monjes tuvieran a quien meter en el hoyo. Y, por último y como siempre digo acerca de las leyendas, cuando el río suena agua lleva. No sería el primer muerto que no ha muerto, ni el primer monarca derrotado que prefiere el anonimato para no ser asesinado por segunda vez, y esa vez sin posibilidad de error a manos de los sicarios reales. ¿No desapareció para siempre don Rodrigo tras la batalla de Guadalete?


En el año 2003, un historiador local llamado John Pollock indicó que los restos del sajón podrían estar en el presbiterio de la iglesia de la Stma. Trinidad, en la ciudad de West Essex de Bosham (foto de la izquierda). En dicha iglesia aparecieron durante unas obras unos restos en un sarcófago de piedra a los que les faltaban la cabeza y parte de una pierna. Esto aportaría la enésima teoría que, según Pollock, se basa en que el rey sobrevivió a la batalla y, preso del duque, fue decapitado por éste. En cualquier caso, ni el canciller de la diócesis de Chichester, de donde depende la iglesia de Bosham, estaba por la labor de airear osamentas milenarias ni tampoco hay forma de localizar posibles descendientes para llevar a cabo una prueba de ADN que aclarase de una vez el misterio. Y para terminar de liar este tema, nos queda el CARMEN DE HASTINGÆ PROELIO (Poema de la batalla de Hastings), atribuido al obispo de Amiens, el cual fue contemporáneo al evento y que da cumplida cuenta de los últimos momentos de Harold en el campo de batalla. Según dicho poema, fue el duque Guillermo el que hirió al sajón asestándole una lanzada que le atravesó el escudo y, a continuación, el pecho. A continuación, el conde Eustace de Boulogne le asestó un tajo justo por debajo del borde del yelmo, o sea, le cortó la cabeza por la mitad. Hugo de Ponthieu le clavó una jabalina en el vientre y, por último, Walter Giffard le separó la pierna del cuerpo de un tajo en el muslo, curiosamente la escena que aparece en el tapiz. 

Aún se podría rebuscar alguna que otra teoría más, pero las mencionadas son las más relevantes. Así pues, que cada cual se quede con la que prefiera. La pregunta lleva ya más de mil años en el aire: ¿Murió Harold en Hastings? Si alguien lo averigua, sírvase informarnos. 

Bueno, pues eso.

Hale, he dicho...

(1) Según la VITA ÆDWARDI, Gyrth Godwison había nacido hacia 1032, por lo que cuando se libró la batalla de Hastings, en la que en teoría murió, tendría unos 34 años e incluso aparece en el Tapiz de Bayeux. Según la leyenda, no pudo estar presente en la batalla por ser aún un niño. En este caso, la leyenda parece nada viable ya que Enrique II empezó su reinado en 1154, por lo que Gyrth debía ser casi centenario en aquella época. Casualmente, tampoco se conoce el lugar donde fue sepultado, ni quien se hizo cargo de su cadáver. Y, también casualmente, otro hermano por nombre Leofwine, un año menor que Gyrth y que era conde de Kent, Essex, Midlesex, Hertford y Surrey, también murió en Hastings y, al igual que sus hermanos, tampoco apareció ni se sabe donde fue sepultado, cosa rara para un noble de tan elevado rango. Esta es, al parecer, la leyenda de los muertos ignotos.


VBI:HAROLD:SACRAMENTVM:FECIT:WILLELMO:DVCI
"Donde Harold hizo juramento al duque Guillermo"
En esta escena, Harold Godwison jura sobre unas reliquias que prestará su apoyo a Guillermo de Normandía en
sus pretensiones al trono inglés. Su perjurio fue la causa de todo lo acontecido.







martes, 29 de abril de 2014

La infame matanza de Azincourt


Monumentos a los caídos en Azinourt
situado en las afueras de Maisoncelle
Cuando se menciona el nombre de la población francesa de Azincourt- o Agincourt, como vuecedes prefieran- lo habitual es que se venga a la mente la soberana paliza que los hijos de la brumosa Albión, bajo el mando del bravo Harry, le dieron a los gabachos el día de San Crispín de 1415. Los arqueros ingleses, aprovechando su posición elevada, aniquilaron literalmente a la que en aquel momento era la mejor caballería pesada de Europa aprovechando que las lluvias habían enfangado la vaguada por la que se desarrollaba la carga. Pero bueno, no vamos a hablar de la batalla, que más o menos nos la sabemos de memoria, sino de un luctuoso hecho que es por lo general menos conocido: la matanza de prisioneros franceses llevada a cabo tras la batalla por orden de Enrique V.



Enrique V
Es de todos sabido que, según los usos bélicos de la época, los nobles y caballeros siempre tenían la opción de rendirse y poner sus vidas en manos de un enemigo de su mismo estatus para, a cambio de un rescate, poder volver al terruño con la honra más inmaculada que una patena aunque, eso sí, con la faltriquera llena de aire y las tierras pignoradas para poder pagar su rescate. De ahí que, por lo general, el número de bajas entre los pertenecientes a estas clases sociales fuera mínimo, llevándose como siempre la peor parte los milicianos, peones y demás plebeyos. Pero a veces, había excepciones. Ya en 1302, el ejército gabacho de Felipe IV, el mismo que arrasó con los templarios, fue bonitamente barrido del campo de batalla por un ejército compuesto por simples milicianos flamencos en la nefasta jornada de Courtrai, en la que fueron escabechados todos los nobles y caballeros a los que pudieron echar el guante porque dichos milicianos, a los que les daba una higa eso del honor en combate, pasaron de rescates y demás cortesías bélicas y los aliñaron a golpe de goedendag, un básico y brutal pero sumamente eficaz artilugio propio de villanos al que ya se le dedicó una entrada en su día.

Sin embargo, lo de Azincourt fue bien distinto y, para mayor infamia, ordenado por un monarca contra guerreros que se rindieron dando por sentado que sus vidas serían respetadas. Veamos como ocurrió todo...

Los arqueros ingleses, los artífices de
la victoria inglesa
El ejército francés había vendido la piel del oso antes de matarlo. El condestable Charles d'Albret y el mariscal de Francia, Jean Le Maingre, dieron por sentado que el agotado ejército inglés que venía de pasarlas canutas durante el sitio de Harfleur, donde habían caído como moscas a causa de la disentería, serían presa fácil. Por ello, pensaron que bastaría una carga de su arrolladora caballería, compuesta por unos 8.000 jinetes entre nobles, caballeros y hombres de armas para finiquitar al inglés. Pero, como ya sabemos, la caballería fracasó estrepitosamente contra los 3.000 arqueros que los clavaron en el terreno con una candencia de unas 18.000 flechas por minuto, por lo que las desbandadas de jinetes fueron la tónica general en el escaso tiempo que duró la batalla que, según el cronista de turno, va desde apenas media hora hasta tres, incluyendo en ese tiempo los preliminares a la misma. Actualmente se da por cierto que comenzó a las 11 de la mañana y se alargó hasta aproximadamente las dos de la tarde.

En plena escabechina, un señor por nombre Isembart d'Agincourt aprovechó su conocimiento de la comarca al ser, como se puede suponer por su nombre, un hidalgo local. Junto a 600 peones, varios hombres de armas y tres nobles por nombre Robinet de Bournonville, Ralph de Gaucourt y Riflart de Clamasse avanzó por el lado derecho del campo inglés hasta el campamento de los mismos, el cual estaba guardado por los pajes y demás personal no combatiente como forrajeadores, criados, cocineros, etc. O sea, que estaban vendidos ante 600 gabachos muy cabreados por la soba que les estaban dando. En una rápida acción, mataron a los que pudieron y tomaron algo de botín para retornar a sus filas cuanto antes. Entre lo que pudieron pillar había una corona de Enrique -llevaba otra de mayor tamaño decorando su bacinete- y una espada de corte con la empuñadura llena de pedrería. Cuando llegó a oídos del Enrique la noticia, siendo como era un hombre de naturaleza un tanto iracunda, parece ser que se irritó bastante, lo cual era normal porque eso de atacar pajes y cocineros gordos estaba feo e iba contra las normas de la guerra.

Y mientras que los gabachos le ponían el campamento patas arriba, un contingente del ejército enemigo que aún no había entrado en combate perteneciente a la tercera línea de batalla llevó a cabo un contra-ataque a la desesperada. Robert de Bar, conde de Marle, Waleran de Raineval, conde de Fauquembergues, y los señores de Louvroy y Chin junto a 600 hombres de armas a caballo iniciaron una carga contras las líneas inglesas. Marle y Raineval, que por cierto dejaron el pellejo en la intentona, se habían juramentado para dar muerte al mismo Enrique V. Según la VITA HENRICI QVINTI, esa postrera carga que acabó en desastre y con la muerte de sus dos caudillos fue el detonante para que Enrique decidiera finiquitar a los prisioneros franceses que, en aquel momento, estaban siendo recontados por sus captores. Según uno de los capellanes que acompañaban al ejército inglés, en aquel momento fue cuando el monarca ordenó que comenzara la matanza.

Sin embargo, parece ser que tanto el asalto del campamento como el desastroso contra-ataque encabezado por Marle y  Fauquembergues fueron más una excusa de tipo moral o una justificación ante sí mismo y su gente que las verdaderas razones por las que el rey inglés ordenó aquella brutal matanza. ¿Por qué pues se llevó a cabo?

Espada original de Enrique V depositada en la
abadía de Westminster
Enrique, a pesar de la brillante victoria que acababa de obtener, no las tenía todas consigo. Sus tropas estaban agotadas, mientras que los franceses, aunque derrotados, aún podían darle un sobresalto. Por otro lado, los prisioneros aun conservaban sus armas ya que, tanto en cuanto se habían rendido, se consideraba que su honor les impediría alguna treta. Pero eran cientos de ellos los que esperaban ser "catalogados" para saber quienes eran y calcular la cuantía de su rescate. Cuando el monarca ordenó comenzar la matanza sus mismos nobles se opusieron alegando que era un acto indigno de caballeros y le suplicaron que no cometiera semejante infamia contra los usos de la guerra. Pero Enrique fue inflexible. En vista de que ni uno solo de sus nobles accedió a ello, se encargó de la escabechina un squire(1) al mando de 200 arqueros, los cuales no tuvieron los escrúpulos de conciencia de sus señores tanto en cuanto les daba una higa que fuera una matanza nada honorable y, además, para eso les cortaban a ellos los dedos índice y corazón de la mano derecha cuando el enemigo les echaba el guante. 

Mêlée en plena batalla. El mazo que se ve al final
representa a Guillaume Martel, señor de Bacqueville y
portador de la "Oriflamme". Martel murió en combate
y la bandera sagrada desapareció en el campo de batalla 
La masacre fue un espectáculo dantesco ya que los franceses, que aún estaban cubiertos por sus armaduras, hicieron lo posible para defenderse. Por ello, y ya que era el rostro el único punto vulnerable ante las armas de sus verdugos, se ensañaron contra esa zona del cuerpo. Según Jean le Fevre, señor de Saint Rémy, que lo presenció todo, "sus cabezas y caras fueron despedazadas". Y los que tuvieron tiempo de bajarse el visor de sus bacinetes en un postrero intento de librarse de aquella infamante muerte fueron apuñalados a través de los ocularia de los mismos. La masacre tuvo lugar hacia media tarde y solo se libraron de ser asesinados vilmente muy pocos nobles de elevado rango, como los duques de Orleans y de Borbón. Aunque se desconoce el número exacto de víctimas, se cifra en unos mil los combatientes de linaje que fueron apiolados, lo cual arroja un número de bajas totales escalofriante ya que en la batalla habían entregado la cuchara unos 5.000 hombres más entre nobles y plebeyos. Curiosamente, nadie criticó a Enrique V por el crimen. Es incuestionable que los ingleses han sido y serán unos maestros en la propaganda ya que sus derrotas las han hecho pasar por victorias o han logrado que todo el mundo las olvide, y sus matanzas han sido siempre justificadas con los motivos más peregrinos, como el caso que nos ocupa. En esta ocasión, cargaron con el muerto los caballeros que asaltaron el campamento y el conde de Marle y su gente que, como era su obligación, intentaron cambiar el curso de la batalla aún estando ya perdida. Pero los hijos de Albión son así de listos, que carajo...

En fin, lo que hizo Enrique de Lancaster aquella nefasta jornada de San Crispín de 1415, estuvo muy, pero que muy feo, sangre de Cristo.

Algunas curiosidades curiosas

1. La señal a los arqueros para que diera comienzo la tormenta de miles y miles de flechas no la dio el rey Enrique, como se suele representar, sino sir Thomas Erpingham, el comandante de los arqueros. Cuando vio que estos estaban a la distancia adecuada, lanzó su bastón de mando al aire y gritó: "¡Nestroque!". Esa fue la señal para iniciar la escabechina. 

2. Arthur Machen, un escritor y periodista galés especializado en relatos de terror, publicó a comienzos de la Gran Guerra una serie de relatos con fines propagandísticos en los que los espectros de los arqueros que lucharon en Azincourt ayudaron a las tropas británicas durante la batalla de Mons en septiembre de 1914. Lo mejor de todo es que mogollón de gente se lo creyó a pie juntillas.

3. En Azincourt hubo de por medio algunas armas de fuego, si bien no se mostraron especialmente eficaces. Se sabe que, por ejemplo, en el bando inglés se produjo una sola baja como consecuencia de un disparo, concretamente un arquero que fue aliñado bonitamente por un trueno de mano.

4. Antoine, duque de Brabante, fue una preclara muestra de que la falta de puntualidad puede acarrear serios disgustos. Llegó cuando la batalla ya estaba a punto de comenzar, por lo que no tuvo tiempo de armarse y debía unirse a su gente, 800 caballeros y hombres de armas selectos situados en el ala derecha. Por ello, y ansioso de gloria y tal, no esperó y echó mano del escudo de un trompeta de su mesnada por lo que, al caer prisionero, no fue identificado como todo un personaje. Así pues, fue apiolado en la masacre final pensando que se trataba de un pelagatos cualquiera. 

5. La batalla fue bautizada por el mismo Enrique. Cuando se presentó ante él Mountjoye, el heraldo francés, para reconocer su victoria, le preguntó por el nombre de un castillo que se atisbaba a lo lejos. Mountjoye le respondió que se trataba del castillo de Azincourt, a lo que Enrique replicó: "Como todas las batallas, estas deben tomar su nombre de la fortaleza, villa o ciudad más cercana donde tuvieran lugar. Esta batalla, desde ahora y para siempre se llamará batalla de Azincourt". El castillo y la población aneja quedaban cerca del ala derecha del ejército francés cuando se desplegó para entrar en batalla.

Hale, he dicho...

1. El término inglés squire no solo se aplicaba en aquella época a los escuderos, sino también a los hombres pertenecientes a la baja nobleza rural. Es un título que no tiene traducción al español, pero sí una equivalencia que podría ser, en este caso, la de hidalgo o infanzón. Como las crónicas no especifican si el que fue puesto al mando de los arqueros era un escudero o un infanzón he preferido dejar el término en su lengua original si bien, a mi entender, debió ser un infanzón ya que un escudero era demasiado joven para semejante encargo- un adolescente o poco más- y, además, no tenían rango para mandar una tropa. 

Pertenecer a lo más granado de la nobleza no lo eximía a uno de ser escabechado en un barrizal asqueroso adobado
con sangre tanto de hombres como de caballos, así como de boñigas de sus carísimos y poderosos bridones mezcladas
con las tripas de los mismos de cuando los peones los abrían en canal metiéndose entre sus patas. Esta ilustración
es una preclara muestra de que la gallarda y gentil guerra medieval idealizada por todo el mundo era tanto o más
nauseabunda que las de nuestros días.


domingo, 27 de abril de 2014

Asesinatos: Ricardo III


La figura del rey Ricardo III de Inglaterra ha llegado a nosotros bastante deformada debido a la leyenda negra, más o menos justificada, que nos han legado. Toda su vida transcurrió envuelta en las guerras civiles entre las poderosas casas de Lancaster y York, dando paso tras su muerte al advenimiento de los Tudor. Quizás haya sido la portentosa pluma de Shakespeare la que peor propaganda le haya hecho, lo cual no dejaba de tener su lógica ya que su principal espectadora era Isabel Tudor, la peculiar Reina Virgen. Lo deformó tanto física como moralmente hasta tal extremo que, si le preguntan a cualquiera, dirá que Ricardo de York era un monstruo: "Se sonreír, y matar mientras sonrío...". La famosa frase que el escritor le endilga al comienzo de la obra ya es un preclaro indicio de que no debía ser un buen sujeto precisamente. Físicamente, su único defecto radicó en una escoliosis que le fastidió la columna vertebral a partir de la pubertad y, en lo tocante a la ética y la moral, no fue en realidad ni mejor ni peor que los demás monarcas de su época. O sea, que ni era manco ni sus actos eran más despiadados que los llevados a cabo por personajes tan mitificados como Ricardo Plantagenet.


Antes de alcanzar el trono, nuestro hombre era duque de Gloucester. Su existencia transcurrió combatiendo en primer lugar junto a sus hermanos Eduardo IV y George, duque de Clarence, para mantener la supremacía de los York, y todo ello sazonado por una voluble y alevosa nobleza que cambiaba de bando como quien cambia de camisa, vendiendo su lealtad al mejor postor. Su reinado apenas duró dos años por obra y gracia de su enemigo Enrique Tudor, conde de Richmond, y la traición al rey de un buen número de nobles: el padrastro del Tudor, lord Stanley, el hermano de este, William, y Gilbert Talbot, que dejaron al rey Ricardo en la estacada en la jornada de Bosworth el 22 de agosto de 1485. Veamos pues como se coció esta historia...

En 1485, cuando nuestro hombre apenas llevaba año y medio de reinado, el duque de Buckingham, antaño partidario de los York, se cambió de bando a fin de deponer al monarca y devolver la corona a los Láncaster. El candidato elegido fue Enrique Tudor, hijo de un noble galés y de Margaret Beaufort que, aunque de sangre real, era de ascendencia bastarda. No es ahora momento de entrar en profundidad en los entresijos políticos del como y el por qué se llevó  cabo esta rebelión, demasiado tortuosa y extensa como para dar cuenta de todos sus pormenores en este momento, así que nos limitaremos a considerar que esa fue la causa que motivó el principio del fin del reinado de Ricardo. Así pues, damos un salto en el tiempo hasta el mes de agosto de ese año cuando,  tras recibir el apoyo de Buckingham y de Stanley, se embarcó en Bretaña camino de Inglaterra a presentar batalla para, de una vez por todas, acabar con el reinado de su enemigo y, con ello, de la supremacía de la casa de York.

Placa que indica el lugar donde desembarcó Enrique
Tudor en la bahía de Mill. A la derecha, una panorámica
de la misma
El 7 de agosto, el Tudor desembarcó en la costa de Gales, concretamente en Dale, estableciendo la cabeza de playa en la bahía de Mill. Le acompañaba un pequeño ejército de apenas 4.000 hombres  de los que la gran mayoría eran mercenarios franceses al mando de Philibert de Chandée. Junto al futuro monarca iban además los condes de Oxford y Pembroke, sir Edward Woodville, ex-almirante de Inglaterra e incluso el obispo de Exeter, que no dudó en sumarse a la fiesta. Mientras tanto, Ricardo se preparaba para avanzar al encuentro de su enemigo no sin antes tomar rehenes para asegurarse de la fidelidad de los hermanos Stanley, de los que no se fiaba ni un pelo. En todo caso, quien peor lo tenía era el aspirante al trono el cual disponía de un ejército mucho menos numeroso y que combatía en tierra extranjera. En definitiva, ambos ejércitos fueron avanzando etapa tras etapa para cubrir la gran distancia que separaba a ambos hasta llegar a Bosworth, donde tuvo lugar el encuentro.

Los momentos previos al inicio de la batalla
La batalla comenzó temprano con un primer contacto entre el ala derecha del ejército real al mando de Norfolk y de las tropas rebeldes del conde de Oxford. El centro lo ocupaba el rey Ricardo, situado en la colina Ambion y, a su izquierda, las tropas de Northumberland, las cuales no llegaron ni a entrar en combate por temor a verse atacados si lord Stanley se pasaba al enemigo. En total, las tropas regias sumaban unos 10.000 hombres que, sumados a los 6.000 galeses de los hermanos Stanley, podrían haber aplastado sin problemas a las exiguas fuerzas del Tudor. Enrique, al ver que la batalla empezaba a decantarse en favor del enemigo, no dudó en ir en busca de lord Stanley que, al cabo, siempre había sido partidario de la casa de Lancaster a pesar de haber desempañado el cargo de mayordomo del rey Eduardo IV, el predecesor y hermano de Ricardo. Éste, al ver la tamaña traición que se estaba fraguando y que Northumberland no se movía a pesar de haber recibido la orden de avanzar, decidió acabar por la vía rápida y cargó personalmente contra el Tudor a fin de darle muerte y finiquitar la jornada sin más historias.

Momento en que el rey Ricardo derriba y mata a
William Brandon. Junto al rey cabalga su abanderado,
sir Percival Thirwell, el cual cayó poco después en combate
Así pues, Ricardo, que a pesar de su espalda retorcida y su escasa presencia física era un tipo muy bragado que llevaba toda su vida combatiendo, ordenó que le vistieran con un tabardo con el blasón regio y se colocó su celada en la que lucía una corona real para que nadie dudara de que era el rey en persona el que entraba en batalla. Al frente de una fuerza de unos 800 jinetes, cargó ladera abajo desde la colina de Ambion en busca de su enemigo para darle muerte él mismo proclamando su grito de guerra: "¡Loyaulté me lie! " (¡La lealtad me obliga!). El primer choque lo tuvo con el William Brandon, el abanderado del Tudor, al cual pasó de lado a lado con su lanza, quedando tendido con el asta rota asomando por su armadura. Sir John Cheney, un hombre al parecer de fuerza hercúlea y gran estatura, intentó cerrar el paso al rey pero este, que había echado mano a su martillo de guerra, lo descabalgó de un certero golpe en la cabeza. Ante la situación de extremo peligro para el Tudor, su escolta personal cerró filas para defender a su señor. En ese instante, Stanley culminó su traición y decidió pasarse al enemigo.

Pero a pesar de todo, el ánimo del monarca no decayó y prosiguió la lucha con denuedo. El cronista John Rous, acérrimo partidario del Tudor, no pudo dejar de reconocer el valor de Ricardo, escribiendo en 1490 que "...sin embargo, si se me permite decir la verdad, aunque pequeño de cuerpo y débil de extremidades, se comportó como un gallardo caballero y actuó con distinción como un campeón hasta su último aliento, clamando muchas veces que había sido traicionado, y gritando "¡Traición, traición, traición!". Muertos un gran número de los nobles que le acompañaban y con la infame traición de los hermanos Stanley decantando la victoria en favor del Tudor, las cada vez más reducidas tropas con las que Ricardo inició la carga fueron empujadas poco a poco hasta una ciénaga en la que el caballo del rey quedó atrapado, por lo que tuvo que echar pie a tierra.

Las tropas galesas de lord Stanley masacran al rey
A pesar de todo Ricardo intentó proseguir la lucha, pero un peón galés de las tropas de lord Stanley le golpeó en la cabeza con su alabarda. Según la tradición galesa, dos hombres reclamaron para sí la muerte del rey: Rhys ap Thomas y Rhys Fawr ap Maredudd. Las fuentes inglesas afirman que el asesinato fue llevado a cabo por peones ya que, caso de haber sido algún noble, inmediatamente lo habría proclamado. El caso es que tras el golpe de alabarda, la tropa se abalanzó sobre el rey y lo masacraron, produciéndole multitud de heridas, ocho de las cuales se localizaron en la cabeza según se pudo saber tras el hallazgo de los restos del monarca en 2012. La muerte del rey supuso la desbandada su ejército, poniendo término a la dinastía de los Plantagenet en la persona del último vástago de la casa de York, el cual apenas contaba con 32 años. Bastaron las dos horas que duró la batalla para cambiar la historia.

Grabado romántico que muestra a lord
Stanley entregando la corona al Tudor
ante el cadáver de Ricardo
Su cuerpo fue desnudado y transportado terciado a lomos de un caballo hasta la colegiata de la Anunciación de Ntra. Señora para exponer el cadáver al pueblo y que comprobaran quien era a partir de aquel momento el nuevo monarca para, tras dos días insepulto, ser enterrado en el convento de los franciscanos de Leicester en una tumba sin marcar. Mientras tanto, y según la leyenda, el Tudor buscaba en una colina cercana a la aldea de Stoke Golding la corona que Ricardo había llevado sobre su celada. La encontró lord Stanley entre unos arbustos de zarzas y, allí mismo, se la entregó a su hijastro y nuevo rey de Inglaterra. La crónicas cuentan que, en realidad, la corona apareció junto al botín que se recogió del campamento abandonado. 

El hallazgo de sus restos en el verano de 2012 permitió corroborar que la forma en que las crónicas relataron como fue asesinado no se apartaban nada de la realidad. De entrada, cabe señalar que las heridas recibidas no habrían sido posible si el rey hubiera llevado la celada puesta, así que cabe suponer que se despojó de ella en algún momento, quizás al echar pie a tierra para tener mejor campo de visión, quizás al recibir el golpe de alabarda, o quizás fueron realizadas tras ese primer golpe fatal ya que se ensañaron con el cadáver. En todo caso, veamos las más significativas:

Vista inferior del cráneo en la que se aprecia el enorme boquete que le produjo el golpe de alabarda en la zona occipital. Este tajo brutal hace cierta la frase que, según la leyenda, pronunció Rhys ap Thomas diciendo que "había afeitado al jabalí", en referencia al escudo de armas del ducado de Gloucester, en el que aparecía ese animal. Marcada por un círculo rojo aparece una segunda herida, producida a continuación y realizada con una hoja de espada que le hundieron en el cerebro cuando el rey yacía en el suelo de bruces. Estas dos heridas fueron las que le causaron la muerte.



A la izquierda tenemos una vista frontal del cráneo en el que se aprecian dos heridas marcadas por sendos círculos rojos. La superior es una hendidura que no llegó a perforar el cráneo, producida posiblemente por un golpe de filo propinado con una espada o una daga. La inferior es más seria, mostrando un puntazo que produjo un corte en la apófisis frontal. Estas dos heridas son post mortem ya que, estando aún vivo, llevaría puesto el yelmo por lo que la herida en la frente no podría haberse producido.



Vista posterior en la que se aprecian otras dos heridas. La superior es una herida incisa que forma un pequeño cráter producido posiblemente por el pico de un martillo de guerra o una daga de arandelas provista de una punta prismática, las cuales eran habituales para desmallar lorigas. La del círculo grande es una herida en scalp producida por un arma cortante muy afilada, o sea, una espada. 



Herida incisa en la mandíbula producida por un arma cortante, posiblemente una daga ya que una hoja más larga habría incidido en los dientes. Las piezas dentarias que faltan no son consecuencia del combate, sino que las habría perdido a lo largo de su vida.



Herida producida en el hueso isquión de la cadera, marcado con un círculo rojo. Esta herida fue producida al introducirle una arma punzante por la nalga, y cuya moharra le atravesó la misma llegando hasta el hueso mencionado y partiéndoselo sin problema. Cabe deducir que se trató de un arma pesada como una alabarda o una bisarma. Por el lugar tan peculiar de la herida, podemos suponer que fue producida cuando iba ya muerto terciado sobre la grupa del caballo que transportaba su cadáver. Obviamente, el cuerpo recibiría muchísimas más heridas a la vista de lo visto si bien no dejaron rastro al recibirlas en zonas blandas del cuerpo.

Bueno, este fue el ominoso final del último Plantagenet: apiolado por una horda de peones, su cadáver masacrado sin piedad y expuesto como un trofeo de caza para, finalmente, ser enterrado sin una mala lápida que señalara el lugar. Sea usted rey para acabar así...

Hale, he dicho...


Estado en que fueron hallados los restos de Ricardo, rey de Inglaterra y duque de Gloucester. Por la posición del
esqueleto colijo que ni siquiera fue depositado en un féretro, sino enterrado directamente en el suelo puñetero.
Obsérvese su columna vertebral, totalmente torcida. Los forenses han calculado que, caso de no tener este defecto,
su estatura habría sido de 1,74 mts., una altura aventajada para la época.



sábado, 26 de abril de 2014

Cimeras teutónicas




A finales del pasado año, como algunos tal vez recordarán, publiqué una entrada sobre las cimeras que portaban sobre sus yelmos los caballeros medievales. En uno de los comentarios, un lector me preguntaba sobre las cimeras que usaban los teutones y le respondí que llevaba tiempo rebuscando a ver si daba con algún dato. Bueno, pues creo que más o menos ya tengo respuesta para todo ello, así que oído al parche...

Ante todo, hay que considerar algunos detalles que no comenté en ese momento porque no venían al caso, pero que ahora sí hay que tener muy en cuenta, a saber:

1. Los teutones, como tales, no usaban ningún tipo de cimera propia de la orden. Su único distintivo, como en todas las órdenes militares, era la cruz sobre el hábito y el manto que, en este caso, era negra.

2. Por otro lado, las representaciones en las que aparecen teutones vestidos con el hábito de la orden y en las que aparecen también sus blasones son escasas. Tan escasas que, tras mucho rebuscar, solo he visto una, concretamente en el Códice Manesse. Representa al poeta alemán Tannhauser del cual se dice que fue a las cruzadas pero no que fuera teutón. A la derecha podemos ver la ilustración en cuestión. Como vemos, tanto el escudo como la cimera van pintados con los mismos colores, según era costumbre. En cuanto al personaje, viste un manto con la cruz de la orden teutónica pero, curiosamente, en el lado contrario ya que dicha cruz se llevaba cosida en el lado izquierdo. 

3. Dudo mucho que los miembros de esa orden permitieran al personal hacer gala de sus blasones. Cuando se ingresaba en una orden militar solo se lucían los emblemas o símbolos de la misma. Así pues, colijo que esas ilustraciones -todas modernas- en las que aparecen teutones con esas peculiares cimeras son uno de los muchos bulos que circulan sobre las órdenes militares y que más bien parecen una invención de los juegos de rol y esas cosas. O sea, lo que vemos en la ilustración de la derecha.

4. Las reglas heráldicas varían de un país a otro. Cada uno usa unos metales y unos esmaltes que, aunque suelen coincidir en casi todos, siempre hay algunas variantes. Lo mismo pasa con el mobiliario de los blasones. Así pues, en la Alemania medieval proliferaron una emblemas que, aunque significan lo mismo en cualquier país, por el motivo que fuese allí tuvieron más profusión. Y esos son precisamente el objeto de esta entrada, a fin de que los interesados en estas cuestiones puedan aclararse de una vez y, repito, tener claro que dichas cimeras no eran exclusivas de ninguna orden militar. 

Bien, tras esta serie de aclaraciones, al grano pues...

Ahí tenemos un yelmo con una de las cimeras más habituales. Representaría unos cuernos con unas alas realizadas de forma un tanto esquematizada. Los cuernos son, desde tiempos inmemoriales, símbolo de fuerza y, con diversas morfologías, bastante habituales en la heráldica alemana. Lo mismo ocurre con esas plumas en abanico que podían ser de uno o más colores en función de los que ostentase el blasón del caballero de turno. Puede que, en vez de plumas, también usasen para este fin cuero o cartón piedra pintado de la misma forma.


Una variante de este diseño, ya en color, la podemos ver en esa otra ilustración. Corresponde en concreto a la que aparece más arriba, en la ilustración del Códice Manesse. En este caso, creo que sí se ve claramente que no se trata de plumas reales, sino una especie de abanico en zig-zag  ya que en el dibujo original aparece sombreado.  Las plumas representan obediencia y serenidad, lo que unido a los cuernos podría entenderse como una fuerza contenida, un poder supeditado al control mental. También eran habituales las plumas de pavo real, como vemos a la derecha, animal que por cuyo canto desafinado simboliza terror para sus enemigos.

En esa otra tenemos unos cuernos convencionales. Este tipo de cuernos solía decorarse con los colores del escudo, e ir rematado con bolas o trilobulados. Estos cuernos son, como digo, muy frecuentes en la simbología heráldica alemana, y se les solía representar de forma bastante esquemática. En el Códice Manesse es un símbolo que aparece con bastante profusión, bien solo, bien formado parte de diseños más complejos. A la derecha vemos los mismos cuernos con unas plumas muy esquematizadas, fabricadas con cuero, madera o una fina lámina de metal.


Otro tipo de símbolo que suele llamar bastante la atención es la mano extendida. Generalmente, se solía representar la mano derecha. La mano, en esta posición, simboliza la generosidad. Podría también representar la DEXTERA DEI, la mano diestra de Dios, la cual representaría en este caso un símbolo de protección divina. Y, puestos a estrujar posibilidades, el NOLI ME TANGERE, "no me toques" en latín. Fue lo que le dijo Jesucristo a la Magdalena cuando esta se lo encontró resucitado. En este caso, podía interpretarse como una especie de "detente" ante las armas del enemigo o el enemigo mismo. Esta última teoría, que conste, es de cosecha propia. 

Por último, una variante de los cuernos que, aunque lo he visto denominado como "cuernos de búfalo", con lo cual tendría las mismas connotaciones que las demás cornamentas de vacuno, esa especie de boquilla trompetera al final le da más bien la apariencia de una bocina. No son piezas simétricas, sino que una queda por el extremo más avanzada que la otra. Lo de la bocina tiene una explicación bastante coherente: el término blasón proviene del alemán blasen, que significa llamar. Como es de todos sabido, los caballeros solían hacer uso de su cuerno de caza para avisar de su presencia cuando llegaban a un castillo, pero también lo usaban cuando llegaban a un torneo para darse a conocer. Así mismo, el cuerno de caza puede interpretarse como arrojo y valentía a la hora de ir en persecución del enemigo, o sea, a cazarlo. 


Bien, estas son las cimeras de marras. Solo hay una a la que no he encontrado explicación, y es la que vemos a la izquierda. Son esas dos especie de L's invertidas que bien podrían ser unos cuernos estilizados al máximo, pero no lo podría asegurar. En todo caso, solo las he visto en el Códice Manesse representando las armas de Wolfram von Eschenbach (a la derecha de la imagen), un caballero y poeta alemán que vivió entre 1170 y 1220. Pero lo curioso es que esas, al parecer, no eran las armas del personaje en cuestión. Por lo demás, no he visto ese tipo de cimera en ninguna otra parte más que en la peli esa de Eisenstein "Alexander Nevski".

Bueno, supongo que con esto quedará la cosa más o menos clarificada.

Hale, he dicho...




jueves, 24 de abril de 2014

Los odiados y temidos cómitres de galeras


Cómitre de galeras animando
amablemente al personal a darle
al remo con ímpetu y denuedo
Ilustración de ©
Eduardo Gutiérrez García
Como ya adelanté en la entrada anterior dedicada a los galeotes y sus míseras existencias, de todo el personal que nutría las tripulaciones de las galeras del rey eran los cómitres y sus ayudantes los sotacómitres, los sujetos más odiados, temidos y aborrecidos por la chusma que, como autómatas escuálidos, bogaban al ritmo implacable del silbato y sintiendo en sus lomos el brutal estallido del rebenque a la más mínima señal de flaqueza.

El cómitre, dueño y señor de la crujía de la nave que en su angosto reino longitudinal condenaba las espaldas de la chusma firmando la sentencia en sus costillas a golpe de corbacho, ha sido siempre un personaje denostado y visto poco menos que como un verdugo que se ensañaba con los penados con sádico afán. Pero en esto, como en tantas otras cosas, se parte de estereotipos y prejuicios infundados. El cómitre no solo desempeñaba uno de los cargos de más responsabilidad de la nave sino que, además, estaba entre los rangos más elevados de la misma, teniendo por superiores directos solo al capitán, al patrón y al piloto. O sea, que no era un pelagatos cualquiera, sino un tipo que, independientemente del aspecto amenazador y etílico con que nos regala el incomparable lápiz del Sr. Gatsby, tenía sobre sí muchos deberes relacionados con el buen gobierno de la nave.

Galera del siglo XIV
El término cómitre tiene una linajuda etimología ya que proviene del latín COMES, o sea, la misma que los condes. Las obligaciones de los cómitres ya aparecen en las Siete Partidas, concretamente en la cuarta ley del título vigésimo cuarto de la Segunda Partida y, curiosamente, en aquella época eran los que mandaban en las galeras reales. O sea, eran los capitanes. Y no era cosa baladí el cargo ya que, en agosto de 1253, Alfonso X contrata a 21 marineros procedentes de Cantabria, Francia e Italia a los que, aparte del salario, les otorga casas y tierras en Sevilla (con obvios intereses repoblacionistas por otro lado). A cambio del cargo, estos cómitres tenían la obligación de reponer la nave cada nueve años, para lo cual iban a partes iguales con la corona en el reparto de los botines que pudieran apresar. O sea, funcionaban a base de patentes de corso.

Dromon bizantino, de donde
surgió la galera medieval
Estos cómitres, elegidos directamente por el rey, eran unos caudillos de mar y guerra cuya misión iba encaminada tanto al combate como a la navegación, disponiendo para este segundo fin un subalterno denominado naochero, el cual era el que sabía de vientos, donde recalar, etc. Recordemos que las galeras de aquella época no se aventuraban muy lejos de las costas. Y, por otro lado, los remeros eran todos voluntarios que formaban parte de la tripulación, llevando a gala el bogar en las galeras del rey, oficio que, como ya sabemos, fue degradándose hasta que en el siglo XVI era sinónimo de lo más ruin y bajo a lo que un ser humano podía llegar. Pero en aquellos tiempos primigenios de la marina de guerra hispana no precisaban de nadie que los fustigase para echar los bofes al remo, sino solo alguien que se limitase a marcar el ritmo de boga ya que los remeros escupían el hígado bonitamente y de forma totalmente voluntaria.

Galeotes
A partir de 1529, el mando de las galeras pasa a ostentarlo el capitán, seguido en el mando por el patrón de la nave. Al ser cada vez más relevante el papel de los militares en la marina, en ausencia del capitán detentaban el mano el cabo o el alférez. De este modo, los cómitres quedaron relegados a lo que desde ese momento fueron sus cometidos principales: la maniobra de la galera y la vigilancia de la chusma asistido por su segundo, el sotacómitre. En 1587, el salario de un cómitre era de 1.500 maravedises al mes mientras el de su ayudante se quedaba en 1.050. Si los comparamos con los 7.000 que ganaba el capitán se comprenderá el por qué las untadas de mano y las mordidas eran la tónica habitual para todo aquel que estuviera por debajo de ambos en el escalafón. Por poner un ejemplo, los cómitres eran los encargados del reparto de leña para que la chusma pudiera prepararse su magra pitanza a base de caldero de habas por lo que, a pesar de tener derecho a la leña, debían soltar algún dinero para obtenerla si así lo estimaba oportuno el cómitre. Dicho dinero procedía de las ganancias en el juego o de las ventajas que pudieran obtener por determinados servicios con derecho a paga. Así mismo, el cómitre era el encargado de aposentar a la tripulación ajena al barco, como los infantes de marina, sus mandos y demás pasaje. Así pues, este era otro método para obtener un pequeño sobresueldo ya que todos, como es lógico, optaban a alojarse en los sitios menos asquerosos de la galera. La tropa de guerra optaba por dormir en las ballesteras, unas plataformas situadas entre los bancos de boga que eran lo que les permitía su peculio. 

Estimulando al personal a lo largo de la crujía
Con el reparto del agua ocurría lo mismo: era el cómitre el que se encargaba de estibarla y de repartir las raciones, poniendo buen celo en que nadie desperdiciara ni una gota ya que escupirla o derramarla estaba penado con una multa de un real. Otro de sus cometidos era mantener a la chusma en un estado higiénico aceptable, lo cual no dejaba de ser todo un mérito considerando las condiciones de vida de estos forzados, los cuales dormían bajo el mismo banco de boga o cuartel, recibiendo de lleno los vapores pútridos que manaban de la sentina de la nave. De hecho, según un bando del marqués del Viso fechado en 1663, se castigaba con una multa de un mes de sueldo a los cómitres que no velaran por el buen cumplimiento de esta norma, para lo cual ordenaban también al barbero y al cirujano que ayudasen en este cometido al cómitre. Así, además de mantener al personal en estado de revista, una vez al mes se llevaba a cabo una limpieza a fondo de toda la nave, tras lo cual se frotaba con romero para eliminar los malos olores. Supongo que debían gastar quintales de esa hierba aromática para eliminar el aroma a galeote pútrido. Por cierto que también se hacía por una pequeña superstición, ya que se consideraba que el romero traía buena suerte.

Don Álvaro de Bazán y Guzmán
I marqués de Santa Cruz
La elección del cómitre ya no era como antaño, dictada por el rey y tras una consulta con otros doce cómitres expertos (un método similar al seguido para los adalides, como se vio en la entrada sobre este rango militar). En el siglo XVI, tanto a cómitres como sotacómitres los nombraba el capitán general de la flota en base a su experiencia como gente de mar, siendo imprescindible haber ejercido de marineros si bien tenían adjudicado un arcabuz y su munición porque, si había fiesta, entraban en combate si era preciso. Por su rango, formaba parte de la junta o consejo de guerra convocado por el capitán y, en definitiva, la importancia de este cargo era de tal envergadura que en las Ordenanzas de 1607 se estipuló que hubiese un cómitre de respeto por cada tres galeras en caso de que alguno cayera enfermo, herido o, simplemente, estirara la pata. El sueldo en esta época era de entre tres y cuatro ducados al mes, dependiendo del tipo de galera en la que sirvieran, y un ducado menos el sotacómitre. 

Vista por la aleta de babor de una galera 
española del siglo XVII
En el siglo XVII aparecieron las figuras de cómitres secundarios a fin de ayudarle en sus múltiples obligaciones. De ese modo surgió el cómitre de medianía, el cual se encargaba de dirigir la boga. En casos así, el cómitre pasaba a llamarse cómitre mayor. También existía un cómitre de popa y uno de silencio, que era elegido entre la marinería y ambos bajo el mando del sotacómitre. Por último, tenemos al cómitre real el cual iba, como podemos imaginar, en la galera capitana. El cómitre, como responsable de la maniobra de la nave, debía responder ante el capitán general de los posibles desperfectos que surgieran a raíz de sus errores, generalmente roturas de remos y cosas así. En esos casos, tanto el capitán como el cómitre eran obligados a pagar los daños ocasionados según una orden dada por el marqués de Santa Cruz en 1620. En el caso de los remos, por ejemplo, debían pagar el importe de dos de ellos por cada uno roto. Vamos, que no se andaban con tonterías a la hora de mantener la disciplina a todos los niveles. En esa época, el salario del cómitre había ascendido hasta los seis ducados al mes. Por último, comentar que los cómitres se alojaban en la cámara de velas, situada en la parte central de la nave, junto al piloto y dos consejeres. El sotacómitre lo hacía en otra cámara situada más a proa, donde se guardaban las medicinas y la cual compartía con el botero, el artillero, el barbero y el alguacil del agua. Como se ve, ni en un crucero de cinco estrellas.

Las postrimerías de los cómitres
En el siglo XVIII comenzó el ocaso de las galeras y, del mismo modo, la importancia del cómitre en favor de la oficialidad de mar y guerra. Finalmente, este cargo que durante siglos tuvo tanta preeminencia en la marina española acabó desapareciendo, siendo sustituidos por los contramaestres, encargados del manejo de la jarcia y de la disciplina entre la marinería. Pero los que jamás pudieron olvidar en sus míseras vidas a cómitres y sotacómitres fueron los galeotes que tuvieron que sufrir la brutal e implacable disciplina que era capaz de convertir al más rebelde en un auténtico autómata a golpe de rebenque. Bastaba un pitido y la voz de "¡Fuera ropa!" para que, todos a una, se despojaran de camisa y calzones, agarraran el remo y esperaran tensos la orden para iniciar la boga de arranque. Nadie mejor que Covarrubias lo pudo describir:

"Sólo un silbo del cómitre ponen tan gran presteza por obra lo que se les manda, que parecen un pensamiento, sin discrepar uno de otro, como si todos ellos fuesen miembros de una sola persona y se gobernasen por ella."

Bueno, ya está.

Ah, por cierto... ¿cómo es posible que a estas alturas aún no se haya hecho una película como Dios manda sobre la batalla de Lepanto? Se llenan los cines para ver cagadas made in USA sin el más mínimo rigor histórico y aún no se le ha ocurrido a ninguno de nuestros "artistas" recrear una de las mayores victorias de las armas hispanas y de la historia.

Hale, he dicho