Al hilo de la entrada de ayer, dedicada al diseño de las básicas pero imprescindibles escalas empleadas a la hora de llevar a cabo un asalto, hoy nos pondremos en el lugar de la guarnición que ve como sus enemigos trepan por las mismas con la evidente intención, no solo de acceder de forma violenta en el recinto que defienden, sino incluso de culminar la faena con acciones sumamente desagradables como la de colocar sus cabezas, previamente separadas de sus cuerpos, clavadas en puntas de lanzas y formando parte de la decoración de la muralla. De ahí que, lógicamente, los defensores pusieran en impedir el éxito del asalto el mismo empeño que se pone en evitar que un cuñado acceda a la reserva privada de licores de calidad que uno guarda como Yahveh guardó a Israel de la ira del faraón.
El asalto era, como ya se explicó en su momento, el momento decisivo de un asedio. Cuando todos los intentos de forzar a la rendición por parte de los sitiadores habían fracasado, o cuando el otoño se echaba encima y había que dar término como fuera a aquella situación de espera interminable, o cuando las provisiones de los atacantes estaban bajo mínimos y habían tenido que empezar a matar a las mulas para poder comer, o incluso cuando se intuía o se sabía que los defensores también habían empezado a comerse las suelas de las botas y se podía dar el empujón final para rematar el cerco, el caudillo de la mesnada o la hueste podía decidir que un asalto a fuerza podía vencer la resistencia de la guarnición y apoderarse de la fortaleza de una puñetera vez.
Pero en esto, como en todo lo concerniente a la Edad Media, hay mucho tópico falso y mucho estereotipo divulgado, como siempre, por la mentirosa industria del cine, así que conviene saber de qué forma intentaban los desesperados defensores de una fortaleza rechazar a los atacantes que, como macacos enfurecidos, trepaban a toda velocidad por las escalas para llegar cuanto antes a los parapetos. Uno de estos camelos consiste precisamente en que se da por hecho que los asaltos se llevaban a cabo exclusivamente lanzando escalas, lo cual es falso ya que un asalto podía realizarse de más formas: abriendo una brecha en la muralla con un ariete, o por el derrumbe de una parte de la misma tras ser minada previamente o mediante torres de asalto. Sin embargo, como en las pelis y en los cuentos para críos queda más molón eso de las escalas, pues es el método que, aún siendo en realidad el menos empleado, es el que el personal toma como más habitual.
Y era el menos frecuente por una razón muy simple, que no es otra que el incuestionable riesgo que suponía para los atacantes tener que subir por una inestable escalera cubriéndose a duras penas con su escudo mientras usaba la misma mano para agarrarse a la escala mientras que con la otra empuñaba su maza, espada, o lo que fuera. Y todo ello llevado a cabo con la máxima presteza porque, está de más decirlo, arriba no lo esperaban con los brazos abiertos sino todo lo contrario. Los defensores no estaban por la labor de permitir la entrada en el recinto a nadie que no fuera previamente invitado, y para ello ponían en juego todas sus energías y recursos.
En la entrada dedicada en su día a los asaltos ya hablamos de la dificultad que entrañaba rechazar una escala ya que, como vimos ayer, iban provistas de garfios que las fijaban sólidamente al parapeto. Y si encima eran escalas montadas sobre plataformas móviles como las mostradas ayer, pues entonces era simplemente imposible. Por otro lado, recordemos que una escala llena de asaltantes pesaba mucho. Tanto como alrededor de media tonelada con apenas media docena de hombres a razón de 80 kg. cada uno incluyendo el peso de sus armas. Si la base de la escala estaba apoyada a dos metros de distancia de la muralla, pues había que empujar esa media tonelada más de dos metros hacia atrás para poder rechazarla, lo cual no era cosa baladí ya que para semejante esfuerzo hacían falta varios hombres de las por lo general escasas guarniciones los cuales, como es de suponer, tenían que hacer frente a un asalto en masa llevado a cabo por puntos diferentes para dispersar sus fuerzas. ¿Cómo pues hacían frente a un asalto mediante escalas?
Podemos dedicar cuarenta y siete apacibles tardes invernales bien arropados en la mesa camilla y con una copita de brandy para calentarnos los entresijos del alma para rebuscar en la red hasta dar con una sola representación gráfica de la Edad Media en la que aparezca una escena de un asalto en la que se vea como los defensores rechazan una escala empujándola hacia atrás y, casi con seguridad, no la encontraremos. Yo al menos, que he dedicado muchísimas más tardes a búsquedas de todo tipo por razones obvias nunca he encontrado ninguna. Así pues, ¿lo que tantas veces hemos visto en las pelis es el enésimo camelo sobre el medioevo? Pues me temo que sí. O que, al menos, era algo tan infrecuente que ni merecía la pena representarlo de forma gráfica. Puede que se rechazaran las escalas nada más apoyarlas en la muralla, justo antes de que el primer asaltante empezase a subir por la misma, pero eso tampoco tendría mucho sentido tanto en cuanto las escalas eran lanzadas todas al mismo tiempo e inmediatamente los ganchos de que iban provistas hacían presa en la superficie irregular de los parapetos. Y, por otro lado, los defensores disponían de medios más persuasivos para mandar a hacer puñetas a sus irritantes enemigos, así que veamos qué hacían para convencerlos de que lo mejor era que se largasen enhorabuena de allí. Veamos pues como intentaban rechazar a los asaltantes.
Cuando la guarnición intuía que podía estarse preparando un asalto, o que este podía ser inminente, se solían arrancar piedras de los paramentos interiores de la muralla. ¿Qué podía hacer un asaltante contra un pedrusco de 10 ó 15 kilos lanzado sobre él estando prácticamente a merced del defensor que lo arrojaba? Nada, salvo intentar desviarlo a duras penas con el escudo si es que lo llevaba consigo. Pero si le acertaba en plena jeta, que sería lo más probable, caería al suelo desde varios metros de altura con el cráneo reventado como un huevo pisado por una mula. Y es más que evidente que formar parte de la primera oleada no era algo apto para timoratos porque serían los primeros en caer. Y no solo les arrojarían piedras de buen tamaño, sino también cualquier sustancia inflamable que hubiera disponible tal como vemos en la ilustración de la derecha, en la que un defensor deja caer el contenido de dos vasijas sobre los atacantes y que sería inflamado a continuación arrojando una simple antorcha. La brea, la nafta o incluso algo tan simple como grasa animal fundida y calentada hasta entrar en ebullición eran sustancias sumamente inflamables y muy persuasivas por las terribles quemaduras que producían ya que eran de consistencia viscosa y no era fácil desprenderse de las mismas.
Otro material arrojadizo del que nadie habla nunca y era precisamente de los más utilizados por su disponibilidad era la arena calentada al rojo. Y si no había arena, pues se tomaba tierra y se pulverizaba, que al cabo ejercía el mismo efecto. La arena conserva durante mucho tiempo el calor (¿quién no se ha achicharrado los pies por caminar sin chanclas por la arena de la playa simplemente calentada por el sol?) y, aparte de quemar de forma severa las partes expuestas como las manos o la cara, se colaba por los resquicios de lorigas y perpuntes, produciendo la enojosa sensación de que te estás quemando y no te puedes despojar del armamento defensivo y la ropa así como así. En la ilustración de la izquierda vemos como dos defensores arrojan un caldero lleno de una sustancia herviente desde un cadalso, posiblemente brea, o quizás vinagre, manteca fundida o simplemente agua. Eso del aceite, como también se comentó en su día, es un camelo más. El aceite no solo era caro, sino prácticamente inexistente en zonas de Europa que no fueran la Península, Italia o Grecia. En Alemania, Francia o Inglaterra no habían visto en sus vidas un olivo, como ya podemos suponer.
Otra opción consistía en intentar rechazar a los que iban llegando al parapeto con lanzas, hachas o las denominadas como "armas de brecha", que eran armas enastadas provistas de grandes y pesadas hojas diseñadas para descargar demoledores tajos sobre los enemigos, tales como gujas y partesanas. En la ilustración de la derecha, procedente del manuscrito obra de Walter de Milemete DE NOBILITATIBVS, SAPIENTIIS, ET PRVDENTIIS REGVM, vemos como el guerrero de la izquierda se enfrenta a un defensor maza en mano mientras que este intenta apuñalarlo. A la derecha, otro defensor hostiga a un asaltante con su lanza pero es apuñalado por el que acaba de subir por la escala. Durante un asalto, los adarves se convertían en un verdadero caos de muerte en forma de tajos, mazazos, puñaladas o incluso mordiscos si hacía falta.
Arriba tenemos una pequeña muestra procedente de la siempre ilustrativa Biblia Maciejowski, en la que vemos de izquierda a derecha una serie de defensores intentando rechazar a los asaltantes que trepan por las escalas y que, faltaría más, no intentan volcar hacia atrás. En primer lugar aparecen dos defensores, uno lanzando una piedra en el momento justo en que él mismo es alcanzado por un virote (los ballesteros del ejército atacante se apostaban para aniquilar a todo aquel que se asomara por las almenas), mientras que un compañero asesta un contundente hachazo a un asaltante. En el centro vemos a un ballestero que desde una torre de flanqueo dispara contra los asaltantes. Esta era la mejor forma de ir diezmando a los invasores ya que un hombre alcanzado por un virote quedaba fuera de combate, bien herido, bien muerto, de forma inmediata. Y mientras ascendía por la escala, su costado derecho estaba desprotegido por completo, así que un ballestero podía apuntarle impunemente a través de una aspillera y liquidarlo bonitamente. A la derecha aparece un defensor que descarga hachazos sobre un asaltante que, a duras penas, se protege con su escudo. Hay que tener en cuenta que los golpes propinados con este tipo de armas desarrollaban una energía cinética bestial y que, aunque no llegaran a atravesar el escudo, el brazo que lo sujetaba acababa molido.
Incluso se llegaron a diseñar ingenios destinados exclusivamente a rechazar a los asaltantes que hacían uso de escalas. Ya desde tiempos de los griegos se tenía claro que, caso de que la guarnición fuera escasa o que los atacantes fueran demasiados, había que recurrir a algo más expeditivo que a arrojar sobre ellos proyectiles y materiales inflamables de todo tipo o, simplemente, ir esperando a que llegaran al parapeto para intentar matarlos. Así pues, ingenieros como Eneas el Táctico (c. siglo IV a.C.) ideó el curioso pero básico artilugio que vemos a la derecha. Constaba de una pesada plataforma de madera provista de rodillos la cual se dejaba caer desde lo alto de la escalera, de forma que cualquiera que estuviera en ese momento trepando por la escala saldría despedido de la misma. Una vez despejada de enemigos, se podía intentar volcar la escala tras ser recogida la plataforma tirando de una soga. Si no, pues bastaba dejarla caer de nuevo caso de que volviera a llenarse de asaltantes.
Y, como no, los prolíficos tratadistas medievales también tuvieron sus ocurrencias. Una de ellas la vemos a la izquierda, y pertenece al BELLIFORTIS de Kyeser. Se trata de un rodillo erizado de pinchos el cual era dejado caer desde lo alto de la muralla con los efectos que todos podemos imaginar. Curiosamente, los chinos ya utilizaban desde siglos antes algo muy similar: un rodillo también erizado de púas que era manejado mediante un torno y dejado caer una vez tras otra sobre los intrépidos asaltantes que intentaban coronar la muralla. Ignoro si este invento de Kyeser fue verdaderamente una creación suya o, por el contrario, el invento llegó hasta él a través de viajeros o algún tratado procedente de Oriente que pudiera haber caído en sus manos. En todo caso, de ser así no iba a reconocerlo, faltaría más.
En fin, como hemos visto, esta historia de las escalas también está rodeadas de tópicos absurdos sacados de no se sabe donde. Como creo ha quedado demostrado, no era fácil rechazar una escala tanto por el peso de la misma como por la seguridad de que los que se asomaran por las almenas para intentarlo serían barridos a virotazos y, como también se ha podido ver, había métodos de sobra para liberarse de los asaltantes sin necesidad de hacer el gamba, que un asalto era una cosa muy seria y el personal se la jugaba a un solo envite.
Bueno, ya está.
Hale, he dicho...
Cuando la guarnición intuía que podía estarse preparando un asalto, o que este podía ser inminente, se solían arrancar piedras de los paramentos interiores de la muralla. ¿Qué podía hacer un asaltante contra un pedrusco de 10 ó 15 kilos lanzado sobre él estando prácticamente a merced del defensor que lo arrojaba? Nada, salvo intentar desviarlo a duras penas con el escudo si es que lo llevaba consigo. Pero si le acertaba en plena jeta, que sería lo más probable, caería al suelo desde varios metros de altura con el cráneo reventado como un huevo pisado por una mula. Y es más que evidente que formar parte de la primera oleada no era algo apto para timoratos porque serían los primeros en caer. Y no solo les arrojarían piedras de buen tamaño, sino también cualquier sustancia inflamable que hubiera disponible tal como vemos en la ilustración de la derecha, en la que un defensor deja caer el contenido de dos vasijas sobre los atacantes y que sería inflamado a continuación arrojando una simple antorcha. La brea, la nafta o incluso algo tan simple como grasa animal fundida y calentada hasta entrar en ebullición eran sustancias sumamente inflamables y muy persuasivas por las terribles quemaduras que producían ya que eran de consistencia viscosa y no era fácil desprenderse de las mismas.
Otro material arrojadizo del que nadie habla nunca y era precisamente de los más utilizados por su disponibilidad era la arena calentada al rojo. Y si no había arena, pues se tomaba tierra y se pulverizaba, que al cabo ejercía el mismo efecto. La arena conserva durante mucho tiempo el calor (¿quién no se ha achicharrado los pies por caminar sin chanclas por la arena de la playa simplemente calentada por el sol?) y, aparte de quemar de forma severa las partes expuestas como las manos o la cara, se colaba por los resquicios de lorigas y perpuntes, produciendo la enojosa sensación de que te estás quemando y no te puedes despojar del armamento defensivo y la ropa así como así. En la ilustración de la izquierda vemos como dos defensores arrojan un caldero lleno de una sustancia herviente desde un cadalso, posiblemente brea, o quizás vinagre, manteca fundida o simplemente agua. Eso del aceite, como también se comentó en su día, es un camelo más. El aceite no solo era caro, sino prácticamente inexistente en zonas de Europa que no fueran la Península, Italia o Grecia. En Alemania, Francia o Inglaterra no habían visto en sus vidas un olivo, como ya podemos suponer.
Otra opción consistía en intentar rechazar a los que iban llegando al parapeto con lanzas, hachas o las denominadas como "armas de brecha", que eran armas enastadas provistas de grandes y pesadas hojas diseñadas para descargar demoledores tajos sobre los enemigos, tales como gujas y partesanas. En la ilustración de la derecha, procedente del manuscrito obra de Walter de Milemete DE NOBILITATIBVS, SAPIENTIIS, ET PRVDENTIIS REGVM, vemos como el guerrero de la izquierda se enfrenta a un defensor maza en mano mientras que este intenta apuñalarlo. A la derecha, otro defensor hostiga a un asaltante con su lanza pero es apuñalado por el que acaba de subir por la escala. Durante un asalto, los adarves se convertían en un verdadero caos de muerte en forma de tajos, mazazos, puñaladas o incluso mordiscos si hacía falta.
Arriba tenemos una pequeña muestra procedente de la siempre ilustrativa Biblia Maciejowski, en la que vemos de izquierda a derecha una serie de defensores intentando rechazar a los asaltantes que trepan por las escalas y que, faltaría más, no intentan volcar hacia atrás. En primer lugar aparecen dos defensores, uno lanzando una piedra en el momento justo en que él mismo es alcanzado por un virote (los ballesteros del ejército atacante se apostaban para aniquilar a todo aquel que se asomara por las almenas), mientras que un compañero asesta un contundente hachazo a un asaltante. En el centro vemos a un ballestero que desde una torre de flanqueo dispara contra los asaltantes. Esta era la mejor forma de ir diezmando a los invasores ya que un hombre alcanzado por un virote quedaba fuera de combate, bien herido, bien muerto, de forma inmediata. Y mientras ascendía por la escala, su costado derecho estaba desprotegido por completo, así que un ballestero podía apuntarle impunemente a través de una aspillera y liquidarlo bonitamente. A la derecha aparece un defensor que descarga hachazos sobre un asaltante que, a duras penas, se protege con su escudo. Hay que tener en cuenta que los golpes propinados con este tipo de armas desarrollaban una energía cinética bestial y que, aunque no llegaran a atravesar el escudo, el brazo que lo sujetaba acababa molido.
Incluso se llegaron a diseñar ingenios destinados exclusivamente a rechazar a los asaltantes que hacían uso de escalas. Ya desde tiempos de los griegos se tenía claro que, caso de que la guarnición fuera escasa o que los atacantes fueran demasiados, había que recurrir a algo más expeditivo que a arrojar sobre ellos proyectiles y materiales inflamables de todo tipo o, simplemente, ir esperando a que llegaran al parapeto para intentar matarlos. Así pues, ingenieros como Eneas el Táctico (c. siglo IV a.C.) ideó el curioso pero básico artilugio que vemos a la derecha. Constaba de una pesada plataforma de madera provista de rodillos la cual se dejaba caer desde lo alto de la escalera, de forma que cualquiera que estuviera en ese momento trepando por la escala saldría despedido de la misma. Una vez despejada de enemigos, se podía intentar volcar la escala tras ser recogida la plataforma tirando de una soga. Si no, pues bastaba dejarla caer de nuevo caso de que volviera a llenarse de asaltantes.
Y, como no, los prolíficos tratadistas medievales también tuvieron sus ocurrencias. Una de ellas la vemos a la izquierda, y pertenece al BELLIFORTIS de Kyeser. Se trata de un rodillo erizado de pinchos el cual era dejado caer desde lo alto de la muralla con los efectos que todos podemos imaginar. Curiosamente, los chinos ya utilizaban desde siglos antes algo muy similar: un rodillo también erizado de púas que era manejado mediante un torno y dejado caer una vez tras otra sobre los intrépidos asaltantes que intentaban coronar la muralla. Ignoro si este invento de Kyeser fue verdaderamente una creación suya o, por el contrario, el invento llegó hasta él a través de viajeros o algún tratado procedente de Oriente que pudiera haber caído en sus manos. En todo caso, de ser así no iba a reconocerlo, faltaría más.
En fin, como hemos visto, esta historia de las escalas también está rodeadas de tópicos absurdos sacados de no se sabe donde. Como creo ha quedado demostrado, no era fácil rechazar una escala tanto por el peso de la misma como por la seguridad de que los que se asomaran por las almenas para intentarlo serían barridos a virotazos y, como también se ha podido ver, había métodos de sobra para liberarse de los asaltantes sin necesidad de hacer el gamba, que un asalto era una cosa muy seria y el personal se la jugaba a un solo envite.
Bueno, ya está.
Hale, he dicho...
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