viernes, 24 de noviembre de 2017

Bombas volantes. La Hewitt-Sperry


V-1 camino de la rampa de lanzamiento en la base de Peenemünde, a orillas del Báltico. Este artefacto es el que
se considera como la primera bomba volante, pero para llegar ahí hubo que recorrer un largo camino


Apostaría sin dudarlo ni un instante mi majestuoso bigote de mariscal austro-húngaro a que si le preguntamos a cualquier ciudadano medianamente versado en estas cuestiones bélicas cuál fue la primera bomba volante o, expresado en términos más modernos, el primer misil tierra-tierra, responderá que la V-1, la Vergeltungswaffe nº 1, palabro impronunciable para cualquier buen cristiano que significa "arma de represalia". Por cierto que parece ser que los tedescos siempre han tenido sueños húmedos con eso de represaliar al prójimo incluyendo, naturalmente, a los ingleses (Dios maldiga a Nelson). Sin embargo, el concepto de "artefacto volante sin piloto y hasta las trancas de explosivo que se lanza aquí y, tras recorrer una determinada distancia, explota allá", es bastante más antiguo de lo que muchos creen, y los misiles con que los germanos incordiaban a los londinenses antes y después de desayunar sus abominables budines y sus no menos repulsivos pasteles de riñones no eran más que el resultado de una serie de diseños que se remontan a tiempos de la Gran Guerra, diseños estos en los que, por cierto, no intervino ningún cerebro alemán. Es más, la idea de una bomba volante nació incluso antes del comienzo del conflicto, cuando a los aviones se les puso un motor y a un ciudadano tan listo como Tesla, tan de moda últimamente, inventó el radiotransmisor en 1895, idea también atribuida a Marconi pero que, tras una serie de pleitos, al parecer acabó siendo reconocida como del genial croata. 

La cosa era que teniendo un avión y un aparato capaz de mover los mandos a distancia de la misma forma que hoy día hacen los ciudadanos aeromodelistas, en teoría era posible cargar dicho avión con explosivos, dirigirlo hacia un blanco y dejarlo caer encima, detonando la carga mediante una espoleta de impacto monda y lironda. Obviamente, el radio de acción de un avión superaba con creces al de la artillería más potente, por lo que sería posible atacar objetivos situados a decenas de kilómetros del frente y, lo más importante, causando unos demoledores efectos psicológicos en la moral enemiga de la misma forma que los british se quedaron perplejos cuando los descomunales dirigibles tedescos les dejaron caer bombas en la azotea sin previo aviso con nocturnidad y alevosía. Pero la madre del cordero para poder llevar a cabo esta idea era el giroscopio, un chisme inventado en 1852 por Jean Bernard Foucalut (sí, el del péndulo famoso), del que podemos ver una réplica en la foto de la izquierda. Este aparato era la base para poder mantener la estabilidad y la dirección de cualquier cosa sin que precisara la mano del hombre.

Sperry mostrando uno de sus giroscopios
Como es de todos sabido, un avión sin piloto no se podía mantener derecho así como así. Las corrientes de aire lo desestabilizarían, y hacía falta la intervención del piloto para que corrigiera constantemente tanto las desviaciones del rumbo como la estabilidad del aparato. Pero  los inventos para hacer funcionar al avión despilotado ya estaban disponibles de la mano de Elmer Ambros Sperry, propietario de la Sperry Gyroscope Corporation, empresa fundada en 1910. Se trataba del giroscopio que ya hemos mencionado, y del girocompás, patentado por nuestro hombre en 1908. En esto también hubo sus líos de patentes, como está mandado, pero no vamos a entretenernos en ese tema ya que, al cabo el que ideó la aplicación de estos chismes en el asunto que nos ocupa fue el mentado Sperry. Estos ingeniosos aparatos, gracias a los cuales los aviones vuelan solos mientras que el piloto se echa una siesta o acude al aseo a aliviar la vejiga, eran esenciales ya que permitirían marcar el rumbo a seguir una vez que el avión-bomba despegase y se perdiese de vista, o sea, sin que precisase el control de nadie. 

Lawrence Sperry junto a su progenitor
Sperry llevaba desde 1896 planteando el uso del giroscopio a las barcos de guerra y como sistema de guiado para torpedos, pero en 1911 tuvo la ocurrencia de aplicarlos a la naciente aviación. Este aparato permitía mantener la estabilidad de cualquier cosa sobre la que fuera instalada, en este caso un aeroplano, de forma totalmente automática, lo que haría posible prescindir del piloto de carne y hueso por uno que, simplemente, no existía. El rumbo y la estabilidad del aparato quedaba en manos del giroscopio, como viene siendo desde entonces. El primer ensayo se llevó a cabo en 1913 instalando un giroscopio en un hidroavión de la armada estadounidense pilotado por el teniente Patrick Bellinger y con Lawrence Sperry, hijo de Elmer, como ingeniero durante las pruebas. Una vez despegado, el avión permaneció en el aire sin control del piloto hasta que llegó la hora de aterrizar.

Peter Cooper Hewitt (1861-1921)
El estallido de la guerra dio lugar a ampliar el campo de aplicaciones del giroscopio y el girocompás. En 1915 Sperry se asoció con Peter Cooper Hewitt, un sesudo ciudadano que inventó la lámpara de vapor de mercurio y había llevado a cabo multitud de experimentos con aparatos de radio, por lo que su experiencia en esa materia sería imprescindible para llevar a cabo el proyecto ideado por Sperry: crear una bomba volante (también lo denominaron como torpedo aéreo) uniendo las aplicaciones de la radiotransmisión con las del giroscopio. Además, ambos pertenecían a diversos comités de la Junta Naval de Asesoramiento cuyo secretario, Josephus Daniels, no dudó en poner al alcance de ambos inventores los medios necesarios para llevar a cabo su proyecto aún cuando los Estados Unidos no habían entrado en guerra ni se les esperaba. Sin embargo, y contrariamente a la tónica habitual en la época, en la que según hemos visto las innovaciones no eran especialmente apreciadas, el tal Daniels tuvo la capacidad de visión necesaria para ver en el proyecto de Sperry una serie de aplicaciones que podían llegar a ser decisivas de cara a una guerra como Dios manda.

Contador de revoluciones. Cuando alcanzaba la cifra
indicada, este mecanismo detenía el motor, provocando
la caída de la bomba volante
El 12 de septiembre de 1916 se efectuó una prueba supervisada por el teniente Wilkinson, de la Oficina de Armamento de la armada, en un hidroavión pilotado por Lawrence Sperry. Ojo, el piloto era necesario, aparte de para corregir cualquier fallo en vuelo y controlar el funcionamiento de los aparatos, para efectuar el despegue y el aterrizaje, ya que hasta aquel momento lo que se intentaba lograr era que el avión volase solo. El aparato estaba equipado con un estabilizador giroscópico, un control de dirección también mediante un giroscopio, una barómetro anaeroide que regularía la altitud en vuelo, los servos para controlar el timón de cola y los alerones y un dispositivo que estaba conectado al motor y que tras un determinado número de revoluciones se detendría, haciendo caer el torpedo aéreo sobre el objetivo. De ese modo, una vez solucionado el problema de ponerlo en vuelo, con la altitud y el rumbo programados iría hacia el blanco y caería sobre él. No obstante, el grado de precisión no alcanzaba como para acertar en un objetivo tan pequeño como un buque enemigo, por lo que Wilkinson hizo saber en su informe que, de momento, el invento aquel no era viable para la armada. Sin embargo, su amplio radio de acción, de entre 80 y 160 km., podrían hacerlo muy útil para el ejército. Añadió además que el efecto moral de semejante arma sería impresionante, y que sería muy difícil de abatir por la aviación enemiga salvo que acertasen en el motor o en algún mecanismo. Recordemos que muchos derribos se llevaban a cabo, no por impactar contra el motor del aparato enemigo, sino porque dejaban al piloto como un colador. Con todo, Wilkinson hizo constar que la verdadera dificultad estaba en hacerlo despegar y en que su precisión era muy cuestionable aún tratándose de objetivos terrestres.


Curtiss N-9
Sperry continuó con las pruebas hasta que el 6 abril de 1917 y a pesar de que a los yankees no les hacía en principio ni pizca de gracia involucrarse en la guerra, finalmente el presidente Wilson la declaró a las potencias centrales. Esto supuso un incentivo al proyecto de la bomba volante, por lo que el Consejo Consultivo Naval ordenó el 12 de abril una subvención de 50.000 dólares para acelerar el proceso de puesta a punto de dos diseños distintos: uno totalmente automatizado y otro preparado para ser guiado por radio. Posteriormente, en mayo de aquel mismo año, el Secretario de Marina Josephus Daniels aprobó la entrega de 200.000 dólares más para la construcción de hangares e instalaciones adecuadas para llevar adelante el proyecto. La marina entregó cinco hidroaviones Curtiss N-9 y seis equipos de guiado automático Sperry, que por cierto no eran precisamente baratos. Apenas un mes más tarde comenzaron a efectuarse las pruebas pertinentes en Amityville, en Long Island, esa población donde hay una casa terrible que sale en todas las pelis de miedo porque, de forma indefectible, cualquier probo ciudadano que la habite se le cruzan los cables y le da por liarse a hachazos con la familia, empezando por los cuñados, naturalmente.


El torpedo aéreo Hewitt- Sperry sobre una catapulta instalada en una
vía férrea. Como se puede apreciar, carece de cabina para el piloto
A partir de septiembre se llevaron a cabo más de un centenar de pruebas en las que se logró hacer despegar y amerizar los aparatos de forma manual pero manteniendo el vuelo de forma automática. Cuando el mecanismo iniciaba el descenso que, en teoría, marcaría el inicio de la caída hacia el objetivo, el piloto recuperaba el control del avión para retornar a la base, que no era plan de andar destrozando un aeroplano en cada intentona. A mediados de octubre se solicitaron a la Curtiss otros cinco hidroaviones con mejores prestaciones ya que los entregados inicialmente eran, según Sperry, demasiado lentos. La entrega se efectuó en apenas 20 días, pero en el momento en que empezaron a llevarse a cabo pruebas de despegue sin piloto mediante una catapulta empezaron los problemas porque, por un motivo u otro, el intento acababa en desastre. Al final se dieron cuenta de que el fallo residía en que los controles diseñados para el N-9 no valían para la nueva nave entregada por Curtiss, por lo que hubo que modificarla y hacerle el fuselaje unos 60 cm. más largo.


Norden hacia 1930 junto a un avión que lleva instalado el sistema de guiado
FB-1, destinado a ser empleado en conjunto con su famoso visor de
bombardeo.
Por fin, el 6 de marzo de 1918 la puñetera bomba volante logró despegar de forma exitosa y efectuar correctamente el vuelo para el que habían sido programados los controles, 1.000 yardas (914 metros). Sin embargo, la alegría les duró poco porque una segunda prueba efectuada un mes después fracasó estrepitosamente. Sperry culpó del fallo a la catapulta, así que se puso en contacto con Carl Norden, el inventor del famoso visor que equipó a los bombardeos yankees durante la 2ª Guerra Mundial, para que diseñase un nuevo modelo. Y mientras Norden se devanaba los sesos, Sperry tuvo una ocurrencia que puso en práctica a ver si funcionaba.


El torpedo Sperry sobre el Marmon. Todo un alarde de ingenio, ¿que no?
La idea era usar como lanzadera un automóvil Marmon al que se le acopló un motor de aviación y una estructura sobre la que descansaba el avión-bomba. El Marmon logró alcanzar velocidades de entre 120 y 130 km/h., pero no había en las cercanías una carretera utilizable lo suficientemente recta para lograr un despegue aceptable. Probaron incluso ponerle al coche unas ruedas de vagón y colocarlo en un tramo de ferrocarril de Long Island, pero antes de alcanzar la velocidad de despegue el mismo avión tiraba hacia arriba del vehículo y lo hacía descarrilar. En fin, para cortarse las venas longitudinalmente, porque cuando no era por un problema era por otro. En agosto, Norden pudo terminar la dichosa catapulta, pero tampoco funcionó adecuadamente. Para colmo de males, el 17 de octubre, mientras se seguían llevando a cabo pruebas con los N-9 tripulados, un error del personal de tierra hizo que el piloto del avión, con un vuelo programado de 14.000 yardas (12,8 km.) no pudiera desconectar el dispositivo automático para hacerse con el control del aparato y poder devolverlo a la base, así que lo último que se supo de él fue ver como se alejaba en dirección al mar. El pobre hombre debió pasar un rato francamente malo al ver que no podía recuperar el control mientras que el chisme aquel se alejaba de tierra y, para colmo, sin ir provisto de paracaídas. 

El 29 de aquel mismo mes y para impedir que el avión tomara las de Villadiego recurrieron a llenar el depósito con solo 7,5 litros de combustible, pero la brusca aceleración de la catapulta impulsó el líquido hacia la parte trasera del depósito, por lo que el motor se quedó sin alimentación y se detuvo, produciendo el inmediato trastazo de rigor y, con ello, la pérdida del último N-9 disponible. Como vemos, eso de poner una bomba en el aire no es nada fácil a pesar de que, casi a diario, el gordito ese de Corea del Norte acojona al personal con sus malévolos inventos. Si hoy, con la tecnología que tenemos, sigue siendo todo un reto, imaginen hace 100 años.


Ralph  Earle
Pero ni Sperry ni la armada se desanimaron ante tanto descalabro y le echaron voluntad, lo que no deja de ser meritorio porque iban de fracaso en fracaso. Sperry debía tener un pico de oro, porque a principios de noviembre y con la guerra prácticamente concluida, fue capaz de convencer al contralmirante Ralph Earle, jefe de la Oficina de Armamento, que tenían en sus manos el arma del futuro (lo cual era totalmente cierto, como vemos hoy día), así que Earle no dudó en informar a la Jefatura de Operaciones Navales de que antes de la primavera del año siguiente dispondrían de una bomba volante con una carga bélica de 1.000 libras (453 kg.) y un alcance de más de 120 km.  con una precisión de, aproximadamente, 2,5 km. de radio. El precio que se calculaba para este artefacto era de 2.500 dólares, y aunque no se le consideraba adecuado para atacar fortificaciones por su nivel de precisión, sí lo era para bombardear ciudades o complejos militares de cierta magnitud.


Servos que actuaban sobre los mandos del aparato por la
acción del giroscopio para mantenerlo estable y conservar el rumbo
Sin embargo, este enésimo intento por culminar el proyecto de la bomba volante no acabaría de cuajar, al menos de momento. Con el término de la contienda, Sperry prefirió dedicar sus esfuerzos a perfeccionar sus aparatos que acabarían siendo el corazón de todos los sistemas de guía modernos, desde un simple piloto automático a un torpedo, una bomba dirigida por radar o el sistema de navegación de un submarino. Al frente del programa quedaron Norden y Hannibal Ford, un antiguo empleado de la Sperry Gyroscope Co. Poco antes de acabar la guerra, el supervisor designado por la armada para el proyecto, el comandante McCormick, decidió dar un nuevo impulso a la bomba volante con la adquisición de seis aparatos Witteman Lewis en noviembre de 1918. Dos de ellos fueron equipados con los equipos de Sperry, mientras que otros tres lo fueron con un diseño encargado a Norden por el mismo McCormick un mes antes, quedando un avión de reserva para los casi seguros fracasos que tendrían lugar durante las pruebas, las cuales no tuvieron comienzo hasta mayo de 1919. Dichos ensayos fueron satisfactorios inicialmente.


Recreación de una bomba volante en el momento del despegue. Obsérvese
el raíl de la catapulta, así como la carretilla que sustentaba el aparato
McCormick decidió trasladar la sede del programa a Dahlgren, en Virginia, y aumentar la flota de bombas volantes con la adquisición de diez unidades a la Naval Aircraft Factory de Filadelfia. Se llevaron a cabo tres pruebas de bomba volante sin piloto de seguridad a bordo: una, el 18 de agosto de 1920 en la que el aparato se fue a hacer puñetas tras un breve recorrido de apenas 135 metros. Otro en el mes de noviembre siguiente en el que lograron que la bomba volase en círculos durante 20 minutos. A la vista del aparente éxito, el 25 de abril de 1921 se procedió a una tercera prueba que fracasó estrepitosamente tras un vuelo de menos de dos minutos. Total que a la vista de que eso de hacer volar un chisme no solo era enormemente complejo sino, además, carísimo, en 1922 la armada decidió mandar a paseo el programa si bien el ejército llevaba a cabo sus propios ensayos de forma paralela con otro artefacto denominado Kettering Bug, pero de eso hablaremos otro día que por hoy ya tenemos lectura de sobra.


B-17 modificado para permitir a la tripulación abandonar el aparato con
más facilidad. Para ello se desmontaba el techo de la cabina, dejando
solo el parabrisas
En fin, así fueron los comienzos de las bombas volantes. Como hemos podido ir viendo, hasta llegar a las V-1 hubo que recorrer un largo, tortuoso y caro camino, y no hablemos de los actuales misiles inteligentes que se saben hasta la talla de calzoncillos de los enemigos que va a volatilizar en breve. Con todo, y a modo de curiosidad final, debemos saber que con la llegada de la 2ª Guerra Mundial se retomaron en los Estados Unidos estos proyectos que, al cabo, dieron lugar a chismes tan peculiares como básicos. Hablamos del BQ-7 y el BQ-8, que no eran más que un B-17 F y un B-24D respectivamente a los que se equiparon con sistemas de guiado por radio para llevar a cabo la denominada Operación Afrodita. Como ya hemos visto, prácticamente desde sus inicios el problema no radicó en mantenerlos en el aire y dirigirlos hacia el objetivo con más o menos precisión, sino en hacerlos despegar, así que optaron por llenarlos de explosivos y, tripulados por un piloto y un ingeniero de vuelo, ponerlos rumbo al blanco seleccionado. Una vez alcanzada la altitud y la velocidad de crucero, tras activar la carga explosiva ambos se lanzaban en paracaídas y santas pascuas. El B-17 transportaba una carga de 9.000 kilos de Torpex, mientras que el B-24 llevaba 11.300 del mismo explosivo. Los objetivos eran fortificaciones a lo bestia, como las bases de los submarinos y de las V-1  alemanes o las que los japoneses tenían en las islas del Pacífico. Estos chismes volaron a partir de julio de 1944, siendo piloto de uno de ellos, concretamente de un B-24, Joseph Kennedy Jr., el primogénito de la gafada prole de Joseph y Rose Kennedy. Este hombre quedó volatilizado junto a su acompañante antes de que abandonaran su B-24 debido a una explosión fortuita, producida nada más despegar el 12 de agosto de 1944.

Bueno, con esto terminamos por hoy. Aprovechen para empollarse el tema a fondo y, ahora que se avecinan las navidades, esas entrañables fiestas en las que la familia política aprovecha para saquear a su sabor la despensa y la bodega, dejar con un palmo de narices a sus cuñados más nauseabundos, de esos a los que se les ofrece un crianza y te salen diciendo que en casa tienen un gran reserva mucho mejor pero que, naturalmente, no comparten jamás.

En fin, ya'tá.

Hale, he dicho

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