miércoles, 21 de octubre de 2020

HERIDAS Y MUTILACIONES AUTOINFLIGIDAS EN LA GRAN GUERRA

 

Fotograma de la cinta "Largo domingo de noviazgo" (2004) que muestra a dos poilus a punto de
dispararse mutuamente en la mano en el momento en que la caja de música de la saboneta que se ve
sobre la cureña de la derecha se detenga. Muchos hombres prefirieron eso a una muerte casi segura

Hay ocasiones en que la población civil es más temible que un ejército.
El soldado puede respetar los usos de la guerra. El paisano que ha
visto como violan y matan a su mujer e hijas no tiene piedad. De ahí
que fuese preferible acabar sin dientes o sin mano antes que sin cabeza

Provocarse uno mismo una herida o una lesión para escaquearse de ir al frente es un fenómeno relativamente moderno. Es una forma de actuar surgida a raíz de las guerras modernas que obligan al combatiente a permanecer largos períodos de tiempo sujetos a filas y, por ende, a tomar parte y saborear largamente las miserias de la guerra en todas sus variantes: miedo, estrés, violencia gratuita, etc. Como ya sabemos, las guerras medievales no planteaban semejante perspectiva ya que, aunque durasen décadas, el combatiente solo participaba en alguna batalla que duraba pocas horas, mientras que el resto del tiempo estaría en su casa dedicado a su oficio hasta una nueva llamada a las armas. De hecho, incluso los caballeros y hombres de armas, profesionales de la guerra, debían esperar a que se organizase una ofensiva contra territorio enemigo si bien en su caso dicha espera se sobrellevaba de mala manera ya que era su medio de vida. Posteriormente, ya en el Renacimiento, los ejércitos profesionales nutridos por hombres curtidos en los espantos bélicos no tenían problema a la hora de arrostrar tan desagradables eventos castrenses, y no se les movía un músculo de la jeta ni durante la batalla como en los posteriores saqueos, violaciones y masacres contra civiles que solían tener lugar a veces. En aquellos tiempos, el cobarde no lo tenía complicado: desertaba y santas pascuas. Quitarse de en medio era relativamente fácil, y bastaba largarse a un territorio lejano a su lugar de origen con un nombre distinto para iniciar una nueva vida lejos de los prebostes deseosos de colgarlo de una rama como ejemplo al resto del personal.

Y cuando los veteranos contaban lo divertida que había sido la
excursión, menos interés había por apuntarse. Restos de gabachos
aparecidos en Kalinigrado

Sin embargo, las guerras iniciadas por el enano corso (Dios lo maldiga cienes y cienes de teratrillones de veces) cambiaron el panorama. En la misma Francia, la demanda de tropas para cubrir todos los frentes abiertos por el enano en su insana obsesión por colocar un trono debajo de los indignos culos de sus aún más indignos hermanos hizo necesario recurrir al reclutamiento de hombres jóvenes que, una vez pasadas las primeras victorias y a la vista de lo que contaban los veteranos de España y Rusia, pues como que se desmotivaban un poco. Los relatos sobre la crueldad de los españoles, que convertían en comida para gatos a los que trincaban en cualquiera de las emboscadas que tendían a las columnas que se desplazaban por su abrupta orografía, ponía verdosos de miedo a más de uno. Y la visión de los veteranos que habían vuelto de Rusia sin manos, nariz ni orejas perdidos en cualquier parte porque, simplemente, se les caían al suelo congeladas, pues tampoco resultaba un estímulo. Muchos de ellos se veían de por vida en un carrito con cuatro ruedas porque habían perdido las piernas, y eran observados por los jóvenes en edad militar mendigando en las puertas de las iglesias con sus añejas medallas, verdaderas o no, colgando de la pechera para inspirar compasión en la indiferente multitud que pasaba ante ellos. Ya no era unos héroes, sino unos parias.

Y si al hambre y el frío se suma el acoso implacable de un enemigo ansioso
de venganza, pues más motivos para pegarse un tiro donde sea. La escena
pertenece a un fotograma de la magistral cinta de Ridley Scott "Los
duelistas", rodada en 1977. El que no la haya visto ya está tardando

Como vemos, las circunstancias ya no eran las mismas que las guerras vividas por sus abuelos, y la perspectiva de ser enviados a cientos o miles de kilómetros de casa, abandonar familias, novias u oficios sin saber cuándo tocaría volver, si es que se volvía, tuvo como consecuencia que los conscriptos recurrieran a cualquier cosa con tal de librarse de la escabechina. Unos se metían en el primer barco que saliera con destino al Nuevo Mundo, pero otros, más expeditivos, se aseguraban que de ninguna forma pudieran ser declarados aptos para el servicio sin necesidad de largarse al quinto pino. Bastaba saltarse los premolares de una buena pedrada o, de un tajo, cortarse el pulgar derecho. Los primeros serían inútiles porque no podían morder los cartuchos de papel y cargar sus armas, y los segundos tampoco valdrían porque sin el pulgar no se puede ni llevar el fusil ni agarrarlo para abrir fuego con él. ¿Y quién demuestra que el dedo no lo perdió poniendo un cepo para cazar alimañas, y que los premolares no tomaron camino por su cuenta durante una reyerta tabernaria? Con actos como los que hemos puesto de ejemplo podríamos decir que se inauguró la herida autoinfligida para librarse de ir a la guerra. Sí, cierto es que más de uno quedó señalado como cobarde, pero el 99'9% de ellos estaban convencidos de que más vale cobarde vivo que héroe difunto.

Zuavo del ejército de la Unión a punto de decirle adiós a su brazo
derecho, y al parecer a pelo, sin ningún tipo de anestesia

Este fenómeno vino para quedarse. En la Guerra de Secesión, durante la cual las tropas se vieron abocadas a cuatro largos años de penurias, también proliferaron los casos de autolesión entre soldados que, hastiados de todo, optaron por provocarse cualquier tipo de herida que, no solo los librase de permanecer en el ejército, sino que les supusiese la licencia y, de ese modo, volver a casa aunque fuera con un cacho de menos. ¿Y qué mejor excusa que haber sido herido en combate? Un hombre con un agujero de bala siempre lo tenía más fácil que uno con un brazo roto alegando una mala caída, y siempre podían repararte el hueso y enviarte de nuevo al frente. De ahí que, ya avanzado el conflicto y con ello la desesperación de muchos, proliferasen de forma inquietante las heridas en las manos, sobre todo las que producían la pérdida de dedos. Un agujero en la mano podía curarse si los tendones no habían resultado dañados, pero si la mano derecha de un hombre diestro se quedaba sin índice y pulgar lo tenía hecho, porque los dedos no crecen como el pelo o las uñas. De hecho, no crecen, así que padecer un breve pero intensísimo dolor a cambio de la licencia y del salvoconducto para volver a casa merecía la pena sobradamente.

Orificio de entrada de una herida de bala a quemarropa. Salta a la vista
el círculo de piel quemada producido por la pólvora

Obviamente, los cirujanos militares no se chupaban el dedo y veían que muchas de esas heridas iban acompañadas de quemaduras y restos de pólvora, lo que dejaba claro que eran heridas autoinfligidas. Por aquel tiempo aún no se castigaba de forma reglamentaria estas lesiones provocadas por uno mismo. De hecho, posiblemente no estaban contempladas en los códigos de justicia militar y, en realidad, un desertor o un rebelde lo tenía mucho más crudo porque, mientras que estos eran enviados a prisión o ejecutados sin más, los segundos eran simplemente puestos en manos de los médicos militares que, a modo de sutil venganza, les aplicaban las curas de la forma más dolorosa posible, sin emplear ningún tipo de anestésico y manipulando la herida hasta que el desdichado soltase unos berridos que se oirían en Canadá. Por ejemplo, los que eran enviados al hospital de sangre con media mano colgando como consecuencia de un disparo, ni éter ni leches. Se la terminaban de amputar y reparar en vivo por cobardica. Pero todo era soportable con tal de perder de vista el frente de batalla. De hecho, tras el comienzo de la Campaña de Overland el 4 de mayo de 1864, apenas cuatro días después se contabilizaron en el ejército de la Unión al menos cien casos de autolesiones, lo que induce a pensar que el personal debía estar ya al límites de su resistencia psíquica y física y no era para menos: en apenas siete semanas se produjeron 88.000 bajas de un total de 185.000 efectivos entre ambos bandos, o sea, nada menos que el 47%.

Oficina de reclutamiento en Toronto, agosto de 1914. Al personal se
le borró la sonrisa de la jeta antes de que acabase el año

El estallido de la Gran Guerra no supuso ni mucho menos una merma de este tipo de bajas por voluntad propia, sino más bien lo contrario. Desde el primer momento, la versión industrializada del Apocalipsis produjo verdaderas avalanchas de probos ciudadanos que, tras el entusiasmo inicial, se dieron cuenta de que permanecer allí no era nada recomendable, así que empezaron a buscar mil formas de escaquearse. Los niveles de bajas eran algo jamás visto, y la artillería cosechaba a diario su ración de vidas incluso entre los que estaban a varios kilómetros de primera línea. En el ejército alemán tomaron parte un total de 11.000.000 de combatientes, de los cuales fueron baja en algún momento 7.142.558 hombres incluyendo 1.773.700 muertos, por lo que hablamos nada menos que de un 65%. En el ejército austro-húngaro el porcentaje fue aún más terrorífico: de un total de 7.800.000 de combatientes, 7.020.000 fueron bajas, lo que se traduce en un asombroso 90%, incluyendo 1.200.000 muertos. Para los que no lo asimilen fácilmente, porque semejantes matanzas a veces no se digieren bien, hablamos de que 9 de cada 10 hombres fueron heridos o murieron. Está de más decir que a los aliados no les fue mejor. Los gabachos enviaron al matadero un total de 6.161.000 hombres de los que fueron baja 5.624.000 incluyendo 1.358.000 muertos, lo que nos da un jugoso 70% solo en heridos, y los british (Dios maldiga a Nelson) sin incluir canadienses, australianos y demás tropas coloniales que lucharon tanto en el Frente Occidental como en Turquía, pues de un total de 3.190.000 hombres pasaron por los hospitales 2.090.000, mientras que 908.000 fueron enviados del tirón a la fosa común, o sea, un porcentaje similar a de los austriacos. Y en esta siniestra relación no se han incluido los desaparecidos en combate, que también fueron en total varios cientos de miles, ni las potencias menores o las que, como Rusia o Estados Unidos, tuvieron una intervención limitada en el conflicto, así que cualquiera puede imaginar las dimensiones astronómicas de bajas.

Cartucho desmontado del .303 British. Los fideos son las barras de cordita

Ya desde el comienzo de la fiesta el personal buscaba como sea quitarse de en medio, y no ya para buscar la herida que los enviase de vuelta a casa, sino incluso para ejercer los servicios mecánicos en retaguardia. Los métodos elegidos eran generalmente supuestas enfermedades imposibles de comprobar si eran o no falsas o provocadas: lumbago, sordera, ceguera, locura eran los más recurrentes. ¿Quién te demuestra que no te duele la espalda después de cargar pesadas cajas de munición? ¿Y quién demuestra que tras una explosión cercana no te has quedado sordo como una tapia o cegado por el destello? ¿Y quién dice que no estás loco cuando se pasas el día haciendo el gilipollas y aunque te den de hostias sigues haciendo el gamba? Otros optaban por medios más, digamos, sofisticados. Por ejemplo, simulaban ataques de epilepsia haciéndose cortes en las encías y metiéndose un trocito de jabón para provocar espuma o recurrían al "chewing cordite", masticar cordita. La munición británica usaba cordita en finas barras como propelente para la munición del calibre .303 British, por lo que bastaba extraer el proyectil, sacar un poco de cordita y masticarlo un rato. Sus efectos eran de lo más convincentes: fiebre alta y alteraciones en el ritmo cardiaco. Obviamente, un análisis de sangre delataría al infractor, pero el frente no era un hospital de Londres.

Paciente con ambas extremidades afectadas por pie de trinchera. Como
vemos, ya ha perdido los dedos y poco le falta para perder el resto.
No obstante, muchos preferían volver mutilados, pero vivos
Otros ingerían ácido pícrico, un explosivo usado tanto como potenciador como detonador en las espoletas, por lo que era muy abundante en el frente. Una dosis de esa porquería lo ponía a uno amarillo como un limón, por lo que era inmediatamente evacuado con un supuesto ataque de ictericia. Del mismo modo, se vertían substancias irritantes en los ojos para provocarse conjuntivitis, se echaban cualquier cosa que produjese una severa infección en una herida leve que, si llegaba a gangrenarse, supondría la amputación del miembro afectado y la vuelta a casa sin la más mínima sospecha porque la gangrena estaba tan presente como los piojos. Una opción muy creíble era empeorar los síntomas del pie de trinchera si este aparecía. Cierto era que posiblemente acabaría con uno o dos pies amputados, pero pasearse en una silla de ruedas en la brumosa Albión era más atractivo que pasearse de uniforme por una trinchera asquerosa de Flandes. Algunos incluso se inyectaban gasolina o esencia de trementina en las rodillas para producirse sinovitis, que es una inflamación aguda de la membrana sinovial que recubre la articulación de la rodilla y que si se cronifica te deja cojo de por vida. Otros, en fin, sobornaban sin más historias a los sanitarios para que les facilitasen medicamentos que, usados en demasía, producían unos efectos secundarios sumamente persuasivos como para librar a cualquiera de la semana obligatoria en primera línea, y hasta se dieron casos de hombres que contrajeron enfermedades venéreas, con el riesgo que conllevaba en aquella época pillar un sifilazo, refocilándose con las putas más tóxicas para largarse a casa aunque fuera con el miembro viril medio desintegrado, y eso que ese tipo de enfermedades en aquellos tiempos era, además de peligroso y extremadamente doloroso, un estigma imborrable a nivel social.

Para los médicos, estos simuladores no era precisamente un problema menor. Hablamos de miles de hombres urdiendo mil formas a cuál más sofisticada para quitarse de en medio, y sin medios para desenmascarar a los falsarios que se habían puesto morados de mascar cordita o de meterse gasofa en cada articulación del cuerpo. Aparte del "ojo clínico" de cada cual, que ciertamente hubo médicos con una asombrosa capacidad para captar los subterfugios del personal, se optó por incentivar a las tropas para que delatasen a los infractores aunque con magros resultados. Al cabo, nadie delata a un camarada así como así y, de hecho, eran más proclives a testificar y jurar por sus cuñados que los males del farsante eran totalmente ciertos. Otros no se andaban con remilgos y, ante la más mínima sospecha, les apretaban bien las clavijas con tratamientos de choque hasta que el supuesto enfermo se curase de forma cuasi milagrosa y poco menos que pidiese de rodillas ser enviado de nuevo a su unidad. 

Víctima de la neurosis de guerra, pasando más tiempo debajo de la
piltra que sobre ella buscando refugio ante cualquier ruido
No obstante, los médicos se encontraban en estos casos ante un dilema bastante grave. Ya tenían sobrada experiencia con los casos que se presentaban de neurosis de guerra, hombres que, como vimos en su momento. acababan con la psique literalmente vaporizada, convertidos en peleles convulsivos que apenas podían moverse o con tales desórdenes psicológicos que no podían dormir en lugares cerrados por la claustrofobia o, como aparece en una película de la época, mostrarse aterrado ante la sola visión de un quepis de oficial que le mostraba un médico, a tal grado de pánico le llevaba la simple idea de que un superior se le acercase aunque fuera solo su gorra. Por todo ello, muchos médicos daban por sentado que los hombres que se autolesionaban eran víctimas de la neurosis de guerra cuando, en realidad, no necesariamente estaban relacionados. Esta forma de ver las heridas autoinfligidas sirvió para librar a muchos de ser castigados por cobardía ante el enemigo, así de claro.

Dos manos con heridas autoinfligidas en proceso de curación. Con
suerte, la bala no destrozaba los tendones y la mano recuperaría su
movilidad tras la convalecencia
Aunque es obvio que alguien que se pega un tiro en la mano o un pie, o que ingiere cualquier porquería que igual lo acaba matando no está con la sesera al 100% de rendimiento, hay que considerar que la autolesión era un acto perfectamente premeditado, planificado y llevado a cabo con pleno conocimiento de cómo dañarse sin que la herida resultase especialmente peligrosa con una sola finalidad: librarse de combatir. Por lo tanto, autolesionarse no era en sí una enfermedad mental, sino cobardía pura y dura. De hecho, millones de hombres arrostraron las mismas penurias sin llegar a esos extremos, y los afectados por neurosis de guerra solían tener una sintomatología similar, pero practicada de una forma distinta. Por ejemplo, no se dispararía cuidadosamente en una mano procurando no estropeársela demasiado, sino que agarraría un cuchillo en pleno ataque de histeria y se daría catorce puñaladas en las piernas o, llegado el caso, se volaría la tapa de los sesos. Sin embargo, esa duda siempre estuvo presente en la ética de muchos médicos, que confundiendo churras con merinas optaban por mirar hacia otro lado o hacer la vista gorda salvo que fuese algo tan flagrante que no podría dejarse pasar bajo ningún concepto.

Por otro lado, los camelos para escaquearse de forma circunstancial no valían en realidad para largarse a casa. No se podía alegar cada vez que la unidad partía a primera línea una enfermedad, aunque fuese distinta, porque ni los oficiales, ni muchos menos los sargentos que previamente habían sido soldados y se las sabían todas, iban a dejarse engañar sin más. Por lo tanto, lo más viable era buscar la bonne blessure (buena herida en francés), el heimatschuss (literalmente el disparo de casa, o sea, la herida que te permitiría ser repatriado) o la blighty one, frase en argot sin traducción en español que viene a querer decir "la herida que te manda a casa". Blighty era un término acuñado en la India para denominar al terruño. Es la corrupción fonética del hindú bilāyatī, "el país que gobierna", o sea, Inglaterra. Así pues, todos los british o, al menos la gran mayoría, estaban deseando recibir la blighty one que los mandase a casa, bien lejos de aquel infierno.

Una aparatosa herida autoinfligida en la axila que,
probablemente, dejará al sujeto con el brazo inútil. Uno
de los médicos nos la muestra mientras otro le administra
anestesia antes de intervenirlo. Estas heridas podían acabar
muy mal porque, aparte de la infección, en el momento del
disparo podía interesar una arteria y palmarla en dos minutos
Obviamente, dispararse conllevaba, aparte de la molestias que ya podemos imaginar, un riesgo añadido porque una cosa era decir que te dolía la espalda y otra presentarse ante el médico con un boquete en la mano y un cerco de piel quemada con abundantes restos de pólvora. Ni el médico más benevolente se tragaría el camelo, así que había que idear formas de despistar al más sagaz matasanos. Algunos se untaban yodo en cantidad en la zona de la piel quemada por el disparo para que se formasen ampollas y la eliminasen, si bien este proceso tardaba algunos días en surtir efecto, por lo que solo era factible en los hospitales de sangre y con la complicidad de algún sanitario. Por ello, lo habitual era disparar a través de un saco terrero para impedir las quemaduras, pero eso de la mano- siempre la mano izquierda salvo zurdos- o un pie- el sitio donde era más raro recibir un disparo un hombre que camina, seguía resultando enormemente sospechoso. De ahí que algunos optaran por intentar dispararse en el brazo, la pierna o incluso en el sobaco, poniendo el cañón debajo del mismo y apretando el gatillo con el pulgar del pie debido a la longitud del fusil. Esto era un problema añadido, porque si te encontraban berreando con una herida en el brazo y la bota y el calcetín al lado, como que no era nada creíble. De ahí que algunos, más astutos, se dejaran herir de verdad por el enemigo. Bastaba subirse a la banqueta de la trinchera y dejar a la vista la parte del cuerpo adecuada, en este caso un brazo o el hombro porque poner un pie en el parapeto sería de estúpidos redomados. Los francotiradores enemigos, que jamás dormían ni descansaban, avistarían rápidamente el posible objetivo, regalándole al falsario un espléndido y preciso disparo. Como ya podemos suponer, era imposible además identificar qué calibre y tipo de proyectil había producido la herida ya que eran por norma sedales y la bala no se podía recuperar.

Y, en fin, algunos llegaban a tal extremo de desesperación- aquí si habría que considerar la neurosis de guerra- que en vez de asomar una mano asomaban la cabeza, deseosos de recibir un balazo en plena jeta porque a ellos les faltaba valor para pegarse un tiro. Con todo, los suicidios no fueron en modo alguno casos aislados. Más de una vez aparecía en un recoveco de una trinchera un camarada con el cañón del fusil metido en la boca y con el cogote volatilizado, o bien convertido en puré con la ayuda de una bomba de mano.

Parte de defunción del soldado Michel Seguin, fusilado
el 8 de diciembre de 1914 en Elverdinge, Bélgica. Igual que
con los autolesionados tenían menos rigor, con los cobardes
y los rebeldes no pasaban ni una
Ahora bien, ¿cuáles eran las consecuencias de ser sospechoso de autolesionarse? En teoría, en cualquier ejército suponía ser pasado por las armas sin más historias, precisamente porque se consideraba un acto de cobardía ante el enemigo. Sin embargo, parece ser que los tedescos no padecieron esa plaga, al menos de forma tan generalizada como los aliados y especialmente los australianos que sirvieron en Gallipoli. Estos últimos llegaron a tales extremos de agotamiento físico y psicológico durante su penosa estancia en la siniestra península que acabaron literalmente convertidos en sombras que apenas podían caminar cien metros sin detenerse so pena de caer redondos al suelo. De ahí que se prefiriese correr un tupido velo por varios motivos sobre el tema de las heridas autoinfligidas a pesar de que en los estados mayores se tenía perfectamente asumido que era un delito muy común aunque no quisieran enterarse oficialmente de ello. ¿Por qué ese silencio? Ante todo, por una mera cuestión de honra. Un ejército que reconoce que tiene miles de casos de autolesionados al mes es un ejército que reconoce estar nutridos por cobardes, y eso queda fatal de cara a la omnipresente propaganda. Por otro lado, dar pábulo a ese tipo de noticias era aún más nocivo a la hora de alentar al personal a alistarse y para las familias de los combatientes. Lo primero que pensarían es en qué clase de infierno estarían viviendo para verse obligados a pegarse un tiro aunque fuera en una mano. Por lo tanto, lo más sensato era callarse y dejar que todo quedara dentro de los círculos castrenses. Donde no se mostraba piedad era con los desertores, los rebeldes o los que mostraban una manifiesta cobardía ante el enemigo. Esos eran fusilados sin contemplaciones tras un consejo de guerra sumarísimo. 

Brazalete para los autolesionados. Llevar uno era poco menos
que el estigma de Caín
Con todo, los infractores no se iban de rositas. Los sospechosos eran señalados con las siglas SIW (Self Inflicted Wound, herida autoinfligida) con una interrogante al lado en sus fichas médicas, lo que los convertía literalmente en unos apestados en los hospitales, siendo objeto de burlas y desprecios por los demás pacientes, así como de un tratamiento médico sin miramientos incluso por parte de las bondadosas VAD (Voluntary Aid Detachment, Destacamento de Auxiliares Voluntarias), que veían con malos ojos a los falsarios que intentaban escaquearse. Los yankees, por orden del general Pershing, incluso eran marcados con un brazalete amarillo que llevaban sobrepuestas las letras SIW con fieltro negro para mayor escarnio y, caso de ser un falsario redomado, que optase por una recuperación milagrosa y se largarse a su unidad antes de soportar la humillación. Lo malo era cuando ingresaban a un herido que verdaderamente lo había sido por accidente o por la imprudencia de un compañero ya que recibía un trato similar sin ser culpable de nada. Y la cosa es que nadie estaba libre de sospecha ya que se dieron casos de heridas autoinfligidas en hombres que previamente habían sido condecorados por su valor pero, por desgracia, llegaba un momento en que las dosis de testiculina se agotaban y ya no daban más de sí.

Médico controlando la evolución de los hombres que presentan síntomas
de pie de trinchera. Uno de ellos ya se ha puesto de un inquietante color
negro, por lo que lo más probable es que degenere en una gangrena.
Más de uno se alegraría horrores ante la perspectiva de una amputación
En cualquier caso, la cuestión es que no hay cifras fiables de los casos de autolesionados porque se prefirieron ocultar sin más. De hecho, los archivos de los ejércitos canadiense y australiano susceptibles de obtener información al respecto fueron destruidos tras la guerra, y de los 343.153 consejos de guerra celebrados en el ejército británico, apenas 3.904 fueron de acusados de autolesionarse, y ninguno acabó delante de un pelotón de fusilamiento. Afortunadamente para ellos, se limitaron a aplicarles correctivos a base de servicios más penosos, multas, suspensión de paga o, en resumen, todo el amplio surtido de medidas disciplinarias capaces de poner las peras a cuarto al más empecinado impostor, siendo la peor de ellas pasar una buena temporada en prisión. Curiosamente, el porcentaje más elevado de heridas autoinfligidas del que se tiene noticia lo tuvieron los hindúes enviados al Frente Occidental a principios de la guerra. En apenas dos semanas entre los meses de octubre y noviembre de 1914, el 57% de sus bajas sufrían heridas en una mano, lo que no dejaba lugar a dudas. Como con los hindúes no tenían los mismos miramientos que con los autóctonos, no se anduvieron en esta ocasión con remilgos y fusilaron a cinco por cobardía ante el enemigo, lo que actuó de forma balsámica para reducir el índice de autolesionados. Con todo, estaba claro que aquellos hombres no solo no se habituarían jamás al infierno bélico occidental, sino que el clima y las condiciones de vida les resultaban insoportables así que un año más tarde los mandaron a Mesopotamia, donde había menos cañones, menos fango pútrido y menos humedad. Un caso similar ocurrió con los australianos, que procedentes de un clima diametralmente opuesto y hechos a combatir en el secarral turco, vieron como los casos de amputaciones por pie de trinchera alcanzaban cifras pasmosas. 


Curiosamente, cuando la guerra iba alcanzando su final, especialmente tras la Kaiserschlacht en la primavera de 1918, los casos de autolesiones, antes de disminuir, aumentaron. Es evidente que la causa no fue otra que la obsesión por ver el final cercano y caer en combate cuando ya casi había terminado la fiesta. Es comprensible que hombres que habían pasado por un infierno en vida durante años se vieran acometidos por un pánico cerval, en las postrimerías del conflicto, a dejar el pellejo cuando igual faltaban días o semanas para volver a casa. Eso pudo con la entereza de muchos que, durante su permanencia en el frente, jamás habían dado muestras de cobardía. Pero el instinto de supervivencia pudo más y no dudaron en acelerar su retorno, por si las moscas. Afortunadamente para ellos, pudieron escapar con una bronca y verse limpiando letrinas el resto de la guerra o, si la herida lo merecía, ser enviado a casa sin honor pero vivito y coleando. Otros, como el que vemos en la ilustración de la izquierda, no aguantaron hasta el final y prefirieron largarse de este mundo sin más historias. El dibujo es de la colección editada por Otto Dix en 1924 titulada "Der Krieg", donde muestra con toda su crudeza la verdadera cara del conflicto.

En fin, así fue como proliferaron las heridas autoinfligidas. Como ya sabemos, lo que empezó cortándose un dedo o saltándose los dientes no ha terminado ni creo que termine nunca mientras haya guerras. Los casos de autolesionados siguieron apareciendo durante la 2ª Guerra Mundial, Corea y, sobre todo, en Vietnam. Y hoy día, en las “misiones de paz” donde los yankees, líderes de la democracia por cojones, pues también se les dispara el fusil mientras lo limpian o se pillan los dedos con la puerta de un Humvee, que eso de que te trinquen diez afganos cabreados o fanáticos del califato ese para filetearte no es nada interesante. 

Bueno, no creo que olvide nada, así que vale por hoy. 

Hale, he dicho

Sutil método para que un francotirador te chafe una mano. En la oscuridad de la noche, el cigarrillo que
sostiene haría pensar el enemigo que se trata de un pardillo que piensa que la paz reina en el mundo, por lo que no dudaría en volarle supuestamente la cabeza. Sin embargo, solo le revienta una mano. Si no hay testigos que delaten el subterfugio, ¿quién demostraba que era intencionado?

No hay comentarios: