martes, 28 de febrero de 2023

HISTORIAS DE LA MILI (DE PUTA, NADA)

Heme ahí, en mis tiempos de fiero BELLATOR. Obviamente, he respetado la intimidad de mis camaradas difuminando sus heroicas jetas y, como es lógico, también la mía. Ya saben de mi obsesión por el anonimato. En todo caso, para curiosos irredentos, sepan que soy el que aparece en el centro de la foto luciendo mi palmito de gallardo guerrero.

Febrero se va al carajo hoy sin falta, el articulillo artillero que llevo pergeñando hace días no  acaba de cuajar, el hombro se me ha amotinado en plan cafre, y ayer me di cuenta de que nunca he contado nada acerca de mi periplo castrense, así que ya tenemos tema para hoy. 

INTROITO

Soy un militar frustrado. Considero el oficio de las armas como el más honroso y solidario que se puede ejercer ya que juras dar la vida por defender tu país y tu gente, no importándote el hecho de que puedes palmarla de mil formas sumamente desagradables. Ojo, hablamos de juramentos de verdad, no del teatrillo que perpetran los políticos cuando trincan una poltrona jugosamente remunerada y se ven obligados a hacer el paripé. Sus juramentos valen lo mismo que su honra, uséase, una poca mierda. Por otro lado, la progresía casposa y traidora considera la milicia como algo detestable que habría que abolir, como un reducto de psicópatas obsesionados con la guerra. Bueno, pues si un mal día se ven obligados a presenciar como unos invasores violan sin descanso a sus mujeres y sus hijas para luego volarles la tapa de los sesos y, finalmente, también les meten a ellos una bala en el cráneo, antes de palmarla quizás echen de menos a sus odiados militares para que abrasen a tiros a esos hideputas. Hipócritas de chichinabo, que defienden regímenes totalitarios donde no te dejan ni echar una meada en una tapia pero te obligan a adorar al amado líder de turno... Mala peste os lleve a todos, felones. Bueno, paro porque se me calienta la boca y me sube la tensión. En todo caso, quede claro que mi juramento sigue tan vigente como el día en que lo hice, y que, si la ocasión lo demandara, no dudaría ni medio nanosegundo en acudir a la llamada de las armas para defender a mi Patria con mi hombro jodido y mis cervicales averiadas. DVLCE ET DECORVM EST PRO PATRIA MORI, qué carajo...

Bueno, no voy a enrollarme con interminables introitos. Solo decir que, como es lógico, podría escribir un anecdotario kilométrico porque la vida cuartelera da mucho de sí, y el paso del tiempo permite acumular cantidades masivas de sucesos de todo tipo. Con todo, incluso los más desagradables, con el paso del tiempo adquieren cierto matiz cómico, propio de película de desastres que, a pesar de todo, provocan las risas del personal. Esta anécdota es una de ellas...

HISTORIA

Como ven en la foto de cabecera, estaba destinado en la Policía Aérea, uséase, la Policía Militar del Ejército del Aire, ahora elevado a nivel cósmico con esa gilipollez de añadido espacial que le han adjudicado, como si en España se lanzaran cohetes a la Luna todos los fines de semana. Mi periplo castrense transcurrió en la Base Aérea de Tablada, reducto histórico y germen del arma aérea española. Básicamente, la policía tenía como principales cometidos hacer más guardias que el palo de la bandera, desfilar cada vez que había alguna movida, escoltar a los mandamases cuando salían de la base porque, por aquella época, la cosa estaba chunga con los cabestros de la boina atornillada y, en fin, asegurar determinados complejos sensibles como el aeropuerto de Sevilla.

Los que hayan tenido el honor de servir a la Patria y al Rey saben que si hay algo peor que una tercera imaginaria es hacer una guardia, y más en una base en la que había que proteger, además de los accesos, la zona de la pista. Era y es un llano inmenso que, siglos atrás, acogió el real del santo monarca cuando puso cerco a la Ixbiliya agarena. Hasta su reciclado en zona militar a principios del siglo XX fue un ejido donde el ganado pastaba apaciblemente, y donde pernoctaban las reses en la víspera de su entrada a los corrales de la Maestranza, templo sagrado de la tauromaquia, labor que por razones obvias se hacía de noche, arropados por una parada de cabestros y varios garrochitas.

Bien, la pista era... "vigilada"- y entrecomillo vigilada porque en aquella inmensidad la vigilancia no podía ser exhaustiva- por tres garitas cuyos centinelas la emprendían a tiros en cuanto oían algo raro. Más de un inocente burro pasó a mejor vida cuando su propietario intentaba colarse a robar chatarra a la Maestranza Aérea aneja a la base militar. Las dos principales, denominadas Torre Norte y Torre Cooperación enlazaban con una central denominada Garita Sur, que era como una islita en mitad del océano. Para cubrir la zona entre garitas había una patrulla formada por dos guripas que debían recorrer la distancia- la gran distancia- entre las tres puñeteras garitas. Resumiendo, aquello podía ser un coladero porque cinco fulanos no podían ni remotamente mantener bajo control los aproximadamente 1.700 metros que había entre Torre Cooperación y Torre Norte, con la Garita Sur más o menos a mitad de camino.

Sombreado en rojo vemos el área que ocupaba la base en aquella época. Para que se hagan una idea del tamaño, la vetusta pista de aterrizaje que ya solo usaban las igualmente vetustas Dornier 27 de la 407 Escuadrilla tiene (aún existe) 1.800 metros de longitud. También podemos ver la situación aproximada de Torre Norte y Garita Sur, donde tuvo lugar la historia que narramos hoy

Así pues, para intentar reforzar la zona se decidió eliminar a un ciudadano centinela de la patrulla de pista y sustituirlo por un chucho debidamente adiestrado. En aquella época, Tablada acogía una de las mejores escuelas de perros de España, por lo que se solicitaron voluntarios para ejercer de guías caninos. Estos solo harían guardia de noche aprovechando que aquellos animalitos, todos de raza pastor alemán, veían mejor, olían mucho mejor y mordían ferozmente a aquel al que el guía señalase como enemigo. Debo decir que hubo una avalancha de voluntarios, porque eso de pasearse con un perro en plan unidad de élite y tal molaba más que tener al lado a un fulano que no paraba de contar chistes malos y sangrarte tabaco. En fin, una vez seleccionados los futuros guías perrunos, fueron enviados a la escuela y se les asignó a cada uno su chucho, cachorros de pocos meses en aquel momento para facilitar tanto el adiestramiento del guía como del animal. Al cabo de tres o cuatro meses fueron incorporados al tercer turno, que era el que hacía las guardias desde las 23:00 hasta las 07:00 del día siguiente. Sí, en aquella época no se hacían guardias de 24 horas en la base, sino que había tres turnos de 8 horas, pero eso ya lo explicaré otro año.

Bien, la cosa se puso en marcha y los chuchos centinelas se mostraron bastante eficaces. En cuanto su guía lo veía levantar la cola y lo oía gruñir, graznaba el ancestral aviso de "¡Alto, quién vive!", y como el que vivía era un chorizo en busca de chatarra que no se sabía el santo y seña, pues bastaba azuzarle el perro o efectuar un disparo de aviso para dejarlo literalmente clavado en el suelo, meándose en los pantalones mientras que llegaba un piquete del cuerpo de guardia para llevárselo detenido. Al burro no lo detenían, lo dejaban pastando por allí tranquilamente hasta que alguien venía a hacerse cargo del jumento. Hasta ahí todo bien. Pero los adiestradores de la escuela de perros olvidaron un detalle. ¿Qué hacer cuando el merodeador no era un chatarrero, sino un phantasma? Ah... Misterio misterioso... Phantasmas en el cuartel... Acojone total...

Subfusil Star Z-70/B, de calibre 9 mm. Parabellum, el coprotagonista
de esta historia. Era la época en que la industria armera española
no hacía necesario adquirir armamento ligero a otros países

Una noche, el guripa Pérez (es un nombre falso, obviamente) iba con su fiel compañero canino dándose su garbeo reglamentario de dos horas con el pinganillo del transistor incrustado en la oreja y fumándose el enésimo cigarrillo, porque el tabaco acompañaba bastante, pa qué mentí... El perro iba de su mano con la traílla para impedir que, en un momento dado, le diese por desertar, tomase las de Villadiego y a ver quién carajo lo encontraba en aquel jodido páramo. Y, de repente, el algún punto entre Torre Norte y Garita Sur, el chucho centinela se detuvo en seco. Erizó los pelos del lomo y emitió el amenazador gruñido de aviso. Un intruso andaba merodeando por allí. El guripa Pérez escupió el cigarrillo, empuñó su Z-70, lo cargó e intentó ver algo en aquel océano de negrura. Aunque no tenía ni idea de nada porque no veía un carajo, exclamó el aviso de rigor:

-¡Alto! ¡Quién vive!- berreó procurando dar a su voz un tono enérgico, sin que se notase mucho que, en realidad, estaba un poco bastante muy acojonado. Nunca se había visto en semejante brete y, aunque armado y protegido por su perro, verse solo en la negrura le daba canguelo. Obviamente, no había "nasío pa matá".

Pero nadie respondía. Sin embargo, el perro pasó del gruñido al ladrido, con los pelos del lomo como escarpias y echando espumarajos de furia canina. El guripa Pérez repitió el aviso, que tampoco tuvo respuesta. Aquello pintaba mal, porque si eran el sargento o el teniente de guardia que iban de inspección (cosa habitual), de inmediato respondían para no verse acribillados a tiros por un centinela acojonado.

Y, de repente, algo salió de entre las tinieblas. Algo que al guripa Pérez le puso los testículos del tamaño de perdigones del 12. Algo que jamás pudo imaginar que iba a tener que vivir. Una figura blanca se aproximaba hacia él como si flotase en la bruma que la proximidad del río esparcía por el llano. Caminaba despacio, como si fuese en busca de algo que no sabe dónde está. El guripa Pérez empezó a sudar como si estuviera en una jodida sauna, mientras que el perro, poseído de una furia homicida, ladraba como un energúmeno esperando a que le soltaran la traílla y le dieran la orden de atacar.

Cagüendió!- bramó el guripa Pérez encarando el subfusil- ¡Alto! ¡Alto o disparo, hostias!

Pero el espectro no se detuvo. Prosiguió su camino como si la cosa no fuera con él ya que, obviamente, a un phantasma se la pelan las admoniciones de los vivos. El guripa Pérez no lo dudó más. Puso el selector de tiro en posición de ráfaga (lo reglamentario es un primer disparo al aire de aviso) y apretó el gatillo. Pero la cosa blanca aquella ni se inmutó. Seguía avanzando inexorablemente hacia el guripa Pérez, que debía tener una taquicardia de caballo. A la vista de la ineficacia de los disparos, soltó al perro a ver si sus colmillos hacían efecto en el phantasma. Pero el jodido perro, en vez de atacar al espectro intruso, salió cagando leches no se sabía dónde. El guripa Pérez estaba literalmente aterrorizado, y no era para menos, pobrecito.

Y mientras él se veía solito solo ante el phantasma, el guripa Gómez, habitante de Garita Sur, se alarma al oír los disparos. Gómez, más expeditivo, no se lo pensó dos veces. Cargó su arma y la emprendió a tiros en dirección hacia dónde había oído los disparos, lo cual fue una imprudencia digna de consejo de guerra porque pudo haber matado a su compañero ya que abrió fuego sin saber siquiera dónde estaba el enemigo. Y mientras Gómez soltaba un tiro tras otro, Pérez vaciaba el cargador sin que los disparos de uno y otro hiciesen efecto en el phantasma, que seguía caminando como si tal cosa. 

Galleta de la Policía Aérea. Una como esta tuve el
inmenso honor de lucir en mi brazo izquierdo durante
todo mi periplo castrense

Pero, al fin, Pérez ve caer al espectro. Y si caía significaba que había sido alcanzado por un balazo en aquel infernal fuego cruzado que pudo matar a ambos centinelas. Y si caía es que era mortal, obviamente. Pero no... La cosa aún no había terminado. Mientras cambiaba el cargador de su arma y avisaba a Gómez para que dejase de disparar, el phantasma se incorporó y, sin mostrar signos de dolor o sangre, prosiguió su paseo. En la mente recalentada del guripa Pérez, el phantasma acababa de convertirse en un zombi. Ya no pudo más. Vació el cargador sin apuntar ni nada, totalmente dominado por el pánico. En fin, de película de esas de serie B de George A. Romero.


Afortunadamente, en aquel momento llegó a toda leche una pica (nombre coloquial cuartelero para los Land Rover, tomado de las pick'up yankees de la antigua base de San Pablo) con un piquete de guripas al mando del teniente de guardia. Aquella ensalada de tiros hacía suponer un follón gordo, así que el cabo de guardia se curó en salud y avisó al sargento, el cual sobaba apaciblemente en su piltra. Y el sargento, que tampoco estaba por complicarse la vida, avisó al teniente que dormitaba en la poltrona de su despacho. Y mientras Pérez daba alaridos de pánico porque se había quedado sin munición, Gómez seguía intentando ver algo, el chucho había desaparecido y el teniente intentaba enterarse de qué carajo pasaba allí, el zombi finalmente se había desplomado. ¿Había muerto de una puñetera vez? Ponó, estaba vivito, aunque no coleaba nada.

Veamos cómo acabó la película...

El zombi era en realidad una mujer joven en estado catatónico. Al parecer, se había largado la mañana anterior vestida solo con un camisón blanco del psiquiátrico de Miraflores y se pasó el día entero deambulando por todas partes (del psiquiátrico a Tablaba había un larguííííímo paseo) sin que, por lo visto, nadie reparase en ella y avisase a la policía. Finalmente, se coló por la zona de Torre Cooperación sin que el centinela la viera, lo cual era lógico porque su reflector no daba para demasiada distancia y, además, solo lo encendía si oía algo sospechoso, y no por escudriñar sin motivo. Por suerte o por desgracia se topó con el guripa Pérez y su chucho, pero su abstracción mental impidió enterarse de nada de lo que estaba pasando, ni tampoco hacer caso a las órdenes del centinela ni sentir miedo por los disparos. Cuando se calmaron los ánimos y se pudo analizar lo ocurrido, la conclusión fue la siguiente:

La mujer cayó en primera instancia por un disparo que le acertó en el talón. Ese disparo procedía obviamente del arma del guripa Gómez, que estaba en aquel momento situado a su espalda. Pero, al no sentir dolor, se incorporó y continuó su paseo hasta que, finalmente, el destrozo causado por la bala le hizo caer en el momento en que llegaba la pica. Fue evacuada al hospital militar, donde se pudo saber quién era y de dónde se había "fugado". Esta movida hasta salió en los periódicos, y no era para menos porque la cosa podía haber acabado muchísimo peor, sobre todo por la imprudencia del guripa Gómez. 

EPÍLOGO

El valor del guripa Pérez fue puesto en entredicho porque el reglamento no contemplaba la presencia de phantasmas ni zombis y, además, demostró su nula presencia de ánimo y su malísima puntería ya que no acertó ni uno solo de los 50 disparos que efectuó (los cargadores del Z-70, aunque con capacidad para 30 cartuchos, se llenaban solo con 25 para no forzar los muelles elevadores). Fue evacuado junto a la catatónica poseído de tal ataque de ansiedad que tuvieron que meterle diazepam como para tumbar a un elefante de guerra. Estuvo dos o tres días ingresado hasta que, tras ser dado de alta, volvió a su destino a soportar la rechifla general. No era para menos. Pasó el resto de la mili dándose paseos nocturnos con su chucho.

El mejor amigo del soldado por aquellos años, cuando no había
esmarfones ni chorradas tecnológicas

Al guripa Gómez, inexplicablemente, no le metieron un paquete de antología. Se consideró que había actuado en defensa de su puesto, pero no se tuvo en cuenta que disparó en dirección a su compañero y no le acertó porque ese día no era el que le tocaba palmarla. En todo caso, se pasó el resto de la mili en su querida Garita Sur escuchando por el transistor programas deportivos de madrugada y fumando como un carretero.

El chucho, tras intensa búsqueda, apareció metido debajo de una cama de la enfermería, que en aquel momento no estaba ocupada. A las 07:30, cuando el sanitario de turno se incorporó para relevar al de guardia, escuchó un ruido en el dormitorio. Su compañero no se había enterado de nada porque, como mandan los cánones, estaba durmiendo como un lirón cuando el perro entró a refugiarse allí. La explicación que dieron fue que el que dirigió la enseñanza perruna omitió algo esencial: habituarlo al sonido de los disparos, motivo por el que se olvidó de la intrusa en cuanto el guripa Pérez abrió fuego. Al verse libre de la traílla, en vez de atacar optó por largarse del campo de batalla. Tuvo que ir un cabo 1º de la escuela de perros a convencerlo de que se había portado muy mal, y de que dejar tirado a su guía estaba muy feo. Con todo, el chucho no estaba muy convencido que digamos, y hasta le soltó un par de tarascadas al fulano aquel antes de consentir en abandonar su refugio. Fue arrestado (no es coña, antaño se arrestaban animales, armas o edificios) y castigado a acudir a varias sesiones de prácticas de tiro hasta que, finalmente, pudo escuchar mogollón de ráfagas sin que dejara de menear el rabo, muy contentito él.

De la zombi nunca supimos más. El disparo en el pie se lo dejó tan averiado como su pobre sesera, pero imagino que le harían un buen apaño. Total, de cosas peores se sale.

En fin, criaturas, así fue como tuvo lugar una de las noches más movidas de aquella época, y todo propiciado por una desdichada que andaba perdida por ahí. Afortunadamente, el perro huyó a causa de su miedo a los estampidos, porque si se abalanza sobre ella la mata sí o sí, y más si consideramos que no habría hecho nada por defenderse. A aquellos perros les daba una higa si el intruso daba guerra o permanecía inerme. Se limitaban a buscarle el pescuezo, y si el guía no ordenaba lo contrario mataban si antes no los mataban a ellos. Obviamente, el guripa Pérez no estaba con un estado de ánimo adecuado para semejante percance, de modo que lo mejor que pudo pasar es que pusiera tierra de por medio.

Bueno, ya contaré más chorradas castrenses.

Hale, he dicho

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