jueves, 7 de diciembre de 2023

CINE HISTÓRICO: EL ENANO CORSO (DIOS LO MALDIGA)

 

Aún recuerdo lo que me impresionó la primera obra de Ridley Scott, "Los duelistas", filmada en 1977. Su fotografía, el realismo de las puestas en escena y, sobre todo, los duelos a espada que no tenían nada que ver con las sofisticadas coreografías habituales, me fascinaron totalmente. Era tan perfeccionista que sería digna del mismo Kubrick. Esta obra, que era una adaptación de una novela de Joseph Conrad basada en una historia real, es de las que deben ser vistas obligatoriamente por cualquier amante del cine. Sin embargo, da la impresión de que en esta película Scott echó el resto, porque su filmografía en lo referente a cine histórico ha ido perdiendo a mi entender calidad a cambio de espectacularidad. Que sí, que poderoso caballero es don Dinero y tal pero, como siempre digo, tergiversar la verdad sale al mismo precio que decir la verdad, por lo que nunca he encontrado el motivo por el que guionistas y directores vapulean la historia cuando se trata de historias que, por sí solas, contienen las dosis de épica necesarias para entretener sin desinformar o, mejor aún, entretener y, además, enseñar.

Francamente, debo reconocer que no tenía la más mínima intención de elaborar un articulillo sobre esta película porque la vi durante menos de cinco minutos, tiempo suficiente para que me diesen varios vahídos y amagos de ira, pero con tal de dejar constancia de que sigo vivito y coleando, decidí finalmente dar cuenta del escasísimo tiempo de visionado y constatar que, una vez más, se pasan la historia por el forro. De hecho, en el breve tiempo que dediqué a la cinta se perpetran tal cantidad de fiascos que resulta cuasi insultante.

La película comienza con la ejecución de la aborrecida María Antonieta, un hecho del que hay información histórica e incluso gráfica a cascoporro. Se sabe con pelos y señales cómo discurrieron las últimas horas de la desdichada reina, así como de su traslado al cadalso y su ominoso final a manos de Charles-Henri Sanson el 16 de octubre de 1793. La ex-reina estaba recluida en La Conciergerie, un antiguo palacio real reciclado en prisión allá por el siglo XIV. En primera instancia había sido recluida en una celda más que espartana, pero la intentona por parte de elementos realistas por liberarla a finales de agosto de 1793 hizo que la vigilancia se tornase más férrea. Fracasado el complot y para evitar posibles asaltos, fue transferida a una celda donde siempre permanecía custodiada por una guardia, y para darle un mínimo de intimidad se instaló un biombo. La única persona cercana que se le permitió estar junto a ella fue Rosalie Lamorlière. A la derecha podemos ver una de las muchas obras que representan el encierro de la austriaca, que muestra de forma bastante veraz el ambiente donde pasó sus últimos días. El cuadro, obra de Tony Robert-Fleury, data de 1906.

"María Antonieta camino de su ejecución", obra de
François Flameng (1887)
El día de la ejecución se puso un vestido blanco y, a eso de las 10 de la mañana, se personaron en la celda los jueces del tribunal y Henri Sanson, hijo del famoso verdugo, para hacerse cargo de la rea. Tras leerle la sentencia, Sanson le descubrió la cabeza y le cortó el pelo según era costumbre. Se decía que la desdichada pasó tal terror durante los días previos a la ejecución que su cabello rubio se volvió completamente blanco. Una vez pelada se volvió a cubrir con la cofia, y Sanson la maniató. A continuación fue subida a un carromato con una simple tabla apoyada en los varales a modo de asiento, siendo acompañada hacia el suplicio por el abate Girard, que se sentó junto a ella, y por Sanson.

El paseo desde La Conciergerie, situada en la Isla de la Cité, hasta la Plaza de la Revolución, actualmente Plaza de la Concordia, era de unos 2'5 km., que en unas calles literalmente atiborradas de ciudadanos ávidos de morbo, hicieron el trayecto interminable, de forma que cuando llegaron a destino eran alrededor de las 12:00 horas. Parece ser que durante su recorrido, el pueblo permaneció mayoritariamente silencioso. Al cabo, las figuras regias seguían imponiendo cierto temor reverencial aunque fuesen camino a ser descabezadas.

En la ortofoto inferior podemos ver la situación de la cárcel de La Conciergerie en la isla de la Cité y, dentro del círculo mayor, la Plaza de la Revolución. Salta a la vista que no es el rapidísimo paseo que muestra la película.


Una vez ante el patíbulo, María Antonieta bajó del carro y se puso en manos de Sanson padre. La apoyaron contra la plataforma basculante y, con la rapidez habitual en estos casos, fue finiquitada en un periquete. Sanson cogió la cabeza y la mostró al populacho berreando "¡Viva la república!", tras lo cual su cuerpo fue depositado en un burdo ataúd y su cabeza colocada entre las piernas. Cuando todo había concluido, el personal se dispersó y cada mochuelo a su olivo. El cadáver fue enterrado en una fosa común del cementerio de La Madeleine, si bien en 1815 fue exhumado junto al de su marido y depositados ambos en la basílica de Saint Denis, donde se encuentra el panteón de los reyes de Francia.

Bien, grosso modo, esto es lo que ocurre en los primeros minutos de la película que, como ahora veremos, solo se asemejan a la realidad en que la austriaca fue decapitada, pero ya está. El resto, una cagada tras otra aunque, como hemos visto, hay información sobrada para poder recrear tan luctuoso suceso sin necesidad de hacer el ridículo. Veamos...

La acción comienza con María Antonieta despidiéndose de sus retoños en lo que parece un cuarto de plancha o una dependencia del servicio. No se atisba bien porque la escena es muy oscura. De hecho, he tenido que aclarar un poco la imagen para que se vea algo más. En cualquier caso, abraza a sus dos hijos vivos en ese momento: María Teresa, que en esa época estaba a punto de cumplir 15 años, por lo que sería de una mocita de estatura similar a la de su madre, y casi oculto entre las sombras está Luis, el príncipe delfín, que tenía apenas 8. Pero la cosa es que los retoños no estaban en La Conciergerie, sino en el Temple, acompañados por su tía Isabel la cual seguiría el mismo destino que su hermano y su cuñada unos meses más tarde. En resumen, la peli acaba de empezar y ya han perpetrado la primera cagada. Sigamos...


En la siguiente escena, María Antonieta se encarama en el carro y permanece de pie en el mismo, si bien dicha escena es brevísima y no se ve que la acompañe nadie. A continuación aparece la pseudo Plaza de la Revolución que vemos arriba, que más bien se asemeja al patio interior de algún palacio. La plaza era un espacio abierto, como vemos en la ilustración superior derecha, y no un sitio encajonado. Debajo tenemos un apunte al natural tomado por Jacques-Louis David (sí, el famosísimo pintor) en el que vemos a la rea maniatada, pelada y cubierta con su cofia, no como aparece en la película. Ah, observen un detalle chorra: como dijimos anteriormente, la ejecución tuvo lugar a mediodía, cuando el sol cae perpendicularmente. Sin embargo, si nos fijamos en las sombras comprobamos que esa escena se rodó a media mañana o media tarde. Qué fallo más plasta, ¿no? Prosigamos...


La María Antonieta se ha apeado del carro que, en vez de detenerse junto al patíbulo como era preceptivo, se para a una distancia del mismo para que se de un postrero baño de multitudes y, de paso, dejarnos pasmados ante tal cúmulo de memeces cinematográficas. El vestido blanco lo han cambiado por uno negro, que imprime por lo visto más solemnidad a la escena. El pelo cortado se lo han reimplantado, luciendo una espesa melena blanca y muy rizada. Y su rictus de desprecio y arrogancia no cuadra mucho con el de una mujer que pasó sus últimos días en un estado constante de pánico. En cuanto a la plebe, en vez de guardar silencio, se desgañita poniéndola a caldo y arrojándole todo tipo de hortalizas. La escena no puede ser más artificiosa y patética, la verdad. Por cierto, nadie la escolta, nadie la acompaña. Se dirige ella solita hacia la siniestra máquina. Con dos cojones, ¿qué no? Continuemos...


Tras subir las escaleras sin perder ese aire chulesco, como de ramera empoderada camino del juzgado, Sanson la maniata, cosa que ya hizo su hijo dos horas antes. Por cierto que el vestido, según la toma, parece azul a veces y otras negro. En todo caso, da lo mismo porque ya sabemos que era blanco. En el momento de llegar a la plataforma del patíbulo, parece ser que pisó a Sanson y la ex-reina, que era muy educada, le pidió disculpas y le aseguró que lo hizo sin querer. Esto, obviamente, también lo omiten en la cinta porque no cuadraría con la gélida mujer soberbia y arrogante hasta el último hálito de vida. Más cosas...


Esta ya se pasa de castaño oscuro. La guillotina no tiene plataforma basculante, por lo que deduzco que el "experto" y el "asesor histórico" no se han leído mis enjundiosos articulillos sobre estas máquinas. Así pues, lo que nos muestran es a Sanson apoyándole la mano en el hombro para que se arrodille y, a continuación, le recoge el pelo antes de meterle le cabeza en el cepo. Curiosamente, el ayudante del verdugo tarda lo suyo en cerrarlo, como si se atrancase. Sin embargo, ya sabemos que esta operación duraba literalmente fracciones de segundo. Colijo que los "expertos" eran una legión de cuñados, como suele pasar. Veamos qué pasa a continuación...


La cuchilla cae, la cabeza de la Antonieta también, y Sanson la muestra a la plebe, pero no abre el pico. No da vivas a la república ni leches. Pero aún nos deparan alguna sorpresa sumamente sorprendente el Sr. Scott y sus magníficos asesores. Vean, vean...


Ahí tenemos la aparición del enano, que ha acudido a presenciar la ejecución. Nos regalan a un Joaquin Phoenix talludito con sus 49 tacos a cuestas y que se parece al enano lo mismo que un huevo a una castaña. El genocida corso tenía en aquel momento 24 años (véase la imagen de la izquierda, de un retrato de esa época), y era un tenientillo de artillería que no pudo asistir a ninguna ejecución regia porque estaba en Tolón, una población costera en la Occitania donde su familia se había exiliado porque su padre, otrora ardiente defensor de la independencia de Córcega, se cambió de chaqueta y tuvo que salir de naja de la isla. En resumen, el enano no estaba en París el 16 de octubre de 1793. Aquí corté. Mis neuronas se me estaban amotinando, así que opté por encender una varita con aroma a vainilla y poner música sacra ortodoxa, que me relaja una burrada. 

Y ahora, me pregunto: Con tanta inteligencia artificial, tanto programa de edición y tanta gaita, aparte de los hábiles maquilladores de Joligú, ¿tanto trabajo costaba rejuvenecer un poco al Phoenix y, de paso, ocultarle la extraña marca  de nacimiento que tiene en el bigote. ¿Tan difícil era añadirle un poco de caballete a la napia? En fin, criaturas, siento no poder ofrecer un articulillo más enjundioso, pero si en menos de cinco minutos han pateado la historia tropocientas veces y, además, sin necesidad, comprenderán que no me puedo permitir ciertos excesos. El médico me tiene prohibido ir más allá de una pataleta fuerza 3, por si acaso. 

Bueno, ya se pueden hacer una idea de a qué se enfrentan los héroes que decidan ver en su totalidad este bodrio. 

CETERVM CENSEO PETRVM SANCHODICI ESSE DELENDAM

Hale, he dicho

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Tumba del enano en Los Inválidos, en París. En ese sarcófago marmóreo con aspecto de bombonera rococó guardan la osamenta de uno de los más infames y siniestros psicópatas de los tiempos modernos. Dice mucho de los gabachos el ver como veneran a un criminal, un monstruo, un degenerado sátrapa que llevó a la Europa toda muerte, guerra, miseria, violaciones, asesinatos, profanaciones de iglesias y tumbas, saqueos y un sin fin de fechorías. Los albores del siglo XIX fueron un anticipo de lo que tendría que llegar más tarde de la mano de sus émulos, el ciudadano Adolf, el padrecito Iósif o el camalada Mao Zedong. Y lo más paradójico es que los gabachos, que perdieron miles y miles de hombres en las guerras de este hijo de la gran puta, sean los que más afanosamente lo alaban como un genio de la guerra. El enano no era un genio de nada, era un despreciable asesino que debió acabar ahorcado en el patíbulo de Tyburn o, mejor aún, descabezado como el ciudadano Capeto. Anda y que se vaya al carajo el enano asqueroso ese...


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