Los ejércitos del mundo antiguo occidental, concretamente los griegos y los romanos, habían creado un eficaz sistema tanto de unidades tácticas como de la escala de mandos que debían dirigirlas. Todos hemos oído hablar alguna vez de las cohortes, los manípulos o las decurias de las legiones romanas, así como de los centuriones (en realidad su nombre era PILVS, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión), OPTIONES, tribunos, legados, etc... Sin embargo, todo ese sistema tan elaborado se fue al garete tras las invasiones germánicas que se adueñaron del imperio romano, dando lugar en la Edad Media a ejércitos cuya distribución táctica era sumamente básica. Ya no se hablaba de cohortes ni de legiones, sino, simplemente, de infantería, dividida por el tipo de armas que usaban, y caballería ligera y pesada. Su distribución en los campos de batalla se realizaba conforme a las necesidades o la estrategia establecida por el que mandaba la hueste, y estaban bajo las órdenes de los hombres que eran considerados por éste como más capacitados para tal fin. Así pues, no hablamos de militares del carrera en el sentido que tenían los romanos, en el que un legionario se alistaba e iba ascendiendo por méritos hasta alcanzar, si vivía o si tenía la suficiente capacidad para ello, el máximo rango posible: PRIMVS PILVS (literalmente, primera lanza). O sea, el centurión principal, bajo cuyo mando estaban los demás centuriones de cada una de las cohortes que componían una legión.
Quede pues claro que las huestes y mesnadas medievales carecían de una oficialidad tal como la conocemos actualmente, con unas unidades formadas por un número concreto de hombres a las órdenes de un suboficial u oficial, y todo ese conjunto al mando de un oficial superior como, por ejemplo, un coronel o un general. Dicho esto a modo de introducción para poner en antecedentes al personal, vamos a ver quienes eran los que dirigían estos ejércitos...
Ante todo, hay que tener en cuenta que los monarcas de la época solían ser los que mandaban sus propias tropas. Eran reyes-guerreros que, asesorados por hombres de su entera confianza, tenían la última palabra a la hora de establecer la estrategia a seguir en la batalla de turno. Hacia el siglo XI ya se tiene evidencia de la existencia del alférez o ARMIGER real, una especie de comandante en jefe que, a falta del monarca, era el que mandaba la hueste. Era pues el hombre en el que el rey depositaba toda su confianza ya que su capacidad como estratega podía ser de vital importancia, y más si, como a veces pasaba, el soberano carecía de tales conocimientos o, simplemente, de la decisión necesaria para arrostrar los peligros de la guerra, que los redaños no se adquieren, sino que se nace con ellos.
El origen del término alférez no está del todo claro, y hay diversas teorías sobre su etimología, si bien la más extendida es que procede del árabe al-färis, que era como los musulmanes denominaban al abanderado. Este cargo, otorgado de forma discrecional por el rey, solía recaer prácticamente siempre en algún miembro de la nobleza. Su permanencia en el mismo dependía exclusivamente de la voluntad regia, y entre sus atribuciones, además de comandar el ejército, estaba la de ser juez con autoridad para dirimir cualquier pleito entre los componentes de la hueste, siendo su veredicto y su sentencia inapelables. Como es de suponer, no se andaban con tonterías a la hora de mantener una férrea disciplina, y más si tenemos en cuenta que un elevado número de los componentes de la hueste eran villanos con más ganas de volver a casa que de dejar el pellejo heroicamente en el campo de batalla, y otro, menor en número pero no por ello menos conflictivo, formado por infanzones y caballeros sumamente propensos a meter mano a la espada y degollarse entre ellos por riñas derivadas por cuestiones de honra.
Con el tiempo, se hizo evidente que un solo hombre no podía estar al frente de todo un ejército a la hora de atender los mil y un problemas que, como es lógico, surgían constantemente tanto durante las levas de las milicias como a la hora de distribuirlas en la hueste y atender a sus necesidades. Por ello, surgieron una serie de diferentes alferecías, a saber:
El alférez mayor del rey, que seguía siendo el jefe del ejército y que, ya a finales de la Edad Media dio paso al condestable. Concretamente, el primer condestable de Castilla fue Alfonso de Aragón, nombrado por el rey Juan I en 1382. En Aragón, este rango fue creado un poco antes, en 1369, por Pedro IV. Su comparación en rango con la actualidad sería como el Jefe del Estado Mayor. O sea, el mandamás supremo.
El alférez mayor del pendón real, que era más que un rango en sí mismo una dignidad, ya que era simplemente el encargado de portar la enseña regia, pero supeditado al mando del anterior.
Y, finalmente el alférez mayor de peones, un rango subordinado al alférez real que era el encargado de distribuir en la hueste las diferentes cuadrillas de peones que nutrían las milicias concejiles en función de su armamento, capacidad, etc. Tenía la obligación de llevar una contabilidad exacta en todo momento de los efectivos del ejército, y era el que otorgaba la licencia que permitía a los peones volver a casa una vez terminada la campaña.
El distinguido rango del alférez tuvo término a raíz de la nueva disposición táctica de las coronelías o tercios creados por Gonzalo Fernández de Córdoba. Así, tras siglos de ser la más elevada jerarquía militar, pasó a ser un subordinado de los capitanes que mandaban las compañías que formaban cada tercio, diferencia que ha perdurado hasta nuestros días y, de pasar a mandar todo un ejército, actualmente los alféreces tienen bajo su mando una sección cuyo número suele ser de apenas 30 hombres. Vaya diferencia, ¿no?
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